17 de abril de 510 a. C.
Los golpes desvanecieron las imágenes de la mente de Alejandro. El joven, miembro de la guardia personal de Glauco, estaba recordando con amargura la noche anterior. Él era uno de los que se habían apostado en las puertas de la sala de banquetes para que no saliera nadie mientras su señor desenmascaraba al pobre Tésalo.
«Gracias a la ayuda de Akenón, ese maldito egipcio».
Había compartido con Tésalo numerosas partidas de dados. Era un buen hombre, tranquilo, simpático, siempre con una sonrisa en la boca. Jamás olvidaría su horrible muerte.
Los golpes se repitieron y Alejandro se acercó a la puerta exterior de doble hoja. Su compañero permaneció junto a la puerta interior, al otro lado del pasillo de acceso.
A través de la mirilla metálica vio a una mujer de unos treinta años, de pie junto a la puerta. Tras ella había dos hombres con apariencia inofensiva. Los tres iban vestidos con sencillas túnicas blancas, sin broches ni otros adornos, y ninguno parecía llevar armas.
Descorrió el cerrojo y abrió una de las hojas.
—¿Es ésta la residencia de Glauco? —la mujer habló antes de que lo hiciera Alejandro.
«¿Quién es esta mujer, que se comporta como si fuese un hombre?», se dijo el guardia un poco ofendido.
—¿Quién lo pregunta? —interrogó con brusquedad.
—Soy Ariadna de Crotona. Buscamos a Akenón. Tengo entendido que lo encontraremos aquí.
«El maldito egipcio». Alejandro sintió que el rencor le quemaba el estómago y apretó el mango de su lanza.
Dirigió a la mujer una mirada hostil y tuvo el impulso de mostrarse grosero, o al menos responderle que Akenón no estaba; sin embargo, por lo que había visto hasta entonces el egipcio era un invitado muy valorado por su señor. Más le valía tragarse el resentimiento.
—Voy a avisar para que lo llamen —dijo de mala gana.
Cerró la puerta en las narices de Ariadna. Era la única satisfacción que podía darse, al menos de momento.
Ariadna sonrió. «No parece que Akenón vaya por ahí haciendo amigos». Tenía curiosidad por conocerlo. Dio la vuelta, salió del pórtico y se dispuso a esperar junto a sus compañeros.
Se dio cuenta de que estaba nerviosa. Hasta ese momento había dado por hecho que el egipcio diría que sí, pero lo cierto era que no tenía ninguna garantía de ello.
«Quiera Apolo que acepte nuestra invitación».
Cruzó los brazos y mantuvo la mirada clavada en la puerta.
Bóreas y Akenón se sostenían la mirada en silencio. El sol incidía directamente en la piel del gigante tracio, resaltando su matiz rojizo. Los dos permanecían inmóviles, como si el tiempo se hubiese congelado.
Finalmente Akenón tiró de las riendas de su mula hacia la salida. Aunque no quitaba la vista de Bóreas, por el rabillo del ojo pudo ver que la puerta estaba cerrada. Tendría que llamar y esperar a que le abrieran.
La mula echó a andar. El sonido de los cascos pareció incitar a Bóreas, que descruzó sus enormes brazos. Akenón sintió que se le helaba la sangre y comenzó a desenvainar su espada.