CAPÍTULO 8

17 de abril de 510 a. C.

—¡Akenón!

Se giró bruscamente a la vez que alzaba la espada. La puerta acababa de abrirse y un guardia lo llamaba desde el umbral.

Experimentó un repentino alivio que se transformó al momento en una oleada de aprensión. Quizás el guardia y Bóreas tuvieran las mismas intenciones: recuperar la plata de Glauco de sus alforjas.

Tensó los músculos y aguardó con la espada en alto, atento a lo que sucedía tanto delante como detrás de él.

—Te buscan en la puerta —indicó el guardia de mala gana—. Una mujer… Ariadna de Crotona.

Akenón frunció el ceño. «No conozco a ninguna Ariadna».

Apareció otro guardia junto al primero. Entre los dos abrieron de par en par las puertas interior y exterior, apartándose después para que pudiera pasar con su mula. Akenón dudó, pero en seguida decidió que cualquier riesgo era preferible a Bóreas. Con una mano en las riendas y la otra aferrando la espada, se internó en el pasillo de acceso sin dejar de vigilar al gigante.

«Vaya, nadie me había advertido de que fuera tan atractivo», pensó Ariadna.

Su gesto no reveló ninguna muestra de interés, pero lo cierto es que contempló complacida a Akenón, que estaba cruzando la puerta tirando de una mula bastante cargada. El hombre tenía diez o quince años más que ella y por lo que podía ver se mantenía en buena forma. Llevaba una túnica oscura y corta que se ajustaba a su cuerpo sin revelar la habitual curvatura en la tripa de los hombres de su edad. En sus brazos se marcaban fuertes músculos, lo que unido a su altura hacía que no pudiera pasar desapercibido. Al acercarse, el egipcio fijó en ella una mirada penetrante y algo recelosa. Ariadna no apartó la vista y detectó en su expresión un destello de interés. Tenía un rostro cuadrado, moreno, de labios anchos y ojos oscuros. Llevaba el pelo negro un poco largo y, al contrario que la mayoría de los griegos, su rostro estaba completamente afeitado.

Akenón traspasó el pórtico y miró hacia atrás. Los guardias estaban cerrando la puerta tras él, por lo que tanto Bóreas como ellos dejaron de ser una amenaza inminente. Envainó la espada y observó en silencio a las únicas personas que se veía en la calle. Una mujer llamativa y dos hombres de pie junto a tres burros sin apenas carga.

—¿Me buscabais? —preguntó dirigiéndose hacia los hombres.

Uno de ellos hizo un gesto hacia la mujer, que respondió con voz tranquila y firme.

—Mi nombre es Ariadna, y éstos son Braurón y Telefontes. Venimos de Crotona, de la comunidad pitagórica. Pitágoras desea invitarte a la comunidad y contratar tus servicios. Me ha pedido que te transmita su más afectuoso saludo y sus deseos de volver a verte.

Akenón desvió la vista, tomándose unos segundos antes de responder. Precisamente tenía la intención de visitar a Pitágoras tras acabar su trabajo en Síbaris. Hacía más de treinta años, siendo él un chiquillo, Pitágoras vivió un tiempo en Menfis, la ciudad natal de Akenón. El padre de éste era funcionario, un notable geómetra. Se dedicaba a formar a nuevos geómetras para que trabajaran en la correcta redistribución de las tierras tras las crecidas del Nilo. El mismísimo faraón le pidió que explicara a Pitágoras aquella ciencia que los egipcios llevaban siglos desarrollando. El carismático griego pasó muchas jornadas con Akenón y su padre. La madre de Akenón, de origen ateniense, había fallecido el año anterior y la familia la componían ellos dos solos. Compartieron la mesa muchas veces con Pitágoras, que incluso durmió en su casa en más de una ocasión, cuando la animada conversación se prolongaba inadvertidamente hasta la madrugada.

Sonrió sin darse cuenta. Recordaba a Pitágoras como un hombre fascinante y muy amable con él. Siempre le decía que tenía grandes aptitudes, y él se hinchaba de orgullo cuando recibía los elogios de aquel amigo de su padre y del faraón. En esa época, Akenón estudiaba con su padre y con trece años sabía bastante geometría. Hubiera sido un buen geómetra si la vida no se hubiese torcido.

Con el paso de los años el nombre de Pitágoras se había hecho famoso en todo el mundo. Akenón de vez en cuando oía hablar de él, de su creciente influencia y sus prodigios. Ahora llevaba más de tres décadas sin verlo y le alegraba que el gran maestro se acordara de él, pero no le hacía gracia que quisiera contratarlo. Gracias a la plata cobrada de Glauco, había confiado en poder cumplir su sueño de olvidarse de investigaciones y crímenes durante unos cuantos años.

Asintió levemente y alzó la mirada hacia Ariadna.

—Iré con vosotros. Tengo muchas ganas de reencontrarme con Pitágoras. Sin embargo, no creo que pueda quedarme a realizar ningún trabajo. Mi intención es embarcarme en pocos días.

—Te agradezco que nos acompañes —respondió Ariadna—. En cuanto a lo demás, lo mejor será que lo hables con Pitágoras.

«Y dudo que le digas que no. Nadie lo hace».

En ese momento, a ochenta kilómetros de Ariadna y Akenón, Pitágoras paseaba en solitario por un bosque cercano a su comunidad. Caminaba con lentitud, absorto en sus pensamientos, y de vez en cuando negaba con la cabeza. La gran carga que soportaban sus hombros encorvaba su figura, habitualmente erguida y majestuosa.

Detrás de él, ocultándose entre los pinos, alguien observaba al gran maestro. Llevaba un rato siguiéndolo. Al igual que Pitágoras, también estaba pensando en la muerte de Cleoménides; sin embargo, a diferencia del maestro, lo hacía con gran regocijo.