CAPÍTULO 116

26 de julio de 510 a. C.

Akenón sintió que el terror le helaba la sangre.

Bóreas se abalanzaba sobre él a una velocidad increíble. Descalzo y vistiendo sólo un taparrabos, el gigante imprimía una inmensa fuerza a cada una de sus rapidísimas zancadas. Akenón adelantó el brazo de la espada y mantuvo el puñal en posición defensiva. Era imposible esquivar el ataque del monstruo, sólo le quedaba confiar en que renunciara a embestirle al interponer el filo de sus armas.

Bóreas no varió su trayectoria ni disminuyó la velocidad. En el último instante hizo un movimiento que Akenón no fue capaz de seguir con la vista. Su única reacción fue mover la espada hacia donde pensaba que se dirigía el brazo del gigante.

No le sirvió de nada.

Bóreas apresó su antebrazo derecho. Al instante siguiente había atenazado el brazo del puñal. Akenón ni siquiera había respirado desde que se había iniciado el ataque y ya estaba inmovilizado. Se sacudió con todas sus fuerzas. No consiguió mover al gigante ni un milímetro, como si éste fuera una colosal estatua de bronce.

Akenón experimentó una desoladora sensación de impotencia.

El monstruo le puso los brazos en alto y dibujó una sonrisa de regocijo cruel. Parecía decir que llevaba mucho tiempo deseando ese momento. Se irguió en toda su estatura y le estrujó los antebrazos con sus puños de hierro. Akenón gruñó de dolor. Sus manos se abrieron contra su voluntad y las armas cayeron al suelo. Miró desesperado al gigante. Bóreas le sacaba medio metro de altura y era el doble de ancho. Aun así su fuerza estaba muy por encima de sus dimensiones. Si las creencias de los griegos eran ciertas, aquel monstruo tenía que ser un semidiós, el fruto de la unión entre un ser humano y alguna divinidad malévola.

El gigante levantó más los brazos sin aparente esfuerzo. Akenón se vio alzado del suelo hasta que sus cabezas estuvieron a la misma altura. Clavó la mirada en los ojos despiadados de Bóreas. Sin apartar la vista, lanzó una patada a la entrepierna de su enemigo. Bóreas se giró con la agilidad de un gato y el empeine de Akenón golpeó contra el lateral de su muslo. Acto seguido, Akenón le acertó con una fuerte patada en la boca del estómago.

Fue como golpear un árbol. Bóreas ni siquiera varió la expresión. Sólo emitió un gruñido profundo y lento, como si aquello le complaciera. Después flexionó los brazos para acercar a su insignificante adversario, echó para atrás su enorme cabeza y la descargó contra la cara de Akenón.

El crujido de huesos rotos fue espeluznante.