Barbarroja y el caballero

Son las diez y media de la mañana y estoy en la clase de francés. Como se darán cuenta, no presto la menor atención. Prefiero contarles lo que me vino ocurriendo estas últimas semanas. En cualquier momento la profesora me hará una pregunta y tendré que interrumpir el relato, pero ustedes no lo van a notar: pienso pasar estas hojas a máquina y armar un texto ininterrumpido, con principio y fin. Y también haría falta un prolegómeno. Una explicación de por qué Aslamim me ayudó en este caso. Para eso voy a tener que hablarles un poco de la otra historia, de la grande, la de Julio Cesar, Napoleón y San Martín; y, por supuesto, de Aslamim.

Bien. Guillermo Aslamim, 14 años, DNI 17998675, descendiente de musulmanes, afortunado y vago, es mi mejor amigo. Somos tan amigos que no compartimos casi ninguna afición. Aslamim, (nos gusta a los dos llamarnos por el apellido) huye del sacrificio, detesta hacer deporte (aunque suele ir a la cancha) y no dedicaría su tiempo a resolver una intriga policial aunque le hubiesen robado un millón de dólares.

Yo no puedo vivir sin correr todas las mañanas dos vueltas alrededor del Parque Centenario, no concibo un logro sin el sudor de mi frente y suelo meterme en lo que no me importa.

Aslamim y yo pertenecemos claramente a dos grupos distintos.

Aslamim es del grupo de los afortunados; esa gente que, en el supermercado, siempre está en la cola de los que avanzan más rápido. Aslamim tiene suerte con todas las chicas, créanlo, es así. Con todas. Si a ustedes les gusta una chica, tengan por seguro que a ella le gustaría Aslamim. Como no puede salir con todas, algunas quedan para el otro grupo, el mío.

Pertenezco al grupo de los sacrificados: los que aceptan la tesis de que el hombre fue expulsado del paraíso y, con mucho esfuerzo, puede volver de vez en cuando. (Hay chicas a las que les gusta este tipo de gente. Tuve una novia llamada Vanesa que se acercó a mí cuando se enteró que había llegado tarde al colegio por batir mi propio récord en vueltas al Parque Centenario).

El lunes once de julio, en la clase de Historia, el profesor Ulises Feuer nos contó que en uno de los tantos siglos pasados (la ignorancia de siglo exacto fue uno de los motivos del triqui (3) que me saqué en la prueba) los venecianos y los turcos estuvieron en guerra. La máxima autoridad de los venecianos era el Dux, y la de los turcos el Sultán. El más grande guerrero turco era Barbarroja; y si bien los venecianos tenían su flota de guerra, a quien más temían los turcos era a los fabulosos guerreros de la Orden de Malta, originarios de una pequeña isla de piedra, cercana a Sicilia, algo así como el séptimo de caballería del mar, del lado de los europeos. Aclaro que casi toda Europa estaba en guerra con el Islam en aquel ignoto siglo, pero ni bien Aslamim y quien les escribe escuchamos lo de venecianos y turcos, nos personificamos. Porque, aprovecho para presentarme, mi nombre es Miguel Ángel Tognini, soy descendiente de italianos, y de todas las ciudades que no conozco, prefiero Venecia.

Con Aslamim nos aburrimos poderosamente en la escuela, y nos estrujamos la cabeza buscando formas de no perder todo el tiempo. El juego de personificación histórica es uno de nuestros mejores inventos. Y la clase de historia en cuestión era perfecta para aplicarlo. A partir del 11 de julio, las batallas navales fueron entre Barbarroja y uno de los Caballeros de la Orden de Malta (fíjense que mientras Aslamim, afortunado, era el gran Barbarroja, a mí, sacrificado, me tocaba ser solo «uno» de los Caballeros). Y un gran detalle, el más importante, era que los turcos tomaban prisioneros venecianos y los hacían esclavos, y viceversa. Por tanto, con Aslamim coincidimos en que podía divertirnos mucho estar cada uno una semana en el territorio del otro: siete días Barbarroja en Venecia y siete días el Caballero de la Orden de Malta en, por ejemplo, Argel.