CAPÍTULO 2

16 de abril de 510 a. C.

A un par de horas de distancia de Síbaris, Ariadna cenaba en silencio con sus dos acompañantes. Estaban en una pequeña posada, sentados en una esquina del comedor. Siempre procuraba situarse de modo que no quedara nadie a su espalda.

Al entrar había echado un vistazo rápido. Todos los presentes parecían inofensivos, excepto los dos hombres que ahora estaban situados delante de ella, a seis o siete metros. Sus voces ruidosas y ebrias destacaban sobre las conversaciones del comedor. De vez en cuando lanzaban miradas alrededor de modo desafiante, y bajo sus ropas se adivinaban sendos puñales. Ariadna comía sosegadamente, sin mirarlos, pero permanecía atenta a su comportamiento.

También ellos se habían fijado en Ariadna. Especialmente el más pequeño de los dos hombres, Periandro, que no podía evitar que sus ojos se dirigieran una y otra vez a la joven que cenaba enfrente de él. Su pelo claro le llamaba la atención y notaba que bajo su túnica blanca se ocultaban unos pechos grandes y firmes. Bebió otro trago de vino. Estaba celebrando con su compañero una buena operación. Regresaban de trasladar una mercancía robada, que era a lo que se dedicaban habitualmente. Por este asunto habían cobrado lo suficiente para dedicarse sólo a gastar dinero durante un par de semanas. O quizás una, todo dependía de cuánto derrocharan. Ayer, por ejemplo, habían desembolsado una buena cantidad en un prostíbulo de Síbaris. Periandro se relamió al recordar a la esclava egipcia que había poseído violentamente a cuatro patas. Le encantaría hacer lo mismo con la mujer del pelo claro.

Ariadna, sin apartar la vista de su comida, percibió que uno de los hombres dirigía hacia ella su repulsiva lujuria. Se estremeció de asco y apretó las mandíbulas. Entonces cerró los ojos y un instante después estaba completamente relajada. Aunque sus silenciosos acompañantes eran hombres de paz, ellos no eran lo único que la protegía.

Periandro se inclinó hacia su compañero sin dejar de mirar a Ariadna.

—Antíoco, mira a esa mujer —la señaló con la cabeza—. Me está volviendo loco. Parece la mismísima Afrodita.

—Es una grata visión —convino Antíoco en voz baja.

—Fíjate en los inútiles que la acompañan. —Los miró con un desprecio agresivo—. Podemos dejarlos fuera de combate con una mano atada a la espalda. Si organizamos bien la emboscada ni siquiera les daría tiempo a gritar. ¿Qué te parece? —Vio que Ariadna se chupaba los dedos con sus labios carnosos y sintió que su deseo se multiplicaba—. Dime que sí, porque voy a forzar a esa hembra aunque tenga que arreglármelas solo.

Antíoco se sobresaltó y agarró a Periandro de la túnica.

—¡Calla, loco! —musitó—. ¿Es que no sabes quién es?

Periandro miró sorprendido a su fornido compañero. Antíoco se arrimó aún más y cuchicheó en su oído la identidad de la voluptuosa joven.

El rostro de Periandro palideció bruscamente. Miró a Ariadna de refilón, agachó la cabeza y apoyó la frente en una mano ocultando su cara.

—Vámonos —susurró.

Antes de que Antíoco respondiera, se levantó procurando no hacer ruido y salió del comedor a toda prisa.

Ariadna continuó cenando sin molestarse en levantar la vista.