El detalle que faltaba

Al día siguiente de mi charla con el señor Porta, mientras corría por el Parque Centenario, a eso de las siete de la mañana, pensé: «Ahora viene la peor parte, escribir la composición». Por lo general, cuando corro, arreglo el mundo. Es otro de mis estados de mayor lucidez, encuentro ideas resolutivas. No sé si es algo ligado al oxígeno y su mejor llegada al cerebro cuando uno se agita. Así y todo, corriendo, no se me ocurría una sola palabra para la composición. Solo pensaba: la composición es la peor parte. ¿Qué podía decir: que el gerente era gordo, que las paredes eran coloniales, que Antonio se enfermaba de a dos males por vez? Nada, no tenía material ni ideas. Volví a mi casa para bañarme y desayunar antes de salir para el colegio. Mi papá ya se iba, le pedí plata. No tenía cambio. Me dejó un billete inmenso, de cincuenta pesos, me pidió por favor que gastara como siempre y le reintegrara todo el vuelto. Mi hermana ya estaba terminando el café con leche y podíamos salir juntos. Le gritamos chau a mamá, que no podía moverse del atelier, y cada cual tomó su colectivo. En el viaje tampoco se me ocurrió nada.

Ese mismo día terminaba una semana bajo las órdenes de Aslamim y cambiaban los roles. En su último día de amo semanal, Aslamim se portó bien. Solo me pidió que hiciera de cadete: comprarle un sandwich, conseguirle cigarrillos, avisarle cuánto faltaba para que sonara el timbre, cosas así.

En el recreo previo a la clase de castellano, Aslamim me pidió que le comprara una gaseosa. Antes debía pasar a buscar la plata (porque pagaba él) guardada en su saco, en el aula. Para no ir hasta el aula, dije que le prestaba la plata y fui a comprársela, Ignacio, el cincuentón que atiende el buffette, agarró mi billete de un montón de plata, lo metió en la caja registradora, y me dio la gaseosa. Después volvió a la caja y buscó el vuelto. Buscó y buscó, no tenía cambio.

—Tengo tres billetes como el tuyo, y con los más chicos no llego al vuelto. Toma —dijo devolviéndome el billete— me la pagas mañana.

Llevé la gaseosa a Aslamim y le dije:

—Tomá. Mañana le tenés que pagar.

Sonó el timbre.

—¿Por qué? —preguntó.

—Ignacio no tenía cambio.

—No vale que pague yo —dijo—. Ésta era una prenda que te tocaba a vos. Anda a buscar cambio a mi saco y págale.

—Ahora no puedo —dije—. Después del timbre, se cierra el buffette. Mañana te toca estar en Venecia, tenés que pagarle vos.

—No —dijo.

Discutimos. No nos poníamos de acuerdo acerca de qué decía nuestro trato en casos como éste. Al entrar el aula suspendimos la pelea, pero no la terminamos. Le pedí a la profesora el tiempo de la clase para escribirla composición. Saqué el recorte de diario de mi mochila e intenté escribir algo. Miraba y miraba el recorte, sin ideas. Recorría la escueta noticia y las aburridas numeraciones de los billetes, y mi cabeza estaba vacía. La voz enojada, susurrante, de Aslamim, detrás de mi banco, dijo:

—No te creo lo del cambio, no querés cumplir. A ver, mostrame el billete.

Saqué el billete y lo puse sobre el banco. Aslamim calló. Noté que el billete estaba arrugado, viejo, no era el que me había dado mi papá. Ignacio me había dado uno de los de su caja registradora. Miré otra vez el billete. Estaba desconcentrado. Me obligué a mirar el recorte. Logré pensar un rato en la composición y la vista se me fue hacia el billete. Iba a guardarme el billete cuando un último vistazo al recorte hizo que no pudiera ver más nada. Se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a toser como un desesperado. Antes de que la profesora me preguntara si estaba bien, mientras tosía, ya tenía pensado no decir una palabra. La numeración del billete correspondía a las cifras anotadas en el recorte del diario.

Logré calmarme y escribí de un tirón una composición estupidísima sobre lo mal que estaba robar bancos con paredes coloniales.