CAPÍTULO 113

26 de julio de 510 a. C.

—Niños, continuad escribiendo. Vuelvo en un minuto.

Ariadna salió del aula sin darse cuenta de que seguía llevando una tablilla de cera en la mano. Había estado todo el tiempo pendiente de la ventana y acababa de ver a su padre pasando por delante de la escuela. Haciendo un esfuerzo para no correr, se apresuró hacia Pitágoras.

El filósofo estaba hablando con Evandro. Parecía un ser divino bajo el sol implacable del mediodía, con el cabello y la barba tan blancos y resplandecientes como la espuma del mar. Ariadna dudó un momento antes de interrumpirlos.

—Padre —le molestó que su voz denotara ansiedad.

Pitágoras se dio la vuelta y se le iluminó la cara como siempre que la veía.

—¿Has visto a Akenón? —preguntó ella esforzándose por adoptar un aire casual.

—Me lo he encontrado en Crotona, al salir del Consejo. Íbamos a regresar juntos pero de repente ha montado en su caballo y se ha ido a toda prisa, como si hubiera recordado algo. —Pitágoras frunció el ceño—. Ha sido un poco extraño.

Ariadna permaneció un momento más frente a su padre, mordiéndose el labio en silencio.

—No importa.

Se dio la vuelta y anduvo de regreso a la escuela. Hacía un calor intenso, por lo que utilizó la tablilla para abanicarse.

Recordó que esa mañana, mientras asistía a la partida de algunos sibaritas en la puerta de la comunidad, Akenón la había descubierto observándolo. Por un momento él se quedó mirándola con curiosidad. Ariadna se preguntó por qué la miraba así. Entonces cayó en la cuenta de que era ella la que había provocado esa mirada en Akenón. Él la había cogido desprevenida mientras ella lo contemplaba con una expresión de ternura que había surgido en su rostro de un modo inconsciente. Ariadna se dio la vuelta avergonzada y se alejó de allí sin entender bien lo que había ocurrido. Ahora seguía preguntándoselo. Indagaba en su interior y notaba que algo había cambiado, pero estaba muy confusa.

«Sólo sé que necesito volver a verlo».