CAPÍTULO 123

29 de julio de 510 a. C.

Ariadna estaba atada a la silla con tanta fuerza que la sangre no circulaba por sus muñecas ni tobillos. Ya no podía sentirlos. En cambio, tanto la espalda como los brazos le transmitían sin tregua un dolor intenso. Por fortuna podía utilizar las enseñanzas de su padre para evadirse del sufrimiento físico. Gracias a ello había situado su mente en un nivel al que no llegaban las quejas de su cuerpo.

Pero no podía librarse del sufrimiento emocional.

La muerte de Akenón la había sumido en una angustia desgarradora. Imaginaba que ella también moriría dentro de poco, pero le afectaba mucho más pensar que Akenón había muerto. No obstante, a pesar de todo el dolor, no se había rendido. Tenía intención de luchar hasta el último instante. Probablemente no tenía ninguna opción, pero la vida que latía en su vientre le proporcionaba la energía suficiente para querer intentarlo.

Durante los dos días que llevaba encerrada había pensado mucho en su padre. Le desesperaba no poder transmitirle la sorprendente identidad de su enemigo. A veces cedía a la tentación de soñar despierta y se imaginaba con su padre y Akenón, y a sus pies su enemigo encadenado. Pero soñar no cambiaba la realidad, por lo que apartaba aquellos sueños de la cabeza y se obligaba a afrontar sus trágicas circunstancias.

Levantó la cabeza bruscamente. La había sobresaltado un ruido procedente del exterior, junto a la entrada. Miró en esa dirección. En la rendija luminosa que quedaba bajo la puerta vio la sombra de alguien detenido al otro lado. Apretó las mandíbulas y su respiración se aceleró. De repente la puerta se abrió con violencia, golpeando contra la pared. Irrumpió una luz intensa que le hizo cerrar los ojos. No veía nada, pero escuchó un gruñido que le puso los pelos de punta. Percibió una presencia acercándose. Respiró su olor a sudor fuerte.

Aunque temía lo que iba a ver, abrió los ojos.

El terror superó al de las pesadillas de su adolescencia.