26 de julio de 510 a. C.
—¡Estamos ante unos hechos que nos cubren de vergüenza y deshonor! —gritó Cilón desde lo alto del estrado—. ¡Ante la más degradante actuación de la historia de Crotona!
Congestionado por la indignación, Cilón acompañaba su furibundo discurso con gestos enérgicos. Sus palabras mantenían en vilo a los mil consejeros. El vehemente Cilón acababa de hacer un resumen de los acontecimientos recientes. Dos días antes, el ejército de Crotona había acampado en el margen de un río, cerca de Síbaris. En la otra orilla se habían apostado diez mil sibaritas, básicamente campesinos y ancianos sin corazas, escudos ni espadas. El ejército crotoniata había atacado a los sibaritas durante la noche matando a miles y haciendo al resto prisioneros. Después había marchado sobre Síbaris, cuyos habitantes estaban más que dispuestos a rendirse. A pesar de ello, las tropas de Crotona habían irrumpido en la ciudad iniciando un saqueo que todavía duraba.
—¡La ira de los dioses caerá sobre nosotros! —Cilón tronaba con los brazos en alto. Parecía un heraldo de Hades, el dios de los muertos—. En nombre de cada uno de nosotros, nuestros soldados han prendido fuego a la ciudad, expoliado el oro de los templos, degollado a ancianos indefensos… —con cada atrocidad imprimía más pasión a sus gritos—. ¡Han violado a las mujeres sibaritas y asesinado a sus hijos!
Pitágoras escuchaba a Cilón desde la primera fila de las gradas. El político llevaba más de media hora de intensa arenga, adornada con algunos detalles descarnados que el propio Pitágoras desconocía.
«Sus mensajeros le proporcionan más información que la que nos envía Milón».
Siguió escuchando a Cilón con el rostro inexpresivo, disimulando su creciente estado de alarma. El ambiente emocional del Consejo se estaba volviendo muy peligroso.
—Y yo me pregunto —continuó Cilón—, yo me pregunto, estimados consejeros de Crotona: ¿Quién es el responsable de tanta barbarie y desenfreno?
Hizo una larga pausa, recorriendo las gradas con la mirada y asintiendo ostensiblemente.
—Milón —respondió finalmente en un tono mucho más sosegado—. Milón es el general en jefe de nuestras tropas, luego él es el responsable de todo lo que éstas hacen —su voz se fue convirtiendo de nuevo en un temible torrente—. Pero se supone que Milón obedece a la ciudad, nos obedece a nosotros, y por lo tanto sus actos nos ensucian a todos. Y sin embargo —rugió con fuerza—, yo os digo, y todos sabéis que mis palabras contienen la verdad, que Milón obedece a Pitágoras antes que a nadie —señaló al filósofo con un dedo que la exaltación hacía vibrar—. ¡Por eso, la culpa de esta deshonra, de este infamante horror, es de Pitágoras!
Se calló para que el eco de sus palabras resonara en los oídos de los consejeros. Pitágoras se mantuvo en silencio. Si se apresuraba a responder, daría la impresión de que se consideraba culpable.
—¡Habla, Pitágoras! —se oyó desde las gradas.
—¡Responde a las palabras de Cilón!
El filósofo se puso de pie y avanzó unos pasos. Cuando estuvo en medio de la sala se detuvo y giró lentamente sobre sí mismo. Mostraba sus manos a todos los consejeros, tan desnudas como la verdad que les ofrecía.
—El saqueo de Síbaris es un acto despreciable ante el que estoy tan consternado y asqueado como todos vosotros. —Por un momento pensó en hablar en nombre del Consejo de los 300, pero intuyó que era mejor dejarlos al margen e intentar que las críticas de Cilón se centraran en él—. Como sabéis, hablé con Milón antes de su partida. Diseñamos juntos la estratagema de hacer bailar a la caballería enemiga —su voz se volvió repentinamente poderosa y cargada de indignación—; la estratagema que nos ha dado la victoria en la batalla de la llanura, cuando parecía que nuestro ejército sería machacado; cuando parecía que al día siguiente los rebeldes sibaritas arrasarían Crotona. —Hizo una pausa para que aquello calara en sus mentes volubles—. También hablamos de lo que habría que hacer después de la victoria. Y os aseguro que ni Milón ni yo pensamos en otra cosa que no fuera negociar una rendición pacífica. Os aseguro que…
—¡¿Debemos creer las palabras de Pitágoras?! —estalló Cilón de repente—. ¿Debemos creerlo cuando nos mantuvo en el engaño y la angustia antes del primer combate? Sólo él y su yerno Milón sabían lo que iba a hacer nuestro ejército en esa batalla. Sólo ellos sabían las atrocidades que los soldados cometerían después. ¿Acaso un ejército hace otra cosa que no sea obedecer a sus superiores?
Pitágoras, solitario en medio de la sala del Consejo, observó detenidamente los gritos y aspavientos de Cilón. Estaba atacándolo con una dureza inusitada, pero había algo más detrás de sus palabras. Una intención oculta que se esforzaba en no mostrar.
«Está preparando el terreno para algo mucho peor», se dijo Pitágoras entrecerrando los ojos.
Recordó la visión premonitora que había tenido tres meses antes, en el Templo de las Musas. En ella había atisbado un futuro de sangre y fuego. ¿Sería el saqueo de Síbaris una señal de que aquella visión espantosa había comenzado a hacerse real? Era indudable que el mal estaba progresando, frío y oscuro como un eclipse. Debía luchar con todas sus fuerzas para detenerlo.
Pitágoras se concentró en las gradas sondeando la postura de los mil consejeros. Su enemigo seguía vociferando, pero al filósofo no le interesaban sus palabras sino el efecto que producían.
Cuando terminó el sondeo se dio cuenta de que la lucha iba a ser aún más difícil de lo que creía.
Cilón tenía el apoyo de la mayoría del Consejo.
Akenón se equivocaba por completo al pensar que aquella mañana le iba a resultar tediosa.
Llevaba a su caballo de las riendas mientras recorría lentamente las calles de Crotona. Por todas partes veía corrillos que comentaban las noticias que iban trayendo los mensajeros. Se formaban en las puertas de los comercios, en las plazas, frente a los templos… y todos bajaban la voz al paso de Akenón y su comitiva.
El grupo al que acompañaba Akenón estaba compuesto de dieciocho personas con algunos animales de carga. Se trataba de cuatro aristócratas sibaritas, sus familias y su servidumbre. Habían conseguido pasaje en un barco mercante y le habían pedido que los escoltara hasta el puerto.
«No me extraña que ya no se sientan seguros en Crotona», pensó Akenón.
Hasta hacía dos días, los sibaritas habían estado aguardando en la comunidad con la esperanza de poder regresar a su ciudad más adelante. Habían acogido con gran alborozo la victoria del ejército de Crotona sobre las tropas de los insurgentes. «También les agradó la noticia de que Milón marchaba sobre Síbaris para lograr una rendición total», recordó Akenón. Los aristócratas sibaritas se imaginaron retornando a sus palacios y reanudando la vida placentera a la que estaban acostumbrados. Sin embargo, lo siguiente que se supo fue que los militares crotoniatas habían iniciado un saqueo salvaje. Estaban robando su oro, masacrando al pueblo sibarita —su mano de obra— e incendiando sus mansiones.
«Ya no tienen a dónde regresar».
A pesar de que Pitágoras había intentado tranquilizarlos, los sibaritas veían con terror el momento en que aquel ejército sanguinario regresara a Crotona. Todos querían alejarse de la ciudad lo antes posible. Los que podían lo hacían en barco, pero eran muchos los que se habían marchado a pie.
Al adentrarse en el puerto, Akenón esbozó una mueca de desagrado. Le había venido a la mente la última vez que había estado allí. Tenía que dar gracias a los dioses de que Milón lo hubiera podido rescatar en el último minuto.
En el puerto se desarrollaba una actividad frenética. Los trabajadores iban corriendo a todas partes, hostigados a gritos por las autoridades para que la carga y descarga se realizara lo antes posible. Más allá de la bocana, balanceándose en el mar, una hilera de embarcaciones esperaba para recibir el permiso de atraque. La saturación se debía a lo ocurrido en Síbaris. Los numerosos barcos con ese destino se daban la vuelta al ver que por toda la ciudad ascendían columnas de humo. La mitad se dirigía entonces al norte, a Metaponte o Tarento, y la otra mitad costeaba hacia el sur hasta llegar a Crotona.
Akenón se despidió de los sibaritas y salió del puerto lo más rápidamente que pudo. No era sólo que estar allí le hiciera pensar en cuando Cilón había intentado exiliarlo; también le recordaba que para regresar a Cartago tendría que subirse a uno de esos malditos barcos.
Pensar en irse de Crotona le hizo evocar a Ariadna. Esa mañana, cuando él salía de la comunidad, había descubierto en ella una mirada diferente… como si se hubiera quitado la máscara de indiferencia con la que lo trataba desde hacía tiempo.
«Parecía que estaba dudando si decirme algo importante».
Él se había detenido y sus miradas se habían unido durante unos segundos, pero ella de repente se dio la vuelta, azorada, y se internó en la comunidad. Akenón continuó alejándose con los sibaritas manteniendo la imagen de Ariadna grabada en las retinas. Estaba más bella que nunca. Tenía algo especial, la piel luminosa, la sensualidad acentuada…
Aceleró el paso. Quería volver a verla, aunque no estaba seguro de qué haría cuando la tuviera delante. Tal vez replantearse su situación no fuera una buena idea para ninguno de los dos.
—¡Akenón!
Se dio la vuelta, sobresaltado. Pitágoras se acercaba acompañado de dos discípulos.
—¿Vas a la comunidad? —preguntó el maestro.
—Así es —respondió Akenón esforzándose por borrar a Ariadna de su mente—. Acabo de dejar en el puerto a los últimos sibaritas.
El rostro de Pitágoras se ensombreció.
—No les culpo por no sentirse a salvo con nosotros.
Akenón observó a Pitágoras. Parecía tener otro motivo de preocupación.
—¿Cómo ha ido la sesión? —le preguntó.
Pitágoras negó con la cabeza y suspiró antes de responder.
—Hoy, por primera vez en treinta años, Cilón tenía el apoyo de la mayoría del Consejo de los Mil. Sin embargo, no ha intentado ninguna acción concreta. Es como si algo lo refrenara. Está esperando algo, pero no sé el qué.
—¿Piensas que lo está dirigiendo el enmascarado?
Pitágoras asintió con gravedad.
—Así lo creo. Si Cilón actuara por su cuenta, habría exigido al instante alguna votación para utilizar su mayoría en nuestra contra. Lo de hoy revela una astucia y una frialdad superiores a las que él posee.
Pitágoras se ensimismó tras esas palabras y continuaron caminando en silencio hacia las puertas de la ciudad. Akenón metió la mano en el bolsillo de la túnica y encontró el anillo de oro de Daaruk. Jugó con él durante un rato, distraídamente, y acabó sacándolo.
Hacía tiempo que no lo tenía en la mano. Recordó que lo había encontrado entre las cenizas de la pira funeraria del gran maestro asesinado. Pitágoras le había dicho que se lo quedase. Akenón había dedicado largos ratos a observar el pequeño pentáculo que contenía. Un símbolo muy sencillo y complejo a la vez. Gracias a Ariadna sabía que contenía secretos fundamentales sobre la construcción del universo. Rememoró a Ariadna explicándoselo. La visualizó vívidamente cabalgando a su lado, apoyando una mano en su muslo desnudo, envolviéndolo con una mirada que decía mucho más que sus palabras…
«Tengo que llegar a la comunidad cuanto antes», pensó guardando el anillo con manos agitadas.
Sin embargo, la imagen del pentáculo no abandonó su mente. Mientras avanzaba en silencio junto a Pitágoras fue concentrándose en los distintos segmentos de aquella figura geométrica tan especial. Era admirable el modo en que mostraban la sección, la proporción bella y reveladora que tanta presencia tenía en la naturaleza.
De pronto se detuvo con la boca abierta.
Acababa de tener una revelación tan fuerte que le había dejado sin respiración.
—Pitágoras, he de irme —farfulló mientras subía apresuradamente a su caballo.
El filósofo se giró hacia él. Iba a preguntarle a qué se debía la urgencia, pero Akenón ya se alejaba por las calles de Crotona.
«¿Por qué tiene de repente tanta prisa?», se dijo Pitágoras extrañado.
Se encogió de hombros y siguió andando junto a los dos discípulos. Daba por hecho que más tarde podría preguntárselo, cuando se encontraran en la comunidad.
Estaba equivocado.