26 de julio de 510 a. C.
Ariadna se encontraba en los jardines de la comunidad desde que había terminado la reunión en casa de su padre, hacía unas tres horas. Estaba sentada bajo un frondoso castaño y a pocos metros de ella varios discípulos meditaban en silencio. Envidiaba la serenidad que transmitían sus rostros.
Había decidido aguardar allí a que Akenón regresara. Durante la espera había explorado en su corazón y en su mente para intentar comprender lo que le estaba sucediendo con él. La desconsoladora respuesta era que se encontraba completamente dividida. Por un lado se daba cuenta de que había una parte de su alma en carne viva y eso la incapacitaba para abrirse a una relación. Por otro, la atracción que sentía por Akenón no sólo no se había enfriado como ella pretendía, sino que era cada vez más fuerte.
Había dado mil vueltas a la discusión que tuvieron en Síbaris el día después de haberse acostado. En aquel momento le había echado en cara a Akenón que planeara ir él solo al palacio de Glauco, dejándola atrás para protegerla como si fuera una niña. Sin embargo, aunque era cierto que él había pretendido decidir por ella, tenía que reconocer que aquello había sido una excepción, porque Akenón la trataba siempre en un plano de igualdad.
«Además de ser atractivo, inteligente, sensible…». Dio un puñetazo de rabia en la tierra. Odiaba a sus violadores y más aún a quien organizó todo aquello. La habían incapacitado para llevar una vida normal. Deseó con toda su alma saber el nombre del responsable.
Estar embarazada hacía que considerara todavía más difícil abrirse a Akenón. Ahora su caparazón emocional la protegía tanto a ella como a la criatura que llevaba dentro. Nunca podría levantarlo.
«Además, no puedo decirle a Akenón que estoy embarazada». Él tenía un sentido de la responsabilidad tan acentuado que inmediatamente querría hacerse cargo de ella y del niño aunque no la quisiera. Eso a la larga sería malo para todos, aparte de que ella nunca querría estar con alguien que no la amara. Sólo había una solución: Akenón debía demostrar, sin que ella le dijera nada, que quería que estuvieran juntos.
«Y aun así, eso sólo serviría de algo en el caso de que yo pudiera tener una relación».
Lo veía imposible.
Las horas siguieron transcurriendo y empezó a angustiarla que Akenón no hubiese regresado. No era tan raro que pasara el día investigando fuera de la comunidad, pero Ariadna experimentaba una extraña desazón, una especie de alarma instintiva que le decía que Akenón estaba en peligro.
Se le erizó el pelo de la nuca y se estremeció a pesar del calor bochornoso. En las últimas semanas había aprendido a confiar más en su intuición, como si el embarazo la hubiera afinado. Recorrió con la mirada el camino hacia Crotona y la línea de la costa. Se estaba haciendo de noche y resultaba difícil ver a tanta distancia.
De pronto sintió una molestia en su interior. Estiró las piernas y echó el cuerpo hacia atrás. La sensación cedió momentáneamente, pero un minuto después había vuelto. Se inclinó hacia delante y la molestia se convirtió en dolor. Gimió quedamente, procurando que nadie la oyera, y cerró los ojos.
Al momento los abrió de golpe.
«¡Oh, no, no! ¡Por los dioses, no!».
Palpó su entrepierna con una mano temblorosa. La punta de los dedos apareció teñida de sangre.
Sintió que desaparecía de golpe el color de su rostro. En el pergamino de su madre había leído que en los tres primeros meses del embarazo había cierta probabilidad de sufrir un aborto espontáneo. También había leído que los disgustos o preocupaciones intensas favorecían el aborto.
Se levantó luchando por contener las lágrimas. Su vientre contraído y dolorido apenas le permitía moverse. Apretó los dientes y comenzó a andar hacia su cuarto. En cada paso sentía que algo iba mal. Tenía que tumbarse y apartar de su mente la angustiosa sospecha de que la vida de Akenón estaba amenazada.