—Feuer y Bárrales —ilustró Aslamim.
—Al tal Feuer ya me lo nombraron —dijo Antonio—. ¿Y Bárrales, quién es?
—Vos nos dijiste una pequeña mentira —dije.
—Tenemos derecho a guardar un pequeño silencio hasta que termines tu relato.
—Ya entiendo lo de Bárrales —dijo Aslamim—. Necesitaban alguien que conociera el lugar. Un geógrafo que conociera la zona, eso era lo que le tocaba específicamente. Tenía que informarles sobre la fauna, nieves eternas, deshielos o peligros, se metían en un lugar deshabitado. Aunque todavía no sabemos para qué. ¿Para qué, Antonio?
—Feuer era el que tenía, bajo el brazo, un objeto alargado cubierto por un estuche de lona —dijo Antonio por toda respuesta—. Bárrales sostenía una pala. Me pude acercar lo suficiente como para ver a Bárrales cavar y a Feuer mover los labios. Escuché algunas palabras sueltas de Feuer, pero una ventolina ensordecedora me privó de lo que parecía un largo discurso. Bárrales, siempre cavando, y Rafaelli, lo escuchaban en silencio. Luego, quedaron los tres callados. Bárrales sé dio por contento con la profundidad del pozo, Feuer dejó caer la funda y, los cuatro, Feuer, Rafaelli, Bárrales y yo, contemplamos anonadados el sable corvo del general San Martín que el profesor de historia desenvainó e hizo brillar contra el sol. Feuer envainó otra vez el sable, lo cubrió con la funda y lo dejó caer en el pozo. Pacientemente, Rafaelli llenó de nieve la morada del sable. Con las manos a la espalda y sin hablar, los tres emprendieron el regreso al sector civilizado. En el camino, Bárrales dejó la pala en la profunda cavidad de una roca. Corrí a buscar la pala y me dirigí al punto clave. Aunque había tabulado a ojo el sitio, ahora no podía encontrarlo, la nieve era toda igual y no había huellas del pozo. Comenzó a nevar, temí que me fuera imposible dar con el sable. ¿Y vas a creer, Miguel Ángel, perdón, Tognini, si te digo qué pista me reveló el lugar donde estaba enterrado el sable cuando me empecé a desesperar?
—Si te creí todo lo que venís diciendo hasta ahora… —concedí.
—¡Un paquete de cigarrillos con un encendedor adentro! Pero se le había caído, porque no estaba vacío. Afortunadamente, esta vez no volvió a buscarlo. Cavé y cavé durante un buen rato. Cuando apareció la empuñadura del sable asomando apenas por la funda de lona, mi ropa estaba húmeda. Empuñé el sable corvo de San Martín; no pude evitar sentirme en ese instante un granadero perdido en el tiempo. No pude evitar echar un vistazo a los Andes e imaginarme en una gran epopeya, completamente desinteresado del resfrío que me aguardaba. Con el sable en la mano y bajo la nevada, me pregunté cómo volver a la civilización. No podía aparecer en la confitería con el sable en la mano, porque podían estar aún los tres… profesores, festejando el fin de su rara ceremonia. Miré mi reloj, eran las cuatro y media, recién a las cinco podía estar seguro de que Rafaelli había partido con el tour rumbo al hotel. Y eso, si no tenía la desgracia de que al guía se le ocurriera esperarme. ¿Y los otros dos? Tenía que regresar a la ciudad sin cruzármelos. Ascendí por entre las rocas, la nevada me hacía resbalar aún más que a la ida, ¡usaba el sable de bastón! Cuando se hicieron las cinco, oí un rugido.
—¡No! —gritó Aslamim.