CAPÍTULO 105

22 de julio de 510 a. C.

El enmascarado se disponía a controlar el futuro.

Se encontraba en la sala subterránea de su primer refugio, sentado frente a una mesa en la que tenía desplegados decenas de pergaminos.

«Éste es mi mayor tesoro», pensó contemplándolos.

Se centró en los últimos que había escrito. Eran los que le habían servido de base para elaborar la carta a Aristómaco. Esbozó una sonrisa amplia al recordar aquello. Un éxito rotundo. Aristómaco se había suicidado y, por lo último que había sabido, Pitágoras estaba tan abatido que parecía que le habían arrancado el alma.

No tenía tiempo para seguir regodeándose. Fijó su atención en los pergaminos a la vez que controlaba la respiración y el ritmo cardíaco. Experimentó la habitual sensación de pesadez muscular y una ola de calor recorriendo la piel. Después se concentró en los centros neurálgicos de su cuerpo e hizo que se disolviera toda su tensión.

Cerró los ojos. A partir de ese punto la visión era un estorbo. Recorrió los pergaminos a través de su memoria exacta y dejó atrás números y figuras. Se adentró en la dimensión de los conceptos y fue directo hacia los más complejos, aquellos que habían desquiciado a Pitágoras: los irracionales, la indefinición, el infinito matemático… Hasta llegar a ellos habían estado rascando la superficie pensando que no había nada debajo, que el mundo era una fina cáscara conmensurable. Dejó que su mente profundizara el trance. Aquel era un mundo por descubrir incluso para él. Un reto nuevo y quizás imposible que lo llamaba como el canto de las sirenas, dejando tenues estelas luminosas en aquel océano de oscuridad absoluta. Intuyó que los breves trazos de claridad que atisbaba eran el inicio del camino hacia la comprensión y el dominio de aquel universo inexplorado.

«Adéntrate», le urgió su naturaleza ambiciosa.

Si alguien iba a convertirlo en un mundo conocido y regulado, quería ser él. Tanteó la frontera dispuesto a comenzar. Entonces una sensación imperiosa le recordó por qué estaba allí. Se había sumido en aquel mundo nuevo para lograr un trance profundo que le proporcionara el máximo dominio de su mente. Desde aquel estado podía controlar aquello que en las personas comunes se limitaba al espacio del subconsciente. Estaba allí para ponderar más elementos de los que nadie era capaz y trazar planes perfectos.

Estaba allí para que en el mundo de los hombres ocurriera lo que él deseaba.

Síbaris acudió a su mente. En las últimas semanas había trabajado con meticulosidad para que se produjera una avalancha social. Tras prepararlo todo, se había apartado antes de que comenzara y después había regresado a recoger el enorme tesoro de Glauco. En el conflicto entre Síbaris y Crotona su estrategia había sido similar. Con su oro y sus reuniones había conseguido que el Consejo de los Mil votara a favor de mantener el asilo a los aristócratas y, por lo tanto, que Síbaris declarara la guerra a Crotona.

Había conseguido iniciar un nuevo alud.

No obstante, en Crotona no se había limitado a desarrollar ese plan. Además de repartir oro entre los consejeros para controlar sus votos, había trabajado en otro proyecto en el cual había gastado todavía más oro. Era un proyecto incierto, no estaba seguro de que se fueran a dar las circunstancias en las cuales aquel oro sirviera para algo, pero quería tener todas las alternativas controladas. Si al final se daban las circunstancias —y lo sabría muy pronto—, ese oro serviría para impulsar la avalancha más devastadora de todas.

Su botín, en esta ocasión, sería el dominio total sobre Crotona.