22 de julio de 510 a. C.
Pitágoras aguardaba en lo alto del estrado a que los consejeros tomaran una decisión. Erguido en toda su altura parecía el imponente líder que siempre había sido. Con el brazo izquierdo cruzado sobre el cuerpo recogía el extremo de su túnica de lino, tan blanca como su espesa cabellera. Sus ojos dorados recorrían la sala mientras se preguntaba qué iba a ocurrir.
La embajada de los rebeldes sibaritas había llegado hacía dos horas. El Consejo de los Mil había permitido que el hombre que la encabezaba, Isandro, hablara a toda la sala. Su mensaje había sido tan claro como contundente: Debían entregar a todos los aristócratas de Síbaris en un plazo de doce horas o atenerse a las consecuencias.
Isandro, poco sutil, había añadido:
—Y ya conocéis el tamaño de nuestro ejército, especialmente de nuestra caballería.
En efecto, conocían el tamaño de su ejército, y especialmente de su caballería. Por eso Pitágoras, que había dado un discurso corto pero fervoroso después de que la embajada abandonara la sala, no estaba seguro de haber convencido a los suficientes consejeros. No dudaba de que los 300 votarían a favor de proteger a los refugiados. «El problema estallará si en el conjunto del Consejo de los Mil se da una mayoría de votos en contra». El Consejo de los 300 era la cabeza jerárquica de los Mil y podía decidir por sí mismo, pero eso ahora no era una opción. Si se quedaba en minoría en un asunto tan espinoso, se produciría una crisis institucional que bloquearía la capacidad de acción de Crotona en un momento terriblemente delicado.
Se habían concedido treinta minutos para reflexionar sobre aquel asunto antes de votar. Como era habitual, los consejeros se habían congregado en grupos a lo largo de las gradas. De vez en cuando se veía algún consejero que se apresuraba de un grupo a otro haciendo de mensajero. Tradicionalmente el grupo más grande era el del Consejo de los 300. Sin embargo, desde hacía algunas semanas el grupo de Cilón era todavía más numeroso. Actualmente lo constituían casi cuatrocientos consejeros.
Quedaban sólo cinco minutos para deliberar. El murmullo se había vuelto más apremiante. Pitágoras ya no podía hacer nada más que esperar al resultado de la votación.
«He estado demasiado ausente estos días —se recriminó—. Espero que eso no tenga consecuencias en esta votación».
El descubrimiento de los irracionales lo había mantenido diez días en estado de pasmo. La existencia de relaciones en la naturaleza que no podían expresarse mediante proporciones entre números enteros era un golpe demasiado fuerte a su doctrina. La confianza en su conocimiento, en su método de búsqueda, y por tanto en sí mismo, había quedado irremediablemente tocada. Sin embargo, se daba cuenta de su gran responsabilidad. Los cimientos de sus matemáticas se habían deshecho; quizás lo que había que hacer era desmontar el edificio e intentar construir otro más sólido con los fragmentos resultantes.
«Yo ya no podré hacerlo, pero debo animar a otros a que lo hagan».
Debía guiar a los miembros de su hermandad hacia el futuro. Había que intentar reconstruir las matemáticas, replantearse sus nociones de astronomía y música y aprender a ver de otro modo, o aceptar la imposibilidad de ver, como parecía ahora mismo. Pero, aparte de eso, su doctrina iba mucho más allá. Tenían sus conocimientos sobre el cuerpo y el espíritu humanos. Tenían sus reglas de comportamiento interior y comunitario que conducían a una vida terrenal superior, así como a un acercamiento a la apoteosis dentro del ciclo de reencarnación de las almas. Dentro de sólo seis días se reuniría en casa de Milón con los miembros más relevantes de la orden. Crearía el comité de sucesión, que se encargaría de replantear y reorganizar lo necesario con una energía que a él empezaba a faltarle, y entonces…
—¡No entregarlos es un suicidio! —gritó alguien.
Pitágoras volvió de sus pensamientos y vio que dos pequeños grupos de consejeros independientes se habían enzarzado en una discusión.
—¡Entregarlos es un asesinato! —respondió una segunda voz.
Pitágoras no intervino. Ese tipo de discusiones era habitual durante los debates. Además, se había acabado el tiempo.
«Hay que votar».
El anciano Hiperión, padre de Cleoménides, se adelantó como representante de los 300. Ellos votaban en primer lugar como prerrogativa a su superioridad jerárquica. Caminó un par de pasos, hasta donde comenzaba el mosaico de Heracles, y declaró con una voz cansada pero decidida:
—Los 300 votamos a favor del asilo.
Sin decir nada más, dio media vuelta y regresó a su asiento. No hubo reacciones a su declaración.
Ahora le tocaba el turno al resto de los Mil. Una de las razones de que los 300 votaran antes era para influir en los otros setecientos consejeros; sin embargo, Pitágoras sabía que en un asunto tan importante, donde estaba en juego la vida de los propios consejeros, la capacidad de influencia era muy limitada.
Carraspeó para hablar con claridad.
—Prosigamos con la votación. En primer lugar, alzad la mano los partidarios de entregar a los aristócratas a los rebeldes sibaritas.
Aparecieron muchas menos manos de las que había previsto y eso le hizo experimentar un alivio agridulce. Entregarlos era una atrocidad, pero protegerlos probablemente implicaba combatir contra un ejército mucho más numeroso, lo que a la postre podía suponer la destrucción de Crotona. Un segundo después se dio cuenta de que había un gran vacío entre las manos.
Cilón y sus cuatrocientos acólitos no habían votado.
«¿Qué significa esto?», se preguntó preocupado. Por toda la sala comenzaban a oírse comentarios airados. No tenía sentido que el grupo de Cilón fuera a votar en el mismo sentido que los 300. A fin de cuentas, la mayoría de los aristócratas sibaritas eran miembros de la hermandad, habían gobernado según sus doctrinas. ¿Qué interés podía tener Cilón en defender a un grupo de pitagóricos?
Dos secretarios se encargaban de realizar de modo independiente el recuento de manos. Pitágoras ya las había contado, ciento cuarenta y ocho, pero esperó a que acabaran los secretarios.
El primero se acercó por su derecha.
—Ciento cuarenta y ocho —susurró.
Unos segundos después, el segundo acudió desde la izquierda y le indicó la misma cifra.
—Bien —prosiguió Pitágoras sin saber a qué atenerse—. Ahora alzad la mano los partidarios de mantener refugiados a los aristócratas de Síbaris.
Enseguida se multiplicaron las exclamaciones de asombro y protesta. Tras el recuento, los secretarios se acercaron y de nuevo coincidieron en el recuento.
—Ciento cincuenta y seis.
Cilón y sus cuatrocientos no se habían pronunciado y todo el mundo les gritaba. Permanecían tranquilos, como si aquella votación no tuviera nada que ver con ellos. Pitágoras frunció el ceño. La abstención era una opción a la hora de votar, pero se utilizaba poco, y jamás en un asunto de relevancia.
«Además —se dijo Pitágoras—, Cilón nunca querría favorecer a unos iniciados en la hermandad y abstenerse significa protegerlos».
La única explicación al silencio de Cilón era que quisiera ejercer su derecho de dirigirse a la sala antes de votar. Sin embargo, era extremadamente irrespetuoso haber esperado hasta que se hubiera pronunciado la mayoría de consejeros. De hecho, resultaba tan irregular que Pitágoras sintió la tentación de anular el voto de Cilón y los suyos. Se mordió el labio, dubitativo. El problema de actuar así era que se iniciaría una larga discusión.
«La embajada de Síbaris ha sido inflexible con los plazos, no va a esperar a que resolvamos nuestras rencillas internas».
Cilón disfrutaba con la expresión de desconcierto de Pitágoras. No obstante, su mente estaba más ocupada en otras cuestiones.
«No entiendo qué pretende el enmascarado, y eso no me gusta».
En las últimas reuniones que habían mantenido en su casa, el enmascarado había hablado por grupos con los cuatrocientos consejeros que ahora formaban su facción. A todos los había embelesado con el extraño hechizo de su voz oscura, y había terminado de ganarlos al entregar a cada uno treinta monedas de oro.
«Doce mil monedas en total».
Cilón sacudió la cabeza. No se quejaba de no participar de esa lluvia de oro, pues él había recibido trescientas monedas. Lo que no le gustaba era actuar sin entender sus propios actos. «Me siento una marioneta». Pese a todo, hasta ahora las compensaciones habían sido muy superiores a las molestias. El enmascarado disponía de su casa a su antojo y tomaba las decisiones, pero a cambio había logrado infligir más daño a Pitágoras en unas semanas de lo que él había conseguido en décadas. La gratitud de Cilón por ello era enorme, así como su confianza en que las siguientes decisiones del enmascarado obtendrían resultados en la misma línea.
Pitágoras estaba esperando a que hablara, pero él se mantuvo sentado.
—Consejero Cilón —dijo por fin Pitágoras dominando su irritación—. ¿Queréis decir algo a la sala antes de expresar vuestro voto?
Había llegado el momento. Votar en contra del asilo implicaba entregar a los refugiados y evitar conflictos militares. Votar a favor del asilo —o abstenerse— implicaba ponerse del lado de Pitágoras y sus 300, rechazar las exigencias de la embajada sibarita, y seguramente la guerra.
Se levantó del asiento dedicando un último pensamiento al enmascarado. «De acuerdo, haré lo que me ha indicado aunque no lo comprenda».
—Estimado Pitágoras —replicó fingiendo estar sorprendido—, creía que no era necesario que hablara.
Después se encogió de hombros, como accediendo a explicar algo evidente.
—Nosotros… —hizo un gesto vago hacia los consejeros que lo rodeaban—, nos abstenemos.