Ignacio no era el ladrón, puesto que me había dado sin inconvenientes la prueba del delito. El billete podía haberle llegado por algún distribuidor de comestibles, por algún alumno, en fin, por mil lados. Pasé a pensar que debía darle, esa misma noche, el vuelto a mi papá. No iba a entregarle el billete, y no tenía la menor idea de dónde sacar la plata. Y, ya dije, el Gálaga no me estimula el aparato resolutivo. De este problema me sacó la voz del Cuervo. Estaba casi gritando. Giré y me destruyeron la segunda nave. La tercera la dejé, porque la voz alta del Cuervo estaba dirigida a mi hermana. Me acerqué al PacMan donde Cristina, sin haber empezado a jugar, le decía que no al Cuervo. El Cuervo, medianamente ofendido, le rogaba a los gritos a mi hermana que aceptara las fichas compradas para ella. El Cuervo no pedía nada a cambio, pero mi hermana consideraba un gran trabajo el aceptarlas. Cristina ignoró al Cuervo y se fue para otro juego. El Cuervo la siguió. Entonces intervine. El Cuervo más de una vez había roto caras. Peleaba sólo, uno contra uno. La barra hacía una ronda a su alrededor y lo veía pelear. Supe de una ocasión en que un capo de la barra del Abasto lo tuvo contra la vereda y lo amenazaba con el puño. Uno de la barra del Cuervo se metió a defender a su jefe. El Cuervo se levantó y reventó a pinas al de su propia barra, por meterse. Peleó contra el del Abasto y volvió a cobrar. Ahora yo lo estaba enfrentando.

—Che, déjala —le dije—. Quiere jugar sola.

—¿Y vos quién sos? —dijo—. ¿Otro muñequito del PacMan?

—Que la dejes, nada más —insistí.

—Pero… pero —dijo el Cuervo fingiendo desconcierto—, ¿por qué no nos informas a todos a quién le ganaste?

La barra hizo silencio. Cristina estaba por interceder. Detuve a mi hermana con una mano, sin tocarla, y dije al Cuervo:

—A vos te puedo ganar, al Gálaga.

Yo sabía que el Cuervo no me iba a reventar a pinas, porque en ese caso mi hermana no le iba a hablar nunca más en su vida, ni aún cuando fuese un cuervo viejo y desafinado, ni aunque se convirtiese en águila. Sabía que le debía dar al Cuervo una posibilidad incruenta de humillarme, para que aceptara el desafío y dejara tranquila a mi hermana. Sabía que el Cuervo era de la clase de imbéciles a la que pertenezco yo: los que damos mucha importancia a los desafíos.

—Al Gálaga —dijo—. Mira qué bien.

Entonces saqué mi inmenso billete de la mochila y se lo puse delante de la cara:

—Al Gálaga —dije—. Sí, por esto.

El Cuervo tragó saliva. No necesitó mirar el billete porque yo se lo sostenía delante de los ojos. Mi hermana estaba por intentar otra vez una mediación. Pero la miré y le dije:

—Este mandado también lo voy a hacer yo.

Nadie entendió mi frase, pero ella tuvo el buen tino de hacerme caso y se quedó quieta.

—Al Gálaga —dijo el Cuervo—. Espera.

Habló un segundo en voz baja con los de su barra, estaban comprobando si entre todos llegaban a juntar plata como para tomarme la apuesta.

—Vamos —dijo el Cuervo.

Podrán imaginarse que en ese momento la cantidad del billete me interesaba tanto como una moneda, yo me estaba jugando la mejor parte de mi vida.

La barra hizo un círculo alrededor nuestro. Cristina se fue a jugar al PacMan.

Pusimos dos fichas y jugábamos una nave cada uno. Comencé yo, jugué como siempre, tranquilo, alcancé un buen puntaje y me mataron la primera nave.

Le tocó al Cuervo. Yo confiaba en mi experiencia, en mis largas horas de estudio del Gálaga, en saberme casi de memoria el recorrido de cada una de las navecitas agresoras. Pero noté algo: el Cuervo disparaba rápido y no le importaba nada. No le importaba cómo era el juego, casi no le prestaba atención, solo disparaba con una velocidad asombrosa, y le daba buenos resultados. Me superó por un par de puntos y le mataron la primera nave.

Nuevamente mi juego tranquilo. Fijarme bien por dónde venía cada navecita, planear estrategias, fijarme en qué exacto lugar me convenía colocar la nave. Hice uno de mis mejores puntajes antes de perder la segunda vida. El Cuervo también volvió a lo suyo, estilo salvaje. La suma de los puntos que había hecho entre las dos naves le daba unos pocos por encima de los míos.

Me enfrenté con mi última oportunidad. Agarré la palanca, puse el dedo en el botón y, mientras mataba las primeras navecitas, intuí que si jugaba como siempre el Cuervo me iba a ganar. Si me arriesgaba a hacer otra cosa podía perder o ganar; pero si hacía lo de siempre iba a perder seguro. Imaginé que estaba corriendo en el Parque Centenario. Apretaba el botón disparador como un desesperado y pensaba en otra cosa. Las balas salían a la velocidad de la luz, pero yo apenas reparaba en ellas. En un momento, incluso, miré a los ojos al Cuervo. Cuando volví la vista a la máquina, vi el puntaje: superaba todos mis records. El número me asustó y perdí la última nave.

Era el tercer turno del Cuervo. No quería verlo, tampoco que me mirara. Inició el combate, me levanté y fui al PacMan donde jugaba Cristina. Mi hermana continuó con su buen comportamiento y no dijo una palabra.

Cuando regresé a ver cómo le había ido al Cuervo, la barra estaba juntando la plata. Me gustó ver cómo iban saliendo billetes de distintos colores de los bolsillos de sus camperas de cuero negro. Ya tenía el vuelto para mi papá.

En el camino de regreso, con Cristina, a casa, me pregunté si por ahí algún cataclismo estelar no habría hecho que pasara a formar parte de los afortunados, pero me contesté que no.

Durante el primer recreo de la mañana escolar del 20 de julio tuve la primera conversación importante con Aslamim respecto al caso Restive. La tarde del día anterior había derrotado al Cuervo y me sentía especialmente preparado para vivir situaciones extraordinarias y extraordinariamente pusilánime por hallarme con mi uniforme en el medio de un patio en el que brotaban sandwiches de salchichón.

—Lo del billete es un enigma complicadísimo —le dije a Aslamim—. No podemos hacer preguntas. Pero hay otra cosa rara sobre la que sí podemos averiguar.

—¿Otra? —preguntó Aslamim.

—Sí. ¿Te acordás que hablé con el gerente del banco Restive? Buenos, me dijo que un empleado, al que conozco y se llama Antonio, tenía gastroenteritis. Pero un colega de Antonio dijo que estaba enfermo de gripe.

—¿Y con eso?

—Uno de los dos miente.

—¡Por Dios, Tognini! —exclamó Aslamim—. ¿Qué querés inventar? Un empleado enfermo, gripe, gastroenteritis, qué importa, está enfermo y punto.

—No —dije. Y le expliqué todos mis conceptos acerca de la gripe, el resfrío y la gastroenteritis. Aslamim no se avenía a mis explicaciones, tuve que recordarle su situación en Venecia.

Esa misma semana terminaba la parte del programa de historia dedicada a Barbarroja y el Dux y, por consiguiente, nuestro juego.

—Lo primero que vamos a hacer es averiguar dónde vive Antonio —dije.

—¿Y el billete? —preguntó Aslamim.

—De eso no podemos hablar, es muy peligroso. Vamos a tener que permanecer quietos y callados, y algo aparecerá. Respecto del billete, confío en tu suerte; y para lo de Antonio, en mi empeño.

Sonó el timbre y entramos a la clase de Historia. Un preceptor vino al aula a explicarnos que el profesor Feuer se iba a ausentar por hepatitis. A mí me pareció bastante coherente que Feuer se enfermara de hepatitis, su piel era de tono pálido y todo él respondía al tipo de los delgados férreos, una estampa merecedora de respeto pero que muy difícilmente pudiese soportar un choripán.

Alguien comentó que la hepatitis era muy contagiosa y, como Feuer siempre escupía cuando hablaba, los de adelante debían hacerse revisar. Risas generales. En la hora libre conversamos con Aslamim sobre qué haríamos con el juego, puesto que Feuer podía llegar a guardar cama por más de un mes. Decidimos continuar con los mismos personajes y pactos, hasta que llegara el profesor suplente. El siguiente tema fue el domicilio de Antonio, a ambos nos parecía que averiguarlo era una tarea sencilla. Bastaba con decirle a alguno de los empleados que deseaba visitarlo; podían llegar a extrañarse del fervor de mi cariño, pero nada más.

En la clase de Geografía vimos la zona de la Pampa. Aslamim me comentó lo bien vestido que estaba el profesor Bárrales.

—¿Se estará por casar? —me preguntó.

—Sí —dije—. Con una montaña.

—O con el afluente de un río —agregó Aslamim.

—A ver, Aslamim, Tognini —dijo Bárrales— que están con ganas de hablar, qué me pueden contar del ganado vacuno en la zona que estamos viendo.

Cuando estábamos por incorporar otro 1 (uno) a nuestra provisión; como otro séptimo de caballería, nos salvó la policía. Un uniformado apareció en la puerta del aula, acompañado por la directora.

—Alumnos —dijo la directora—. El sargento aquí presente tiene que hacerles una pregunta importantísima. Por favor, colaboren con él.

El policía se adelantó un paso, como si fuera a jurar la bandera.

—Alumnos —imitó a la directora, se notaba que era tímido—. Quisiera saber si alguno de ustedes ha traído a la escuela, en la última semana, billetes de cincuenta pesos.

Un silencio unánime contestó que nadie. Es más, algunos de los presentes jamás habían visto tanta plata en un solo papel. Estaba seguro que de toda la clase más, de todo el colegio, solo dos alumnos teníamos algo que contestar, y nos quedaríamos callados. «Así que hay más billetes circulando en la escuela» —me dije— «o sea que Ignacio o algún chico denunció… pero… ¡Ignacio!». Ignacio sabía que yo le había dado el billete grande. Aunque fue él quien me dio el billete robado a cambio del billete honesto de mi padre, si el policía quería saber quiénes habían usado billetes de cincuenta en la última semana, ¿por qué no le pedía a Ignacio que reconociera al alumno? Por ahí Ignacio, que atendía miles de chicos por día, no se acordaba nada. O quizás recordaba que un alumno le había dado el billete, pero no el turno, ni el curso ni la cara. En ese caso ¿por qué no lo llevaban aula por aula para que me identifique? Estuve a punto de levantar la mano. Decir que había usado uno de esos billetes en la escuela me parecía el único modo de averiguar algo. Si estuviese en juego solo mi pellejo, lo habría hecho; pero temía que interrogaran a mi mamá y a mi papá, o a Cristina, a quien el interrogatorio le quitaría un montón de tiempo para «pensar en la facultad».

Así que metí la mano en el bolsillo y me puse a pensar divertido en la cara de terror que debía tener Aslamim. Debo reconocer que, de haber tenido un espejo, me habría divertido mucho más.

—Bien, alumnos —dijo el policía— la directora les va a dar la numeración de los billetes que buscamos. Aparte, avísennos de cualquier cosa que se enteren.

—Saluden al señor —dijo la directora.

Y tras nuestro saludo, se retiraron. Cuando el sargento estaba atravesando la puerta, el alumno Perales, a quien en la intimidad apodamos «el abuelo», dijo en voz más o menos alta:

—Yo tengo un boleto capicúa, ¿sirve?

Estoy casi seguro de que el policía escuchó el chiste, pero no encontró la multa o la pena adecuada para responderle.

Me había quedado callado para salvaguardar a mi familia, pero si me agarraban con el billete robado encima, iba a ser el culpable de que nos enjaularan a todos. Como fuese, no tenía idea de nada: quién había metido billetes robados en la escuela, quién los había denunciado. No sabía.

—Bueno —dijo Bárrales—. No creo que después de esta interrupción podamos seguir con la clase, deben estar desconcentrados.

Habíamos zafado del 1 (uno).

Eugenio Bárrales es petiso, de pelo negro y bigotito. Se nota que le gusta su materia. Nadie entiende cómo puede gustarle el suelo árido o arenoso, los cabos y las bahías dibujadas, pero eso lo hace más interesante. Y, por lo que nos contó, no sólo era interesante para nosotros.

—Alumnos —dijo—. Aprovecho este momento en blanco para comentarles: me caso. La semana que viene no nos vemos.

Aslamim me golpeó la espalda, excitadísimo por su predicción; todos aplaudimos.

—Tal vez falte por más de una semana —agregó Bárrales.

—Tómese su tiempo, profesor —le gritó el mentado Perales.

Bárrales sonrió y lo felicitamos con una rechifla carnavalesca.

—Soy un genio —me decía Aslamim—. Soy Tu-Sam.

Le cantamos a Bárrales la marcha nupcial mientras él, sonriente, nos hacía con las manos señas de que cantáramos más despacio.

En los dos años que llevo de secundario, no recuerdo un momento más ridículo y más hermoso. El clima de jolgorio alcanzó su expresión mayor con el timbre del recreo. El profesor se despidió por encima de nuestros gritos.

Me quedé sentado en el banco mientras todos salían al patio.

—Estoy a tus órdenes —me dijo Aslamim—. ¿Qué tengo qué hacer?

—Tenés recreo —le dije haciéndome el canchero. Realmente estaba disfrutando mi estadía en Venecia.

Aslamim salió. Quedé sólo en el aula. Pensé y pensé. Pensé que lo mejor era no pensar. Pensé en cómo había ganado al Gálaga.

«Otra vez conviene el riesgo», me dije. Saqué una hoja de mi carpeta. Escribí: «Ignacio: no creo que haya sido usted el ladrón. Pasaron por las aulas preguntando si alguien había visto uno de los billetes. Dije que yo había usado un billete de esa cantidad y usted me dio cambio. Traté de cubrirlo. Lo espero en la placita de Esmeralda y Avenida de Mayo. Y firmé: “el alumno que usted ya sabe”». Salí al patio, busqué a Aslamim, le pedí que le diera la carta a Ignacio y le dijera: «De parte de otro, a las siete de la tarde». Volví al aula. Teníamos Matemáticas. El profesor Rafaelli no se casaba ni padecía hepatitis, sin embargo, parecía nervioso… no era para menos, estábamos en un día especial. De Rafaelli se sabía que fumaba tres atados de cigarrillos rubios por día. Tres atados, así como lo leen. Él mismo lo reconoció. Es realmente una cantidad asustante. Rafaelli nos explicó un par de asuntos relacionados con «X igual a A» es divisible por alguna otra cosa y demás. Mientras no entendía nada, mi diversión consistía en fijarme si el paquete de cigarrillos vacíos que Rafaelli estrujaba y arrojaba desde cierta distancia al canasto de basura, entraba o no. Rafaelli convirtió el doble. Cuando estaba por explicar a qué se parecía «A multiplicado por B», se cumplió esa regla de oro por la cual a los 45 minutos de clase suena el timbre, era el último del día.

Al terminar el turno, nos hacen formar y caminar ordenadamente.

El propósito es que la alegría no nos haga salir corriendo como una tropilla de caballos. Ese día los preceptores se tomaron muy en serio su trabajo. Nos hicieron marchar a paso tortuga. Cada división delante de la otra, separadas a prudente distancia. No sé cuántos se habrán dado cuenta de la razón: en un costado del pasillo, casi escondidos, Ignacio y el policía nos miraban salir. ¡Ése era el momento en qué Ignacio, subrepticiamente, debía señalar al chico del billete! No lo miré. Nadie me detuvo.

De los nervios, no pude comer. Por suerte, en casa no había nadie para preguntarme qué me pasaba. A las siete tenía la entrevista con Ignacio, al lado del banco, eso me pasaba. A las cinco y media me encontraba con Aslamim en mi casa.

A las tres de la tarde, lamentablemente, cayó Cristina. Yo no podía hablar con nadie, todas las palabras de mi cabeza estaban preparadas para Ignacio. Cristina saludó y se fue para su cuarto. A eso de las cuatro, salió y me dijo:

—¿Qué te pasa que todavía no viniste a molestarme?

—No quiero que por mi culpa dejes de pensar en la facultad —dije.

—Facultad, facultad —dijo Cristina—. No sé qué hacer.

—¿Cómo? —pregunté.

—Que no sé si la voy a hacer —dijo Cristina.

—Ah, no, ah, no —grité yo—. Entonces tenés que hacer los mandados.

—Para, para la mano —dijo—. ¿No podes ser más maduro?

—¿Quién te enseñó esa palabra, un sicólogo o un agricultor?

—¿Querés que hablemos o no? —se enojó.

—Habla, habla —concedí.

—Bueno —se tranquilizó Cristina—. Por ahí quisiera irme de viaje.

—¿En qué colectivo? —pregunté—. Todos los días hacemos un hermoso viaje en colectivo. ¿Para qué más?

—No, tonto —dijo—. Irme lejos, cuando termine la secundaria. Estuve hablando con Pachi, mi amiga, podríamos ir juntas a Europa.

—Conozco a Pachi, tu amiga, la única forma de que se ponga los pies en la tierra es que viaje a la luna, siempre está en otro lado.

—No entendés —me dijo—. Sos chico. Pero a mi edad vas a ver que, antes de encaminarte, de sentar cabeza, vas a tener ganas de… de, no sé cómo decirlo.

—Pedile a Pachi que me lo explique —dije—. Lo que yo puedo decirte es que el tiempo que pierdas vagando no lo vas a recuperar. Te conviene seguir tu camino.

—No entiendo nada —dijo—. ¿Te vas a hacer cura? ¿Qué te pasa?

—Estoy tratando de que no seas una descocada —le dije—. Y si no pensás en la facultad, repito, anda a hacer mandados, como yo.

—¿Ah, es eso? Te da bronca hacer los mandados. Está bien, la próxima vez voy yo al banco y listo.

—¡No! —grité. Hablando en serio por primera vez en toda la charla—. Al banco voy yo.

—¡Anda dónde quieras! —me gritó enojada, metiéndose en su cuarto y cerrando de un portazo.

La verdad es que con mi discursito había pretendido vengarme por todas las veces que hice los mandados. Siempre me la había aguantado pensando que mi vida iba a ser más divertida, ¿y al final, qué, cada uno hacía lo que quería? Sonó el portero eléctrico, era Aslamim.

Imagínense cuan enojada estaría Cristina que ni siquiera abrió la puerta de su cuarto cuando llegó mi amigo.

—¿Preparado? —preguntó Aslamim.

—Nervioso —contesté yo.

—¿Querés que dejemos todo? —se esperanzó Aslamim.

—Ni en broma —dije.

De algún modo se hicieron las siete, y ahí estábamos, Aslamim, yo, e Ignacio, que llegó con toda puntualidad.

Nos saludamos escuetamente y fuimos directo al punto. Habló primero Ignacio y me sorprendió.

—¿De dónde sacaste ese billete robado? —preguntó.

—¿Qué billete? —repliqué.

—El que me diste a mí —insistió.

—Momento, momento —dije—. Vos me diste a el billete robado. Yo te di un billete sano, lo metiste en la caja registradora y me diste uno arrugado y con la numeración que da el diario.

—No entiendo —continuó—. Pensé qué…

—En primer lugar, ¿fuiste vos el que avisó a la policía que por la escuela circulaba un billete robado?

—Claro —dijo Ignacio.

—A ver —dije—. Contáme cómo lo descubriste.

—Ayer me diste el billete (todavía no me pagaste la gaseosa), llevé la recaudación a casa y se la di a mi esposa para que la pusiera en nuestra cuenta bancaria. Hoy a las 10.30 llamó mi esposa desesperada desde el banco, diciéndome que le encontraron un billete robado. A la media hora, ya estaba el sargento Reynoso en la escuela.

—¿Cómo se llama?

—Reynoso.

—Bueno, ¿y qué más?

—Nada. Nos revisaron, confiaron en nosotros. Pero con tu carta pensé que quizás estaban tejiendo una trampa. ¡Y yo no hice nada!

—Lo sé —dije—. Tenemos dos billetes robados uno me lo diste a mí, y el otro te lo quedaste en la caja registradora. Como yo fui el único que ayer te dio un billete tan grande, pensaste que era ése. Pero ya lo tenías. ¿O alguien más te dio un billete ayer?

—No, yo tenía tres billetes. Me acuerdo. Vos fuiste el único.

—¿Y entonces? ¿Cómo llegaron ahí?

—Qué se yo. Hay un montón de posibilidades. A veces los distribuidores de gaseosa, de fiambre, me piden cambio y me dan uno de esos billetes. Pero lo seguro es que ayer tenía tres de esos billetes y solo cambié el que te di a vos. Así que antes del cambio, tenía dos billetes robados y uno bueno.

—¿Y por qué, si pensaste que te lo había dado yo, no me denunciaste de inmediato?

—Casi no te había mirado. Sabía que me habían dado un solo billete; pero chicos, atiendo mil por hora. Me acordaba que eras del turno mañana y nada más. Y como ni siquiera era seguro que me lo hubieses dado, la directora sugirió que no fuéramos en búsqueda policial aula por aula sino que hiciéramos un reconocimiento cuando salieran. ¿Qué te dijo el policía?

—Me dijeron que vos podías ser uno de los culpables —mentí—. Pero con muy pocas probabilidades.

—¿Y ahora, qué hago? —preguntó desconsolado.

—Olvídate de todo —aconsejé—. Ya la policía se va a encargar.

—Bueno, ¿vamos? —dijo Aslamim.

—Sí —dije—. Al Banco. Ignacio, gracias por todo. Nos vemos mañana en el colegio.

—No entiendo —dijo Ignacio—. ¿Para qué me sirvió este encuentro con vos?

—Para que sepas: los únicos alumnos que saben algo del tema, están de tu parte.

Y así nos despedimos de Ignacio.

Mientras la policía investigaba a los proveedores de Ignacio y a los profesores, Aslamim y Tognini entrábamos en el banco Restive a preguntar por la salud de Antonio.

Entré al banco, por vez primera me dirigí a la ventanilla sin hacer fila. Aslamim, según mis instrucciones, abordó a Teresa, y yo encaré a Rafael. A los pocos minutos de charla con Rafael, intuí que no iba a sacarle nada. Aslamim me estaba esperando afuera.

—¿Cómo te fue? —le pregunté.

—Bien —dijo Aslamim sin inmutarse—. Le dije a la chica que era un sobrino marplatense de Antonio y que hace ocho años no lo veo. Me dijo: «Está enfermo, no sé muy bien de qué, pero no es grave». Y me dio el teléfono. Le pedí la dirección, pero no la tenía.

—Mira que bien —dije—. Muy bien.

—No entiendo a qué vino tanta intriga —dijo Aslamim—. Si me dio el teléfono enseguida.

—Sí —reconocí—. Si el teléfono que te dio es verdadero, quizás exageré las cosas y no había secreto, solo una confusión. Pero… vamos a llamar.

Entramos a un bar con teléfono público, en Avenida de Mayo y Salta. Llamamos. «Hola», dijo una voz. Yo estaba por decir «hola», cuando la voz siguió: «Éste es el contestador automático de Antonio Masgabardi, después de la señal, deje su mensaje, gracias».

Además de que no me gusta hablar con contestadores automáticos, las cosas no estaban como para andar dejando mensajes. Tenía un billete robado en mi bolsillo y eso exigía entrevistas cara a cara.

—¿Y? —preguntó Aslamim.

—Antonio Masgabardi no está en casa —informé.

—¿Qué hacemos?

—Esperamos y volvemos a llamar —dije.

Eran las ocho de la noche y queríamos dejar pasar por lo menos dos horas antes de volver a intentarlo.

—Hagamos un jueguito electrónico —propuse.

—Uh —se quejó Aslamim—. ¿No se te ocurre otra cosa?

—No —le dije—. Pero hace lo que quieras, y pásame a buscar por FlashBack a las diez.

—Mejor te acompaño —dijo Aslamim.

—Espera que llamo a mi hermana.

Puse la ficha, disqué y contestó Cristina.

—¿Hola, Cristinita? —dije.

—Sí —contestó ella, de mala gana.

—Habla tu hermanito querido. Hoy no te hablé del todo bien, lo reconozco.

—Bueno, chau —dijo Cristina, y cortó.

Volví a poner la ficha y a discar. Cristina volvió a atender, eso equivalía a una reconciliación.

—Cristina —dije—. Te compro diez fichas de PacMan.

—Once —dijo Cristina.

—Que sean once —acepté—, ¿amigos?

—Hermanos —dijo ella.

—Te espero en FlashBack dentro de 15 minutos.

Cuando corté, no sabía de dónde iba a sacar la plata para las fichas.

—Aslamim, ¿me podes prestar plata hasta mañana?

—¿Cuánta? —preguntó.

—Como para comprar once fichas de PacMan.

—Más o menos, es todo lo que tengo —dijo.

—Yo tengo mucho más —dije tocando el bolsillo de la mochila que contenía el billete—. Pero no sirve. Y no podemos gastar toda la plata que tenemos, necesitamos viajar en colectivo y otros viáticos.

Tomamos el subte, hicimos una gran cantidad de combinaciones y nos bajamos en FlashBack. Cristina nos estaba esperando junto al PacMan, mirando cómo jugaba una morocha de pectorales atléticos que sabía de qué se trataba. Miré a Cristina, y antes de que nos viera, pensé con amargura en que no había resuelto el tema de la financiación de sus once fichas. Caminamos hacia mi hermana. Junto a la puerta, el Cuervo y su barra, como esos momentos de un montón de imágenes.

—Hola —me saludó Cristina, y con la misma palabra, de reojo, a Aslamim.

Aslamim se acopló a un flipper, la morocha destacada estaba por perder su tercera vida. Esa chica me llamaba mucho la atención, no sólo por lo bien que le quedaba la ropa en la parte de adelante. Desde ya les aclaro que nunca pasó nada con la morocha que estoy describiendo, simplemente quiero decir: si bien afirmé que la humanidad se compone dé una serie previsible de géneros de personas, más de una vez hay chicas que me hacen dudar al respecto.

A la morocha se le terminó el juego y se fue como una oportunidad. Cristina me sonrió, dispuesta a tomar los mandos del PacMan, y me vi en la obligación de hablarle:

—Cristina… las fichas ¿pueden ser para mañana?

—¿Cómo?

—No tengo plata.

—Para qué me lo ofreciste, ¿para qué me dijiste que venga? —Pensé que…

—¿Y el billete que tenías ayer, el que le apostaste al Cuervo? —mi hermana, cuando se enoja, no te deja terminar las frases.

—No lo puedo usar —dije.

—¿Por qué?

—Porque…

—Si te querías reconciliar me lo hubieses pedido, no hacía falta que mintieras.

—No te mentí. Me equivoqué. El billete no puedo usarlo.

—¿Por qué? —repitió Cristina.

Me molestaba que Cristina estuviera tan quisquillosa; después de todo, pese a mi mala voluntad en la charla, la había salvado del Cuervo. Además, no podía decirle lo del billete y no se me ocurría una mentira. ¿Qué le iba a decir, que era para comprarme un pulmotor? Ese billete era para mí lo que para Robinson Crusoe significaban sus billetes en la isla: no le servían para comprar cosas, pero eran imprescindibles para encender el fuego.

—Está bien —le dije—. Te mentí, me fui deboca.

Entonces Cristina hizo algo que confirma mi descripción de ella: es una persona interesante, pero puede escoger las peores amistades.

Muy enojada, salió del PacMan y fue derechito hacia el Cuervo. Y de modo que Aslamim y yo pudiésemos escucharla, le dijo:

—Te acepto las fichas que me ofreciste.

El Cuervo, con una sonrisa longitudinal como su pico, sacó del bolsillo una bolsa de nylon llena de fichas y acompañó a Cristina al PacMan. Aslamim seguía inmutable en su flipper.

Yo no podía soportar eso. Había sudado la gota gorda para salvarla, y ahora se entregaba sola a las garras de la desgracia. Me apersoné en el PacMan y le grité:

—¿Qué haces, tarada? Yo me juego todo para que no te molesten, y vos te haces amiga.

El Cuervo gritó. Sus ojos eran los dos vértices que contenían el segmento del triunfo y el desprecio. Pensé que esta vez sí me podía reventar a pinas.

—Ya ves —me dijo—. Al final, te gané.

—No —dije—. Te gané yo. Los que perdieron son vos y ella.

—No, no, no —dijo el Cuervo—. Yo soy de los ganadores. Vos, por ahí, con mucho esfuerzo, podes ganar algún partido, pero estamos en distintas categorías. Es como si Deportivo Italiano, en un amistoso le ganara a River. ¿A quién le importa?

Me sorprendió ingratamente que un ser repelente como el Cuervo estuviera más o menos al tanto de mi teoría, y la aplicara con tanta coherencia.

—¿Qué pasa? —dijo Aslamim acercándose, dispuesto a defenderme.

—Nada, nada —dije. Pero la lealtad de mi amigo me infundió valor—. Te gané, Cuervo, y puedo volverte a ganar.

—¿A qué, al Gálaga? Puede ser. Pero jugábamos por eso —señaló a mi hermana jugando al PacMan—. Y aquí la tenés.

—Te gano en resistencia —le dije.

—¿A qué? —preguntó. Y apretó los puños.

—Puedo dar más vueltas al Parque Centenario que vos y toda tu barra.

El Cuervo miró el cigarrillo que le colgaba de la mano izquierda.

—¿Corres más rápido que yo? —preguntó con sorna. Era un terrible grandulón pero, ya dije, adicto a los desafíos.

—De acá a la esquina no —dije—. Pero en vueltas al Parque, te gano.

—Dame una semana para que me desintoxique —dijo mirando otra vez el cigarrillo—. ¿Por qué jugamos?

—No sé —dije—. Por algo que «realmente» valga la pena.

—El viernes de la semana que viene hay un baile en el club Maldonado. Si gano —dijo el Cuervo— tu hermana me acompaña.

—¿Y si perdés?

—Decí vos.

—Si perdés, no venís nunca más a FlashBack.

—No —dijo el Cuervo—. Eso no.

—Bueno, cuando yo entro, te vas.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el Cuervo.

—Toda la vida.

—Bueno —aceptó.

—¿Vos estás de acuerdo? —le preguntó a Cristina, que estaba poniendo otra ficha.