23 de julio de 510 a. C.
Ariadna estaba sentada en el borde de su cama, con los brazos apoyados en las rodillas y la cabeza agachada. Tenía la piel sudorosa y luchaba contra las náuseas. No sabía si se debían al embarazo o a la tensión de las dramáticas circunstancias que estaban viviendo.
Levantó la cara y se obligó a hacer una inspiración lenta y profunda. El ambiente de su habitación le pareció opresivo. Necesitaba respirar aire fresco, por lo que se calzó sus alpargatas de esparto y salió al exterior.
El cielo era un manto negro sobre su cabeza. En el horizonte, sobre el mar, la oscuridad comenzaba a disolverse tímidamente. Ariadna advirtió numerosas sombras repartidas por el terreno de la comunidad. Eran aristócratas sibaritas y discípulos que llevaban toda la noche en vela. Llenó sus pulmones con el aire limpio de la madrugada y descendió hacia el pórtico caminando entre ellos. Cuando pasaba cerca de algunos distinguía sus rostros cansados y preocupados. Esperaban en silencio, con los ojos clavados en el camino del norte.
«Por ahí veremos regresar a nuestro ejército… o a las hordas de Síbaris arremetiendo contra nosotros».
Mientras andaba en medio de aquel silencio tenso y extraño, Ariadna recordó el pequeño discurso que Pitágoras había dado el día anterior a los presentes en la comunidad, tanto sibaritas como discípulos. Ella también asistió y comprobó aliviada que su padre estaba superando el impacto de la muerte de Aristómaco y de lo que quiera que contuviese el pergamino que habían encontrado junto al cadáver. Sus palabras fueron firmes y serenas, así como provistas de una sinceridad contundente. Les dijo a todos que tenían libertad para irse. Si algún discípulo quería hacerlo, no encontraría impedimentos en el caso de que decidiera regresar más adelante. Él intentaría proteger a los que se quedaran, aunque no podía prometer nada.
Una hora después, la mitad de los sibaritas se había ido. En cambio, ni uno sólo de los discípulos abandonó la comunidad.
«De todos modos —pensó Ariadna—, alejarse de Crotona se ha vuelto cada vez más difícil». La comunidad albergaba a seiscientos discípulos residentes —más trescientos refugiados sibaritas hasta la tarde anterior—, y sólo tenían una veintena de monturas entre burros, mulas y la vieja yegua. Casi todos los sibaritas habían llegado con caballos, pero en muchos casos éstos habían muerto después, extenuados por haber sido forzados durante la huida o a consecuencia de las heridas recibidas. El precio de los caballos se había disparado y conseguir un pasaje para viajar por mar era casi imposible. Miles de crotoniatas huían a pie por el camino del sur, sabiendo que en cuestión de horas podía caer sobre ellos la temible caballería enemiga.
En medio de tanta desesperación, el día anterior un grupo de cuarenta sibaritas había unido sus recursos e influencias y había comprado un pequeño barco mercante.
«Entre ellos estaba Glauco», recordó Ariadna arrugando el entrecejo.
El imprevisible sibarita tenía la suerte de dedicarse al comercio y que en ese momento muchas de sus naves estuvieran viajando. Algunas regresarían a Síbaris y probablemente caerían en manos de los sublevados, pero a otras podría hacerles llegar un mensaje para que se dirigieran a Siracusa. Desde ahí reorganizaría su imperio comercial.
Los sibaritas que habían adquirido el barco partieron de la comunidad la tarde anterior. Ariadna y Akenón, entre cientos de personas, se acercaron al pórtico de la comunidad para verlos partir. La atmósfera era tensa y casi nadie hablaba. Por el camino ya se extendía una lenta procesión de sibaritas hacia el puerto de Crotona. Ariadna vio que en ese momento Glauco iba a unirse a ellos. Sus cuatro soldados lo rodeaban como un escudo humano. No habían vuelto a hablar con él desde hacía tres días, cuando el sibarita había intentado que le dejaran meter su guardia personal en la comunidad.
Glauco tenía el rostro crispado y unas grandes ojeras violáceas. Parecía que llevaba días sin dormir. Al pasar junto a Ariadna la miró y apartó la vista rápidamente, pero después pareció dudar y giró la cabeza hacia ella sin dejar de andar.
—Me marcho a Siracusa —dijo con una sequedad casi hostil—. En esa ciudad tengo clientes que me deben lo suficiente para instalarme allí.
Con la misma brusquedad que había hablado, le dio la espalda y se alejó. En aquel momento uno de los sibaritas que se quedaba en la comunidad corrió hacia él. Se trataba de un hombre mayor, tan delgado que parecía enfermo. Consiguió meter una mano entre los soldados de Glauco y lo agarró de la túnica.
—¡Llévame contigo, Glauco! —Los soldados intentaron apartarlo, pero estaba tan aferrado a la túnica que la tela se desgarró. El torso fofo y blanquecino de Glauco quedó al desnudo—. ¡Soy el hermano de tu madre, Glauco! ¡Hazlo por ella, no me abandones a la muerte!
Los gritos desesperados de aquel hombre estremecieron a todos los presentes. Glauco se abalanzó sobre su tío y comenzó a darle golpetazos en la cabeza con la mano abierta.
—¡Suéltame, desgraciado!
El rostro de Glauco había enrojecido súbitamente y reflejaba una furia irracional. Su anciano tío intentó resistir sin soltarse, pero al tercer manotazo de su sobrino se desplomó sobre el camino de tierra.
Glauco continuaba fuera de sí.
—¡Dame tu espada! —le gritó a uno de sus guardias.
El soldado titubeó un instante. Glauco dio un paso hacia él, agarró la empuñadura de su arma y la sacó de su vaina. Inmediatamente se giró hacia su tío inconsciente y alzó la espada.
Todo ocurrió muy rápido.
Se oyó un fuerte sonido metálico y la espada de Glauco voló de sus manos. Se agarró la muñeca haciendo un gesto de dolor. Sus soldados desenvainaron apresuradamente y se colocaron frente al musculoso egipcio que había desarmado a su señor.
Glauco se volvió hacia Akenón. Su primer impulso fue ordenar que lo mataran, pero la mirada fría y decidida del egipcio hizo que se lo pensara dos veces. Parecía muy seguro de poder enfrentarse a sus guardias.
«Maldito Akenón, no estarías tan seguro si tuviera conmigo a Bóreas».
Glauco apretó los dientes con rabia y después miró lentamente a todos los presentes. Ariadna se estremeció cuando recibió aquella mirada, cargada de odio y desprecio. El gesto de Glauco se transformó poco a poco en una mueca malévola y de repente soltó una carcajada fuerte y desagradable.
Ariadna tuvo un escalofrío al recordar la risa de Glauco.
«Ojalá no vuelva a verlo nunca».
Se alejó unos metros del sendero central y se sentó en la tierra, convirtiéndose en otra sombra expectante. En las siguientes horas iban a morir miles de personas. Que ellos estuvieran o no entre los muertos quedaba ahora en manos del destino.
«También puede que nos hagan esclavos». Ariadna apretó los dientes. El instinto protector le hizo cruzar los brazos sobre el abdomen.
La madrugada era fresca y al cabo de un rato tenía la piel de gallina. Se frotó los brazos para calentarlos y después flexionó las piernas y las abrazó. Ya no sentía náuseas. Deseó que el sol saliera y comenzara a calentar, pero todavía quedaba una media hora para el amanecer.
La claridad que surgía desde el horizonte permitía distinguir un poco mejor el entorno. Con la cabeza apoyada en las rodillas, Ariadna paseó la mirada por los que la rodeaban. De repente se dio cuenta de que delante de ella, a diez pasos en diagonal, estaba Akenón. Mantenía un gesto tenso, con las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido.
«¿En qué estará pensando?», se preguntó Ariadna.
También pudo ver que llevaba su espada. Era el único hombre armado en la comunidad, pues los hoplitas asignados a la seguridad se habían reintegrado al ejército para combatir contra los insurgentes.
Lo observó sin moverse y Akenón no se percató de su presencia. Después Ariadna desvió la vista hacia el camino del norte. Mientras el cielo seguía iluminándose, pensó en la mirada de Glauco cuando se reía de ellos.
«Parecía estar seguro de que todos los que nos quedábamos en Crotona íbamos a morir».
Bóreas estaba en la cima de una colina, contemplando con interés los últimos preparativos para la batalla. A sus pies se extendía la llanura en la que iba a tener lugar el combate. Le llegaba un rumor tenso y el olor a humo de las fogatas. Su colina formaba parte de una prolongada elevación del terreno que delimitaba uno de los flancos de la llanura. Al otro lado, a un kilómetro de su posición, estaba el mar.
Había llegado con su amo hacía más de una hora, cuando todavía era noche cerrada. En aquel momento sólo se distinguían algunas fogatas del campamento crotoniata, que tenían justo enfrente, y las luces más lejanas de los sibaritas. Poco a poco la claridad había ido revelando más detalles. Hasta hacía media hora los crotoniatas parecían haber dormido plácidamente, mientras que el campamento sibarita se notaba mucho más agitado. Los soldados de Crotona se habían puesto en pie con rapidez obedeciendo las órdenes gritadas por sus oficiales. Las tropas habían desayunado en pocos minutos y después habían formado las líneas con disciplina, preparándose para el combate inminente.
«Un ejército muy preparado», pensó Bóreas con sarcasmo.
Uno de los flancos del ejército crotoniata llegaba hasta la ladera de su colina. Bóreas podía ver a los soldados más cercanos a poco más de cien metros de distancia. La vanguardia estaba formada por una única línea de caballería. Inmediatamente después venía un regimiento de hoplitas que suponía un tercio de la infantería. Se habían dispuesto en una profundidad de siete filas. Entre ellos se distinguían varios hombres con trompetas, flautas dobles y otros instrumentos. Bóreas supuso que su función sería transmitir las órdenes durante el fragor de la batalla. A continuación había un espacio libre de diez pasos, otro tercio de la infantería, de nuevo espacio libre y finalmente el resto de soldados. Esa disposición de caballería y tres regimientos de infantería se extendía desde la base de la colina hasta la orilla del mar.
El ejército de Crotona, con un frente de un kilómetro de ancho, resultaba impresionante desde donde estaba Bóreas. También podía distinguir al ejército sibarita a unos dos kilómetros a su izquierda. Parecían menos organizados, pero su volumen duplicaba al de los crotoniatas; además, su frente de caballería contaba con varias filas de profundidad.
Bóreas se dejó llevar por la imaginación y soñó con estar en medio de la batalla. Daría otra vez su lengua a cambio de que su amo le permitiera internarse en la contienda. Estaría rodeado por una masa de combatientes que apenas le llegarían por el pecho y a los que doblaría en volumen y peso. Tendría delante un mar de cabezas que podría ir machacando sin que nunca se acabaran. Matar le proporcionaba un placer indescriptible, pero siempre resultaba un goce demasiado efímero. En una batalla como aquella podría matar a cientos de hombres. Podría segar vidas durante horas. Podría…
La boca se le llenó de saliva y tuvo que tragar. Miró a su amo. Le había dicho que si tenían la situación controlada le permitiría cazar a algunos de los crotoniatas que se dieran a la fuga. Tendría que conformarse con eso.
«Al menos haré que sus muertes sean lentas».
El enmascarado sonreía bajo su rostro de metal.
Notaba a Bóreas agitado a su lado, pero el gigante era obediente. No actuaría por su cuenta mientras estuviera cumpliendo una orden suya y ahora tenía una muy clara: Protegerlo durante esa expedición. Había cierto riesgo al estar tan cerca de los ejércitos. Podían encontrarse con un grupo de exploradores de cualquier bando. Además, si la batalla se desarrollaba como era previsible, tenía intención de reunirse con Telis para ocupar un lugar destacado en los siguientes pasos que se dieran contra Crotona. Llegar hasta Telis sería peligroso tras la batalla, con miles de hombres ebrios de sangre y violencia a su alrededor.
«Bóreas será mi mejor salvoconducto».
Los sibaritas se habían comportado exactamente como él quería. Lo que estaba ocurriendo era consecuencia de los hilos que había estado moviendo en Síbaris hasta hacía una semana. Tras la batalla llegaría el momento de manipularlos de nuevo, pero hasta entonces se mantendría al margen. En cuanto a los crotoniatas, gracias a su influencia sobre Cilón y sus seguidores había conseguido que se enfrentaran a Síbaris.
«Han sido realmente estúpidos. Si en vez de abstenerse hubieran votado a favor de entregar a los aristócratas refugiados, habrían mantenido la paz».
Dejó escapar una risa breve. Resultaba muy placentero poder empujar al suicidio tanto a grandes maestros —qué patético y predecible había resultado Aristómaco— como a pueblos enteros.
Pero no era eso lo que le hacía sonreír mientras observaba a los dos ejércitos preparándose para la batalla. Lo que lo regocijaba en ese momento eran otros hilos que había movido a través de Cilón. El político crotoniata le había organizado reuniones con los hoplitas corruptos que tenía a sueldo, y a través de ellos había conseguido llegar a muchos más militares crotoniatas.
En total, uno de cada cinco oficiales del ejército de Crotona había recibido su oro.
«Maldito Milón…».
Branco el espartano cabalgaba en la penumbra realizando la última inspección a las tropas sibaritas. Por culpa de Milón no había pegado ojo en toda la noche y estaba cansado y malhumorado. Muy a su pesar, tenía que admitir que el general crotoniata había demostrado un notable ingenio militar. Con unos cuantos hombres había conseguido que todo el campamento sibarita se pusiera en pie seis o siete veces a lo largo de la noche. A veces parecía que los atacaban por un flanco y de repente detectaban cientos de hoplitas avanzando sigilosamente hacia el otro extremo de su campamento. Entonces creían que ése era el verdadero ataque y corrían de un lado a otro desordenadamente, pensando que habían sido víctimas de una maniobra de distracción, sólo para detectar que se trataba de un nuevo engaño.
«Doy gracias a Ares de que no hayan sido ataques reales, porque el campamento ha sido un caos durante toda la noche».
Branco llevaba dos minutos avanzando por el pasillo que habían dejado libre entre la caballería y la infantería. Entrecerró los ojos y vislumbró por un instante su nombre resonando en Esparta, en todo el mundo griego, como el hombre que había derrotado al legendario Milón de Crotona y su poderoso ejército. Sonrió de medio lado y se centró en la infantería, situada a su derecha. Los hombres estaban ojerosos; sin embargo, tenían miedo y eso los mantenía tensos.
«Todavía aguantarán unas cuantas horas antes de acusar no haber dormido».
En cualquier caso, tenía claro que lo mejor era lanzarlos al combate cuanto antes.
Branco también reconocía con un punto de admiración la habilidad del general Milón para desplazar todo su ejército a gran velocidad. El día anterior habían aparecido al otro extremo de la llanura bastante antes de lo previsto. No obstante, él nunca habría planteado la batalla del modo que lo hacía Milón. Lo que habría hecho era apostarse en el paso angosto que había unos kilómetros más al sur. Con un ejército inferior y más disciplinado lo mejor era evitar la confrontación directa.
«Quizás confía en la ventaja que proporciona la disciplina. —Negó con la cabeza—. Hoy no les va a servir de nada».
Aquella batalla iba a ser diferente a cualquier otra de la que Branco hubiera oído hablar. La caballería nunca se había utilizado como frente de combate, sólo para flanquear y hostigar. Pese a ello, en sus circunstancias actuales era lógico embestir con la caballería, dado el insólito poderío de ésta y la peligrosa inexperiencia de su infantería. Sin embargo, en el caso de Milón lo razonable hubiera sido intentar evitar su embestida y utilizar sus disciplinadas fuerzas para ataques y retiradas fulminantes, que quizás habrían acabado por desbaratar al ejército sibarita.
«Habrás ganado muchos campeonatos de lucha, Milón, pero vas a perder esta batalla».
Cuando Branco llegó al final de las tropas encontró a Telis. El líder de los sibaritas observaba los últimos movimientos de sus hombres desde un punto algo elevado, a veinte metros del extremo de las filas. Estaba montado en un caballo magnífico, llevaba una armadura completa y tenía una buena espada. Pese a todo, Branco se percató de su expresión reticente, la misma que había visto en muchos hombres antes de su primera batalla.
«No es lo mismo dar caza a unos cuantos ricos gordos que enfrentarse a un ejército», pensó sintiendo una punzada de desprecio. No obstante, trató de animarlo.
—Todo está dispuesto, Telis. Va a ser una victoria rápida y sencilla.
Hizo que su montura se colocara junto a la del sibarita y ambos quedaron orientados hacia las tropas. A la vanguardia estaba la poderosa caballería. Con cuatro líneas de fondo, sus mejores hombres montaban sobre dos mil caballos alimentados y entrenados con mimo en las cuadras de los aristócratas de Síbaris. La llanura poseía una anchura de un kilómetro y medio donde ellos estaban; sin embargo, según se avanzaba hacia el sur las colinas iban acercándose al mar. Esto daba al terreno la forma de un embudo que iba estrechándose hacia los crotoniatas. Por eso Branco había hecho que el frente sibarita ocupara sólo un kilómetro, la misma anchura que el frente crotoniata. De no hacerlo así, habrían tenido que apretarse según avanzaban, lo que hubiera roto completamente la formación.
—¿Estás seguro de que no atacarán? —preguntó Telis con una voz menos firme de lo que hubiera deseado.
—No lo harán. Les interesa combatir en la parte estrecha para intentar compensar su inferioridad.
—En ese caso, ¿por qué no retroceden más?
—Imagino que Milón ha considerado que ésa es la anchura ideal para las fuerzas de que dispone. Con menos terreno no podría aprovechar la agilidad de movimiento de sus disciplinadas tropas.
La referencia a las virtudes del ejército crotoniata inquietó a Telis, por lo que Branco se apresuró a recordar la táctica que habían decidido:
—De todos modos, no les vamos a dar tiempo a desplegar ninguna estrategia. Avanzaremos en bloque hasta ellos, con la caballería por delante y la infantería justo detrás, y cuando queden cien metros lanzaremos todas las tropas a la vez. —Guiñó un ojo a Telis—. Y luego les sorprenderemos demostrando que también nosotros somos capaces de maniobrar durante una batalla.
Branco se refería al movimiento envolvente con el que esperaban sorprender a los crotoniatas. Los exploradores habían reconocido la zona concluyendo que no era posible rodear el promontorio lateral, por lo que habían pensado en algo diferente. Esperarían a que la primera línea de caballería chocara contra el ejército enemigo. En ese momento, cien caballos de cada extremo de la tercera y cuarta filas se moverían lateralmente para superar los flancos crotoniatas. Éstos estarían ocupados con la carga de caballería y no podrían reaccionar. Tanto en la ladera de la colina como en la playa se verían sobrepasados por una avalancha de caballos que los rodearían para atacarlos por detrás. Sus líneas se desbaratarían y, lo que era aún mejor, perderían la posibilidad de retirarse.
No sería una victoria, sino un exterminio.
—De acuerdo, por Zeus, pongámonos ya en marcha —exclamó de repente Telis.
Branco dejó que Telis se adelantara. El sibarita se situaría en mitad de la cuarta fila de caballería, el lugar más seguro de toda la formación. Además, el mercenario espartano y varios de sus hombres lo protegerían.
«Un hombre agradecido siempre es más generoso», se dijo Branco.
Al ocupar su lugar entre las tropas, el espartano se giró hacia atrás. Los treinta mil sibaritas que formaban la infantería ocupaban una franja de cincuenta metros de anchura. Su formación no era regular como la de un ejército profesional, pero estaban igual de alertas y silenciosos. Branco forzó la vista sobre su caballo, intentando distinguir a algunos de los hombres de la última fila. Hizo un gesto de firmeza hacia ellos. El día anterior había difundido un mensaje, dejando claro cuál era la función de esa última fila de infantería: Ejecutar a todo el que intentara retirarse.
Se volvió hacia delante. Telis lo miraba, como si él fuera el cabecilla de aquellos hombres.
«En estos momentos lo soy», se dijo Branco disfrutando con la embriagadora sensación de poder.
Por el rabillo del ojo vio que el sol estaba a punto de aparecer. Alzó la mano derecha y la mantuvo en alto. Ellos no tenían instrumentos para transmitir órdenes, ni tropas capaces de cumplirlas durante la batalla. Por eso sólo iba a dar dos instrucciones. La primera sería iniciar el avance. La segunda, cuando estuvieran a cien metros, lanzarse al ataque.
Bajó el brazo.
La llanura comenzó a vibrar.
Milón, ceñudo en lo alto de su caballo, vio que la marea sibarita se ponía en marcha. Un momento después le llegó el rumor de su avance.
Estaba en mitad de la primera fila de su ejército, la de caballería, con tres de sus generales a cada lado. Tras ellos la infantería permanecía tan silenciosa que parecía haber desaparecido. Tampoco hablaba nadie en la caballería. Mirando hacia el enemigo, Milón tenía la inquietante sensación de estar solo en mitad de la llanura.
Cinco minutos antes había recibido el último reporte. El explorador apenas tenía veinte años y era evidente que estaba muy nervioso.
—Están preparados para avanzar, señor. Han formado cuatro filas de caballería. Justo después está toda su infantería en un solo bloque.
Milón asintió pensativo y después indicó al soldado que ocupara su puesto. Los sibaritas estaban haciendo lo mismo que haría él en sus circunstancias. Eran muy superiores gracias a su caballería y no tenían formación militar. Lo mejor era lanzar lo antes posible un ataque arrollador. Sin tácticas, sólo fuerza bruta.
«Pero incluso organizar eso no es nada sencillo, y menos con civiles». Movió la cabeza de un lado a otro, inquieto. Aquello era otra muestra de que los sibaritas estaban recibiendo asesoramiento militar.
Se estiró sobre su montura para echar un vistazo a los extremos de su ejército. Por la izquierda ocupaban en formación compacta los primeros metros de una ladera. En la derecha había una playa de treinta metros de anchura. Sus tropas se habían extendido sobre la arena clara y los últimos hombres se adentraban en el mar hasta que el agua les cubría las rodillas.
«Sería un desastre que superaran los flancos».
Volvió a mirar al frente. Los imponentes caballos sibaritas estaban a menos de un kilómetro. Se acercaban despacio, como si estuvieran dando un paseo. No se veía ningún estandarte ni a nadie que destacara sobre los demás. Milón, en cambio, resultaba inconfundible entre sus hombres. No sólo por su llamativa corpulencia sino por las dos coronas que llevaba sobre la cabeza. La de laurel representaba sus siete victorias en los Juegos Píticos, y la de olivo sus seis triunfos en los Juegos Olímpicos. Estaba orgulloso de lucirlas, pero además servían para incrementar la disciplina y la moral de las tropas. Les recordaba a todos que su general en jefe era el mayor héroe en la historia de Crotona, revestido de gloria como ningún otro hombre.
A pesar del orgullo y el prestigio de Milón, en ese momento la mayoría de sus soldados y oficiales temían que les estuviese conduciendo a la muerte. El enemigo estaba a sólo medio kilómetro y era evidente que pensaba arrollarlos por pura inercia. Todos llevaban días soñando con los dos mil caballos de Síbaris, que crecían de tamaño en cada conversación murmurada alrededor de una fogata. Los crotoniatas miraban a su propia caballería y lamentaban disponer sólo de una línea frente a las cuatro del ejército enemigo. Veían los espacios libres entre sus caballos e imaginaban que por ahí irrumpirían las bestias sibaritas. Además, ¿por qué había apostado Milón tantos hombres que llevaban trompetas o flautas en lugar de espadas? ¿Acaso iba a servir de algo dar órdenes mientras el enemigo los aplastaba como una ola gigante?
El ejército de Síbaris seguía acercándose, inexorable, y ellos lo observaban desesperados. No comprendían por qué se habían desplegado tanto. Tampoco encontraban sentido a un choque frontal. Si hubiesen sabido que Milón iba a plantear la batalla de ese modo se habrían rebelado contra él.
Ahora sólo les quedaba intentar sobrevivir.
Cuando los sibaritas estaban a trescientos metros, el sol lanzó sobre ellos sus primeros rayos. El frente de su avance se volvió más nítido, como un temor incierto que de repente cobra cuerpo. Los crotoniatas se estremecieron temiendo que aquello fuera una señal de que los dioses apoyaban a sus enemigos.
«Tienen miedo», pensó Milón observando a sus generales por el rabillo del ojo. Volvió a centrar su atención en el ejército sibarita. Los separaban doscientos metros y ya se podía ver que sus caballos eran de un tamaño fuera de lo común. Se acercaban muy despacio, para mantener la formación y para que sus tropas de infantería reservaran fuerzas.
La imagen del maestro Pitágoras acudió a la mente de Milón proporcionándole algo de serenidad. «Estamos haciendo lo correcto». Eso era lo más importante, aunque miles de hombres fueran a morir esa mañana. Quizás él mismo.
Cerró la mano izquierda apretando las correas de su escudo redondo. Lo giró y examinó la gruesa punta metálica que tenía por la cara externa. Servía tanto de defensa como de arma de ataque. Después echó un vistazo al filo de su espada, que llevaba desenvainada desde hacía un rato. Antes de combatir siempre realizaba el ritual de comprobar sus armas. Inspiró profundamente y se giró hacia la infantería, primero a izquierda y luego a derecha. Cientos de ojos estaban clavados en él, esperando sus órdenes para transmitirlas instantáneamente a todo el ejército. Levantó el brazo con la espada. Miles de soldados aferraron las empuñaduras de sus armas.
En ese momento, cuando la distancia que los separaba era de cien metros, la caballería sibarita se lanzó al ataque.
Fue como si comenzara un terremoto.
La tierra vibró con fuerza creciente bajo los pies de los crotoniatas. Las placas metálicas que revestían sus armaduras de lino o cuero chocaron entre ellas igual que lo hacían sus dientes. Aquel tintineo se aceleró a la par que el retumbar de la carga enemiga. Quince mil crotoniatas se encomendaron a Heracles, Zeus, Apolo y Ares mientras permanecían inmóviles apretando las mandíbulas bajo sus cascos de bronce.
Milón aguardaba con el brazo en alto. Sus hombres lo miraban a él y a los dos mil caballos que acometían contra ellos. Estaban a sólo setenta metros… y Milón seguía sin dar la orden de ataque.
Sesenta metros. Cientos de trompetas se alzaban hacia el cielo. Sus portadores apenas conseguían retener el aire que henchía sus mejillas. ¿Por qué Milón no bajaba su espada? No habían dispuesto picas ni cavado fosos que pudieran mitigar el empuje del enemigo.
Cincuenta metros. La temible caballería de Síbaris se abalanzaba como un huracán sobre el ejército de Crotona. Tras los dos mil caballos, treinta mil hombres corrían enfervorizados dispuestos a completar la masacre.
Milón rugió bestialmente y dirigió su espada hacia el enemigo. Las trompetas lanzaron con estridente urgencia la orden de ataque. Adelantándose a sus hombres, el héroe de Crotona arremetió contra la caballería sibarita.