CAPÍTULO 12

18 de abril de 510 a. C.

Mientras Akenón caía dormido, Ariadna estaba a unos cuantos pasos de él, sentada en su propia cama con la espalda apoyada contra la pared. Sobre las piernas tenía una tablilla de madera con una capa de cera. Usando un punzón había dibujado algunas figuras geométricas que observaba con expresión soñadora. Dibujaba lo mismo con frecuencia. Le traía recuerdos agradables.

Hacía una década, cuando tenía veinte años, se pasaba todo el día estudiando. Su único maestro era su padre, que cada vez le daba con más frecuencia la misma respuesta frustrante.

—No puedo enseñarte más sobre esta materia. Lo siguiente está reservado a los grandes maestros de la hermandad.

Ariadna bajaba la mirada y callaba, obediente, pero cada día le costaba más aceptar aquello.

—Padre —respondió un día—, ¿qué tengo que hacer para que me permitas profundizar más?

—Ariadna, querida hija —la voz de su padre, aunque seguía siendo grave y resonante, adquiría un matiz dulce al dirigirse a ella—, para poder enseñarte lo que me pides, tendrías que cumplir las condiciones exigidas a todo gran maestro. Es necesaria una antigüedad en la orden…

—Soy tu hija y tengo veinte años —lo interrumpió Ariadna—, o sea que ése es el tiempo que llevo en la orden.

Pitágoras sonrió ante la obcecación de su hija predilecta. Decidió no hacer alusión a que un gran maestro debía demostrar el cumplimiento de unas reglas morales bastante exigentes. Ariadna habría asegurado que ella las cumplía todas, por lo que era mejor esgrimir un punto indiscutible.

—También hay que haber superado los estudios de maestro en todas las áreas de nuestras enseñanzas, y tú te interesas básicamente por la geometría. Debes avanzar más en astronomía, música…

Se calló cuando Ariadna se cruzó de brazos y resopló mostrando su frustración.

—¿Quieres que lo dejemos por hoy?

—No —contestó ella—. Lo que quiero es… —se quedó callada. Se le acababa de ocurrir algo—. De acuerdo, entiendo que no merezco acceder al grado de gran maestro, pero ¿te parecería bien plantearme sólo la prueba de geometría que hay que superar para ser gran maestro?

Pitágoras suspiró. El planteamiento era ingenioso. La propia prueba pondría en contacto a Ariadna con uno de los conocimientos que tanto anhelaba.

No obstante, tenía que volver a oponerse a su hija.

—Ariadna, tampoco puedo hacer eso. Debes ir paso a paso. Cuando llegue el momento, te plantearé las pruebas para acceder al grado de maestro. Después, con el paso de los años y, entre otras cosas, si consigues hacer tus propias aportaciones, podrás enfrentarte a las pruebas para ser gran maestro.

Ariadna agachó la cabeza.

«Yo no quiero ser gran maestro, sólo quiero aprender más geometría… y demostrar que en eso puedo ser tan buena como los mejores maestros». No se resignaba a aceptar el planteamiento de su padre, pero tampoco tenía sentido seguir discutiendo con él.

Debía intentar conseguir su objetivo de otro modo.

Al día siguiente se ofreció voluntaria para recoger en la escuela tras las clases. Una de sus funciones era alisar las tablillas de cera que quedaban sin allanar al finalizar el día. Para su disgusto, descubrió que en los niveles más altos eran muy pulcros al respecto. No en vano todos hacían un juramento de secreto que protegía especialmente los conocimientos más elevados. Pese a ello, de vez en cuando descubría que todavía podía distinguir leves trazos en el borde de alguna tablilla. Los examinaba con avidez y anotaba lo que veía en un pergamino que ocultaba bajo la túnica. Un día se dio cuenta de que, si observaba las tablillas a la luz del sol, a veces se podían apreciar los trazos más profundos. Cuando no habían apretado lo suficiente en el proceso de borrado, sólo estaba igualada la capa más externa de la cera. Lo que podía ver en esas tablillas también se apresuraba a trasladarlo al documento que llevaba siempre con ella.

Unas semanas más tarde tenía un pergamino atiborrado de trazos apretujados. Se pasó días analizándolo, intentando encontrar un sentido conjunto en aquellos trocitos de conocimiento. La mayoría no cobró sentido, pero hubo algo que sí. Uniendo lo que veía a sus propios conocimientos, cayó en la cuenta de que tenía ante sí lo suficiente para deducir el modo de construcción del tetraedro[1]. Lo pasó a limpio en otro pergamino. Podía decirle a su padre que lo había descubierto sin ayuda, que ésa era la aportación que la hacía merecedora de que le enseñara más. Podía hacerlo, pero sería una mentira. Por eso se pasó semanas dando vueltas a aquello hasta que un día, como si su facultad de ver mejorara repentinamente, concibió algo completamente nuevo.

No era un gran descubrimiento, ni siquiera estaba segura de que fuera algo desconocido, pero sí lo era para ella. Corrió a buscar a su padre, llegó junto a él sin resuello y le entregó el pergamino que recogía su aportación.

Pitágoras, sin cambiar de expresión, echó un vistazo a lo que le entregaba Ariadna. Desde el momento en que ella se había apuntado de voluntaria en la escuela imaginó lo que iba a intentar. Después la había descubierto escudriñando tablillas de cera bajo el sol. Se temía que su hija le presentara ahora algo que hubiera copiado de aquellas tablillas. Al cabo de unos segundos levantó una ceja, extrañado. Era el método de construcción del tetraedro, pero había algo más. Lo observó con mayor detenimiento. Había una ligera variación en los pasos, una aproximación diferente que resultaba novedosa. No tenía ninguna aplicación, pero se trataba de algo inédito.

Miró a su hija. Ariadna tenía la misma expresión expectante que ponía con diez años, pero ahora era una mujer adulta, una discípula brillante que lo llenaba de orgullo.

—Ven a verme al ocaso. Te plantearé la prueba.

Ariadna chilló de alegría.

Horas más tarde, mientras el sol se ponía, Pitágoras le repitió una advertencia que ya le había hecho varias veces.

—Recuerda que nadie debe saber lo que estás aprendiendo. Yo debo ser el primero en dar ejemplo y contigo me he saltado varias normas. —Su gesto se volvió más grave—. Y ahora estoy a punto de incumplir otra muy importante.

Ariadna asintió, muy seria. Pitágoras era inflexible con todas las reglas que gobernaban su hermandad, pero con Ariadna no podía evitar hacer excepciones. Ella necesitaba más que nadie mantener la mente ocupada en la doctrina.

—Te pongo las mismas condiciones que a todos los que se han enfrentado a esta prueba. Tienes que resolver en veinticuatro horas el problema planteado en este pergamino. No puedes hablar con nadie, y nadie debe ver en qué trabajas. El plazo empieza en este instante —le entregó un pergamino doblado—, y acaba mañana, en el momento en que se ponga el sol.

Ariadna desplegó el documento, lo revisó un momento muy nerviosa, y salió corriendo hacia su habitación sin decir una palabra.

Esa noche no durmió. Con la luz de dos lámparas de aceite analizó el contenido del pergamino hasta aprenderlo de memoria. Tenía que resolver el problema geométrico de inscribir un dodecaedro[2] en una esfera. Cuando las figuras comenzaron a bailar ante sus ojos, los cerró y siguió trabajando en su mente. Era un problema muy difícil, mucho más que cualquier cosa que hubiera visto hasta entonces. Intentó utilizar los conocimientos que poseía sobre el tetraedro, sin resultado. El dodecaedro era una figura mucho más complicada.

Al amanecer estaba cansada y desanimada. No salió de su habitación ni para desayunar, pero a media mañana se dio cuenta de que la fatiga y el hambre estaban haciendo mella en su capacidad de concentración. Salió corriendo a las cocinas, cogió algo de fruta y regresó a la carrera.

Aunque la comida le sentó bien, seguía sin avanzar. El pergamino tenía la mitad del espacio en blanco para que resolviera allí el problema, y apenas había hecho anotaciones. Empezó a plantearse la posibilidad de no resolverlo. ¿Cómo iba a conseguir ella lo que sólo había logrado un puñado de hombres, los más capaces de entre todos los maestros? Aquel pensamiento creció y creció y de repente notó que se bloqueaba. Las imágenes dejaron de fluir en su mente y se quedó sola ante un pergamino lleno de figuras planas que no le decían nada. El pánico la heló por dentro. El sol estaba en su cénit, a punto de iniciar el descenso hacia el horizonte. Le quedaban sólo unas pocas horas. Comenzó a respirar cada vez más rápido, sintiendo que se ahogaba. Finalmente decidió abandonar el pergamino y salió al exterior.

Se dirigió hacia el Templo de las Musas. Vio de reojo que su padre la observaba desde la distancia, pero no quiso ni mirarlo. Se refugió en la calma sombría del templo y contempló las estatuas de las Musas.

«Inspiradme», les rogó.

Cerró los ojos y dejó la mente en blanco, esperando que le llegaran imágenes. Al cabo de un rato desistió. No iba a resolver aquello a base de iluminación. Agachó la cabeza y llenó los pulmones con la atmósfera serena del templo. Por lo menos ahora se notaba más relajada. Debía volver a su habitación y seguir trabajando en el problema, tan intensamente como fuera capaz, hasta que el sol se pusiera.

Sentada de nuevo frente al pergamino, repasó lo que había hecho hasta entonces. Decidió dividir el problema en partes y afrontarlas por separado. Una hora más tarde, le pareció que había obtenido algún resultado en el inicio del problema, pero no tenía tiempo de comprobarlo. Siguió con los diferentes elementos, anotando todo lo que se le ocurría. La luz que entraba por la ventana era cada vez más tenue.

Mantuvo un ritmo frenético de trabajo durante horas, sin repasar nada de lo que hacía, hasta que llegó al final.

«Ahora tengo que comprobar qué pasos están bien y replantear los que no haya conseguido resolver».

Antes de volver al principio del problema, echó un vistazo rápido a la ventana.

Estaba oscuro.

«¡No!».

Agarró el pergamino y salió como un rayo, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Cruzó la comunidad a la carrera e irrumpió desesperada en casa de su padre.

Pitágoras estaba sentado frente a una mesa, esperándola.

—El plazo ha expirado —dijo con rigurosa formalidad—. Se acaba de poner el sol… aunque supongo que hará más de un minuto que has escrito lo que sea que lleves ahí.

Extendió una mano y Ariadna le entregó el pergamino.

—No me ha dado tiempo a repasarlo —murmuró abatida.

Pitágoras desplegó el documento ante él y comenzó a examinarlo.

—Lo he dividido en pasos —dijo Ariadna—. Creo que el principio está aquí —señaló una zona del pergamino—, y luego sigue…

Se situó junto a Pitágoras para ver mejor lo que había escrito y se dio cuenta de que aquello era un caos. No era sólo que debía de haber errores en la mayoría de los pasos, cuando no en todos, sino que resultaba imposible saber si aquel embrollo era algo más que una absurda superposición de figuras y símbolos.

Dos minutos más tarde, Pitágoras levantó la cabeza de los documentos y le dirigió una mirada severa. Después inició un largo discurso.

Ariadna lloró desde el principio.

Lo primero que provocó el llanto de Ariadna fue saber que había desentrañado el secreto del dodecaedro. Todos los pasos de su trabajo eran correctos.

—Has resuelto uno de los problemas matemáticos más complejos e importantes que el hombre haya resuelto jamás —la voz de Pitágoras era solemne y respetuosa—. Hay menos de veinte personas en todo el mundo que lo hayan conseguido. —Hizo una pausa y continuó con la mayor gravedad—. Ahora eres depositaria de un secreto trascendental, uno de los más valiosos para la orden, y sabes que el juramento de secreto te obliga a preservarlo aun a costa de tu vida.

Ariadna asintió, apretando sus labios mojados de lágrimas. Después Pitágoras le dijo que debía renovar el juramento, pues éste era más estricto según aumentaba la importancia de los secretos a los que se accedía. Normalmente se realizaba en una ceremonia con varios miembros de la hermandad, pero como nadie debía saber que Ariadna conocía aquello, la ceremonia la realizarían ellos dos solos.

Su padre le dijo que estaba orgulloso, pero también que debía dejarse guiar. Tenía que avanzar de un modo más homogéneo en las distintas materias que contemplaban sus enseñanzas.

—Creo que en dos o tres años podrás enfrentarte a las pruebas para ser maestra de la orden. Está claro que no tendrás problemas con la prueba de geometría, pero sabes que hay muchas más.

Ariadna asentía a todo lo que decía su padre.

Desde el día siguiente se dedicó al resto de materias con el mismo empeño que había puesto en la geometría. Dos años después, teniendo ella veintidós, se convirtió en la maestra más joven de la hermandad. Algo que nadie supo en ese momento, pues no lo hicieron público hasta unos años más tarde, cuando ella contaba con la edad preceptiva.

Su padre quería que llegara al siguiente y último grado, el de gran maestro. Organizó para ella un programa especial de siete años y continuó dirigiendo personalmente su preparación. Sin embargo, tres años después de haber obtenido el grado de maestro, Ariadna abandonó aquel proyecto.

—Padre, llevo diez años encerrada en la comunidad y sin hablar prácticamente con nadie, aparte de contigo. Creo que estoy preparada para reintegrarme en la sociedad. Me gustaría que nos centráramos en eso y relegáramos de momento los estudios.

Pitágoras la contempló pensativo. Cuando Ariadna tenía quince años, él se había convertido en su tutor personal. Entonces lo académico no era una prioridad, pero ella había avanzado de un modo tan sorprendentemente rápido que no pudo evitar soñar que seguiría sus pasos. A pesar de ello, no iba a permitir que esos deseos interfirieran con su prioridad de proteger a Ariadna e intentar que fuera feliz.

—Así se hará. —Sentía pena porque intuía que Ariadna no reanudaría sus estudios, pero a la vez se alegraba por ella—. ¿Qué te parece empezar trabajando como maestra de niños en la escuela?

Ariadna accedió y comenzó al día siguiente. También empezó a salir de la comunidad, primero para hacer pequeñas gestiones en Crotona y finalmente a otras ciudades, como emisaria de Pitágoras.

En los siguientes años recorrió casi toda la Magna Grecia. No obstante, la misión de contactar con Akenón había sido la primera que le había hecho viajar a Síbaris.

Volviendo de los recuerdos, cruzó las piernas sobre la cama y reacomodó la espalda contra la pared. Después echó otro vistazo a la tablilla de cera en la que había dibujado el método de construcción del dodecaedro. Sonrió y borró el dibujo alisando la cera minuciosamente.

Quedaba una hora para la cena. Dejó la tablilla en la cama, inspiró profundamente y cerró los ojos. Iba a poner en práctica la otra facultad que, junto con la geometría, más había desarrollado gracias a su padre.

Dejó la mente en blanco y se concentró intensamente en su propia consciencia. Poco a poco fue percibiendo todo su espacio mental, hasta dominarlo por completo. Entonces hizo aparecer en él, trazo a trazo, un brillante dodecaedro. Cuando estuvo completo lo hizo girar, siendo consciente de un modo simultáneo de cada uno de sus ángulos y aristas. Después de un rato, desvió una pequeña parte de su atención y conectó con su cuerpo. Redujo al mínimo la tensión de sus músculos, la respiración, los latidos del corazón… Al disminuir la actividad de su organismo, aumentó en su espacio mental la intensidad de su consciencia. Entonces se concentró en un punto hasta sentir que se reunía allí todo su ser, flotando en el espacio que su propia mente había creado. Se desplazó suavemente a través de ese espacio, acercándose al gran dodecaedro que mantenía una rotación lenta y silenciosa. Finalmente, penetró en su interior.

Rodeada por el dodecaedro, en el centro exacto de sus proporciones perfectas, estaba completamente aislada del mundo externo.

Ariadna reunió toda su energía mental para continuar profundizando. Haciendo un esfuerzo supremo, comenzó a internarse donde casi ningún gran maestro era capaz.