29 de julio de 510 a. C.
Dos días después de que Bóreas atrapara a Ariadna, en el Consejo de los Mil estaba a punto de comenzar una nueva sesión. A lo largo de los siglos se recordaría como la más famosa de la historia de Crotona.
La sala estaba agitada. El murmullo provocado por los cuchicheos y comentarios de los consejeros era más fuerte que nunca. En las gradas, al lado de Cilón, se encontraba el motivo de todo aquel bullicio.
El enmascarado se había presentado en el Consejo.
Más de la mitad de los consejeros ya lo conocía, pues en las reuniones de casa de Cilón habían recibido su oro y los había cautivado su oscuro carisma. Por otra parte, los 300 estaban escandalizados y atemorizados. Pitágoras les había informado de que las investigaciones señalaban a un enmascarado como el cerebro de los asesinatos, revueltas y saqueos. Ahora se figuraban que el hombre que se ocultaba tras una máscara negra junto a Cilón era el responsable de aquellos crímenes.
Pitágoras y Milón no se encontraban en la sala. Ese día había comenzado la cumbre pitagórica. Durante dos días el filósofo estaría encerrado en la casa de campo de Milón con los miembros más relevantes de la hermandad. El día anterior, intentando anticiparse a los movimientos de Cilón, Pitágoras se había reunido con los 300 y les había advertido de que su enemigo político aprovecharía su ausencia para intensificar los ataques.
—Debéis aguantar con firmeza —les había dicho Pitágoras envolviéndolos con una mirada serena—. Estaré ausente dos días, pero el concilio nos reforzará. En cuanto concluya, concentraremos todas nuestras energías en reestablecer los apoyos políticos que hemos perdido en los últimos meses.
Aquellas palabras lograron un cierto efecto sobre el ánimo de los 300. Ese efecto, sin embargo, se había desvanecido nada más entrar en la sala del Consejo y ver en las gradas al enmascarado.
Cilón se puso en pie para hablar pero no se encaminó al estrado. Al intervenir desde las gradas, rodeado de sus partidarios, realzaba el hecho de que su voz estaba respaldada por más de la mitad de los consejeros.
Se acomodó el pliegue de la túnica en el brazo izquierdo y levantó el derecho. Después miró a ambos lados mientras los comentarios se apagaban y se instalaba un silencio tenso.
—Estimados consejeros de Crotona —declamó con energía—, nos hemos reunido de nuevo para analizar los desmanes de nuestro ejército. Ayer escuchamos las explicaciones del general Milón, apoyado por su jefe Pitágoras —algunos de los 300 protestaron ante este comentario—, y hoy era el día en el que esperábamos poder debatir con ellos.
Los 300 incrementaron las protestas contra Cilón. El enmascarado sonrió desde su asiento. En realidad el día anterior Cilón había dejado que Milón y Pitágoras hablaran cuanto quisieran sin interrumpirlos. El político había seguido así fielmente las instrucciones del enmascarado: no actuar hasta que Milón y Pitágoras se ausentaran. El enmascarado le había dicho a Cilón que entonces sería el momento en que acudiría al Consejo para intervenir junto a él, concentrando todas sus fuerzas en un golpe único y definitivo.
—No obstante —prosiguió Cilón haciendo caso omiso de las protestas—, Pitágoras y los suyos han vuelto a demostrar la poca consideración que tienen por este Consejo. ¡Resulta que no acuden aquí porque tienen una reunión de su secta!
Muchos de los 300 se pusieron en pie y agitaron los puños hacia Cilón mientras vociferaban. El enmascarado no cabía en sí de gozo. «Gritad, gritad, mientras podáis».
Cilón se mantuvo unos minutos en silencio aguantando estoicamente las quejas y silbidos que le dirigían los 300. Le increpaban porque Pitágoras y Milón habían advertido con mucha antelación de que esos dos días no acudirían al Consejo.
—Os quejáis porque vuestro gran líder ya había avisado de que iba a ausentarse. —Cilón hizo una pausa, recorriendo toda la audiencia con su mirada, y de repente gritó—: ¡¿Acaso un crimen deja de serlo porque el criminal avise con antelación de que va a cometerlo?!
Una nueva avalancha de gritos e insultos surgió desde la facción pitagórica. Algunos consejeros amagaron cruzar la sala para agredir a Cilón. Varios de ellos, sin embargo, se quedaron inmóviles en sus asientos preguntándose preocupados en qué derivaría aquello. La agresiva audacia de Cilón no presagiaba nada bueno.
«Bien, muy bien». El enmascarado asintió lentamente, satisfecho con la actuación de Cilón. Estaba obedeciendo al pie de la letra sus instrucciones. Le había indicado que centrara las críticas en Pitágoras, y no en Milón, y que caldeara el ambiente para que fuera más propicio para lo que pretendían hacer dentro de sólo unos minutos.
Cilón prosiguió con severidad:
—Pitágoras gobierna la ciudad a través de los 300. El problema es que nos ha demostrado sobradamente que sus intereses personales y sectarios están muy por encima de los de Crotona. Todos sabéis que llevo muchos años luchando para evitar que la ciudad se resigne a este absurdo. Hoy, sin embargo, no va a ser mi voz la que haga patente en toda su gravedad este error histórico. —Se volvió hacia el enmascarado, le tendió una mano y volvió a mirar hacia delante—. Tenemos con nosotros a alguien que merece más que nadie el nombre de consejero. Cientos de nosotros hemos tenido ya la fortuna de ser guiados por sus sabias palabras. Además, conoce profundamente a Pitágoras y su doctrina perniciosa.
El enmascarado se puso en pie agarrándose a la mano de Cilón. Los más atentos de los 300 se sobrecogieron al ver el silencio reverente con que el desconocido era recibido por gran parte del Consejo.
Tras unos segundos de tensa espera surgió una voz inquietante de la máscara negra, un susurro fuerte y ronco que absorbió inmediatamente la atención de todos los presentes.
—Quien me conoce, sabe cuáles son mis intenciones. —Se giró hacia los asistentes evitando deliberadamente a los 300—. Sabéis que velo por vuestros intereses. Sabéis que quiero lo mejor para Crotona.
—¡Es un asesino! —gritó un consejero pitagórico.
—¡No le escuchéis, es nuestro enemigo!
El enmascarado alzó una mano hacia los 300, pero siguió sin volverse hacia ellos.
—Soy el enemigo, sí, ¡el enemigo de Pitágoras, que es el enemigo de Crotona!
Ante las nuevas y enérgicas protestas se limitó a sacar un pergamino de su túnica.
—Pitágoras, en una de sus muestras de egoísmo, no quiere que se difunda por escrito su doctrina. Sin embargo, sí recoge por escrito parte de ella en documentos que oculta celosamente. —Hizo una pausa, mostrando en alto el pergamino—. Lo que tengo en mis manos es un extracto del Hieros Logos, el libro que Pitágoras ha escrito de su propia mano y que él mismo denomina su Palabra Sagrada.
El enmascarado había reducido su tono de voz al susurro habitual. No obstante, era suficiente para que toda la concurrencia lo oyera perfectamente. Incluso los 300 se habían callado, atentos a lo que iba a suceder y sin poder sustraerse del todo al efecto embriagador de la voz de su enemigo.
—Este texto demuestra que Pitágoras es el peor de los tiranos. —De nuevo se alzaron protestas entre los 300. El enmascarado forzó la voz—: Demuestra que la apariencia bondadosa de Pitágoras es sólo un disfraz que lo hace todavía más peligroso. En el Hieros Logos, Pitágoras se denomina a sí mismo el pastor del pueblo. Dice que su función y la de sus discípulos es pastorear un vil rebaño. Muestra de modo constante su desprecio a todos los que no pertenecen a su secta, diciendo que son seres inferiores que necesitan ir de su mano para no sumirse constantemente en la bajeza y el crimen.
En los gritos de los 300 había ahora un matiz desesperado. Su enemigo estaba utilizando la más peligrosa de las mentiras: la que contiene parte de verdad. Era cierto que Pitágoras se consideraba pastor de pueblos, y que pensaba que sin su doctrina resultaba más probable que un individuo llevara una vida más primitiva. Sin embargo, a la vez sentía el máximo respeto por cada persona y por la libertad de decisión de cada uno. Pitágoras no quería imponer unas normas de vida sino ofrecerlas, y ayudar a cumplirlas al que quisiera su ayuda. También era cierto que abogaba por el gobierno de una élite, pero sus miembros debían alcanzar previamente un elevado grado de perfeccionamiento moral. Quería que el poder se ejerciera por los más capaces, sólo después de que se hubieran comprometido a desarrollar una conducta justa y generosa.
Cilón se había sentado al comenzar la intervención del enmascarado. Ahora se puso de pie junto a él para volver a hablar.
—¡Los pitagóricos han estado treinta años riéndose del pueblo de Crotona! —bramó con una indignación que apenas era fingida—. Estos trescientos pastores —señaló hacia delante con dedo acusador—, han decidido a su antojo sobre todos nosotros, que para ellos no somos más que animales: ¡sus setecientos miserables borregos! —Un rugido de indignación hizo vibrar la sala del Consejo—. Pitágoras y sus 300 han arriesgado la vida de todos los crotoniatas al lanzarnos a la guerra. Os recuerdo que nosotros nos abstuvimos en la votación sobre el asilo a los aristócratas sibaritas, pero que ellos —agitó el dedo con el que no dejaba de señalar a los 300—, votaron en contra de entregarlos, lo que significa que votaron guerra —estaba gritando con todas sus fuerzas para imponerse a los gritos desesperados de los 300 y al rugido acusador del resto del Consejo—. Y no contentos con eso, los pitagóricos decidieron después arrasar una ciudad que se había rendido, cargando sobre la espalda de toda Crotona sacrílegos expolios de templos, viles asesinatos y violaciones en masa. Y yo os pregunto, honrados representantes del pueblo de Crotona, yo os pregunto: ¿Dejaremos sin castigo a los que han mancillado nuestra reputación ante otros pueblos y ante los dioses, o lavaremos nuestro nombre castigándolos como merecen?
Algunos de los 300 no esperaron a que Cilón acabara de hablar. Se dieron cuenta de que permanecer allí era arriesgar la vida y además tenían que avisar a Pitágoras de lo que estaba sucediendo. Descendieron a trompicones de las gradas y se apresuraron hacia las puertas. Estos intentos aislados de fuga pronto se convirtieron en una desbandada en medio del clamor agresivo del resto del Consejo. Los más rezagados fueron retenidos y zarandeados mientras los primeros en huir alcanzaban la salida y se abalanzaban hacia el exterior.
Los siguientes que estaban llegando a las puertas frenaron en seco. Un instante después, los que habían salido regresaron bruscamente al interior apretados unos contra otros en una masa compacta. Tras ellos, empujándolos con sus gigantescos brazos abiertos, irrumpió Bóreas.
El enmascarado estaba disfrutando sobremanera. Los 300 se miraban unos a otros aterrados. El poderoso cuerpo político de Pitágoras ya no era más que una masa temblorosa de cobardes. Detrás de Bóreas surgieron decenas de soldados con las espadas desenvainadas y rodearon a los pitagóricos.
—Detenedlos —ordenó Cilón—. Encerradlos hasta que decidamos qué hacer con ellos.
En realidad ya lo habían decidido, pero ahora no tenían tiempo para llevarlo a cabo. Algunos de los 300 pertenecían a las familias más ricas e influyentes de Crotona y se les ofrecería abjurar públicamente de sus creencias actuales. Al resto los colgarían.
El enmascarado abandonó las gradas. Al llegar al suelo rodeó el mosaico de Heracles en dirección al estrado.
«Ha llegado el momento», pensó estremeciéndose.
Iba a dirigirse al Consejo, ahora formado sólo por setecientos consejeros, con dos objetivos. El primero, afianzar su posición como líder único de Crotona.
«Cilón tendrá que asimilar pronto su papel subordinado o tendré que eliminarlo».
El segundo objetivo de su intervención era poner en marcha la fase más trascendental de su plan. La cumbre de su venganza.
Apresuró el paso hacia el estrado y de repente se acordó de Ariadna. La tenía encerrada desde hacía dos días, atada semidesnuda a una silla. No había permitido que Bóreas la tocara por si necesitaba utilizarla para negociar.
Cambió de dirección y se acercó al gigante.
—Ocúpate de Ariadna —susurró sin que nadie más los escuchara.
Bóreas miró a su amo con expresión ansiosa. ¿Aquello significaba…?
El enmascarado asintió.
—Haz con ella lo que quieras.