17 de abril de 510 a. C.
Akenón experimentó una súbita euforia en cuanto dejaron atrás las últimas casas de Síbaris.
La sensación resultaba tan intensa y grata que casi lo aturdía. Era una mezcla de alegría y energía que provenía de haber terminado exitosamente un trabajo, dejado atrás una situación en la que había temido por su vida y llevar en las alforjas dos pesados sacos llenos de plata, un auténtico tesoro. A todo esto se unía la excitación de estar de viaje, casi podía decir que de placer, por una región desconocida y con una mujer que le resultaba cada vez más atractiva.
Llevaban tres horas de marcha pegados a la costa. El sol había ascendido en el cielo sin nubes y la temperatura se había vuelto muy agradable. Akenón observó que el terreno se iba volviendo más escarpado según se alejaban de Síbaris. Ariadna marchaba en ese momento justo detrás de él. Los dos acompañantes, completamente silenciosos, se mantenían tras ellos a cierta distancia, aparentemente entregados a la meditación sobre sus monturas.
Akenón había intercambiado unas cuantas frases con Ariadna, pero sería demasiado decir que habían conversado. Aunque ella respondía a sus preguntas, le remitía a Pitágoras en todo lo referente a los motivos para querer que fuese a Crotona. No obstante, a pesar de que Ariadna no parecía muy habladora, Akenón creyó percibir en sus silencios y en el modo de mirarlo que no era indiferente a él. En Cartago tenía cierto éxito con las mujeres y no había razón para pensar que eso fuera a ser diferente con las griegas. Tampoco es que fuese un mujeriego, ni mucho menos. De hecho, durante su juventud había pasado por una larga etapa de ascetismo que había dejado cierto poso en sus costumbres. Ese ascetismo, no obstante, estaba lejos de guiar su voluntad en estos momentos.
Refrenó su montura con disimulo y observó a Ariadna mientras ella le adelantaba. La joven llevaba su cabello castaño claro recogido en una cola de caballo. Su expresión era inteligente y tanto los ojos verdes como la boca sensual tenían un estimulante aire de desafío. Medía bastante menos que él, debía de llegarle por los hombros, y era una mujer de curvas acentuadas, más voluptuosa que rolliza. Contempló el contundente movimiento de su pecho bajo la túnica. El tejido era fino y se pegaba al cuerpo de un modo muy revelador. Akenón separó los labios y comenzó a respirar a través de la boca. Ella giró la cabeza para mirarlo y sonrió, haciendo que experimentara una oleada de calidez. Estaba casi seguro de que… quizás…
Espoleó su mula hasta ponerse junto a Ariadna.
—Supongo que nos detendremos antes de llegar a Crotona.
—Claro, tendremos que hacer noche a mitad de camino. No se puede ir rápido por estos senderos. Llegaremos a una posada antes de que se ponga el sol —exhibió de nuevo su sonrisa ambigua, quizás insinuante—. Para comer podemos parar en una explanada que hay tras doblar aquel pequeño cabo.
Akenón volvió la cabeza. Braurón y Telefontes estaban varios metros más atrás. No podían oírlos.
—Tal vez podríamos hacer alguna otra parada antes. Quiero decir…
La miró fijamente y sonrió de modo inequívoco. Nunca habría actuado así en circunstancias normales, pero era como si estuviese embriagado por la euforia y por el peculiar atractivo de Ariadna. Además, quién sabía si iban a volver a disfrutar de una ocasión tan favorable de estar a solas, en medio de ninguna parte y con sólo un par de acompañantes que se mantenían a distancia y absortos en su mundo interior.
Ella lo miró con una expresión de incomprensión sorprendentemente ingenua.
«¿Me lo está poniendo difícil o de verdad no se entera?».
—Quiero decir —insistió Akenón—, en un sitio donde uno pueda ocultarse entre los árboles sin que nadie lo vea —señaló con la cabeza hacia los compañeros de la mujer.
—Ya comprendo —Ariadna sonrió—. Perdona que no te haya entendido antes.
Alzó la mano para que sus acompañantes se detuvieran y tiró de las riendas.
—No imaginaba que fueras tan tímido. Pero no te preocupes, estoy acostumbrada. Mi anciano padre también necesita parar a menudo para orinar. Son las pequeñas molestias de envejecer.
Akenón se quedó mirando a Ariadna boquiabierto. La joven mostraba ahora una expresión burlona. Había sabido perfectamente lo que quería desde antes de que dijera ni una palabra.
Saltó de la mula y se internó entre los árboles maldiciendo para sus adentros.
«Las pequeñas molestias de envejecer…».
Aguardó un minuto antes de regresar. Fue tiempo suficiente para que pasara de sentirse ofendido y abochornado a reírse de sí mismo.
Volvió al camino con una sonrisa en los labios. Montó en su mula aguantando con deportividad el semblante divertido de Ariadna y reanudaron la marcha.
Durante un rato cabalgaron en silencio, hasta que Akenón se giró hacia Ariadna e hizo otro comentario calculadamente ambiguo. Ella, sin alterar la expresión, respondió de nuevo con aparente ingenuidad a la vez que daba la vuelta al significado del comentario. Akenón agachó la cabeza para ocultar una sonrisa. Poco después alabó el paisaje de un modo que podía ser una referencia al candor engañoso de Ariadna. Ella asintió y respondió inmediatamente, refiriéndose a la aridez del terreno circundante con palabras que también parecían una burla a quienes por ser demasiado presuntuosos terminan escarmentados.
Aquel juego de equívocos y dobles sentidos se prolongó el resto de la jornada mientras seguían bordeando la costa. Akenón no lo pasaba tan bien desde hacía tiempo. La sutil agudeza de Ariadna y el hecho de que le hubiese tomado el pelo tuvieron el curioso efecto de que se sintiera más atraído.
Ya de noche, en la soledad de su cama de la posada, Akenón repasó los sucesos del día. Antes de caer dormido se hizo una promesa:
En Crotona conseguiría que Ariadna lo acogiera en su lecho.
Al atardecer del día siguiente llegaron a su destino.
El camino seguía la línea de la costa, que al acercarse a Crotona se volvía menos abrupta. Akenón observó con interés mientras su mula recorría cansinamente el último trecho. Crotona era una ciudad orientada hacia el mar, centrada en su puerto. Con el paso del tiempo había crecido tierra adentro hasta difuminarse en la falda de las colinas que protegían su espalda. No era tan grande como Síbaris, pero aun así Akenón estaba impresionado por su extensión. También se vio sorprendido por el tamaño y magnificencia de sus principales edificios. No en vano era la segunda ciudad más populosa de la Magna Grecia.
En vez de adentrarse en la ciudad, la bordearon en silencio en dirección a la colina más cercana. En la parte baja de su ladera, un kilómetro más allá de los límites de la ciudad de Crotona, un sencillo seto trazaba un rectángulo de trescientos por doscientos metros. En su interior se concentraban varios edificios, algunos templos y pequeños jardines salpicados de estatuas. Parecía una pequeña aldea en la órbita de la gran Crotona, unida a ella por un sendero que recordaba un alargado cordón umbilical. Como si la gran ciudad y la pequeña aldea formaran una simbiosis mística.
El camino por el que marchaban se cruzó con aquel sendero y Ariadna condujo al pequeño grupo alejándose de Crotona, en dirección a la extraña congregación de edificios. Se trataba de la comunidad pitagórica, construida por la ciudad de Crotona para que Pitágoras convirtiera aquel lugar en el centro de su poderosa iluminación. En las últimas tres décadas, la hermandad pitagórica había pasado de ser una modesta institución con algunas docenas de participantes a convertirse en la más boyante e influyente orden de la época: seiscientos discípulos vivían en los edificios de la comunidad crotoniata, había miles de seguidores de la doctrina en diversas ciudades y controlaban decenas de gobiernos.
Aunque Akenón no lo sabía, había una razón para que el prestigio de Pitágoras no fuese aún mayor: entre los principales mandatos de la orden estaba el secretismo sobre muchos aspectos de la hermandad, y en particular sobre el núcleo de su sabiduría. Hacían un voto de secreto tan estricto que ni siquiera podían poner por escrito sus principales descubrimientos. Pitágoras era conocido por su poder político y por su inmenso prestigio como maestro y espíritu superior; no obstante, la única manera de acceder a los conocimientos que atesoraba era conseguir acercarse a él y ser aceptado.
No era fácil ser admitido en la orden y alcanzar sus últimos grados resultaba casi imposible. Todo el mundo era testigo del potente resplandor del maestro, pero muy pocos llegaban a contemplar la luz de cerca. En las tres décadas de existencia de la hermandad, sólo seis grandes maestros habían logrado formar parte del círculo íntimo de Pitágoras. Uno de ellos, Cleoménides, había sido asesinado. De los cinco restantes, sólo el que fuera nombrado sucesor recibiría en su totalidad la poderosa iluminación de Pitágoras.
Al acercarse más, Akenón sintió un escalofrío recorriendo su espina dorsal. Era imposible sustraerse al aura de espiritualidad que envolvía la comunidad. Se olvidó de su atractiva compañera de viaje, con la que no había cruzado palabra desde que habían divisado la comunidad. Su mente estaba concentrada en el hombre enérgico y enigmático que había conocido en Egipto. Estaba a punto de volver a encontrarse con él… pero ahora ya no era sólo un hombre notable.
Se había convertido en el maestro de maestros.
En la puerta de la comunidad aguardaba un pequeño comité de recepción. Al frente estaba el gran Pitágoras. Akenón, atraído por su magnetismo irresistible, no podía desviar la vista de él. El maestro destacaba por su altura imponente, pero sobre todo porque parecía irradiar una luz especial, como si el sol iluminara la blancura de su túnica y sus cabellos con mayor intensidad que al resto del mundo.
Desmontaron y recorrieron a pie los últimos metros. Ariadna caminaba a su lado con una expresión indescifrable.
Pitágoras se adelantó, colocó ambas manos en los hombros de Akenón y habló con su voz firme y sincera.
—Akenón, qué gran alegría volver a verte.
Lo envolvió con su mirada penetrante y Akenón sintió una extraña vergüenza, como si de repente quedara expuesto cuanto de bueno o malo había hecho a lo largo de su vida. Al mismo tiempo, a pesar de su determinación de no dejarse involucrar en un nuevo caso, tuvo la certeza de que sería muy difícil negarle nada a Pitágoras.
Tras retirar de él aquella mirada profunda, el maestro se volvió hacia Ariadna.
Sus siguientes palabras hicieron que Akenón palideciera.