En el segundo recreo de la mañana le di franco a Aslamim y me quedé mirando profesores por el pasillo. Es una de mis ocupaciones favoritas cuando no tengo nada que hacer: miro profesores y trato de adivinar cómo son sus vidas fuera de la escuela.
Estaba en eso cuando se me acercó Ignacio.
—¿Qué me contás? —dijo Ignacio.
—No sé —dije—. Decime vos.
—Acompáñame al buffette —dijo—. Dejé un chico atendiéndolo y ya debe haber hecho desastres.
El buffette era un cuartito con un mostrador que daba al patio, atiborrado de sandwiches de fiambres deconocidos y salchichón.
—Suena raro —dijo Ignacio—, ¿quién va a dejar un millón de dólares en un tacho de basura?
Me ofreció un rico sandwich de salchichón.
—No, gracias —dije—. Del gato me gusta solo la pata.
Ignacio trató de reírse y quedamos los dos en silencio.
—Bueno, ¿qué pensás? —insistió.
—Escuchame —le dije a Ignacio—. ¿Vos fumas?
—Sí —dijo Ignacio, y se llevó la mano al bolsillo anterior de la campera, como para convidarme.
—Yo no —lo paré—. Te pregunté para explicar una teoría, la vas a entender mejor. El profesor de Matemáticas dice en el diario que tiró el paquete vacío con el encendedor adentro. Ahora bien, yo he visto fumar a Rafaelli. Saca el último cigarrillo del paquete, se lo pone en la boca, lo enciende, estruja el paquete vacío y trata de embocarlo en el canasto. Veo fumar a Rafaelli desde primer año; de Matemáticas no aprendí mucho, pero puedo decirte de memoria la cantidad de dobles que lleva convertidos: nunca dejó de estrujar el paquete antes del tiro. Además, siempre enciende el cigarrillo antes de tirar el paquete. Hay un 99 por ciento de posibilidades de que esté mintiendo.
—Te regalo la gaseosa —dijo Ignacio pensativo.
Sonó el timbre para volver al aula.
—Creo que estás exagerando —dijo Ignacio—. Puede haber pasado como él dice. Tenés ideas raras, pero te escucho, porque eso del millón en el tacho es más raro que tus ideas.
En el aula, Aslamim dijo haberme visto hablando con Ignacio y preguntó si había averiguado algo. La profesora de Instrucción Cívica dijo que no hablemos en clase.
—Tendríamos que hablar con el de Matemáticas —siguió Aslamim, en voz baja.
—Sí —dije yo en voz alta—. Ahora mismo.
La profesora me miró furibunda y ordenó que saliera del aula; no castigó a Aslamim, ¿le gustaría?
Salí del aula pensando que muchas veces el rigor en una tarea requiere de indisciplina en otras. Me dirigí a la sala de profesores, Eliseo Rafaelli estaba recogiendo sus últimas cosas, se iba a Mendoza. Tenía un cigarrillo en la boca.
—Lo felicito —le dije.
—¡Hola! —se asombró—. ¿Por qué no está en clase?
—Me echaron —contesté.
—Hizo lío —se rió—. Bueno, haga de cuenta que no existo, estoy de licencia.
—No —le dije—, algo más que lío. Me echaron porque hice este machete. —Y le mostré el billete robado.
—A ver ese billete —dijo. Y me lo arrebató de las manos. Miró la numeración—. ¿De dónde lo sacaste? —preguntó.
—De un tacho de basura —dije.
—Ah —sonrió—. Déjamelo que se lo llevo a la policía. —Y se lo guardó en el bolsillo.
—Está bien —dije—. Si usted se lo da a la policía, me voy. —Llevé mi mano izquierda al picaporte, veía en el vidrio de la puerta el reflejo del profesor que se volvía hacia su maletín para terminar de guardar sus cosas; inmediatamente, siempre mirando hacia la puerta como para salir y escrutando al profesor por el vidrio, tiré mi mano hacia el bolsillo de Rafaelli, apreté todos los papeles que contenía y la saqué.
Cuando giré hacia él, tenía en mi puño el billete, un prospecto médico y el vale de una tintorería. Guardé el billete nuevamente en mi bolsillo y le di sus dos papeles.
—¿Pero qué hace, alumno? —me gritó cuando se repuso.
—Lo que usted me pidió… hago de cuenta que no existe.
—¿Quiere que lo echen? —dijo. Y, muy enojado, se sacó la colilla de la boca, se puso un nuevo cigarrillo, el último, lo encendió, estrujó y tiró el paquete.
—¿Ve? —dije—. Así es como hace siempre. Enciende el último, estruja el paquete y lo tira.
—¿Y? —preguntó, listo para irse.
—A la policía le dijo otra cosa.
—¿Qué dije? —Creo que realmente no sabía de qué le hablaba.
—Lo que salió en el diario —dije—. En el recuadro dedicado a usted.
Abrió su valijín y sacó el recorte, y leyó el recuadro.
Mientras lo leía, dije:
—Si estruja el paquete, siente el encendedor; si enciende el último cigarrillo, no vuelve a meter el encendedor en el paquete vacío.
Cuando terminó de leer sus propias declaraciones, algo le cambió en la cara; no se puso pálido, fue como si se hubiera agarrado los dedos con una puerta de goma espuma: no hace nada, pero es una agarrada de dedos.
—Ah —dijo—. Entiendo. Es el periodismo. Les gusta ser minuciosos y entonces inventan cosas pequeñas. Pero lo importante es que encontré la plata y la devolví. Bueno, chau —dijo.
Yo tenía un gran problema: el profesor no tenía por qué quedarse conmigo. No podía retenerlo.
—A mí me interesan las cosas pequeñas —dije antes de que cruzara el marco de la puerta.
—Me alegro, me alegro —dijo alejándose.
Tuve que gritar y arriesgué:
—Como el sable corvo de San Martín.
Lo paré en seco. Fue como si le hubiesen dicho que Pitágoras estaba equivocado.
Se dio vuelta y me miró.
—Esas cosas pequeñas —repetí—. Me interesan. Me interesa saber cómo se tira un paquete de cigarrillos, cómo se levanta. Trato de imaginármelo a usted metiendo su cabeza en ese inmundo tacho solo para buscar un encendedor, sacando la bolsa inmensa y llevándola hasta la policía…
Entró a la sala de profesores y cerró la puerta tras de él.
—Alumno —dijo, puesto en profesor otra vez—. Me quiero ir a Mendoza, a disfrutar, me lo merezco. Dígame lo que quiere y déjeme ir.
—No sé —dije—. Realmente no sé lo que quiero. Un amigo mío dice: «Conseguir lo que uno quiere, aunque cueste años, se consigue. Lo difícil es saber qué quiere uno».
—Alumno —insistió—. Me quiero ir a Mendoza.
—¿A qué parte de Mendoza? —pregunté, y agregué—. No creo su historia del encuentro del millón. No creo que la haya inventado el periodista.
—Bueno —dijo cansado— Tognini, Miguel Ángel Tognini. Suponga que yo robé esa plata. Me arrepentí y la devolví, qué más. Por supuesto, esto es una hipótesis para tranquilizarlo.
—Lo sé —dije—. Pero yo soy como usted, que fuma tres atados diarios, con el agravante de que no fumo, estoy intranquilo todo el tiempo. Ahora estoy muy intranquilo, pero no por el millón de dólares, me gustaría saber a qué parte de Mendoza se va.
—Me voy —dijo. Abrió la puerta y se fue. Sonó el timbre del recreo.
Me encontré con Aslamim.
—Vení —dijo—. Acompáñame a fumar un pucho al baño.
—Deja —dije—. No quiero ver más puchos.
—¿Qué hiciste durante la clase de Cívica? —preguntó.
—Descubrí todo —dije.
—¿Cómo? ¿Qué?
—Los ladrones del banco tienen un contacto con la escuela.
—¿Quién?
—Creo que el de Matemáticas. Pero no lo veo muy involucrado. Más bien parece que lo usaron. Cuando le empecé a hablar de lo importante, se fue asustado.
—Tognini, vos estás loco. Estás superando los límites de nuestro juego.
—Los límites de nuestro juego son la cancha de Huracán y hacerse la rata —dije—. Además, vos estás mostrándote muy interesado últimamente.
—Hay que llamar a Antonio y contarle todo —certificó Aslamim.
Al final de ese día de clase llamamos a Antonio. Estaba el contestador. Le dejamos dicho que nos pasara a buscar por el bar La Opera, en Corrientes y Callao, hasta las diez de la noche; después de esa hora, si no aparecía, volveríamos a llamarlo. Cuando estuvimos sentados en el bar, Aslamim dijo:
—¿Y si no nos podemos comunicar con Antonio?
—No sé —dije.
—Es importante que hablemos hoy con él —dijo Aslamim—. Hay que evitar que se nos adelante el de Matemáticas, ya sabe que sabemos.
—Tenés razón —dije—, ¿pero qué podemos hacer?
—Como está investigando para el gerente —dijo Aslamim—. Debe verlo más o menos diariamente. Podes decirle al señor Porta que necesitas urgente el testimonio de Antonio para terminar la composición, y dejarle un teléfono para que te llame.
—Es peligroso para Antonio, el gerente puede sospechar que nos contó algo —dije.
—No creo —dijo Aslamim—. Y es la única que tenemos, hay que hablar con Antonio hoy mismo.
El Restive cierra a las ocho, y son las siete y media.
—Ya lo sé —dije—. Voy para allá.
Salí. Palpé mi bolsillo, saqué un fajito de billetes, los conté y paré un taxi. Me recliné en el asiento y dije sin mirar al chofer:
—Al Banco restive en Bartolomé Mitre y Esmeralda.
Cualquiera hubiese pensado que yo era un gran accionista camino a cerrar una operación.
Cuando bajé del taxi, con solo mirar tras el vidrio del banco, quedé patitieso: Antonio estaba en su ventanilla, trabajando.
Entré con los ojos duros.
Rafael me dijo:
—Ahí lo tenés a tu amigo, ya se recuperó. ¿Qué venís a pagar?
—La luz —dije—. Vengo a pagar la luz.
—Bueno —dijo Rafael—. Dame la boleta.
Metí la mano en el bolsillo y, sin demasiado disimulo, dije:
—Me la olvidé.
—¿Y? —preguntó Rafael.
—¿Qué tal, Antonio? —saludé y agregué a Rafael—. Estaba con un amigo en un bar, dejé la mochila ahí, con la boleta adentro. Es La Opera, en Corrientes y Callao, ¿te parece que si voy a buscarla y vuelvo, llego antes de que cierren?
—No —dijo Rafael. Miró el reloj— ya cerramos.
Me despedí y salí. A las ocho y media, Antonio estaba en bar.
Aslamim le preguntó antes que yo:
—¿Qué pasó? ¿Por qué volviste al trabajo?
—Se acabo —dijo—. El gerente prefiere la culpa al desprestigio. Hasta el momento, confiábamos en que los ladrones no supieran lo que tenían entre manos, entonces bastaba con buscarlo. Pero ahora es obvio que querían robar el sable. Lo van a cuidar, lo van a esconder. Para encontrarlo, hace falta informar a la policía.
—¿Te abrís, entonces? —pregunté.
—Nos abrimos, todos, ustedes también —dijo.
Para no discutir, dije:
—De todos modos, intercambiemos datos. Como muestra de buena voluntad, empiezo yo: el profesor de Matemáticas está implicado.
—¿Qué?
—Así nomás. Pero yo creo que no es importante su participación.
—¿Por qué? —preguntó Antonio.
—Antes de que des tu explicación —dijo Aslamim—. Déjame decir algo: yo también creo que no es importante, pero por otro motivo. Rafaelli jamás se movió de Matemáticas, estoy seguro. No le interesa otra cosa. Los cigarrillos, quizás, pero tampoco, porque los fuma sin prestarles atención. El de Matemáticas no se metería de lleno en nada que no fuese lo suyo. Y el sable corvo de San Martín no es su materia.
—Claro —dijo Antonio—. El sable es de Historia.
Aslamim y yo nos quedamos igualmente callados. Así como a veces pasa que uno dice la misma palabra al mismo tiempo que un amigo, en esta ocasión hicimos el mismo silencio.
—Pero para un robo hacen falta muchas cosas —siguió Antonio—. Él podría estar vinculado a los cálculos matemáticos. También hay que conocería zona.
—¿Qué más? —preguntó Aslamim.
—En este caso —dijo Antonio—. Basta con esas tres cosas: conocer el valor histórico del sable, saber dónde está ubicado, y, bueno, los horarios, la combinación, lo entiendo, hace falta que alguien saque los números. Pero ¿la zona? Basta con saber en qué pared está el sable, dónde está el banco.
—Es cierto —dijo Antonio—. Sobre todo habría que tener conocimiento histórico, para saber qué fue esa casa antes de ser banco.
Me agarré la cara, más precisamente el mentón.
—Bueno —dijo Antonio—. ¿Y por qué pensas entonces que no es protagónico el papel del de Matemáticas, en caso de que esté implicado?
—No sé —dije—. Ahora no sé nada. Entre vos y Aslamim dijeron tantas verdades que me confundieron. Creo que puede ser tan importante como el de Geografía y el de Historia.
—Telepatía —dijo Aslamim.
—No entiendo —dijo Antonio.
Sin aclararle, pregunté:
—¿Qué puede tener que ver Mendoza con todo esto?
Ni Antonio ni Aslamim contestaron. El mozo se acercó y preguntó si queríamos algo más. Aslamim pidió un submarino, yo un té y Antonio un café. Cuando el mozo se fue, Antonio me miró y dijo:
—Los Andes.
Todavía nos recuerdo a los tres. Aslamim detrás de su alto vaso de chocolate, yo parapetado tras mi taza y Antonio acoplado a su pocillo: los tres líquidos humeando, y afuera el peor frío de Buenos Aires. Mirándonos entre las cortinitas de humo; son esos momentos en que todo es posible y terrible. Y Aslamim soltó una frase que habíamos escuchado doscientas mil veces, quinientas mil veces, que si nos dieran plata por cada vez que la escuchamos seríamos todos millonarios, pero que a mí me pareció una primicia, como cuando escuché el himno cantado por Charly García. Aslamim dijo:
—San Martín cruzó los Andes.
A los tres nos parecía ridículo, pero la única vinculación entre el sable corvo y Mendoza, era el cruce de los Andes. Había que averiguar si el viaje del de Matemáticas era cierto. Eran las once y Aslamim y yo teníamos que volver a nuestras casas. Ya habíamos pasado una noche afuera y no queríamos regresar tarde. Además, por mucha excitación que hubiera, a esa hora ya estábamos sintiendo la anterior noche sin dormir.
—Si se va realmente a Mendoza, lo seguimos —dije.
—¿Cómo? —dijo asustado Aslamim. Y lo mismo Antonio con la mirada.
—Inventamos algo —dije desesperado—. Alguna investigación, mentimos en el colegio, mentimos en nuestras casas, y nos vamos.
Yo estaba realmente ansioso por irme, por irme de todos lados.
—Se te termina la semana en Venecia antes —dijo Aslamim—. Yo no te sigo.
—Vamos yendo —dije—. Si me quiero ir sólo a Mendoza, es necesario que haga buena letra con mis padres.
Y salimos del bar.
Nos despedimos. Antonio también se despedía de la aventura. Nos pidió que lo llamásemos si sabíamos algo más. Aunque no lo dijera… creo que Aslamim estaba resentido por mi decisión de irme a Mendoza a toda costa, aún prescindiendo de él. Y lo cierto es que la idea era absurda.
Llegué a casa. Cristina y mi padres dormían. Me tiré en mi cama y cerré los ojos, con la luz prendida. Me vino un mareo terrible, porque una noche sin dormir es para mí lo que imagino debe ser una borrachera. Cuando se me pasó el mareo, llegó un dolor de cabeza. Apenas amenguó el dolor de cabeza, pensé en levantarme para apagar la luz.
Me desperté mecánicamente a las seis y media de la mañana. Viernes 22 de julio. Salí a correr. A la segunda vuelta al parque supe que para mí el caso había terminado. No me podía ir sólo a Mendoza o donde fuese. ¿Qué iba a hacer? No podía seguir sigilosamente a nadie. En dos días se me acababa la estadía en Venecia y Aslamim, por muy entusiasmado que estuviera, no había cambiado al punto de seguirme en esta odisea hasta el final. De todos modos, había logrado mucho: de la nada, conseguí sospechosos, descubrí el móvil del robo y me hice de un billete robado. Había tenido algo más que un gran recreo, algo más poderoso que una escapada al Rosedal: había salido realmente de la escuela, de las rabonas y de los recreos.
Al recurso del riesgo hay que saber encontrarle límites. Uno debe saber que los saltos ornamentales que desde un trampolín altísimo pueden convertirnos en héroes delante de cien chicas en malla, pueden depararnos una muerte de estúpidos si la pileta está vacía.
Yo era un estudiante al que le habían salido bien un par de impulsos y movimientos arriesgados, no un motociclista desprejuiciado.
Quedaba de recuerdo y testimonio, enorme, el billete robado de quinientos mil australes para guardar en un bolsillo de cristal, como honorarios pagados por no se quién a un detective amateur. Ahora me tocaba volver a lo de siempre y, lo que no era poco, mantener mi segundo combate con el Cuervo. Miré el billete con tristeza y pensé que no existían los talismanes.