CAPÍTULO 5

17 de abril de 510 a. C.

Síbaris estaba sumida en un silencio inquietante.

«Parece una ciudad abandonada».

Ariadna avanzaba con su burro por una calle ancha flanqueada de lujosas mansiones de piedra. Casi todas exhibían en sus entradas grandes columnas, como si fueran el acceso a templos consagrados a los principales dioses. Detrás de Ariadna cabalgaban sus dos compañeros en sendos asnos. Tenía que darse la vuelta de vez en cuando para asegurarse de que la seguían. El terreno estaba recubierto de tela gruesa y los cascos de los animales no hacían ningún ruido. Por otra parte, sus compañeros no habían pronunciado una palabra en todo el viaje.

No les estaba permitido.

Aunque había amanecido hacía ya dos horas, aquellas calles estaban completamente desiertas.

«Es sorprendente que muchos sibaritas se consideren pitagóricos», pensó Ariadna contemplando las mansiones, cuyos dueños debían de estar durmiendo todavía.

Entre la aristocracia sibarita abundaban los interesados en el pitagorismo, pero sólo en alguna parte de la doctrina y unos pocos preceptos. La disciplina observada en la comunidad de Crotona, centro de la hermandad y lugar de residencia de Pitágoras, era a todas luces demasiado para ellos. Se podía decir que el gobierno de Síbaris estaba controlado por una versión bastante tibia de adeptos al pitagorismo.

Detuvo su montura frente a un amplio pórtico de columnas estilizadas. Tras ellas, una pesada puerta de madera y metal permanecía cerrada. Alzó la vista. En el friso, bajo el frontón, destacaban bajorrelieves de Hades y Dioniso, los dioses de la riqueza y el vino.

«Tiene que ser aquí. Espero que no se haya ido».

Saltó ágilmente de su asno y golpeó la puerta con firmeza.

Akenón hundió las manos en el saco de metal precioso.

Había multitud de pequeñas monedas, pulseras, lingotes… Agarró un objeto medio enterrado y lo levantó. Se trataba de una bandeja de tamaño mediano. Las asas eran dos águilas toscamente labradas con las alas abiertas. La sopesó complacido y después la devolvió al saco, junto al resto de la plata. Era una visión fascinante. Se quedó un rato disfrutando del momento en la tranquilidad del establo, arrodillado en el suelo de arena y paja. Lo único que se oía era la respiración ruda de los animales y daba por hecho que no iba a entrar nadie.

«Es increíble que este tesoro sea mío».

De repente, su sonrisa se desvaneció y retiró las manos como si se hubiera manchado. Acababa de recordar la salvaje ejecución de Tésalo.

Cerró el saco con una mueca de disgusto y lo colocó al lado de otro del mismo tamaño. Los ató entre sí con una cuerda y los cargó en su mula, junto al resto del equipaje.

Acudieron a su mente los últimos momentos de la noche anterior: En cuanto Glauco ordenó que saliera todo el mundo, se formó un tapón en las puertas. Hubo algunos heridos en la precipitación por alejarse de la locura asesina de su señor. Akenón permaneció junto al sibarita, que se quedó a cuatro patas gimoteando como un animal enfermo.

Finalmente, Glauco alzó su rostro desencajado:

—Dame algo para dormir. —Lloriqueaba con la barbilla empapada de babas que colgaban hasta el suelo en hilos viscosos—. Necesito estar inconsciente hasta que el barco de Yaco haya partido.

Akenón asintió sin palabras. No necesitaba a Glauco para cobrar su recompensa. Habían cerrado todas las condiciones junto a un secretario, que sería el encargado de pagarle.

Salió de la sala de banquetes y fue hacia su habitación sintiéndose exhausto. No vio ni oyó a nadie mientras cruzaba el palacio, como si en vez de albergar a doscientas personas estuviera vacío. Las antorchas del patio sólo iluminaban el aire frío e inmóvil de la noche. Nada más entrar en su cuarto se sentó de golpe en el borde de la cama y apoyó la cabeza en las manos. Después de unos segundos, metió un brazo debajo del lecho y extrajo un saco grande donde guardaba la mayor parte de su equipaje. En el fondo tenía una bolsa de cuero con numerosos frascos y bolsitas, todo cuidadosamente envuelto en piel fina para protegerlo. Tanto en Egipto como en Cartago y Libia había dedicado muchos años a aprender a utilizar el poder de las plantas, minerales y diversas sustancias animales. Aquella bolsa de cuero era lo más valioso de su equipaje. Extrajo un frasquito de cristal de roca con un símbolo en su exterior que sólo él sabía interpretar.

«Si me excediera con la dosis, Glauco no despertaría jamás».

Se recreó en aquel pensamiento durante unos segundos. A sus ojos Glauco había actuado como un criminal.

En muchas culturas se permitía la ejecución de esclavos, y en la mayoría de las ciudades helenas sólo se castigaba con la muerte el asesinato de un ciudadano. Por supuesto, si el homicida era un aristócrata el crimen de un esclavo casi nunca era investigado. Sin embargo, Akenón se consideraba un apátrida y juzgaba y actuaba según sus propias reglas. No obstante, tenía que ser pragmático: la primera consecuencia de matar a Glauco sería que su propia cabeza rodaría por los suelos. Además, él no era un asesino. Hasta ahora sólo había matado en defensa propia y no quería que eso cambiara.

Sirvió un poco de agua en una copa y añadió con cuidado dos pequeñas medidas del polvo pardo que contenía el frasquito. Lo removió mientras atravesaba de nuevo el palacio hasta la sala de banquetes. Glauco se había acostado en uno de los triclinios y lloraba débilmente. El cadáver de Tésalo seguía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Glauco levantó la cabeza al sentirlo llegar, le arrebató la copa y bebió el contenido de un trago. Después dejó caer la copa y miró a Akenón antes de darse la vuelta para dormir. Fue una mirada cargada de resentimiento. No le había dado las gracias ni lo haría nunca.

La mula se removió devolviendo a Akenón al presente. Le dio unas palmadas en la grupa y sacudió la cabeza intentando borrar los acontecimientos de la noche anterior.

No había vuelto a ver al joven Yaco. Ahora tendría su rostro de efebo destrozado y estaría encadenado a un remo en una de las naves comerciales de Glauco.

Meneó de nuevo la cabeza y llenó los pulmones con el aire frío de la mañana. Llevando a la mula de las riendas, atravesó las puertas del establo y accedió al patio interior.

La imagen que apareció ante sus ojos hizo que se detuviera en seco. Un instante después, su corazón comenzó a latir como si estuviera a punto de reventar.