23 de julio de 510 a. C.
La masacre se intensificó de un modo pavoroso.
Milón combatía con denuedo desde su caballo tratando de aprovechar aquellos momentos únicos. Iba de un enemigo a otro sin que su espada se detuviera un solo instante. Consideraba que había poco honor en la facilidad con que había matado ya a varios jinetes de la caballería enemiga. «Pero yo no he provocado esto», se dijo hundiendo su espada en otro cuerpo.
Varios metros por delante, la infantería de Síbaris era un griterío envuelto en polvo a punto de alcanzar el frente de combate. Milón se giró hacia atrás y vio que sus propios soldados de infantería ya estaban cayendo sobre las desbaratadas líneas de caballería sibarita. Sus soldados se lanzaban sobre los jinetes enemigos como un enjambre de avispas furiosas. Algunos sibaritas intentaban desmontar para combatir desde el suelo; se dejaban caer de cualquier modo desde caballos que no los obedecían, pero cuando tocaban tierra ya los habían atravesado las lanzas y espadas de Crotona. A los pocos minutos de iniciarse la batalla, se desangraban bajo los caballos más de la mitad de los jinetes de Síbaris, los hombres más valiosos y mejor armados de aquel improvisado ejército.
Los inexpertos soldados de la infantería sibarita habían corrido tras su caballería a ciegas, envueltos en una densa nube de polvo. De repente se encontraron con algo que no esperaban.
—Nuestra caballería arrollará al ejército de Crotona —les habían asegurado repetidamente sus flamantes oficiales—. Vosotros sólo tendréis que adentraros entre sus restos para rematarlos.
En lugar de eso, había aparecido frente a ellos una urdimbre casi impenetrable de caballos bailando. Los soldados sibaritas situados en las primeras líneas convirtieron su carrera fogosa en un trote inseguro y se detuvieron a pocos pasos del muro de caballos. Unos segundos después vieron con espanto a los primeros jinetes crotoniatas emergiendo hacia ellos.
Milón fue el primero de sus hombres en lanzar el caballo contra la aterrada infantería sibarita. Poco después, el resto de la caballería crotoniata se abalanzó con ardor sobre los treinta mil civiles inexpertos y pobremente armados de Síbaris. «Por Zeus, es como atacar a la muchedumbre reunida en una plaza de mercado», pensó Milón. Sintió que su ímpetu se debilitaba pero se repuso al instante. Cualquier gesto de misericordia antes de que el enemigo iniciara la retirada podía causar la muerte de varios de sus propios soldados. Hizo volar su espada a derecha e izquierda desatando una vorágine de sangre y muerte. Notó que recibía en las piernas algunos cortes y pinchazos, pero llevaba fuertes protecciones de cuero y sus atacantes sólo disponían de palos afilados y cuchillos de cocina.
Al cabo de un rato se formó un claro alrededor de su caballo. Milón se irguió para comprobar la situación por detrás de él. Había dividido su infantería en tres regimientos. Los dos primeros estaban concluyendo el exterminio de jinetes sibaritas y empezaban a unirse a su caballería contra el ejército de civiles sibaritas. El tercer regimiento, viendo que no era necesario en el frente y que resultaba imposible avanzar hacia delante, se había dividido por la mitad y marchaba hacia los flancos. Allí los soldados ascendían la ladera de la colina o se adentraban en el mar hasta sobrepasar el frente de combate. En cuanto llegaban al otro lado se lanzaban contra los laterales de la infantería de Síbaris.
Milón gruñó, satisfecho por el comportamiento de sus oficiales, y miró de nuevo a los enemigos que tenía delante. Muchos se empujaban entre ellos intentando apartarse de él, pero vio un grupo de hombres dispuestos a hacerle frente. Apretó los dientes y se lanzó contra ellos.
El ataque frontal de la caballería crotoniata, combinado con los ataques laterales del tercer regimiento, hizo que los sibaritas más adelantados intentaran retroceder. Sin embargo, la inercia de sus tropas excesivamente compactas seguía empujando hacia delante, enviando a los hombres de primera línea contra las espadas de Crotona. La mayoría de aquellos desgraciados ni siquiera tenía escudos. Recibían el primer tajo en las manos o en los brazos que alzaban en un patético intento de protegerse.
Desde la privilegiada altura de su caballo, Milón pudo ver que en toda la extensión del frente ocurría algo similar: el pánico provocaba entre los sibaritas una ola de retroceso que se transmitía hasta las últimas líneas. Los integrantes de aquella retaguardia todavía seguían empujando sin ver lo que sucedía en la línea de choque. Estaban envueltos en una espesa polvareda y apretados contra cuarenta filas de hombres, sin mantener formación alguna. Oían un griterío incesante de terror y agonía pero no estaban seguros de quién lo emitía. Cuando notaron que la masa los empujaba hacia atrás, algunos dieron la vuelta. Se encontraron de cara con las armas afiladas de los destinados a impedir la retirada. Aun así, varios hombres intentaron escapar. Fueron acuchillados sin piedad y los demás volvieron a empujar hacia delante con redoblada fuerza.
—¡Avanzad! —gritaron aterrorizados a sus compañeros—. ¡Empujad, por Zeus, empujad o nos rajan!
Se produjo otra ola de avance frontal. Esto se unió a las continuas oleadas de retroceso y a las mareas laterales de los que estaban siendo atacados por los flancos. La masa del ejército sibarita era una cinta de un kilómetro de ancho por treinta metros de profundidad, un manto convulso de hombres que habían pasado rápidamente de la euforia a un terror histérico. Las avalanchas a veces se desplazaban en sentidos opuestos. Donde se encontraban, la presión reventaba los pechos de los hombres.
Los músicos estuvieron tocando durante veinte minutos.
En ese tiempo el ejército de Crotona acabó con la práctica totalidad de los dos mil jinetes de Síbaris. La única excepción fueron treinta o cuarenta soldados que consiguieron dominar a sus monturas y huir por los flancos. Ahora mismo cabalgaban hacia Síbaris.
La infantería sibarita se batió en retirada poco después. «Ya habrá caído la cuarta parte de sus soldados», calculó Milón. No murieron más porque la acumulación de cadáveres en la zona de combate dificultaba el avance. Los hoplitas de Crotona tenían que pisotear montículos de cuerpos para seguir atacando. En ocasiones debían ayudarse de los brazos para superar aglomeraciones de cadáveres que llegaban a la altura de la cintura.
Para desgracia de los sibaritas que intentaban escapar, el tercer regimiento de infantería de Crotona ya los había rodeado casi por completo. La huida de los sibaritas fue tan masiva que consiguieron romper el cerco por varios puntos, pero en el proceso cayeron abatidos miles de hombres. El resto inició una larga carrera hacia el río, hacia donde había estado el campamento desde el que habían soñado con una victoria fácil. La infantería de Crotona se lanzó a perseguirlos; sin embargo, sus armas y protecciones los lastraban y sólo dieron alcance a los que estaban en peor forma o ya habían sido heridos.
Hasta entonces Milón no había dado la orden de tomar prisioneros. Para su desarme y vigilancia se requerían tropas que eran necesarias para el combate. El enemigo al que se daba alcance era acuchillado al momento, asegurándose de que no podía levantarse y atacar después por la espalda. El frente iba avanzando y era muy peligroso dejar atrás enemigos vivos. Los soldados crotoniatas que estaban unos metros por detrás del frente, sin combatir en ese momento, se dedicaban a hundir sus espadas en el pecho o, cuando la coraza lo dificultaba, en el cuello de los sibaritas caídos.
Milón tiró de las riendas de su montura y dejó que se alejaran los sibaritas sobre los que estaba a punto de caer. Tenía los brazos y las piernas cubiertos de sangre propia y ajena. A su alrededor había tantos cadáveres que apenas se veía la tierra. Observó la desbandada del ejército enemigo. Desde el mar hasta la colina, la llanura era un hervidero de hombres corriendo. Agitó el brazo con la espada en el aire, gritando para llamar la atención de sus oficiales de caballería.
—¡Seguidme! ¡Hay que hacerlos prisioneros!
Repitió varias veces la palabra prisioneros. Sabía que, si no lo hacía, los sibaritas serían exterminados.
Cabalgó hacia el río por el flanco de la colina, sobrepasando a sus tropas de infantería y después a los sibaritas. La mitad de su caballería lo seguía. Miró hacia la derecha. El resto de sus jinetes avanzaba por la orilla del mar completando el movimiento envolvente.
Los sibaritas a los que adelantaba se desesperaban. Habían visto que conseguían dejar atrás a la infantería enemiga, pero su agotadora carrera no les había servido de nada. Una larga fila de caballos los estaba rebasando por cada extremo de la llanura con la intención obvia de cortarles el paso más adelante. Algunos se detuvieron, pero reanudaron la carrera al ver que se les echaban encima los hoplitas de Crotona.
El general Milón iba planificando sus siguientes pasos mientras cabalgaba.
«No podemos alcanzar a los caballos que han escapado», pensó preocupado. Esos jinetes llegarían a Síbaris al atardecer y pondrían a toda la ciudad sobre aviso. Aun así, esperaba que Síbaris se rindiera fácilmente. Habían perdido a la mayoría de los hombres aptos para el combate. Debían aceptar todas las condiciones que les impusieran, la primera de ellas el retorno del gobierno aristócrata. Además, les obligarían a acatar las condiciones de forma inmediata. Si les daban margen de reacción podían utilizar el oro que habían confiscado a los ricos para contratar un potente ejército.
Sin dejar de cabalgar, Milón se giró hacia atrás. Ya había sacado doscientos metros de ventaja al grupo principal de sibaritas. Advirtió que algunos estaban escapando por las colinas. Era imposible controlarlos a todos con los caballos de los que disponía en ese momento. Hizo una señal hacia la línea de caballería que avanzaba junto al mar y viraron para encontrarse en un punto intermedio. Cortarían la llanura a esa altura.
Las dos líneas de caballería se unieron en una sola que se volvió hacia el enemigo. Los sibaritas todavía corrían hacia ellos. Muchos de los que estaban más cerca de las colinas cambiaron de rumbo para unirse a los que huían por las laderas. En cuanto llegara la infantería crotoniata, se crearía un cerco del que no podría escapar nadie más.
Los sibaritas dejaban de correr cuando llegaban a unos pasos de los caballos. Miraban hacia atrás con los ojos desorbitados y veían más compañeros corriendo exhaustos hacia ellos. Detrás la infantería de Crotona a punto de darles alcance. Se volvían de nuevo y contemplaban a los jinetes con las espadas desenvainadas. Sentían que su muerte era inevitable.
Milón adelantó su caballo con la espada en alto. Sibaritas y crotoniatas guardaron un tenso silencio, tan atentos que se podía escuchar el rumor de las olas.
—¡Prisioneros, al suelo sin armas! —señaló la tierra frente a los primeros sibaritas—. ¡Al suelo!
Los sibaritas dudaron un momento; sin embargo, la palabra prisionero había despertado en ellos un rayo de esperanza. Los que estaban delante de Milón se tumbaron sin dejar de mirar a los caballos.
Milón se volvió y señaló a varios de sus hombres.
—Cabalgad hacia el mar. Recorred la línea asegurándoos de que los sibaritas comprenden que si se rinden su vida será respetada. Igual de claro debe quedar entre nuestra caballería.
—¡Sí, señor! —Los jinetes partieron al trote, gritando sus instrucciones mientras pasaban entre la línea de caballería y los sibaritas.
Milón señaló hacia el otro lado.
—Vosotros, hacia las colinas. Transmitid el mismo mensaje. —Se giró hacia un tercer grupo de jinetes—. Y vosotros, conmigo.
Milón se lanzó hacia delante. Los aterrados sibaritas vieron desde el suelo que el general crotoniata se les echaba encima con la espada en alto. Rodaron a los lados en un intento desesperado de evitar su ataque, pero Milón se limitó a atravesar las líneas sibaritas hasta llegar a sus primeros soldados de infantería. Allí dividió a su grupo de caballeros y cabalgó entre ambos ejércitos transmitiendo la orden de hacer prisioneros. Tuvo que hacer dos veces el recorrido hasta que consiguió detener la matanza de sibaritas.
Finalmente lograron rodear a unos diez mil hombres. «Deben de haber escapado cinco o seis mil», se dijo Milón pensativo. Miró a ambos lados de la llanura y de pronto le vino a la cabeza la angustia que estaban pasando en Crotona. Llamó a un par de mensajeros y los envió al Consejo y a la comunidad, para que transmitieran la noticia de la victoria arrolladora, incluyendo el exterminio de la temible caballería sibarita.
Cuando los mensajeros partieron, Milón dio orden de convocar a sus generales y cabalgó rápidamente hacia el norte de la llanura. Estaba satisfecho con la captura de tantos prisioneros. «Servirán para presionar a la ciudad de Síbaris». Los treinta mil hombres que tan insensatamente habían decidido jugar a la guerra eran muchos más de lo que la ciudad podía permitirse perder. Si no recuperaban al menos a esos diez mil prisioneros, Síbaris se marchitaría sin remedio.
Unos minutos después, departía con cinco de sus generales. El tiempo apremiaba, por lo que ni siquiera habían bajado de los caballos.
—¿Qué le ha ocurrido a Telémaco? —dijo preguntando por el único general que faltaba.
—Ha muerto, señor —respondió el general Polidamante—. Su caballo se fue al suelo al chocar con la caballería sibarita. Desde allí acabó con varios enemigos, pero finalmente…
Polidamante apretó los labios y se quedó callado. Telémaco era primo suyo. Milón suspiró y sacudió la cabeza. Al principio de la batalla había pensado que lo de hacer bailar a los caballos con música podía no funcionar. Sabía que en ese caso morirían todos. Sin embargo, al neutralizar a la caballería sibarita lo previsible era perder pocos hombres. Había esperado que entre los muertos no estuviera ninguno de sus veteranos generales.
«Le haremos el homenaje adecuado, pero eso tendrá que esperar».
—¿Cuál es la situación?
Polidamante también respondió esta vez. Tenía una merecida fama de poder calcular el número de soldados de un ejército con sólo un vistazo.
—En la caballería hemos perdido alrededor de doscientos caballos y cien jinetes. Entre éstos hay algunos heridos, pero la mayoría están muertos. En infantería han caído menos de mil hombres. Quizás ochocientos. Un tercio muertos y el resto heridos.
Milón miró hacia el suelo con el ceño fruncido. Las cifras eran buenas para lo que podía haber ocurrido, pero sólo las consideraba mediocres teniendo en cuenta cómo se había desarrollado la batalla.
—Está bien —dijo finalmente—, vamos a hacer lo siguiente: la mitad del primer regimiento de infantería acampará alrededor de los prisioneros. El resto de la infantería marchará hacia Síbaris. Nos adelantaremos con la caballería para intentar cortar el paso a los que han escapado. Calculo que serán unos seis mil. —Miró a Polidamante, que asintió mostrando su acuerdo con la cifra—. Espero que podamos capturar al menos a la mitad. Para eso el tercer regimiento de infantería debe avanzar a marchas forzadas, y haremos igual que aquí: con la caballería los detenemos y la infantería llegará después para rodearlos. En la medida de lo posible, sin muertos.
Hizo una pausa y sus generales asintieron.
—Si conseguimos prisioneros, los enviaremos con una escolta a esta llanura para mantenerlos a todos juntos. Después acamparemos lo suficientemente cerca de Síbaris como para que se echen a temblar. Esta noche no dormirán y mañana tendrán mejor disposición para parlamentar.
Miró hacia el norte. En las colinas del otro lado del río se veía algún hombre corriendo. Los caballos de Síbaris, en cambio, ya estaban fuera del alcance de la vista.
—Los jinetes que han escapado los pondrán sobre aviso, pero la ciudad ya no tiene medios para hacernos frente. —Milón echó un vistazo al sol—. Quiero llegar a Síbaris antes de que se haga de noche. En marcha.