27 de julio de 510 a. C.
El enmascarado estaba delante de los pergaminos, viajando con la mente por el universo matemático que éstos le habían abierto. Había recorrido con rapidez el terreno conocido y ahora flotaba en el infinito de los irracionales. Intuía que también había una lógica en aquel abismo aparentemente inabarcable.
«Necesitaré tiempo para desentrañar sus misterios. Ahora no lo tengo».
Debería esperar unas semanas, hasta que hubiera acabado definitivamente con Pitágoras y gobernase Crotona.
Oyó un ruido detrás de él. Se volvió, extrañado de que Bóreas lo interrumpiera. La puerta se abrió y el gigante entró con una mujer cargada sobre el hombro.
La reconoció en cuanto vio su cara.
—Átala —le dijo a Bóreas con un susurro seco. Estaba preocupado. ¿Cómo había averiguado Ariadna el emplazamiento de su segundo refugio?
Observó en silencio mientras su esclavo la ataba a una silla. Ella no luchaba, pero tampoco parecía que se hubiese rendido. En realidad su actitud era una muestra de inteligencia: ahorraba fuerzas y se mantenía alerta.
«Digna hija de Pitágoras», pensó el enmascarado desdeñosamente.
Ariadna contemplaba a sus captores en silencio. No quería exteriorizar su miedo. Le resultaba evidente que el gigante era Bóreas. No lo había visto antes de ese día pero Akenón se lo había descrito. También sabía que Bóreas pertenecía al enmascarado —Glauco se lo había dado hacía un mes—. Por eso no le había extrañado que el gigante la llevara a su presencia.
«Pero sigo sin saber quién se oculta tras la máscara».
El enmascarado comprendió por la mirada de Ariadna que no conocía su identidad.
—¿Cómo has encontrado este sitio? —susurró acercándose a ella.
Bóreas gruñó y su dueño se giró hacia él. El gigante explicó por gestos que la había atrapado lejos de allí y que ella no se estaba dirigiendo hacia el refugio.
El enmascarado graznó una risa desagradable y se volvió de nuevo.
—Así que ha sido una casualidad. Has caído en nuestras manos sin saber quién soy ni dónde me oculto. ¿Es así?
Ariadna notó que la mente de su enemigo presionaba contra la suya. Se concentró con todas sus fuerzas en no dejarle entrar. Tras unos segundos de tenso silencio el enmascarado comenzó a hablar de nuevo. Lo hizo con un murmullo hipnotizante y poderoso. Sus palabras acariciaban la mente con suavidad, pero después alcanzaban una resonancia ensordecedora que pugnaba por imponerse a los pensamientos y la voluntad de Ariadna.
Al cabo de unos minutos, el enmascarado desistió.
—Eres más fuerte de lo que pareces, te felicito; sin embargo, eso no salvará a tu padre ni a tu comunidad.
Ariadna bajó la cabeza completamente exhausta. Su enemigo era tan poderoso que casi todo el mundo debía de doblegarse ante él. Eso explicaba que Bóreas la hubiese conducido hasta allí sin tocarle un pelo, a pesar del evidente deseo que brillaba en la mirada perturbada del gigante.
—Tu amigo Akenón se mostró más colaborador —prosiguió el enmascarado con un tono entre alegre y cruel. Ariadna se sobrecogió al oír el nombre de Akenón y su atención se redobló—. Me informó de toda vuestra ridícula investigación. En realidad el único avance reseñable lo obtuvo él ayer, al averiguar quién soy y dónde se encuentra mi otro escondite, que fue donde lo atrapamos. Esos dos descubrimientos demuestran cierto ingenio, pero a cambio fue tan estúpido que no se los comunicó a nadie antes de acudir a que lo matáramos.
Las últimas palabras restallaron en los oídos de Ariadna como el rayo de Zeus.
«¡Akenón… muerto!». Sintió un dolor igual que si la hubieran apuñalado en el pecho. Su mente se bloqueó, incapaz de asumir aquello. Durante un rato ni siquiera fue capaz de respirar. Miró a su enemigo con los ojos anegados de lágrimas y un odio que casi la enloquecía.
El enmascarado disfrutó enormemente con la expresión de sufrimiento y hostilidad de Ariadna. En ese momento se dio cuenta de que Bóreas la miraba con una lujuria que rezumaba sadismo. Eso le dio una idea. Agarró el cuello de la túnica de Ariadna y tiró con fuerza hacia abajo. La tela se rasgó y quedó al descubierto uno de sus pechos, más voluminoso de lo habitual debido al embarazo. Ariadna intentó echarse hacia delante para tapar su desnudez, pero no pudo hacerlo al tener las muñecas atadas tras el respaldo de la silla.
Bóreas rugió como un animal rabioso. La visión de Ariadna semidesnuda lo enloquecía. El enmascarado agarró el pecho desnudo de Ariadna y lo estrujó mientras se volvía hacia Bóreas.
—¿Quieres disfrutar de ella? —Se giró de nuevo hacia Ariadna sin dejar de apretar su pecho—. Parece que levantas pasiones entre los hombres. Sé que Akenón también sucumbió a tus encantos. ¿Y sabías que Cilón daría lo que fuera por poseerte? Fue él quién organizó que te secuestraran y violaran hace quince años —Cilón había fanfarroneado sobre ello intentando impresionarlo. Ahora el enmascarado lo agradecía. Le proporcionaba otro elemento con el que herir a la hija de su enemigo.
Ariadna levantó de nuevo la cabeza y miró con desprecio al enmascarado. Era lo único que podía hacer. El enmascarado respondió retorciendo su pezón con fuerza. El dolor traspasó a Ariadna erizándole cada pelo del cuerpo, pero no varió la expresión. Entonces la máscara negra se acercó hasta quedar a sólo unos centímetros de su cara.
—Piensa en todo lo que te he dicho —susurró malévolamente—. Ahora no podemos dedicarte el tiempo que mereces, pero te aseguro que volveremos a por ti.
Ariadna distinguió sus ojos entre las rendijas metálicas. Al instante se dio cuenta de quién se ocultaba tras la máscara. Fue una revelación tan sorprendente como triste. Ya no servía de nada.
El enmascarado se dio la vuelta, recogió unos pergaminos y salió de la sala sin volver a dirigirle la mirada. Era como si ya no existiese para él. Bóreas, en cambio, estuvo gruñendo con su boca sin lengua y devorándola con la vista hasta que desapareció tras su amo.
Cuando se quedó sola, Ariadna rompió a llorar con amargura.