Tilt

Pese a las justificaciones y resignaciones, y a la sana aceptación de mi vida cotidiana, lo cierto es que una vez abandonado el caso quedé como los flippers cuando hacen «tilt». Detenido, suspendido, congelado. Imagino que ustedes estarán más interesados en saber cómo terminó todo aquel asunto del Restive y el sable que en mi regular concurrencia a la escuela a partir del día de mi renuncia a la investigación. Pero tengo ganas de contarles que el alejamiento del enigma me sumió en una existencia especialmente sobria. Ir al secundario, charlar con Aslamim, merendar, mirar la tele o ir al cine, dormir. Como no quería ver al Cuervo hasta el día del desafío, dejé de ir a FlashBack. La relación con Cristina se mantuvo en el hibernadero de la indiferencia; los saludos de rigor y ni una palabra sobre la carrera. Hacía esfuerzos para creer que era yo el enojado con ella. La miraba deseando que me pidiera perdón para por fin acariciarle el pelo, consolarla y ser su verdadero héroe. Los hermanos no pueden quererse como novios, pero muchas veces se pelean como esposos.

Al poco tiempo llegó el suplente de Historia, avanzamos en el programa y se acabaron los esclavos. Todo este vertiginoso retorno a la normalidad era para mí, paradójicamente, como un licor con el cual olvidar mis momentos de gloria. Si hubiese tratado de reemplazar la emoción del caso Restive con algún otro estímulo, solo hubiese muerto de nostalgia; en cambio, el efecto somnífero de la monotonía me ayudaba a digerir mi decisión de abandonar la búsqueda. Pues bien, no pude vivir el final de esa historia, pero nadie me va a privar del placer de contárselas.

A los seis días de mi renuncia al caso, la noche anterior a mi carrera con el Cuervo, a eso de las ocho y media, un llamado telefónico interrumpió el mejor capítulo de El agente 86, que estaba disfrutando cómodamente despatarrado en el sofá, en calzoncillos y comiendo chizitos. Mis padres estaban trabajando y mi hermana estudiando en su pieza, me levanté de mala gana y, sin bajar el volumen de la tele, mirando la pantalla de reojo, atendí el teléfono.

—¿Hola? —dije.

—Hola, Miguel Ángel —contestó la voz de Antonio.

—Esto no es un contestador automático —dije con voz mecánica—. Usted está hablando con el auténtico Tognini.

Antonio se rió y dijo:

—Hoy a la noche se entrega el sable.

—¿Qué? Espera.

Apagué la tele justo cuando Maxwell y el jefe entraban al Cono de Silencio.

—Te escucho —dije.

—No te voy a contar nada por teléfono —contestó Antonio—. Vos y Aslamim están invitados a la ceremonia donde el señor Porta entregará el sable a las autoridades del Instituto Sanmartiniano. Es a las 9 en el Hotel Figueroa, en la esquina de Florida y Corrientes.

Corté y llamé a Aslamim. Le pasé el dato. A las nueve estuvimos los dos en la puerta del Hotel Figueroa. Flor de hotel. Un portero nos preguntó quiénes éramos.

—Miguel Ángel y Guillermo —dije.

El portero nos miró sin interés ni ganas de permitirnos pasar.

—Aslamim y Tognini —dijo Aslamim.

Entonces se abrió la cara del portero, hizo una leve reverencia y nos invitó:

—Pasen.

Entramos por esa alfombra roja acolchada y nos dirigimos a la escalera que conducía al salón de actos.

—Tendríamos que haber traído corbata —dijo Aslamim cuando divisamos los primeros fracs.

—O barba —sugerí yo.

En el salón, al lado de una mesa con canapés de palmitos y arrolladitos bañados en chocolate, divisamos a Antonio. Más lejos, atacando una jarra de jugo de naranja, sonreía el señor Porta.

Antonio vino hacia nosotros con los brazos abiertos. Nos saludamos y fuimos hacia la mesa de los sandwiches de miga simples, donde había menos gente.

—Bueno —le dije a Antonio—. Hablá.

—Sírvanse un sandwichito —sugirió Antonio—. Es una historia larga.

Aslamim capturó uno de jamón y queso, yo solamente me serví un vaso de agua mineral. Antonio comenzó:

—En el último encuentro les dije una pequeña mentira, y ahora voy a remediarla con una gran verdad. La mentira fue que abandonaba la búsqueda del sable; y la verdad, que solo ustedes van a saber, es cómo se resolvió esa búsqueda.

La mesa donde estábamos se vació. Una señora se acercó en busca de algún bocadillo extravagante, pero al ver solo discretos sandwiches de miga, se alejó decepcionada. Antonio hizo una pequeña pausa para que apreciáramos el armado de su frase y continuó:

—Después de seguimientos, registros de pasajes de trenes y de aviones (ayudado por las conexiones empresarias del señor Porta; no saben lo rápido que puede averiguarse todo por computadora), descubrí que el viaje de Rafaelli a Mendoza era cierto. Había sacado un pasaje de tren. Yo tenía muchas dudas sobre la implicancia de Rafaelli, pero como era mi única pista y en Buenos Aires no encontraba nada, decidí arriesgarme a perder el tiempo en otro lado. Tomé su mismo tren. Cuando llegamos a Mendoza, lo seguí. Se hospedó en un hotel de la capital: Viñas. Los dos primeros días pensé que me había equivocado. Se anotó en un tour de excursiones de la empresa Mendosol y paseaba como un turista más. Desayunaba, visitaba sitios intrascendentes, volvía al hotel, jugaba al billar, hablaba con los demás turistas (incluso comenzó a acercársele a una mujer madura) y se iba a dormir cansado de los paseos, como todos, como yo. El tercer día a la mañana, ya tenía preparada mi valija, descreído, para volverme a la capital en el tren que salía a las siete de la tarde. Para ese día había organizada una excursión al cerro Los Penitentes. Es un cerro con forma de catedral gótica, y nieve, donde los que no tienen nada que hacer van a esquiar, y los que aún tienen menos que hacer van a mirar cómo esquían los primeros. Para eso hay instaladas canchas (¿o pistas?) de esquí y aerosillas. El cerro tiene una altura de 4351 metros sobre el nivel del mar y…

—Para —lo interrumpió Aslamim—. ¿Vas a darnos una clase de geografía?

—De geografía y de historia —aseveró Antonio.

—Vamos al punto —le pedí.

El salón quedó en silencio. Por parlantes, una voz anunció que «en sencillo pero emotivo acto» el señor Porta entregaría el sable. Antonio nos desplazo hacia un rincón oscuro.

—El cerro Los Penitentes es importante —continuó—. Según el folleto que me dieron «está enmarcado en un panorama de excepcional belleza», pero el cerro en sí es roca pelada y nieve. Bien, la excursión salía del hotel a las once de la mañana y regresaba a las cinco y media de la tarde. Yo prefería pasar mi último día en Mendoza, recorriendo la ciudad, que entre tantos paseos no había podido conocer. Con ese propósito, las valijas ya arregladas en mi habitación y el desayuno consumido, salí del hotel a las diez de la mañana. Rafaelli estaba en el umbral del hotel conversando con tres hombres y la mujer madura. Charlaban tranquilamente, moviéndose en el lugar para no tomar frío y mirando la calle despoblada. De pronto por la misma calle, hasta el momento desierta, aparecieron dos hombres; ambos miraron a Rafaelli y uno de ellos alzó la mano. Rafaelli saludó a los dos con un ademán de reconocimiento; la mujer y los tres hombres que charlaban con él, no los saludaron. Los dos hombres siguieron de largo. Me quedé quieto, abandoné mi paseo por la ciudad. ¿Quiénes eran esos dos hombres que Rafaelli había saludado y los demás no? No eran del tour ni el hotel. Yo podría haberme quedado tranquilo, no había nada de extraño en ese saludo y tenía el pasaje a Buenos Aires. Pero, no sé, esos dos me alteraron.

Antonio estaba hablando despacio para no contrastar con el silencio del salón, cuando lo interrumpí con voz destemplada, un anciano se dio vuelta y me miró reprobadoramente.

—¿Cómo eran esos dos? —pregunté.

—Bueno, uno era alto —dijo Antonio— muy delgado, de pelo rubio clarísimo y cara inteligente.

—Feuer —dio Aslamim—. Ulises Feuer.

—Yo te voy a decir cómo era el otro —le dije a Antonio bajando la voz—. Petiso, de pelo muy corto y bigotito.

—¡Exacto! —saltó Antonio, provocando otra mirada amonestadora del anciano.

—¿Cómo saben? —preguntó Antonio.

—Seguí contando —dije con displicencia.

—Entré al hotel, subí a mi cuarto y me dije: «Voy a darle una oportunidad más a Rafaelli de demostrar que está implicado. Durante el paseo, lo abordo y le hablo. Si no descubro nada, me vuelvo». Dejé paga la cuenta del hotel y me anoté en la excursión. Si descubría algo, perdía el pasaje en tren. Subimos al micro, Rafaelli no me dio oportunidad de sonsacarle nada. El viaje en micro lo compartió con la mujer madura, y el viaje en el par de aerosillas hasta la cima del cerro, también.

El acto formal había terminado. El gerente estaba siendo saludado y palmeado por amigos y notables. La gente se dispersó por todo el salón y nos vimos rodeados. Antonio hizo un ademán de despedida al señor Porta, quien contestó con una sonrisa y me echó una mirada enigmática, entre cómplice y agradecida, que representó toda la recompensa a mi gran ayuda. Los tres salimos del hotel y agarramos por Florida derecho, para el lado de Santa Fe.

—Llegamos a Los Penitentes —dijo Antonio a plena voz, en el aire frío de Buenos Aires de julio—. Subimos a las aerosillas hasta el complejo de pistas de esquí. Allí el guía nos mostró las caras que, a lo lejos, formaban las rocas de las montañas, nadie veía nada, pero todos asentían.

—Como con las constelaciones —opinó Aslamim—. Ésos que te dicen: «mira como se ve clarito que esas estrellas forman un oso», y vos sabes que no lo ve ni el que te lo muestra.

—Lo mismo —asintió Antonio—. El guía éste se sabía de memoria todas las constelaciones rocosas y nos aburría mortalmente, pero tuvo una frase que me electrizó, dijo: «No sé exactamente por dónde, pero Los Penitentes fue uno de los puntos que atravesó San Martín en el cruce de los Andes». Luego de esa información, que para la mayoría pasó desapercibida, nos llevó a la confitería del lugar. Rafaelli y su compañera compartieron la mesa y se tomaron las manos. Yo me senté sólo y pedí un chocolate caliente. Me hubiera gustado compartirlo con ustedes, se los juro. Cuando cada cual hubo engullido lo suyo, el guía nos invitó a salir, para mostrarnos no sé qué cosa. Rafaelli se disculpó ante su acompañante llevándose una mano a la cintura: que hiciera ella el paseo, a él le dolía la espalda y prefería esperar en la confitería. Ella quiso acompañarlo en su desgracia, pero él le pidió que se divirtiera. Cuando la mujer por fin accedió a divertirse y salió de la confitería tras el resto de los turistas, me apropincué para abordar a Rafaelli en su mesa. Pero tampoco me fue posible. Ni bien el grupo de turistas se alejó lo suficiente, Rafaelli levantó la mano y llamó al mozo. Pagó de inmediato la cuenta y, con la cintura en perfecto estado, salió de la confitería, caminando en dirección contraria a los turistas.

Sin que Antonio parara de hablar llegamos a esa plaza hermosa que hay en Florida y Santa Fe. Aunque no era muy tarde, diez y cuarto de la noche, el frío la había dejado desierta. No sentamos los tres en un banco, Antonio en el medio; la luz más cercana estaba a unos veinte metros.

—Yo caminé en la misma dirección de Rafaelli. El cerro Los Penitentes no es un dechado de civilización. Salvo el sector de esquí, aerosillas y confitería, el resto es un descampado nevado, rocoso y desconocido. Por ese desierto blanco y gris, que los guías no desaconsejan porque a nadie se le ocurriría meterse, se metió Rafaelli.

—Mirámelo vos a Rafaelli —dije— con sus tres atados diarios.

—Y no sólo mostró resistencia física, también coraje —dijo Antonio, incluyéndose en el reparto de virtudes—. El guía había hablado de pumas. Pumas que, según él, rehuían al hombre. Me costaba creerlo. Rafaelli chapoteaba en la nieve, agarrándose a las salientes de roca para no caer, muy atento a cada paso. Tan atento que no me veía ni escuchaba.