CAPÍTULO 102

22 de julio de 510 a. C.

Telis atendió con amabilidad a la embajada de Crotona.

A pesar de sus buenas maneras, el cabecilla sibarita consideraba que para ellos no era un buen momento para negociar, por lo que los embajadores crotoniatas se marcharon con las manos vacías, sin conseguir pactar ningún acuerdo ni tan siquiera que los sibaritas aclararan sus intenciones.

Dos días más tarde, era Telis el que estaba organizando su propia embajada para presentar condiciones a los crotoniatas.

—Isandro, es preciso que insistas en que tienen que daros una respuesta hoy mismo. Déjales claro que no aceptaremos ningún aplazamiento, y que interpretaremos cualquier dilación igual que si respondieran con una negativa rotunda a satisfacer nuestras exigencias.

Su lugarteniente asintió con mucha solemnidad. Estaba orgulloso de encabezar la embajada. Hasta hacía tres días no era más que un simple ayudante de panadero, y ahora se le consideraba nada menos que la mano derecha del líder del gobierno popular de Síbaris.

—No te preocupes, Telis, nuestras peticiones les llegarán claras y firmes.

El líder sibarita le apoyó una mano en el hombro.

—Si salís ahora y regresáis a la caída del sol, dispondrán de tres o cuatro horas para pensarse su respuesta.

Isandro volvió a asentir. Telis se acercó un poco más e intensificó su mirada.

—Isandro, lo que estamos haciendo será una referencia para otros pueblos durante muchas generaciones. —Mantuvo aquella mirada unos segundos y después lo estrechó en un abrazo—. Que los dioses te acompañen.

Su lugarteniente se limitó a devolver el abrazo, un nudo en la garganta le impedía hablar. Cuando se separaron, montó en su caballo y partió hacia el sur acompañado de cinco hombres.

Telis, de pie en el límite del campamento, contempló sus figuras empequeñeciendo en dirección a Crotona. Después se giró y caminó entre sus hombres ascendiendo por el margen del río.

—¡Telis, Telis, Telis! —Los hombres gritaban a su paso agitando un puño en el aire. Telis comenzaba a acostumbrarse.

Ocupaban un kilómetro y medio del cauce del río, desde la desembocadura hasta que comenzaban las colinas. Gracias a que llevaba muchos días sin llover, el río era fácilmente vadeable, lo que habían aprovechado para cruzar hombres y animales y establecer todo el campamento en la ribera sur, la más cercana a Crotona.

«Mis hombres están eufóricos», se dijo pensativo. Era lógico, a fin de cuentas se encontraban en medio de la mayor aventura de sus vidas, envueltos en una embriagadora atmósfera de libertad y justicia, y además hasta ahora habían obtenido un éxito arrollador. Telis sabía que era importante resolver la situación con Crotona antes de que la moral de los hombres se enfriase. Devolvía los saludos y todos podían ver en su expresión la inmutable confianza que lo caracterizaba. Sin embargo, por debajo de esa apariencia estable bullía la inquietud. Tenía habilidad y experiencia en conspirar, no en liderar un ejército.

«Formado por carniceros, panaderos, alfareros…».

Sentía el peso de una enorme responsabilidad, pero no estaba completamente solo en esa labor. Entre su gente había doscientos mercenarios que habían estado a sueldo de los aristócratas, y a los que habían convencido —con el correspondiente pago en oro—, de que se pasaran a su bando. También había un número similar de guardias que se habían unido a ellos. En total cuatrocientos hombres con formación militar, expertos en el manejo de las armas. No eran muchos, pero los había convertido en su cuerpo de oficiales y con ellos había organizado el improvisado ejército popular de Síbaris, asignando a cada flamante oficial la responsabilidad sobre un grupo de hombres sin experiencia. Por otra parte, había seleccionado a los cinco mejores para formar un consejo militar permanente.

Según ascendía entre vítores, pensó en el enmascarado con curiosidad y agradecimiento. Intuía que los motivos para que los hubiera ayudado iban más allá de simpatizar con el movimiento popular contra los aristócratas. El misterioso hombre había pedido como recompensa el contenido del palacio de Glauco, pero Telis estaba seguro de que había algo que lo motivaba más que el oro.

«En cualquier caso, su ayuda ha sido inestimable».

El enmascarado había dado fuerza al movimiento y a la vez había reforzado la posición de Telis. Utilizaba siempre las palabras adecuadas y las dotaba de una capacidad de convicción sobrenatural. Además, a menudo hacía aparecer unas cuantas monedas de oro para convencer a los contrarios o dubitativos y reafirmar a los ya convencidos. El hecho de que esas monedas las hubiera cobrado de Glauco por haber resuelto un problema matemático aparentemente irresoluble, no hacía sino añadir misterio a su figura.

Al llegar junto a su tienda, enclavada sobre una loma, Telis se dio la vuelta para observar el camino del norte. El tránsito era continuo, sobre todo en el sentido de Síbaris hacia ellos.

«Nuestro ejército no para de crecer y aprovisionarse», pensó esbozando una sonrisa de confianza.

La revuelta había estado muy bien planificada y ejecutada, pero sus planes sólo habían previsto hasta el momento de perseguir a los aristócratas que escapaban. A partir de ahí había improvisado. Nunca había imaginado que se iban a alejar tanto de Síbaris, ni que se unirían tantos hombres a la persecución. Cuando se quiso dar cuenta, llevaban todo el día tras los aristócratas y estaban más cerca de Crotona que de Síbaris.

Una voz tronó junto a él trayéndolo al presente.

—Bonito espectáculo.

Telis se giró hacia el recién llegado. Se trataba de Branco, el miembro más valioso de su consejo militar. Era un espartano de unos cuarenta años, de piel curtida por la intemperie, cuya sonrisa cínica contrastaba de un modo inquietante con su mirada fría y calculadora. Se decía que había huido de Esparta con veinte años, tras rebanar el cuello a un superior militar que lo había humillado. Era uno de los primeros mercenarios que habían reclutado. La caída tan rápida del barrio aristócrata había sido fruto de su estrategia y de su capacidad de mando durante el combate.

Branco miraba con satisfacción hacia la parte baja del campamento, donde habían agrupado los dos mil caballos de su ejército.

—¿Estás convencido de que serán suficientes? —le preguntó Telis.

—Estoy completamente seguro —respondió Branco sin dejar de mirar a los animales—. Y si yo lo estoy, también lo estarán los asesores militares del Consejo de Crotona. —Se volvió hacia él—. Los griegos estamos poco acostumbrados a utilizar los caballos en el combate, pero con un cuerpo de caballería de este tamaño no harían falta el resto de tus hombres para aplastar al ejército de Crotona. Siempre que la caballería esté bien dirigida, claro.

Branco volvió a desviar la vista hacia los caballos y Telis se sintió un poco molesto por su arrogancia. No dejaba de hacer ese tipo de comentarios, señalando no sólo lo que tenían que agradecerle, sino cuánto lo necesitaban.

Lo cierto era que la situación de fuerza de que disfrutaban se debía en gran parte a Branco, que era quien llevaba la voz cantante dentro de su consejo militar. Siempre parecía estar muy seguro de lo que había que hacer. Él fue quien sugirió que acamparan junto al río la primera noche, y el que más insistió a la mañana siguiente en que debían agrupar sus fuerzas en aquella posición y presionar a la ciudad de Crotona para que entregara a los aristócratas escapados.

«En eso estoy completamente de acuerdo —pensó Telis—. Es imprescindible que atrapemos a los que han escapado». Sus informantes hablaban de que en Crotona había unos quinientos refugiados. Si no los encarcelaban, unos meses más tarde esos aristócratas habrían reunido un ejército entre sus poderosos aliados e intentarían reconquistar Síbaris.

Telis miró de reojo a Branco. Confiaba en su valía militar, pero no en su lealtad. Afortunadamente los hombres lo seguían ciegamente a él y Branco se limitaba a poner en práctica sus dotes castrenses. Tras la primera noche, Telis lo había nombrado encargado de la intendencia. Branco estableció con Síbaris un flujo constante de mensajeros y pidió a la ciudad todo lo que iban a necesitar para acampar allí durante varios días. También redimensionó el campamento para los hombres que esperaban recibir. Fue entonces cuando apareció la embajada de Crotona. En cuanto se marcharon, Branco presionó para que se reforzaran con mayor rapidez.

—Es muy posible que los crotoniatas nos lancen un ataque inmediato —insistió con vehemencia—. Su embajada ha visto que estamos creciendo pero que todavía somos más débiles que ellos.

Organizaron la defensa y enviaron mensajes urgentes a Síbaris para que se acelerara el envío de hombres y de todos los caballos posibles. Por fortuna, los crotoniatas se mostraron pusilánimes y cometieron el error de no atacarlos. En sólo dos días el campamento sibarita se había duplicado y ya albergaba 25.000 hombres y 2.000 caballos. Sus espías les habían informado de que el ejército crotoniata, desplegado ahora frente a Crotona, se componía de 15.000 hombres y 500 caballos. Aunque la diferencia de hombres era notable, la infantería de Crotona era mucho más peligrosa. Estaba compuesta de militares expertos, protegidos por cascos, grebas y petos de cuero e incluso metálicos, y armados con espadas, escudos y lanzas. Los hombres de Síbaris rebosaban entusiasmo y estaban dirigidos por los mercenarios y los guardias, sin embargo, sólo eran civiles sin ninguna formación militar y no tenían corazas ni armas más allá de cuchillos, hoces y martillos.

«Ahora mismo Crotona nos aventaja en la infantería, pero hay dos elementos que nos garantizan la victoria», pensó Telis con regocijo.

El primero, que seguían llegando hombres y armas desde Síbaris. En uno o dos días ya serían 30.000 improvisados soldados y estarían mejor armados. El segundo y definitivo era la ventaja en la caballería. Eran 2.000 frente a 500. Además, los caballos de Síbaris eran más grandes y fuertes. Habían pertenecido a los aristócratas, y cada caballo había tenido tres o cuatro sirvientes encargados de alimentarlo, mantenerlo en forma y entrenarlo para los espectáculos ecuestres que tanto gustaban a los ricos sibaritas. Sus caballos sabían andar de lado y hacia atrás, quedarse sobre las patas traseras y girar sobre sí mismos como si fueran hombres bailando. Branco estaba admirado con aquellos animales.

—Cada corcel de Síbaris vale por tres caballos crotoniatas —le había dicho a Telis.

Si bien era cierto que no contaban con dos mil jinetes soldados, habían asignado cuatrocientos caballos a los mercenarios y guardias. El resto los habían repartido entre los hombres más fuertes y mejor armados. Según Branco, con esa caballería sería suficiente para aplastar a la mitad del ejército crotoniata y poner en fuga a la otra mitad. La infantería sibarita lo único que tendría que hacer sería rematar a los caídos y dar caza a hombres huyendo.

Telis pensó en la embajada que acababa de enviar a Crotona y suspiró profundamente. Él ya era responsable de muchas muertes, que consideraba inevitables, pero no disfrutaba viendo morir a otros seres humanos. Esperaba que el Consejo de Crotona fuese razonable y les entregase a los aristócratas refugiados.

«No quiero ordenar otra masacre, pero lo haré si no me dejan opción».