CAPÍTULO 3

16 de abril de 510 a. C.

Un mes antes, Akenón se había reunido con Eshdek, lo más parecido que tenía a un amigo en Cartago.

Estaban en una estancia amplia y caldeada de la villa principal del cartaginés, sentados en sillones de madera cubiertos por grandes almohadones de hilo rellenos de plumas. Eshdek, uno de los tres comerciantes más acaudalados de Cartago, mostraba una sonrisa pícara y le chispeaban los ojos.

—Tengo un nuevo encargo para ti. Te va a encantar.

Akenón lo miró con interés y esperó a que continuara mientras sorbía vino dulce de Mesopotamia en una copa de marfil. El asa, que se ajustaba perfectamente a la forma de su mano, era un caballo puesto en pie sobre sus patas traseras. Un trabajo exquisito.

—Esta vez no es para mí, sino para Glauco, uno de mis clientes. Mi mejor cliente, de hecho. —Eshdek remarcó este punto levantando una mano con el índice extendido, haciendo ondear la manga de su colorida túnica.

Akenón frunció el ceño levemente. Llevaba quince años en Cartago trabajando por libre como investigador, pero desde hacía trece se había limitado a aceptar encargos de Eshdek. Con eso ganaba suficiente para vivir y apreciaba mucho la confianza y seguridad que encontraba en aquella relación profesional. No tenía ninguna gana de trabajar para terceros… pero tampoco podía dar al poderoso cartaginés una negativa inmediata.

—El trabajo tiene algo bueno y algo malo. —Eshdek hizo una pausa retórica—. Lo malo es que es en Síbaris.

Akenón torció el gesto ya sin ningún disimulo. Se mareaba al viajar en barco, y para llegar a Síbaris había que cruzar de Cartago a Sicilia y rodearla hasta llegar a la Península Itálica, lo que suponía alrededor de una semana de navegación, y desde ahí avanzar por el Mar Jónico y adentrarse en el golfo de Tarento. En total, casi dos semanas de travesía marítima si el tiempo era razonablemente bueno.

—No pongas esa cara, que la parte buena compensa sobradamente esa ridícula aversión tuya a los barcos. En realidad, hay dos partes buenas. —Eshdek dio un trago a su copa—. La primera es que el trabajo parece sencillo y sin peligro… —Se quedó un momento pensativo—. Aunque quizás deba advertirte de que Glauco es un tanto especial. —Akenón enarcó las cejas y Eshdek continuó—: Es como si en su interior convivieran distintas personas. Algunas veces me lo he encontrado llevando una vida casi ascética, rodeado de eruditos a los que paga fortunas para que le transmitan complicados conocimientos, y en otras ocasiones lo he visto ferozmente entregado a la gula y la lujuria.

—¿Quieres decir que puede tener un arrebato violento y atacarme?

—No, no es para tanto. Sólo comento que es un poco impredecible y hay que tratarlo con tiento. —Sacudió una mano como si quitara importancia a aquello—. El caso es que Glauco tiene un esclavo adolescente del que se ha enamorado perdidamente. Lo convirtió en su amante y ha estado disfrutando felizmente de él hasta hace unas cuantas semanas. Desde entonces Glauco sospecha que su esclavo amante tiene a su vez otro amante y los celos lo han desquiciado. No ha conseguido saber quién es, y como está enloquecido con el muchachito y no está seguro del todo de que lo engañe, no se decide a arrancarle una confesión mediante tortura. Tu cometido sería averiguar, sin utilizar la fuerza ni levantar sospechas, si el muchacho engaña o no a Glauco. Y en caso afirmativo, claro, que descubras con quién lo engaña.

Eshdek se echó para atrás apoyándose en el respaldo. Estaba esperando a que Akenón preguntara cuál era la segunda cosa buena de aquel caso, pero su amigo egipcio se limitó a sonreír. A Eshdek le encantaba controlar las conversaciones provocando preguntas y reacciones a su antojo, y a Akenón le divertía fastidiar al cartaginés evitando seguirle el juego.

—¡Oh, vamos, por Astarté! —Eshdek levantó las dos manos simulando desesperación—. Pregúntalo de una vez, maldita esfinge.

Akenón ensanchó su sonrisa.

—De acuerdo. ¿Cuánto? —Sospechaba que sería una buena cantidad.

—Escucha con atención.

Eshdek prolongó el momento de modo teatral dando otro sorbo a su vino. Se inclinó hacia delante y aguardó a que su amigo también lo hiciera.

—El pago se realizará en plata. Y la cantidad total es… ¡el peso del esclavo!

«¡El peso del esclavo en plata!». Akenón estaba impresionado, pero consiguió disimular.

—¿Está gordo? —preguntó alzando una ceja.

—¡Por Baal, qué más da como esté!

Ambos soltaron una carcajada. Por muy delgado que estuviera, esa cantidad de plata sería al menos diez veces más de lo que había llegado a cobrar Akenón por una investigación.

Sería dueño de una pequeña fortuna… si resolvía el caso.

Glauco estaba llorando.

Llevaba un rato con los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza apoyada en ellos. No se le veía la cara, pero sus hombros se estremecían a intervalos regulares.

«Me da un poco de pena —pensó Akenón torciendo el gesto—. Resulta patético que su servidumbre lo vea así».

Hacía media hora se había pedido una segunda copa de vino y había entregado al posadero una moneda de plata, para compensar que ni Glauco ni la docena de sirvientes habían consumido nada en todo el tiempo transcurrido.

«Espero que la trampa funcione y me sobren las monedas de plata».

De repente Glauco desenterró la cabeza de sus brazos. Lo miró suplicante, con el rostro empapado de sudor y lágrimas.

—¿Podemos irnos ya? —imploró con la voz rota.

—Hasta dentro de tres o cuatro horas no hará efecto.

Glauco enrojeció súbitamente. Dio un violento puñetazo en la mesa y se puso de pie.

—¡No pienso darles más tiempo a esos malditos cerdos! —Se giró hacia sus hombres—. ¡Nos vamos!

Abandonó la posada sin subirse la capucha. Akenón dio un último sorbo a su vino y salió tras él.

En la calle había una docena de guardias de Glauco y un carro de dos ruedas con el asiento recubierto de cojines. Varios sirvientes ayudaron a Glauco a subirse. Cuando estuvo acomodado, el sibarita le hizo un gesto con la mano.

—Cabemos los dos.

Akenón dudó unos instantes. El carro no estaba atado a ningún caballo. Seis esclavos agarraban las varas de enganchar el tiro, ocupando el lugar de las bestias. En la parte noble de Síbaris no estaba permitido el tránsito de caballos a la hora de la siesta ni por la noche. Akenón prefería caminar junto al carro, pero imaginaba que Glauco los haría correr, por lo que subió ágilmente y se colocó junto al gordísimo sibarita.

—¡Al palacio, corred!

Los esclavos tiraron del carro y el resto de la servidumbre echó a correr junto a ellos. En total dos docenas de hombres, la mitad guardias con las espadas desenvainadas. Las calles de aquel barrio humilde estaban casi desiertas y la única iluminación procedía de las antorchas de los hombres de Glauco. En algunas esquinas se veían fugazmente sombras agazapadas, salteadores o pordioseros que se apresuraban a apartarse de su camino. Akenón dejó de mirar las calles sucias y estrechas por las que avanzaban y observó al sibarita con disimulo. Aunque el rostro orondo era inexpresivo, su mirada perdida resultaba inquietante.

Enseguida llegaron a la zona aristócrata. El suelo de aquellas calles estaba cubierto por un paño basto que convirtió el traqueteo de su marcha en un murmullo sordo, tan sigiloso como el avance de un asesino. Poco después llegaron al palacio de Glauco. Sus altas paredes rojizas le daban la apariencia de una fortaleza, como un reflejo de la poderosa riqueza de su dueño. En cuanto cruzaron el pasillo de entrada y accedieron al patio, Glauco bajó del carro trastabillando y gritando órdenes como un histérico.

—¡Levantad a todo el mundo! ¡Ahora mismo todos a la sala de banquetes!

Acto seguido se dirigió a un lateral del pasillo de entrada y se acercó a una sombra oculta en la penumbra. La sombra se adelantó, transformándose a la luz de las antorchas en una figura humana descomunal. Akenón no pudo evitar estremecerse. Le resultaba imposible acostumbrarse a aquel engendro, a pesar de que lo veía a diario desde que había llegado a Síbaris. Se trataba de Bóreas, esclavo de confianza y guardaespaldas de Glauco. Había permanecido junto a la entrada con el encargo de que nadie saliera del edificio mientras su amo estaba fuera.

Glauco preguntó algo a Bóreas y éste negó con la cabeza. No tenía otro modo de expresarse, pues cuando era un niño, en su Tracia natal, le habían cortado la lengua con unas tenazas, para que pudiera convertirse en siervo de confianza que no revelaría los secretos de sus amos ni siquiera mediante tortura.

Glauco y Bóreas cruzaron el patio y Akenón los siguió dejando unos metros de distancia con el gigante tracio. Siempre procuraba quedar fuera del alcance de sus inmensas manos. Aunque él era bastante alto, ni siquiera llegaba a los hombros de Bóreas. Además, el gigante era inhumanamente corpulento; pese a que no estaba gordo debía de pesar el doble que Akenón. Su cabeza, completamente calva, era tan grande como la de un toro. Sus brazos y piernas eran gruesos como árboles y revelaban bajo la oscura piel unos músculos formidables. El enorme tronco terminaba en un cuello corto y más ancho que la cabeza, lo que reforzaba su aspecto macizo.

Akenón avanzaba en tensión detrás de Bóreas, sin apartar los ojos de su espalda. En una ocasión había visto con asombro que aquel monstruo inmenso podía moverse con la rapidez de un gato. Sin embargo, había otra cosa que lo alarmaba aún más: la mirada con la que parecía estar siempre acechando a todos los que lo rodeaban. Una mirada inquietante, extraña…

«… tan fría como la de un muerto».