27 de julio de 510 a. C.
Al día siguiente, Bóreas avanzaba en solitario por el bosque llevando de las riendas a su caballo y al de su amo. Los conducía a un riachuelo para que bebieran. Iba descalzo, como siempre. Tenía la piel gruesa y dura en todo el cuerpo, pero la planta de sus pies era tan resistente como el cuero.
Esa mañana habían acudido al segundo refugio porque su amo quería coger unos pergaminos.
—Ve a inspeccionar los alrededores —le había dicho el enmascarado dándole la espalda—. Yo estaré ocupado toda la mañana.
Bóreas se alegró al recibir aquella orden. Disfrutaba en medio de la naturaleza. El frío o el calor intenso —como hacía esos días— le afectaban muy poco.
«Podría vivir en el bosque».
De pronto se quedó inmóvil. Oía el rumor lejano de una corriente de agua, pero había creído percibir otro sonido. Unos segundos después estuvo seguro. No muy lejos de él, alguien se desplazaba siguiendo una trayectoria perpendicular a la suya.
Con todo el sigilo posible, Bóreas ató las riendas a la rama de un roble y avanzó silencioso como un lobo. Enseguida divisó dos jinetes. Montaban un burro y una yegua. Uno de ellos…
«¡Ariadna!».
El corazón de Bóreas se desbocó. No podía creer en su suerte. «Ayer Akenón y hoy Ariadna». Los dioses habían decidido entregarle a las dos personas que más deseaba tener a su merced. Lo de Akenón había sido un regalo, pero encontrar a Ariadna desprotegida en medio del bosque era un sueño.
La boca se le llenó de saliva. Ariadna le pareció todavía más sensual de lo que recordaba. El deseo le acometió con violencia y tuvo una intensa erección. No sentía tanta excitación desde que había torturado y violado a Yaco, el amante adolescente de Glauco.
Avanzó tras ellos dejando una distancia de veinte pasos. La tierra crujía suavemente bajo sus pies. Si Ariadna detectaba su presencia pondría la yegua al galope y escaparía. No podía permitir que eso ocurriera.
Recordó cuando la había visto por primera vez, oculto en una habitación del palacio de Glauco. Había experimentado el mismo deseo que ahora.
«Pero ahora podré satisfacerlo», se dijo mostrando sus dientes.
Se acercó un poco más procurando mantenerse justo a su espalda para que no lo descubrieran. Le encantaba la emoción de la caza. Ariadna se giró para decirle algo a su compañero. Bóreas se puso tenso, pero Ariadna no lo vio.
La tenía ya tan cerca que comenzó a jadear.
Ariadna comenzaba a desesperarse. Llevaba buscando a Akenón desde el amanecer y no había encontrado ninguna pista sobre su paradero. Hacía tiempo habían comentado entre ellos que el enmascarado tenía que tener algún escondrijo que no estuviera muy lejos de Crotona. Ariadna pensaba que quizás Akenón había salido en busca de ese refugio. Por eso estaba recorriendo aquellos bosques, pero sabía que hacerlo al azar era empeñarse en conseguir un imposible.
Se notaba cansada y le dolía la parte baja de la espalda. La noche anterior, al llegar a su habitación, había comprobado que la hemorragia se había detenido. Sólo habían sido unas gotas, pero sabía que eso significaba que su embarazo corría peligro. Se había tumbado en la cama y había conseguido dormitar hasta poco antes del amanecer. Entonces la angustia por Akenón se le había hecho insoportable y había decidido ir a buscarlo. Mientras cruzaba la comunidad, teñida por el gris azulado del alba, había encontrado a Telefontes. Era uno de los discípulos que la habían acompañado a Síbaris cuando conocieron a Akenón. Entonces era discípulo oyente, no le estaba permitido hablar, pero ya podía hacerlo al haber ascendido al grado de discípulo matemático. Telefontes se empeñó en acompañarla y Ariadna no tuvo fuerzas para negarse. Además, cuatro ojos verían mejor que dos.
El bosque raleaba por la zona que estaban recorriendo y el sol del mediodía incidía sobre ellos con fuerza.
Se volvió hacia Telefontes:
—Acerquémonos al riachuelo. Necesito refrescarme.
Telefontes asintió, preocupado por el aspecto fatigado de Ariadna. La joven respiraba trabajosamente por la boca entreabierta y estaba muy pálida.
Ariadna espoleó su montura. En ese momento escuchó detrás de ella un sonido brusco, como si un animal grande echara a correr. Giró la cabeza mientras su yegua aceleraba.
Se quedó sin respiración.
Un ser monstruoso corría hacia ellos. Parecía un hombre, pero de tamaño y corpulencia muy superiores a las de cualquier ser humano. Estaba casi desnudo y era completamente calvo. Su piel rojiza estaba recubierta por una capa de sudor que la hacía brillar y sus voluminosos músculos destacaban como si fuese una estatua desproporcionada. En un instante cubrió la distancia que lo separaba de Telefontes y lo golpeó con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido espantoso y Telefontes voló hasta caer a veinte pasos de su burro.
Ariadna se quedó petrificada. El gigante apartó la montura de Telefontes de un empujón y se lanzó hacia ella. Ariadna reaccionó clavando los talones en la yegua y haciéndola girar por un sendero que se abría a su derecha. El animal se impulsó con fuerza y comenzó a ganar velocidad.
Ariadna se giró hacia atrás.
No había nadie.
Volvió a mirar al frente. Algo le hizo girar la cabeza hacia la derecha. El monstruo estaba cortando en diagonal a través de los árboles. Ariadna clavó los talones en el vientre de su montura, chasqueó las riendas y gritó con desesperación.
El gigante surgió entre dos árboles y embistió con la fuerza de un toro. Su hombro impactó en la grupa de la yegua. La mitad trasera del animal giró en el aire y golpeó contra el tronco de un roble. Ariadna sintió con horror que salía despedida. Chocó contra el suelo y rodó temiendo partirse la espalda contra un árbol.
Cuando se detuvo estaba magullada y desorientada. «¡Tengo que salir corriendo!», se dijo intentando levantarse.
A su lado aparecieron unos pies descomunales.