18 de abril de 510 a. C.
—¡¿Por qué tenemos que dejar que un extranjero haga el trabajo de nuestra policía?!
Cilón agitaba los brazos al hablar, haciendo bien patente su indignación. Estaba arengando a los miembros del Consejo de los Mil desde el estrado de la sala donde se congregaban, el espacio más amplio y solemne de Crotona. El millar de hombres más poderosos de la ciudad escuchaba desde las gradas su apasionado discurso, con interés en algunos casos, con recelo la mayoría. Por encima de la lujosa túnica púrpura de Cilón sobresalía su grueso rostro, tan congestionado que parecía rivalizar con el color de sus vestiduras. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su respiración agitada y poder seguir declamando.
—Me acaban de informar de que ya ha llegado a la comunidad el hombre convocado por Pitágoras. ¡Un egipcio! —exclamó escandalizado. Se volvió hacia su derecha y señaló a un grupo de consejeros—. Cleoménides era vuestro hermano, vuestro primo, ¡tu hijo, Hiperión! ¿Por qué consentís que Pitágoras ignore nuestras leyes, una vez más, y se arrogue la función de la policía?
El anciano Hiperión se revolvió en su asiento, incómodo y dolido. Lo que decía Cilón tenía una parte de verdad. La policía había iniciado la investigación del asesinato de su hijo Cleoménides, sin obtener ninguna pista, y Pitágoras había solicitado continuarla por sus propios medios. La policía podía seguir investigando, pero lo cierto era que no tenía indicios que seguir y ya no le dedicaba tiempo al asesinato de su hijo. Por otra parte, era innegable que él podía haber exigido desde el principio una investigación mucho más contundente: más agentes para trabajar día y noche en el caso, que levantaran hasta la última piedra de la comunidad… pero él jamás llevaría la contraria a Pitágoras.
Cilón clavó la mirada en los familiares de Cleoménides, uno a uno. Todos bajaron los ojos en silencio. Eran miembros del Consejo de los 300, por lo que nunca se opondrían a Pitágoras; sin embargo, Cilón no pretendía que se enfrentaran a su maestro. Lo que quería era minar su autoridad moral para que el Consejo de los Mil se rebelara de una vez contra la tiranía de los pitagóricos.
El gobierno aristocrático de Crotona había recaído tradicionalmente en el Consejo de los Mil, una representación de las principales familias y grupos de influencia que conformaban la ciudad. Tras la llegada de Pitágoras, muchos de los mil consejeros fueron iniciados en la orden pitagórica. Superaron duras pruebas morales e intelectuales y abrazaron con fervor la doctrina que ahora regulaba todos sus actos. Finalmente, Pitágoras convenció a la ciudad, Cilón no entendía cómo, de que se creara una nueva institución con estos iniciados: el Consejo de los 300. Era un subconjunto del Consejo de los Mil, pero se situaba jerárquicamente por encima de éste.
En definitiva, la ciudad obedecía a los trescientos consejeros pitagóricos, y eso era algo que Cilón estaba resuelto a cambiar como fuese. Le enloquecía ver que todos seguían a Pitágoras como borregos. El asesinato de Cleoménides y la llegada de aquel egipcio podían ofrecerle la oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando.
Se volvió hacia las facciones menos proclives a Pitágoras, alzó los puños y multiplicó la intensidad de su arenga.