16 de abril de 510 a. C.
Cinco minutos después, Akenón estaba contemplando al último hombre que entraba apresuradamente en la sala de banquetes. Acto seguido cerraron las puertas.
«Hay por lo menos doscientas personas».
Akenón no podía evitar contagiarse por la asustada multitud que se había congregado sin entender el motivo. Casi todos eran trabajadores libres o esclavos, aunque también había algún familiar de Glauco que se alojaba permanentemente con él. Dos guardias armados cortaban una de las salidas y la otra estaba tapiada por la inmensa presencia de Bóreas.
Glauco ordenó que juntaran en el centro de la estancia los triclinios, bancos y mesas que se utilizaban en los banquetes, de modo que quedó un amplio espacio despejado entre los muebles y las paredes.
—Ya tenemos nuestro pequeño estadio —ironizó con amargura el obeso sibarita.
Mandó avivar las brasas del enorme hogar y que lo llenaran hasta los bordes de ramas secas. Al poco rato las llamas ascendieron por la madera hasta envolverla completamente.
La temperatura de la sala empezó a subir con rapidez.
Unas horas antes, Akenón había entregado a Glauco un pequeño frasco de cristal sellado con cera.
—Mantenlo fresco y cerrado hasta que vayas a utilizarlo.
El sibarita cogió el frasco y dirigió a Akenón una mirada recelosa. Estaba acostumbrado a que todo el mundo se desviviera por agradarle y le molestaba la actitud del egipcio, demasiado seguro e independiente. Eso lo irritaba especialmente en aquel momento, tan espantosamente trascendental para él. Experimentó una ráfaga de cólera, pero su atención regresó rápidamente al recipiente que tenía en la mano. Lo puso frente a sus ojos y observó el contenido. Era un líquido denso, de un tono blancuzco amarillento.
—¿Seguro que no notará nada?
—Es completamente inodoro hasta que se descompone —respondió Akenón—, y cuando lo mezcles con aceite adquirirá la consistencia de éste. Es imposible que se dé cuenta.
Glauco exhaló un suspiro cansado y metió el frasco en uno de los bolsillos de su amplia túnica.
Media hora después se encerró con Yaco, el esclavo adolescente, en sus aposentos privados.
—Hoy te voy a dar el masaje yo a ti.
Yaco sonrió con picardía. El largo flequillo rubio le tapaba uno de sus ojos azul cielo. Había dejado que la túnica resbalara hasta la cintura, exhibiendo un cuerpo delgado y flexible del color del alabastro.
—Mi señor —se acercó con un sensual contoneo—, ¿vais a untar todo mi cuerpo?
Glauco sonrió con tristeza. Seguramente él tenía la culpa de que el bellísimo Yaco fuera tan lujurioso.
—Quedarás brillante desde tus hermosos cabellos hasta los dedos de tus adorables pies.
—Y resbaladizo —ronroneó Yaco, humedeciendo los labios y dejándolos entreabiertos.
Tumbó su esbelto cuerpo en el lecho y Glauco empezó a acariciar la suave piel. Junto a ellos había un cuenco de aceite en el que sumergía las manos con frecuencia. Además del habitual óleo perfumado, había añadido todo el contenido del frasco de Akenón.
Las caricias fueron más intensas y prolongadas de lo habitual. Glauco lloró todo el tiempo sobre su joven amante, sin querer que acabara lo que podía ser su último encuentro íntimo.
—He de irme por unos asuntos políticos. Regresaré mañana por la tarde —mintió al terminar.
Mientras se alejaba, con la cabeza agachada y los hombros hundidos, sintió la mirada del efebo clavada en su espalda.
«Espero que esta noche se demuestre tu inocencia, mi amado Yaco. Por el bien de todos».
—Yaco, acércate.
El esclavo adolescente estaba en un extremo de la sala, en medio de un grupo de sirvientes de confianza. En su rostro se mezclaban el miedo y el desconcierto. ¿Por qué había regresado su amo en mitad de la noche y los había sacado de la cama para juntarlos en el salón de banquetes? ¿Por qué se comportaba de un modo tan extraño?
Dio un par de pasos y se detuvo, inseguro. Todos los que lo rodeaban estaban quietos y callados como estatuas, sin atreverse ni siquiera a susurrar. Lo único que se oía era el crepitar cada vez más fuerte del fuego.
—Acércate, Yaco —insistió Glauco con extrema suavidad. Sus labios rechonchos dibujaban una sonrisa amable.
El muchacho sonrió y dio otro paso, pero volvió a detenerse. Algo en su interior lo conminaba a alejarse de su amo.
—¡¡¡ACÉRCATE!!!
El alarido bestial del sibarita dejó a todo el mundo sin respiración. Cuando se desvaneció su eco, en la sala sólo quedó el sonido de los apagados sollozos de Yaco. El aterrado esclavo se acercó dando pasos cortos con la cabeza agachada.
«Pobre muchacho».
Akenón no se arrepentía de haber hecho su trabajo, pero no podía evitar compadecerse ante la juventud y el temor del chico.
Bajo la atenta mirada de doscientos alarmados pares de ojos, Glauco pasó un brazo sobre los hombros de Yaco y lo condujo junto a la chimenea. El fuego danzaba con furia.
—Hace mucho calor —protestó Yaco débilmente.
Glauco ignoró su queja.
—Quédate aquí. —Se volvió hacia el resto de la gente—. Los demás, corred dando vueltas a la sala. En esta dirección —hizo círculos en el aire con una mano para indicar la dirección deseada.
Varios hombres se miraron dubitativos. Después iniciaron con lentitud un trote inseguro.
—¡¡¡Correeed!!! —Glauco gritó haciendo temblar sus fofas carnes hasta que se quedó sin aire en el pecho.
Los doscientos hombres y mujeres se lanzaron a correr alrededor del mobiliario amontonado en el centro. El pasillo entre las paredes y los muebles era demasiado estrecho y a menudo tropezaban entre ellos. A veces alguno más débil caía y los que iban detrás intentaban saltar por encima, pero era imposible evitar que los caídos recibieran pisotones y patadas. Nadie se detenía a ayudarlos.
Las paredes estaban recubiertas de paneles de plata pulida cuyos reflejos multiplicaban el número de aterrorizados corredores. El espectáculo resultaba sobrecogedor. Akenón estuvo un rato contemplándolos y después se acercó a Glauco y Yaco. Con el calor que se estaba generando, en unos minutos el caso estaría resuelto… a menos que el ungüento no funcionase, o que el esclavo y su amante se hubieran bañado después de estar juntos.
«En ese caso, puede que la furia de Glauco se dirija contra mí», pensó mirando de reojo al colosal Bóreas. Él estaba en forma y era muy hábil con la espada, podía escapar enfrentándose a un par de guardias, pero no tenía nada que hacer frente al gigante.
—¿Qué ocurre? ¿A qué huele?
Yaco miraba a uno y otro lado, nervioso, dándose cuenta poco a poco de que el olor pestilente procedía de él mismo. Glauco se había alejado unos pasos del intenso calor que arrojaba el hogar. Ahora se acercó de nuevo a Yaco y husmeó varias veces la intensa peste que emitía la piel del adolescente. Era una mezcla de azufre y verduras putrefactas.
—Bien, ya sé a qué huele. Puedes separarte del fuego. Colócate allí, retirado, en esa esquina.
Yaco todavía no entendía lo que sucedía y se alejó de las llamas con gran alivio. Estaba completamente colorado y su ropa desprendía tenues columnas de humo. Después de los enloquecidos gritos de Glauco, se había estado quemando sin atreverse a apartarse del enorme fuego.
«Al menos el ungüento ha funcionado», pensó Akenón un poco más tranquilo.
Su alivio se disolvió rápidamente en la tensión de la situación. Glauco se dedicó a caminar por la sala observando los rostros jadeantes de los corredores. Su avance era errático, tenía los puños apretados y respiraba agitadamente como si él mismo estuviera corriendo.
—Parad —ordenó de repente—. Ahora caminad despacio.
Se colocó en medio de la sudorosa corriente humana. Todos lo miraban con miedo, ya fueran esclavos, sirvientes libres o incluso sus propios familiares. Glauco echó la cabeza para atrás y cerró los ojos. Las aletas de su nariz estaban dilatadas, recogiendo todo el aire que podían.
Durante un par de minutos sólo se oyó el rumor de doscientas personas caminando casi de puntillas, intentando pasar desapercibidas en medio de aquel olor a sudor y putrefacción. Akenón pensó que no quedaba nadie por pasar junto al sibarita. Quizás Yaco no lo había engañado.
—Quietos.
La orden de Glauco fue apenas un susurro. Bajó la cabeza y se mantuvo con los ojos cerrados durante unos segundos. Desde donde estaba, Akenón pudo ver que los párpados cerrados del sibarita dejaban escapar unas lágrimas.
Todo el mundo había dejado de andar y permanecía expectante con los ojos clavados en el suelo. Glauco se dio la vuelta y anduvo hacia las personas que acababan de rebasarlo, observándolas sin más expresión en el rostro que un cansancio profundo. Luego se alejó unos pasos de la rueda de corredores.
—Camiro, acércate —dijo con voz ronca.
Un hombre joven y atractivo se separó del grupo y avanzó reticente hacia su señor, que olfateó a su alrededor.
—Vete. Tú —señaló a una mujer mayor—. Acércate.
Aspiró junto a la mujer durante unos segundos.
—Vete. —La mujer se alejó rápidamente—. Tésalo, acércate.
El aludido se separó del grupo. Tenía unos treinta años y un rostro amable, acostumbrado a sonreír, que ahora sólo reflejaba temor. Glauco olió su cuello y después su pecho. Sin cambiar la expresión, se arrodilló pesadamente y husmeó en su entrepierna como si fuera un perro.
—Ayúdame a levantarme.
Tésalo era alto y fuerte, pero apenas pudo incorporar a Glauco. Cuando el gordo sibarita estuvo de pie, suspiró con tranquilidad y de repente, con una fuerza sorprendente, dio tal bofetón a Tésalo que lo hizo caer al suelo.
—¡Maldito hijo de perra, te di toda mi confianza, te saqué del fango, y así es como me lo pagas!
Tésalo se quedó tumbado con una mano en el oído. Entre sus dedos apareció un hilillo de sangre. Sus labios temblaban, pero no se atrevió a moverse ni a replicar. Glauco estaba de nuevo fuera de sus casillas, congestionado como si estuviese a punto de reventar.
Akenón se preguntó cuál sería el castigo para esos desdichados. Seguramente ni siquiera Glauco lo sabía. A pesar de las advertencias de Eshdek, hasta esa noche a Akenón le había parecido que el sibarita era un hombre medianamente sensato. En los días que había pasado en su palacio lo había visto comer durante horas en exquisitos banquetes, pero también llorar ante la delicadeza de algunos de los espectáculos de música y danza que organizaba a diario.
Aunque Eshdek sólo le había dicho a Akenón que Glauco era apasionado y un tanto impredecible, en estos momentos lo que se respiraba en el ambiente era violencia y odio en estado puro.
Glauco endureció su expresión y giró la cabeza hacia una de las puertas.
—¡Bóreas!
Se hizo un silencio tan espeso que costaba respirar. En la atmósfera recalentada, impregnada con el hedor del ungüento, sólo se oía una súplica.
—No, no, por favor, no —Tésalo negaba desde el suelo con desesperación, horrorizado al oír el nombre del gigante.
El enorme tracio se puso en marcha. La gente se apartaba de su camino, imaginando espantados lo que le iba a ocurrir al que hasta ahora había sido el copero de Glauco. Un hombre de su confianza, siempre a su lado con una copa de vino de Sidón, atento a su señal para darle de beber.
—¡Cógelo!
Tésalo reptó de espaldas en un patético intento de alejarse. Bóreas lo alcanzó en un instante y lo levantó con una mano como si se tratara de un ratón. El enorme puño envolvía todo el antebrazo del copero, que quedó colgando del brazo estirado del gigante.
—¡Nooo!
El grito desesperado de Yaco sorprendió a todos. Cruzó la sala corriendo hacia Glauco.
—Suéltalo, por favor. Hazme a mí lo que quieras, pero a él no le hagas nada.
El esclavo se lanzó a los pies de su amo, que lo miró con repentina ternura.
—Lo amas, ¿no es cierto?
Yaco levantó sus ojos azules, esperanzado por el tono de voz de Glauco, que comenzó a acariciarle la mejilla con el dorso de la mano.
—Sí —confesó con ingenuidad.
Glauco continuó acariciándolo durante unos segundos antes de dirigirse a Bóreas sin apartar la vista del muchacho.
—Mátalo.
El gigante pegó la espalda de Tésalo a su pecho y lo estrechó en un firme abrazo. Yaco chilló desesperado, abrazándose a las piernas de su amo. Bóreas se detuvo y miró a Glauco en espera de confirmación.
Akenón sentía que su cuerpo se había paralizado. De repente era como si estuviese de nuevo en la sala de torturas del faraón. Pero esta vez no podía apartar la vista.
—¡Mátalo! —vociferó Glauco.
Bóreas estrechó el abrazo poco a poco, prolongando por iniciativa propia la agonía de Tésalo. En los labios del gigante apareció una sonrisa cuando Yaco se soltó de las piernas de Glauco y se lanzó a las suyas.
«Es un monstruo». Akenón aferró instintivamente la empuñadura de su espada.
Tésalo tenía los ojos tan abiertos que parecía que iban a salir disparados. Su rostro pasó del rojo al morado. Se oyó un primer crujido y poco después un segundo y un tercero. La boca del desgraciado se contorsionaba en un grito silencioso. Intentó dar patadas pero Bóreas ni siquiera se enteró. Cuando parecía que estaba a punto de morir, el gigante relajó un poco el abrazo. Después tomó aire, apretó las mandíbulas y tensó los brazos violentamente. El pecho de Tésalo se aplastó como una ciruela pisoteada, produciendo un espeluznante crujido pastoso.
Un estremecimiento recorrió la sala.
Bóreas dio un segundo apretón y la cabeza inerte de Tésalo vomitó una pasta sanguinolenta encima de Yaco. El gigante abrió los brazos y el cadáver de Tésalo se desplomó sobre su jovencísimo amante.
Glauco había contemplado toda la escena con la boca entreabierta:
—Tésalo ha sido tu último amante, te lo garantizo. —El bello esclavo estaba gimoteando con la cara pegada al suelo, sin atreverse a mirar los restos de Tésalo—. Vas a pasar el resto de tu miserable vida encadenado a un remo. No durarás ni un mes, acostumbrado a la vida regalada que te he proporcionado siempre. —Hizo una pausa—. Pero antes, Bóreas se ocupará de ti.
El cuerpo de Yaco, empapado en la sangre de Tésalo, se encogió en el suelo hasta hacerse un ovillo tembloroso. Glauco continuó dirigiéndose al gigante.
—Quiero que le marques la cara con un hierro al rojo hasta que su aspecto resulte abominable. Que desaparezca todo vestigio de su traicionera belleza. —Su voz se quebró en la última palabra.
Bóreas asintió. Con una mano levantó a Yaco y se lo echó al hombro. El adolescente chilló y se revolvió como un cerdo en el momento de la matanza. Akenón pudo ver que en el rostro del monstruo, justo antes de que saliera con el muchacho, aparecía una sonrisa cruel.
El crepitar enérgico del fuego se adueñó de la sala. Todo el mundo aguardaba espantado la siguiente reacción de Glauco. El sibarita estaba lívido, concentrado en el eco cada vez más tenue de los gritos de Yaco. En cuanto dejó de oírlos, lanzó un chillido agudo y se derrumbó hasta quedar a cuatro patas.
—Fuera —balbuceó desde el suelo—. ¡Fuera todos!