23 de julio de 510 a. C.
Detrás de la máscara negra, unos ojos observaban fríamente la llanura. Su dueño llevaba sin moverse desde que había comenzado la batalla. Respiraba sosegadamente y tenía las manos descansando sobre las piernas, sin sujetar las riendas de su montura. El sol brillaba con fuerza frente a él en medio de un cielo despejado. Iba a ser un día cálido, por lo que la brisa, ahora templada y limpia, en unas horas arrastraría el pegajoso hedor de la putrefacción.
Desde los pies de su colina hasta la orilla del mar, el enmascarado contemplaba el mismo panorama: una densa franja de hombres y caballos muertos, tierra impregnada de sangre y varios soldados ocupados en auxiliar a los heridos. También había caballos de Síbaris que habían sobrevivido. Los soldados de Crotona los apartaban para ocuparse de ellos más tarde. A fin de cuentas, para la campaña militar contra Síbaris no servían unos animales que se ponían a bailar al son de las trompetas.
«Ha sido una estratagema realmente ingeniosa… seguramente ideada por Pitágoras. El anciano todavía es capaz de tener buenas ocurrencias. No debo subestimarlo».
El enmascarado desvió la vista hacia el norte. La llanura estaba moteada de cadáveres hasta llegar a un kilómetro de distancia, donde un cerco de soldados crotoniatas rodeaba a miles de prisioneros sibaritas. Pasado el río, el grueso del ejército de Crotona estaba avanzando hacia Síbaris a marchas forzadas.
—Volvamos al refugio —susurró girándose hacia Bóreas.
El gigante continuó mirando hacia el escenario de la batalla. Al cabo de unos segundos, dio media vuelta y lo siguió.
Mientras descendían la colina por la ladera contraria a la llanura, el enmascarado reflexionó tranquilamente sobre sus siguientes pasos. Aunque se había materializado el escenario más improbable a priori —la victoria del ejército de Crotona—, en realidad esto le acercaba más rápidamente a sus objetivos de venganza y dominación. De haber vencido los sibaritas, él habría descendido la otra ladera para unirse a Telis en la toma de Crotona. En la situación actual, se iría a su refugio y desde ahí retomaría el contacto con Cilón.
Pensó complacido en el oro que había colocado en los bolsillos de muchos oficiales de Crotona. Se lo había entregado para controlar sus actos en el remoto caso de que derrotaran a los sibaritas. Habría sido un desperdicio si esos oficiales hubieran muerto, pero ahora ese oro iba a proporcionarle un rendimiento fabuloso:
«El poder absoluto sobre el Consejo de Crotona».
Tres horas después de que terminara la batalla, un griterío interrumpió la concentración de Pitágoras. Estaba meditando sobre el concilio que había convocado para cinco días más tarde en casa de Milón. Confiaba en que sirviera para afianzar el futuro de la orden.
Apartó la mirada del fuego sagrado y desplazó su atención a las voces del exterior.
—¡Maestro Pitágoras! ¡Maestro Pitágoras!
En los gritos que oía a través de las paredes de piedra destellaban notas de júbilo.
«Ha funcionado», se dijo suspirando.
Pitágoras sonrió hacia las estatuas de las musas, pero lo hizo con cierta tristeza. Las guerras implicaban la muerte absurda de mucha gente inocente. Se dio la vuelta y salió al exterior del templo circular. Encontró a decenas de personas junto a las columnas que enmarcaban la entrada. Discípulos y sibaritas refugiados se apelotonaban alrededor de un soldado muy joven y sonriente. Era evidente que se trataba de un mensajero.
—Salud, soldado. ¿Te envía Milón?
—Sí, maestro. —El mensajero se inclinó respetuosamente, un poco cohibido por la imponente presencia del filósofo—. Me ha encomendado que os informe de que nuestro ejército ha obtenido una victoria aplastante. Hicimos sonar cientos de instrumentos cuando su caballería caía sobre nosotros y los caballos sibaritas se pusieron a bailar. Acabamos con todos los jinetes y con la mitad de su infantería en sólo media hora. En total unos quince mil por su parte… —frunció el ceño, experimentando una sensación agridulce—, y quinientos por la nuestra.
Pitágoras sintió un dolor en el pecho y cerró los ojos. Había sabido por Glauco que su enemigo enmascarado estaba detrás de la rebelión de Síbaris. Todos los muertos de aquella batalla eran consecuencia del odio de su encarnizado adversario.
El mensajero continuó.
—También tenemos diez mil prisioneros. Sólo han escapado unos seis mil sibaritas, pero Milón está persiguiéndolos mientras avanza hacia Síbaris. Nuestro ejército acampará esta noche cerca de la ciudad y mañana les exigirá una rendición sin condiciones.
Los aristócratas sibaritas gritaron con un alborozo rabioso. Llevaban desde el día anterior con la mirada clavada en el camino del norte, temiendo ver aparecer en cualquier momento la caballería enemiga.
Pitágoras agradeció al mensajero su trabajo y dio media vuelta. Varios sibaritas querían saber su opinión sobre la situación militar, pero los contuvo alzando una mano sin detenerse y se internó de nuevo en el Templo de las Musas.
«A veces resulta muy doloroso hacer lo correcto».
Él había tenido la idea de anular a la caballería sibarita por medio de la música. Sin duda había sido necesario, pero sentía una angustia enorme al imaginar la masacre. La música jugaba un papel muy importante en su doctrina. La utilizaba con frecuencia para inducir ciertos estados emocionales y para curar enfermedades del cuerpo o de la mente.
«Pero es la primera vez que utilizo su poder para destruir».
Destruir para crear, se recordó. Era una de las máximas de la naturaleza, pero eso le proporcionaba escaso consuelo en estos momentos.
Se concentró en el fuego eterno de la diosa Hestia. Las llamas bailaban una música silenciosa. Cerró los ojos y se obligó a serenarse. Vivían momentos críticos, la comunidad lo necesitaba más que nunca.
Enseguida consiguió aquietar su ánimo. Sin embargo, otra preocupación le rondaba la mente.
«Espero que Milón obtenga de Síbaris una rendición rápida y pacífica».