24 de julio de 510 a. C.
Quedaban dos horas para el amanecer.
Androcles, veterano oficial de infantería del ejército de Milón, caminaba por el borde del campamento crotoniata llevando de las riendas un caballo que no era suyo. Estaba tenso y contrariado. Su plan hubiera sido mucho más sencillo de llevar a cabo si el ejército hubiera acampado a las puertas de Síbaris, como habían pretendido en un principio.
Escupió en el suelo con desprecio.
«Perros sibaritas».
El día anterior, tras derrotar al ejército enemigo, Milón se había adelantado con la caballería para capturar más prisioneros. Consiguió acorralar a dos grupos que en total sumaban casi tres mil hombres. En cada ocasión, tuvo que detenerse y esperar después a que la infantería crotoniata los alcanzara para hacerse cargo de los prisioneros. Por otra parte, ese día habían partido de Síbaris varios grupos con intención de unirse a Telis. Dos mil hombres en total. Por el camino fueron advertidos de la situación por los jinetes sibaritas que habían huido de la batalla. En el momento de recibir el aviso, los hombres que estaban más adelantados se replegaron hasta un río que estaba a una distancia de unos quince kilómetros de su ciudad. Lo atravesaron, rompieron los dos puentes que lo cruzaban y se apostaron al otro lado sintiendo que eran la última defensa de Síbaris. En esa época del año el río se podía vadear con facilidad, pero era lo único que podían hacer contra el ejército de Crotona. Sabían que finalmente tendrían que rendirse. Sólo les quedaba intentar parecer un obstáculo de consideración a los ojos de los crotoniatas. Quizás así éstos les dejarían poner algunas condiciones a la rendición.
Androcles siguió avanzando hasta llegar al extremo de su campamento. Allí echó un vistazo al otro lado del río. Había muchas fogatas. A los dos mil sibaritas que se habían replegado hasta ese punto se habían unido después otros tres mil procedentes del malogrado ejército de Telis, más otros cinco mil que habían surgido poco a poco de Síbaris.
«En total unos diez mil entre cobardes, campesinos y viejos».
Androcles no aprobaba la clemencia de Milón. Si por él fuera, al día siguiente esos diez mil sibaritas descenderían al reino de los muertos y sus mujeres serían botín de guerra para los soldados que los mataran.
Sonrió aviesamente con la idea y se alejó unos metros del campamento. Al llegar al primer grupo de arbustos se detuvo. Oyó un silbido suave al otro lado. Respondió del mismo modo y rodeó los arbustos.
—¡Por Ares, Androcles, creí que no llegarías nunca!
Su interlocutor también era oficial del ejército de Crotona. Tenía un rango similar al de Androcles, pero pertenecía al cuerpo de caballería.
—Tranquilo, Damofonte. Es importante que mantengamos la calma.
—Para ti es fácil decirlo —se quejó Damofonte—. Es mi cuello el que está en juego.
—Todos nos jugamos la vida —Androcles esbozó una sonrisa torcida—, pero el enmascarado nos ha pagado muy bien por ello. Además, te recuerdo que yo tendré que explicar tu desaparición a Milón. Como se dé cuenta de que le estoy mintiendo, me parte en dos con sus propias manos.
Damofonte decidió no replicar. En los últimos días habían discutido varias veces sobre quién sería el que abandonaría el campamento. No le hacía gracia, pero ya estaba decidido. No tenía sentido volver sobre ello.
Alargó una mano y tomó las riendas del caballo.
—Será mejor que me vaya cuanto antes. —Se subió a la montura—. Quiero estar al otro lado de Síbaris antes de que salga el sol.
Androcles esperó a que Damofonte desapareciera en la noche. Después se dio la vuelta y regresó al campamento acompañado por el rumor del río. Sabía que uno de cada cinco oficiales estaba al tanto de lo que iba a ocurrir. «Y espero que los demás sean víctimas del engaño», se dijo apretando los labios. En cuanto a los soldados, los que no estaban implicados se limitarían a obedecer a sus oficiales. Además, el éxito de todo el plan se vería favorecido porque iba en la misma dirección que las pasiones básicas de los hombres: venganza, lujuria, ambición… Aquella maquinación triunfaría de un modo natural e inevitable, o algo así había dicho el enmascarado. Androcles le había creído.
En el extremo meridional del campamento estaban sus hombres. Se internó sigilosamente entre ellos.
—Despertad a los que estén durmiendo —les decía al pasar—. En unos minutos daré la orden.
Tras organizar las guardias, Milón había ordenado que el campamento fuera despertado media hora antes del amanecer. Todavía quedaba una hora para ese momento, pero el general en jefe ya llevaba un rato despierto. Dormía poco cuando estaban de campaña aunque la situación estuviese tan controlada como ahora.
Se dio la vuelta sobre su lecho, constituido por una estera de esparto cubierta por una sábana de lino. Le incomodaba el calor que hacía dentro de la tienda. Le hubiera gustado dormir al raso como la mayoría de sus hombres, pero por seguridad tanto él como sus generales pernoctaban a cubierto.
Milón estaba seguro de que no habría escaramuzas. Había dado la orden de que sus hombres no cruzaran el río y los sibaritas no iban a cometer la insensatez de atacarlos.
«Bastante tienen con aguantar enfrente de nosotros».
Resultaba evidente que la única pretensión de los sibaritas era retenerlos durante unas horas. Milón suponía que en esos momentos estarían evacuando de su ciudad a las mujeres y los niños. Debían de temer que el ejército de Crotona saqueara Síbaris.
«No saben que no voy a permitir un saqueo».
Agobiado por el calor, se puso boca arriba y agitó su túnica produciendo una corriente de aire entre la tela y la piel. El sudor se evaporó proporcionándole un agradable frescor. Se concentró en relajarse para descansar aunque no pudiera dormir.
Unas horas antes, cuando llegaron al río, había enviado un mensajero al campamento sibarita. El mensaje que llevaba era simple y claro: Al amanecer debían rendirse o serían arrasados. No le importaba concederles unas horas de tregua. Los sibaritas ya no disponían de fuerzas que oponerles. Además, prefería tomar Síbaris con las tropas descansadas. Habían librado una batalla y después habían forzado la marcha durante muchas horas. No era prudente ni necesario luchar por llegar a la ciudad cuando ya se había puesto el sol.
Volvió a agitar la túnica para refrescarse.
«Espero que resolvamos esto con rapidez».
Le disgustaba profundamente tener que combatir contra los sibaritas, pero era imprescindible que Síbaris se rindiera. Dejar las cosas a medias sería un riesgo intolerable para Crotona. Con todo el oro que los rebeldes habían confiscado a los aristócratas, podían comprar un ejército de mercenarios suficiente para invadir Crotona.
Al amanecer haría que se rindieran y tomaría el control de la ciudad, pero cedería su gobierno a los aristócratas sibaritas lo antes posible.
«Tendré que dejar unas tropas de apoyo —reflexionó—, hasta que los aristócratas organicen fuerzas suficientes para mantener el control. Con dos mil soldados será suficiente. El resto del ejército estará en casa en pocos días».
De repente se dio cuenta de que llevaba un rato oyendo voces en la lejanía. Abrió los ojos y los clavó en el techo de la tienda, iluminado débilmente por una lámpara de aceite. Aunque el ruido era lejano le pareció que se trataba del característico rumor de la lucha.
Se incorporó con rapidez, cogió sus armas y salió de la tienda. Los dos centinelas apostados junto a la puerta se cuadraron. En el exterior el sonido de combate era evidente. Procedía de un extremo del campamento.
—¡Traed mi caballo!
Milón dio unos pasos hasta la orilla del río y escudriñó la oscuridad. El campamento sibarita parecía tranquilo frente a él. El problema estaba en el extremo meridional.
«Parece una escaramuza aislada».
Arrugó el entrecejo, extrañado. Sus hombres tenían orden de no cruzar el río y sería una temeridad absurda que los sibaritas lo hubieran hecho.
Uno de los centinelas se acercó llevando a su caballo de las riendas. Se apresuró a montar y cabalgó hacia el punto de conflicto. Había muy poca luz, pero al acercarse pudo advertir que sus hombres habían cruzado el río.
—¿Qué sucede? —gritó desde el caballo a un centinela.
—Parece que unos sibaritas han cruzado el río, señor. Después han huido y algunos de nuestros hombres los han perseguido.
«Maldita sea, ¿quién habrá sido el necio…?». Las órdenes de no cruzar habían sido muy claras. No podían infringirse ni siquiera para incursiones de castigo.
—¿Quién es el oficial que ha cruzado en primer lugar?
El centinela dudó antes de responder.
—Creo que se trata de Androcles, señor.
La expresión de Milón se endureció. Estaba casi seguro de que Androcles era uno de los miembros de su ejército que recibía un sobresueldo de manos de Cilón. Era una práctica tan habitual que si depurara a todos los que lo hacían se quedaría sin la mitad de las tropas.
Dudó qué hacer. Quizás Androcles había tenido una buena razón para cruzar el río.
«La única manera de averiguarlo es ir tras él», pensó con decisión. Podía ser peligroso, pero no iba a quedarse de brazos cruzados. Tampoco tenía sentido despertar a todo el campamento por un incidente aislado que claramente no suponía una amenaza para ellos.
Desenvainó la espada y clavó los talones en su montura dirigiéndose hacia el río. Aunque el cauce era bastante amplio, apenas bajaba agua. Llegó hasta la orilla contraria sin complicaciones.
«Aquí no hay nadie», se dijo mientras escrutaba el entorno. El campamento sibarita se había replegado hacia el flanco norte como si hubieran reaccionado a un ataque lateral.
Avanzó con cautela entre las fogatas abandonadas. El griterío se hallaba delante de él, a unos cincuenta pasos. Estaba tan oscuro que Milón no podía divisar nada desde su posición. Lo que sí veía eran cadáveres dispersos por el terreno.
«Son todos sibaritas».
Los gritos se alejaban de él. Puso el caballo al trote y enseguida alcanzó a un grupo de soldados crotoniatas.
—¿Dónde está Androcles?
Los hoplitas dieron un respingo al ver surgir de la nada a su general en jefe. Se quedaron tan sorprendidos que se limitaron a señalar hacia delante. Milón trotó rebasando más soldados hasta que alcanzó a varios que clavaban sus espadas con saña sobre unos sibaritas caídos.
—¡Androcles! —rugió Milón con su voz de trueno.
Uno de los hombres se volvió hacia él cuadrándose al instante.
—Sí, señor.
—¿Qué demonios ha sucedido?
El oficial tragó saliva antes de responder.
—Varios sibaritas cruzaron el río sin que los detectáramos. Se mantuvieron escondidos hasta que pasó cerca de ellos el oficial Damofonte. Entonces se abalanzaron sobre él y lo apresaron —parecía estar recitando de memoria—. Fue una acción muy rápida, señor. Cuando se dio la alarma ya estaban cruzando el río de regreso. Salimos inmediatamente tras ellos, pero en lugar de hacernos frente siguieron retrocediendo. Hace un minuto hemos caído sobre los que iban más adelantados —señaló con la espada hacia los cadáveres de los sibaritas—, sin embargo, no hemos conseguido liberar al oficial Damofonte. Estos hombres han confesado antes de morir que un pequeño contingente de caballería se lo ha llevado a Síbaris. Creo que pensaban que se trataba de un general. Nosotros no tenemos caballos, señor. Ahora mismo iba a regresar a nuestro campamento para avisar a la caballería.
Milón escuchó con expresión severa el relato de Androcles. Dudaba mucho que todo fuera cierto, pero no era el momento de enjuiciar su actuación.
—Regresa al campamento con todos tus hombres —dijo con frialdad.
Dio la vuelta y puso su montura a un trote ligero. Aunque quería estar de vuelta cuanto antes, sería insensato galopar en medio de aquella oscuridad.
Cuando se aproximaba al río se percató de que había movimiento en su campamento. Parecía que todo el mundo había despertado. Cientos de antorchas zigzagueaban cerca del agua.
«¿Ahora qué ocurre? —se preguntó exasperado—. ¿Más incursiones suicidas?».
Se detuvo un momento para escuchar. Le llegó el chapoteo apresurado de miles de pies junto al estruendoso grito de ataque de todo un ejército.
Experimentó una brusca oleada de pánico.
«¡¿Los sibaritas nos atacan en masa?!».
¿Se había equivocado radicalmente en el cálculo de fuerzas enemigas? ¿Ocultaban dentro de Síbaris un ejército mercenario? De pronto se dio cuenta de que eran sus hombres los que cruzaban el río masivamente. Arrugó el entrecejo, desconcertado. ¿Qué motivo podían tener todos los oficiales para ordenar un ataque? ¿Qué demonios estaban haciendo sus generales?
Aquello era tan absurdo que parecía el delirio de un sueño febril. Espoleó el caballo con fuerza, atravesó el lecho del río y recorrió la orilla de su campamento gritando a los últimos hombres que retrocedieran. Pero ya era imposible detener aquello.
Distinguió a pocos metros al general Polidamante increpando a unos oficiales desde lo alto de su montura.
—¡Polidamante! —bramó Milón acercándose—. ¿Qué está sucediendo, por todos los dioses?
Su general, habitualmente sobrio, se volvió un rictus de desesperación.
—No lo sé, señor. De repente se han empezado a escuchar gritos de nos atacan por todo el campamento. Las tropas se han lanzado hacia el río en medio de la oscuridad para repeler los ataques.
—¿Tú has visto esos ataques? —gritó Milón blandiendo la espada—. ¿Has visto sibaritas en este lado del río?
Polidamante frunció el ceño.
—Bueno… yo no he visto ningún sibarita, señor, pero no se ve nada a más de diez metros de distancia.
Milón se giró hacia el río. El fragor de su ejército se alejaba sin que pudiera verlos. Apretó tanto la mandíbula que sus muelas estuvieron a punto de quebrarse. Intuía que alguien los estaba manipulando… pero una vez más debía ser consecuente con la información de que disponía.
—Que toquen repliegue inmediatamente —ordenó con determinación—. Vamos a envolver a los sibaritas minimizando los combates. Los adelantaremos con la caballería y les cortaremos el paso, como hicimos ayer. Después los haremos prisioneros y los conduciremos a las puertas de Síbaris. Parece que ellos han secuestrado a uno de nuestros oficiales de caballería. Si creen que un prisionero es un argumento para una negociación, a ver que les parecen nuestros miles de argumentos.