Quedó, pues, el duelo para la semana siguiente, y Aslamim y Tognini partimos a continuar con nuestro principal destino.
Desde el primer bar con teléfono público que encontramos, en Campichuelo y Díaz Vélez, llamé a Antonio. Otra vez escuché su voz en el contestador automático. Mientras discaba, Aslamim se había acercado al mostrador, ahora venía hacia mí.
—Tengo la dirección —dijo—. La saqué de la guía.
Me emocionó la buena disposición de Aslamim.
—Aslamim —le dije—, creo que soy una buena compañía para vos, empezás a cambiar.
—El juego me obliga —dijo—. Y quiero terminar lo antes posible.
—Te digo lo que vamos a hacer —dije—. Hoy mis viejos van a lo de un amigo y vuelven a eso de las tres de la mañana. Llamas a tu casa y decís que te quedas a dormir en la mía. Yo dejo un papel de que me quedo a dormir en la tuya.
—¿Y dónde dormimos? —preguntó Aslamim.
—Es una buena pregunta —dije—. Pero vamos a sentarnos en el umbral de la casa de Antonio hasta que llegue.
—Nos vamos a resfriar —dijo Aslamim.
—Qué vas a hacer —dije—. Venecia es muy húmeda.
Pasamos por mi casa, llamamos a lo de Aslamim y dejamos el papel.
Antonio vivía en la calle Armenia al 2300, cerca de la Plaza Italia, Nos tomamos el 36. Buscamos la dirección y tocamos el portero eléctrico. No estaba.
—Si estuviera enfermo —dijo Aslamim—. Lo encontraríamos acá, en la casa. O quizás se fue a la casa de la madre. O de alguien que lo cuide hasta que se reponga.
—O no está enfermo —intuí.
Nos sentamos en el umbral. A las dos de la mañana no había llegado.
En esas horas de espera hablamos con Aslamim acerca de la muerte, el sexo y el destino. No viene al caso que narre ahora detalladamente nuestras hipótesis, quizás más adelante escribamos a dúo Opiniones sobre Todo, de Aslamim y Tognini. Pero en ese momento, dos y minutos de la madrugada, agotados los temas interesantes, no nos quedaba más remedio que volver a hablar de nuestras vidas.
—Cómo se enojó mi hermana —le comenté a Aslamim.
—Sos vos el que debería estar enojado —dijo—, ¿cómo le va a pedir fichas a ese patotero?
—Tenés razón —dije—. Pero cuando mi hermana y yo nos enojamos, el enojo de ella es más grande que el mío.
A las dos y media, Antonio no aparecía.
—Bueno, Aslamim —dije—. Quedas liberado hasta mañana.
—¿Y ahora? —dijo Aslamim—. Dijiste que venías a mi casa y yo dije que iba a la tuya. ¿Dónde dormimos?
—Cada uno en su casa, ¿qué problema hay?
—Que en mi departamento, además de llave, hay traba. Y a las dos de la mañana, a mis viejos no los despertás con timbrazos ni cañones.
—Y en mi casa no hay camas…
—Yo dormiría con tu hermana pero… —bromeó Aslamim—. ¿Dónde dormimos? —apagó rápido su broma Aslamim.
No encontramos la respuesta, pero sí a Antonio, que a las 2 y 45 de la madrugada hizo su aparición triunfal.
Nos miró perplejo, sacó la llave, la puso en la cerradura, centró la vista en mí y me reconoció.
—Miguel Ángel —gritó— ¿qué haces acá?
—Vinimos a visitar al enfermo —dijo Aslamim.
Antonio lo miró extrañado.
—Me contaron en el banco que tenías gripe y gastroenteritis —dije—. ¿Podemos hablar?
—¿Pero vos estás loco? —dijo con justicia Antonio—. ¿Qué hacen dos mocosos como ustedes a esta hora en la calle? ¿Qué hacen esperándome en la puerta de mi casa? Ya mismo se van, ¿o quieren que llame a sus padres?
Cuando lo oí hablar como un preceptor, me esforcé por dar en la tecla.
—Te quería contar algo del robo —dije—. Del robo que vos sabes.
Antonio palideció. Se agarró el mentón como si se le fuera a caer. Sin soltarse el mentón, dijo:
—¿Qué sabes vos?
Había dado en el clavo.
—Hace frío —dijo Aslamim. Estuvo muy bien.
—Vengan —dijo Antonio. Y subimos los tres a su departamento.
Eran dos ambientes muy ordenados, con más libros de lo que cualquier biblioteca podría soportar.
—Bueno —dijo Antonio sentándose en un almohadón en el suelo, indicándonos el sofá—. Los escucho.
Trataba de recuperar el tono amistoso.
—Tenemos uno de los billetes robados —dije.
—¿Qué más? —dijo aparentando no sorprenderse.
—Usted no está enfermo —dijo Aslamim.
—Ahá —dijo Antonio—. ¿Y?
—Mira, Antonio —dije—. Sabemos que hay algo raro. En el robo hay detalles que quieren ocultar. Tu enfermedad falsa esconde algo. Nosotros también te estamos ocultando cosas. Pero te quiero decir algo muy importante —y acudí a mi argumento de oro—. Ahora son las tres de la mañana y dos chicos te están pidiendo que les regales la anécdota de su vida. Vos siempre me recomendás libros, ¿me podes dar un libro que equipare eso? Si hay uno así, te lo acepto y nos vamos.
Antonio quedó callado.
—Me pueden echar del banco —dijo.
—Nosotros no pensamos hablar —dije—. Mira. Le mostré el billete.
Lo agarró, y esta vez sí se permitió una mueca de asombro.
—¡Es verdad! —dijo—. Es uno de los billetes. ¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dijo Aslamim—. ¿Por qué el empleado Rafael y el gerente intentaron apartar nuestra atención de usted, y Teresa me dio el teléfono sin problemas?
—El gerente y Rafael están al tanto, Teresa no —dijo Antonio—. No podíamos imaginar que me iba a ver «tan requerido», sólo le dijimos que estaba enfermo.
—Entonces —dije—. ¿Qué ocultan?
—¿De dónde sacaste el billete?
—¿Quién habla primero? —pregunté.
—Yo —dijo Antonio—. Sé por la policía que en la escuela N.o 63 encontraron uno de los billetes robados y, según parece, se lo dio un alumno al vendedor del buffette.
—No es exactamente así —dije—. Pero sabes mucho.
—Ya te dije algo —presionó Antonio—. Ahora vos.
—El billete me lo dio el del buffette a mí —dije, quedándome sin secreto.
—¿Qué más? —preguntó Antonio.
—Ahora vos —dije.
—El dinero no importa —dijo Antonio.
—¿Cómo? —preguntamos Aslamim y yo a coro.
—Que la plata no importa —repitió Antonio.
—¿Es un mensaje espiritual? —preguntó en broma Aslamim.
—No —dijo Antonio—. Quiero decir que estoy investigando acerca del robo, pero no busco la plata.
—¿Y entonces, qué buscás? —pregunté.
—Hablame de tu billete.
—Me lo dio Ignacio sin querer. Ignacio es el que se encarga del buffette en la escuela. Tenía dos billetes robados, no sé quién se los dio ni cómo llegaron ahí, uno me tocó a mí.
—Ajá —dijo Antonio.
—Eso es todo —dije—. Todo lo que sé.
—Bueno, entonces ya no tenemos información para intercambiar —se envalentonó.
—Todo lo que sé —dije—. Pero no todo lo que hice.
—No creo que hayan hecho nada —dijo Antonio—. Pero de todos modos, si en la escuela pasa algo, me vendría bien que ustedes me ayuden.
—¿Que lo ayudemos? —preguntó extrañado Aslamim.
—¿Que te ayudemos a qué? —pregunté excitadísimo.
—La plata puede servir para guiarnos… —murmuró Antonio.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo «para guiarnos»?
—Para guiarnos hacia lo que buscamos —siguió Antonio, con frases cada vez más parecidas a un libro de aforismos.
—Mira —le dije—. Yo empecé a investigar esto porque Rafael no me quiso contar nada, entonces sentí que me debían un buen relato acerca del robo al banco en el que yo pagaba las cuentas todos los meses. Pedí hablar con el gerente, cometió un error que me resultó interesante, pero aún así no hubiera profundizado en este caso de no ser porque me dieron un billete robado. Ahora bien, creo que lo siguiente es encontrar a los ladrones y e] botín. ¿Qué más?
—Entonces —dijo Aslamim cansado—, ¿ayudarlo a qué?
—A buscar el sable corvo de San Martín —contestó Antonio. Aslamim dijo:
—No me gustan las cargadas a las cuatro de la mañana. ¿Por qué se hace el vivo, si está metido en un tema serio?
—No te estoy cargando ni haciéndome el vivo —dijo Antonio—. Yo no estoy buscando el millón de dólares que se robaron, de eso se encarga la policía; busco el sable corvo de San Martín, el verdadero, que estaba en la misma caja fuerte.
Aslamim-Tognini, en silencio, le reclamamos una explicación.