26 de julio de 510 a. C.
El agua golpeó su cara con fuerza.
Akenón abrió los ojos emergiendo bruscamente de la inconsciencia. No consiguió distinguir nada. Estaba sentado en una silla y tenía la cabeza echada hacia atrás, mirando al techo. Se dio cuenta de que no había luz natural. Parecía que se encontraba en una sala subterránea. Enderezó la cabeza e intentó quitarse el agua de los ojos. No pudo mover los brazos. Los tenía atados a la silla, igual que las piernas. Tragó saliva y se dio cuenta de que no podía respirar por la nariz. Le dolía toda la cara y apenas podía abrir el ojo derecho. Parpadeó varias veces y consiguió aclarar la vista del ojo sano.
Bóreas estaba enfrente de él, a un par de pasos. Seguía sosteniendo la jarra con la que le había echado el agua. Akenón recordó de golpe lo que había sucedido en el bosque: había encontrado la villa, Bóreas había surgido como una criatura infernal y lo había dominado con la misma facilidad que si él fuese un niño pequeño.
La respiración de Akenón se disparó al despejarse su mente. Estaba en la situación que había temido toda su vida. A merced de un sádico demente. A punto de ser torturado.
Junto con el terror vinieron la rabia y la frustración. Se obligó a no apartar la vista de Bóreas y apretó la mandíbula. Al hacerlo sintió un latigazo de dolor ardiente en el pómulo derecho. Sus ojos se cerraron con fuerza y vio una serie de fogonazos de luz amarilla.
Cuando volvió a abrir los ojos, Bóreas seguía en la misma posición. Parecía que algo lo refrenaba. Akenón apartó la vista del gigante y miró a su izquierda.
«¡El enmascarado!».
Contra su voluntad, su cara dolorida e hinchada reflejó lo que experimentó al verlo. No fue sólo el miedo de estar frente a su inminente asesino, ni el odio que sentía por el enemigo más encarnizado y diabólico que había tenido jamás. Lo que lamentó fue no poder evitar un instante de fascinación. Aquel hombre irradiaba un poder muy superior al que Akenón había sentido cuando lo había tratado con el rostro descubierto. En aquel entonces debía de estar conteniéndose para no revelar la extraordinaria magnitud de sus capacidades. Ahora, la inescrutable máscara negra parecía adecuarse a aquel monstruo mucho mejor que el rostro humano que Akenón había conocido.
El enmascarado se acercó hasta quedar a un paso de distancia.
—Me alegro de volver a verte —susurró con su voz gutural.
Akenón se limitó a fijar una mirada de desprecio en las rendijas de metal negro. El enmascarado se inclinó hacia él emitiendo un gruñido que se parecía levemente a una risa.
—¿Sabes quién soy? —Clavó su mirada en Akenón, que sintió como si un cuchillo helado penetrara lentamente en su cerebro—. Vaya —prosiguió el enmascarado al cabo de unos segundos—, has conseguido descubrirlo. ¿Cómo lo has hecho? —su tono de voz, fingidamente amigable, producía escalofríos.
Akenón desvió la mirada, pero siguió sintiendo la presión de la mente de su enemigo. Cerró los ojos y trató de concentrarse. La mente del enmascarado atenazó la suya sin llegar a entrar. La sensación era parecida a querer mantener la boca cerrada y que unas manos poderosas intenten abrirla.
—¿Crees que puedes evitarlo? —el susurro del enmascarado, profundo y escabroso, tenía una inflexión alegre. Se estaba divirtiendo.
Akenón resistía con toda su voluntad. Él era un profano en aquel mundo de fuerzas esotéricas, pero le pareció que podía impedir que el enmascarado accediera a su interior.
Aquella esperanza duró hasta que su enemigo utilizó el poder de su voz.
Durante los siguientes minutos el enmascarado habló sin descanso. Akenón no comprendía lo que sucedía, pero se daba cuenta de que su voluntad se estaba disolviendo. El discurso de su adversario poseía una lógica implacable. Utilizaba las palabras exactas y cada frase resultaba afilada como una espada y mucho más peligrosa. Poco a poco fue convenciendo a Akenón de que le proporcionara acceso a sus pensamientos y recuerdos. Akenón pensó en rebelarse con más fuerza, pero realmente no lo intentó. Estaba cediendo. Se daba cuenta de lo que sucedía y… empezaba a querer que ocurriera. Aunque las palabras del enmascarado eran herramientas de una precisión matemática, ellas solas no lo hubieran doblegado. Lo que las dotaba de un influjo irresistible era el susurro que las transportaba, constante, envolvente, subyugador. Un murmullo áspero y hechizante que erosionaba su obstinación igual que un torrente desgasta una montaña.
Cedió.
La mente del enmascarado irrumpió en la suya como una inundación. Indagó en todo lo relacionado con la investigación, revolvió en cada uno de sus rincones igual que un ladrón de casas y averiguó cómo había descubierto su identidad y su paradero.
Cuando se retiró, Akenón tuvo la misma sensación que si despertara. Después le acometió tal sensación de rabia y asco de sí mismo que estuvo a punto de vomitar.
—Qué imprudente has sido —susurró con satisfacción el enmascarado—. Nadie sabe que has venido aquí y ni siquiera le has dicho a nadie quién soy. Lo único que te distancia levemente de ser un completo idiota es el ingenio que has demostrado al dar conmigo.
Se llevó las manos detrás de la cabeza.
—No hay razón para llevar aquí la máscara y hace demasiado calor.
Desanudó la máscara y la apartó cuidadosamente de su cara.
Akenón, a pesar de que sabía a quién iba a ver, se sobresaltó al contemplar aquel rostro sudoroso.
Su enemigo giró la máscara y pasó un dedo por su lado externo. Después habló de nuevo. La amabilidad había desaparecido en aquel susurro áspero.
—Me has causado problemas desde que llegaste, Akenón. Me obligaste a modificar mis planes originales, y ya sabes lo penoso que me resultó. Después continuaste siendo un engorro, sobre todo cuando atrapaste a Crisipo. —Acercó su cara a la de Akenón sin variar su expresión fría—. Hace mucho tiempo que quiero acabar contigo. Es evidente que he estado ocupado en asuntos más importantes, si no estarías muerto desde hace tiempo. De hecho, deberías estarlo. A través de Cilón hice que decretaran tu exilio y los hoplitas que te custodiaban iban a matarte en el barco, pero el necio de Milón se interpuso en mis designios. —Sonrió esbozando una mueca desagradable—. ¿Crees que esta vez te salvará alguien?
Akenón miró alternativamente al hombre de la máscara y a Bóreas. El gigante tenía toda su atención puesta en él, como un perro que apenas puede contenerse mientras aguarda la orden de atacar. «Me va a despedazar en cuanto su amo se lo permita». Le resultaba angustioso no poder ni siquiera levantar los brazos para protegerse la cara.
—¿De verdad pensaste alguna vez que podía ser al revés? —continuó su enemigo—. ¿Yo atado a una silla y tú interrogándome? —Negó lentamente con la cabeza—. Tanta arrogancia resulta patética.
Se produjo un largo silencio. El hombre de la máscara se limitaba a observarlo y Akenón comprendió que estaba esperando a que suplicara. Estaba aterrado, pero no iba a darle ese gusto.
Su enemigo prosiguió al cabo de un rato. Akenón sintió que el susurro ronco y cruel penetraba lentamente a través de sus oídos.
—Comprenderás, mi querido Akenón, que no puedo dejar que vivas sabiendo quién soy.
Aquellas palabras soltaron la correa invisible que retenía a Bóreas. El gigante dio dos zancadas, estiró un brazo y envolvió el cuello de Akenón con su mano enorme.
Después tiró hacia arriba.
Akenón tensó los músculos con desesperación. Notó que sus pies se despegaban del suelo. Bóreas estaba subiéndolo despacio para intentar que no se le rompiera el cuello. Quería prolongar su agonía. Al cabo de unos segundos, Akenón colgaba del brazo del gigante a dos metros de altura. El peso de su cuerpo y de la silla a la que seguía atado amenazaban con descoyuntarlo en cualquier momento. Intentó respirar, pero su garganta aplastada no permitía el paso del aire. Lo único que consiguió fue emitir una angustiosa mezcla de jadeo asfixiado y gruñido ronco.
Bóreas estaba gozando cada instante. Dobló el brazo para tener más cerca la cara amoratada de Akenón, cuyos ojos parecían a punto de salirse de las órbitas. La mirada del egipcio había perdido toda su arrogancia. Reflejaba lo mismo que todos a los que Bóreas había torturado: un terror causado tanto por el sufrimiento físico como por la inminencia de la muerte.
El amo de Bóreas habló de nuevo, como si quisiera entretener los últimos momentos de su víctima.
—¿Quieres saber cuáles van a ser mis siguientes pasos? —preguntó retóricamente—. A través de Cilón controlo el Consejo de Crotona. Utilizaré ese poder político contra Pitágoras —enfatizó con desprecio el nombre del filósofo—. También me ocuparé especialmente de tu amiga Ariadna. Le daré recuerdos de tu parte antes de matarla.
Akenón cerró los ojos. Su mente era un torbellino frenético, un caos donde se mezclaban el insoportable sufrimiento, Pitágoras amenazado, la sorprendente identidad del asesino, Ariadna en peligro, Ariadna en sus brazos…
Su cuello produjo un chasquido estremecedor.
Abrió los ojos de golpe. Bóreas le enseñaba los dientes al sonreír. Tras él, su amo los estaba mirando con expresión complacida. La imagen se volvió negra y dejó de sentir su cuerpo.
Una negrura mucho más densa envolvió su alma.
La consciencia de Akenón se disolvió en el infinito.