Terminó el día escolar y le dije a Aslamim que fuéramos para mi casa. En el camino no hablamos. Yo estaba del todo emocionado. Aslamim no entendía mi silencio pero tampoco lo rompía. Llegamos a casa. No había nadie. Nos sentamos a la mesa del comedor. Sin abrir la boca saqué el billete y el recorte y con una uña le señalé las numeraciones coincidentes.
Aslamim es un muchacho tranquilo, sabe que las cosas le van a salir bien, pero en esta ocasión, puedo asegurarlo, tembló. Me miró demudado y, más que el billete robado, lo asustó mi sonrisa de suficiencia.
—Bueno, vamos —dijo Aslamim.
—¿Adónde? —pregunté.
—¡A la policía! —dijo— es uno de los billetes robados. —Sí, ya sé.
—¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dije.
—Sí, vamos —dijo Aslamim—. A la policía vamos.
—Escúchame, Aslamim —dije, poniéndole una mano en el hombro—, ¿a vos te gusta la secundaria?
—No, sabes que no.
—Bueno, escúchame, escúchame bien. Después de la secundaria viene la facultad, que tampoco te va a gustar. Y después el trabajo, que te va a gustar menos. Ahora, por primera vez en tu vida, se te aparece algo que no es el secundario ni la facultad, ni el trabajo ¡y vos se lo querés dar a la policía! Esto es un recreo en la vida, Aslamim, un gran recreo.
—No, no —dijo Aslamim—. A mí hay muchas cosas que me gustan: ir el domingo a ver a Huracán, salir con chicas, y más. Si nos agarran con este billete, si no lo entregamos ya, podemos tener problemas.
—Puede ser, puede ser —dije—. Pero vos ya tenés un problema: esta semana residís en Venecia.
Aslamim quedó callado. Sentimos una llave en la cerradura. Era mi hermana. Guardé en la mochila el billete y el recorte. Mi hermana nos saludó. Van a pensar que exagero, pero creo que también ella gusta de Aslamim. Cristina, así se llama, acostumbra a tratar a mis amigos con toda cortesía: les sirve la merienda o lo que sea como si fuese una madre, les pregunta cómo les va en la escuela y etcétera. Pero a Aslamim le habla poco y nada, y por lo general no le ofrece siquiera un té. A veces, cuando está él, se pone una malla de baile, que solo usa cuando va a danza, y hace gimnasia en su pieza con la puerta abierta. Después se baña y canta, su voz se escucha clarísima en el comedor. Y lo más raro, mi hermana, una persona discreta, levanta el tubo del teléfono, disca hasta que encuentra una amiga y, delante de Aslamim y de mí, hace pública la abrumadora cantidad de chicos que se le acercaron, trataron de besarla y le ofrecieron casamiento en la última semana.
Aslamim, creo, la considera muy grande para él. Lo cierto es que, como no conoce a Cristina en su estado natural, tampoco se da por enterado de sus rarezas. No sé, en concreto, qué pensará de ella. Delante de Cristina, Aslamim me preguntó:
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer?
—Por ahora, esperar —dije, y agregué mirando de reojo a mi hermana—: Y callar.
—¿Quieren ir a los juegos electrónicos? —preguntó Cristina.
Me extrañó su invitación delante de Aslamim, era un exceso de locuacidad. Pero su naturalidad sufrió un duro golpe.
—Yo paso —dijo Aslamim—. No me gustan.
Cristina trató de fingir indiferencia ante la deserción de Aslamim, pero su cara no la dejó.
—Yo sí quiero jugar —dije, y a Aslamim—: Mañana nos vemos en la escuela.
—Bájame a abrir —dijo Aslamim— por si está con llave.
—Vamos, Cristina —dije.
—Acompáñalo —dijo mi hermana—. Yo me quiero cambiar.
Bajé en el ascensor con Aslamim.
—No me contestaste de dónde sacaste el billete —dijo.
—Quiero que te atraiga el suspenso.
—Ya estoy atrapado —dijo Aslamim—. Decíme.
—Me lo dio Ignacio, creo que de casualidad.
—¿Ignacio? —se asombró Aslamim.
—Puso mi billete en la caja registradora, no tenía cambio y me devolvió otro billete del mismo valor. Es todo lo que sé.
—Bueno —dijo Aslamim abriendo la puerta de calle—. Es mucho para mí. La seguimos mañana en la escuela.
Nos despedimos. Le toqué el timbre a Cristina. Tardó unos cinco minutos más, bajó con la misma ropa.
—¿No te cambiaste? —pregunté, sabiendo que, probablemente, lo de cambiarse era una excusa para no bajar con Aslamim luego del desaire del cautivo islámico.
—Sólo la ropa interior —me contestó. Y me dejó la cara rojofucsia.
La casa de juegos electrónicos se llama FlashBack. Con Cristina vamos siempre a esa porque es la única del barrio que tiene el PacMan y el Gálaga. FlashBack, lamentablemente, también posee una barra de chicos no del todo decentes. Muchachos que no tienen nada que hacer en la vida y se juntan. Entre ellos hay uno que es el menos decente de todos. Lo llaman el Cuervo. Imagino que un día hicieron de él una momia envuelta en cuero negro y luego fueron cortando bordeando pies, brazos, cuerpo, para que el vendaje tomara forma de campera, pantalón, zapatos y demás. Usa la campera herméticamente cerrada, de modo que no se puede saber de qué tela es su remera. Como está siempre, ya nos conocemos de vista y algo más. Al Cuervo le gusta mi hermana. Le gusta mucho. Cada tanto trata de cambiar su cara de Cuervo y sus modales para acercarse en calidad de persona, y hablarle. Creo que si mi hermana se lo pidiera, el Cuervo se sacaría su campera de cuero negro. Es más, creo que hasta aceptaría que lo apodaran «el pajarito». A mi hermana no le gusta el Cuervo, pero me parece que sí le gusta lo mucho que gusta el Cuervo de ella. Es más, creo que si invitó a Aslamim a FlashBack fue para que viera cómo el Cuervo gustaba de ella.
En el Gálaga suelo analizar las cosas. Así como cuando corro en el Parque imagino y resuelvo, en el Gálaga analizo. Es decir, pienso sin tratar de resolver.