9

Me desperté al notar cómo unos pequeños rayos de sol me golpeaban los ojos. Procedían de una ventana enorme que se abría por encima de una cama de un metro cincuenta sobre la que alguien me había colocado. Tenía la boca con un sabor a algodón horrible y los ojos tan pegados que tuve que frotarlos bien para poder ver. Cuando pude hacerlo, pestañeé confusa. No parecía que el mobiliario de aquel lugar hubiese sido elegido por vampiros, a no ser que fuese la habitación de Louis-César. Era toda amarilla, desde las paredes de estuco hasta el edredón y las fundas de almohada de patchwork. Tan solo los tonos pastel de la alfombra trenzada y unos grabados inspirados en los nativos americanos rompían la uniformidad del amarillo; aunque evidentemente parecía que la presencia de todo lo que no era amarillo estaba en franca minoría.

Me senté y enseguida me di cuenta de que no había sido una buena idea. Mi estómago intentó expulsar algo hacia arriba, pero no tenía nada dentro. Me sentía tan débil como si hubiera tenido gripe durante una semana y tenía la imperiosa necesidad de lavarme los dientes. Después de que la habitación dejó de girar, traté de mantener la estabilidad sobre mis pies y comencé a explorar el lugar. Sacar la cabeza del dormitorio me descubrió dos cosas: estaba de vuelta a mis aposentos de MAGIA y tenía invitados. La breve estancia que había fuera de mi habitación daba al recibidor al que me habían llevado antes de mi excursión al Dante. Unas cuantas cabezas muy familiares se giraron hacia mí y yo las escudriñé para después dirigirme a la entrada de un santuario de baldosas azules que se encontraba a unos cuantos metros. Alguien, y deseaba con todas mis fuerzas que ese alguien fuera Rafe, me había despojado de mi ropa, que ya estaba para el arrastre, y me había envuelto en una bata de rizo. Todo perfecto, salvo por el hecho de que la bata me quedaba tres tallas grande y tendía a hacerme tropezar de vez en cuando.

Inspeccioné la ventana por si acaso. Esta vez no había ningún rostro enfadado saludándome desde el otro lado. En lugar del Marley, las protecciones se habían endurecido hasta el punto de que no tenía ni que concentrarme para ver una red brillante plateada que obstruía el único camino por el que podía salir. Aquello era un poco demasiado, teniendo en cuenta que había ya un guardia humano en el exterior. Uno pensaría que en el interior habría alguien realmente temible, en lugar de una clarividente apaleada que llevaba encima lo que parecía ser la madre de todas las resacas. Cerré las cortinas y me encogí. De verdad que no me esperaba salir de algo así dos veces.

Nadie me interrumpió y eso que me estuve bañando un buen rato. Tampoco ayudó demasiado. Mi parte de lesiones se había hecho más largo y yo estaba exhausta a pesar de haber dormido, calculo, unas seis horas. Alguien me había ajustado a conciencia el brazalete del mago oscuro alrededor de la muñeca. Alguien también lo había reparado, porque el círculo de minúsculas dagas estaba perfectamente entrelazado, como las cuentas de un rosario. Estupendo; era justo lo que necesitaba: una pieza más de joyería hortera. Traté de quitármelo, pero no se daba de sí lo suficiente como para sacarlo de mi muñeca y no me sentía con fuerzas como para intentar morderlo. La última vez lo había hecho con los dientes del mago; esta vez eran los míos.

Al salir del baño me quedé rígida, como si tuviera cien años, y traté de verme en el espejo. Nunca he sido especialmente vanidosa, pero me impactó verme tan demacrada. Tenía el pelo desordenado en mechones de punta que casi habían perdido por completo cualquier rastro dorado. Me lo arreglé como pude con la única ayuda de mis manos, pero con lo que no pude hacer nada fue con mi tez pálida y mortecina o con los círculos oscuros que se habían amontonado alrededor de mis ojos como si fuera un jugador profesional de fútbol americano. Supongo que estar al borde de la muerte como una docena de veces saca esa clase de cosas de uno mismo.

Me aparté del espejo y traté de encontrar alguna pista sobre dónde se encontraría mi ropa. Sólo pude dar con mis botas, que estaban limpias y brillantes detrás de la puerta. No pensé que combinaran demasiado bien con el rizo, así que decidí dejarlas donde estaban. Había dado lo suficiente de mí como para que al menos me hubieran dejado ropa interior limpia, pero no encontré nada de eso. Volví a meterme dentro de la bata y decidí que era mejor ir desnuda por debajo que volverme a poner los jirones manchados de sangre de lo que una vez fue un hermoso conjunto de lencería. En el fondo, daba gracias por que la bata fuese tan grande, porque al menos tenía la seguridad de que todo quedaba tapado. Hacía que pareciese que tenía doce años, pero quizá el Senado me diese algo más si se lo pedía. Antes parecía que estaban de buen humor. También es verdad que aquello había sido antes de que me escapara y fuese la responsable de casi tres muertes, cuatro si contamos conmigo. Respiré hondo y salí dispuesta a afrontar las consecuencias.

En la sala de fuera había seis personas, incluyendo al golem que estaba en la esquina. Tardé un segundo en percatarme de su presencia porque habían corrido las cortinas y la luz del sol quedaba totalmente tapada. Las luces estaban encendidas y chisporroteaban un poco a causa de las protecciones, pero la habitación estaba bastante oscura.

Louis-César, que todavía llevaba vaqueros ajustados, estaba inclinado sobre la repisa de la chimenea y, por una vez, parecía tenso. Tomas estaba sentado en la silla de cuero rojo que había junto al fuego. Tanto él como Rafe lucían un atuendo amplio de color negro, con camisas de seda de manga larga; sólo que el de Tomas era negro como su pelo y el de Rafe era más apagado. Rafe estaba en el sofá con Mircea, que era el único del grupo que parecía el mismo de la noche anterior. Viéndole tan relajado y elegante, casi podía creerme que me había quedado dormida en el baño sin querer y que nada de lo que había pasado en el Dante había ocurrido en realidad. Aquel pensamiento feliz quedó aplastado al ver a Pritkin, vestido completamente de color caqui como un cazador de caza mayor, apoyado junto a la puerta. No me quitaba ojo de encima, como si quisiera ver mi cabeza enmarcada en su pared junto a un cartel que pusiera «Problema resuelto». Oh, sí, esto iba a ser tope divertido.

Rafe se movió en cuanto me vio.

¡Mia stella! ¿Te sientes mejor, sí? ¡Estábamos tan preocupados! —me abrazó con fuerza—. Lord Mircea y yo fuimos al cuartel general de Antonio en la ciudad, pero no estabas allí. Si Louis-César y Tomas no te hubieran encontrado…

—Bueno, el caso es que lo hicieron, así que todo está en orden, Rafe —le tranquilicé.

Él asintió con la cabeza y trató de guiarme hacia el sofá, pero yo no quería que me metieran allí. No es que me pudiera escapar, daba igual dónde me sentara, pero no me agradaba la idea de tener los movimientos restringidos en el sofá. Además, las únicas personas de la habitación en las que podía confiar eran Rafe y tal vez Mircea, así que prefería estar donde pudiera verles la cara. Me senté en la otomana junto a los pies de Tomas y me concentré en mantener mi bata en su sitio.

—Lo lamento, pero tu ropa era irrecuperable —se disculpó Rafe—. Te estamos buscando otra.

—Vale —repuse lacónica.

No tenía ganas de darle palique. Estaba a punto de saber qué quería el Senado y como estaba absolutamente segura de que no iba a gustarme, no tenía el ánimo como para conversaciones triviales.

Mia stella —insistió Rafe, mirando a Mircea, que a su vez torció el gesto dándole a entender que no iba a ayudarle. Pobre Rafe; siempre le tocaba el trabajo sucio—. ¿Podrías decirnos quién es Françoise?

Me quedé mirándole. De todas las cosas que pensé que podría decir, esa estaba muy al final de la lista. Ni siquiera estaba en ella.

—¿Cómo?

—Antes la mencionaste delante de mí —interrumpió Louis-César poniéndose de cuclillas delante de mí. Yo me eché hacia atrás, aunque ya había visto que él me había llevado por el aparcamiento y no había pasado nada. Con todo, no me sentía de humor como para arriesgarme más—. En el casino.

—¿No queréis hablar de Tony? Está vendiendo esclavos a los duendes —tercié.

—Lo sabemos —respondió Mircea—. Una de las brujas a las que ayudaste acudió al círculo para describir su cautiverio. Se me permitió estar presente en el interrogatorio, dado que Antonio es responsabilidad mía. Los magos están… bastante preocupados, como puedes imaginar.

Yo estaba confusa.

—Quizá esté siendo un poco lenta, pero ¿por qué brujas? ¿No serían los humanos objetivos más fáciles? —insistí.

Las mujeres a las que había liberado no eran ciertamente pesos welter y el mago muerto podía dar buena cuenta de ello.

—Durante siglos, después de que su estirpe propia empezara a extinguirse, esa ha sido su estrategia. ¿No has oído historias sobre duendes que raptaban bebés humanos? —preguntó Mircea. Yo asentí, era algo muy recurrente en el imaginario de los cuentos—. Esos niños se criaban en el Reino de la Fantasía y contraían enlace con los miembros de algunas de las casas más importantes. Aquello mejoraba la fertilidad, pero pronto se dieron cuenta de que las habilidades mágicas de los niños que salían de aquellas uniones eran considerablemente inferiores a las suyas.

—Por eso empezaron a robar brujas —apunté.

—Sí, pero en 1624 se selló un acuerdo entre los duendes y el Círculo Plateado en el que se especificaba que no tendrían lugar más abducciones —matizó Mircea.

—Y supongo que ahora eso es papel mojado.

Mircea sonrió.

—Todo lo contrario. Los elfos de la luz juran y perjuran que no saben nada de estas prácticas y que solo son los oscuros los que están involucrados en ellas.

Fruncí el ceño. A juzgar por lo que había dicho Billy, parecía que lo que estaba ocurriendo era más bien lo contrario.

—Los oscuros, por supuesto, aseguran lo contrario —apostilló Mircea al darse cuenta de mi expresión—, pero, en cualquier caso, no es algo que nos competa. No nos meterán en los asuntos de los duendes por la avaricia de una persona, como dejamos bien claro a sus embajadores hace unas pocas horas. Antonio será tratado como merece, pero ahí acaba nuestra implicación en el asunto.

No me sorprendía. A pesar de su presencia en MAGIA, los vampiros no habían tenido nunca gran interés por los asuntos concernientes a otras especies. Únicamente cooperaban hasta el punto que fuera necesario para salvaguardar sus intereses.

—¿Sólo declaró una bruja? ¿Qué fue de las otras dos? —inquirí.

—Debían ser oscuras —intervino Pritkin, mirándome con ojos entrecerrados— y el círculo las debe haber puesto en entredicho por sus delitos. De no ser así, no habrían salido de allí con tanta prisa. Nuestra bruja no pudo enterarse de muchas cosas sobre las otras dos, porque durante mucho tiempo estuvieron amordazadas. Lo que sí dijo es que una de ellas te reconoció e insistió en que te ayudarían a vencer al mago oscuro. Aun así, tú afirmabas no conocerlas.

—Y no las conozco.

No podía contarle nada sobre Françoise, porque parecería que estaba loca y ni siquiera yo comprendía aquello muy bien. Los usuarios de magia tienden a vivir más que la mayoría de humanos, pero, fuera bruja o no, si era ella la que estaba en aquel castillo francés, debía llevar muerta sus buenos años. Por no mencionar que hace falta tener buena memoria para reconocer inmediatamente la cara de una persona a la que has visto unos pocos minutos hace cientos de años. Yo la había reconocido porque, para mí, nuestro encuentro acababa de suceder. Pero cómo ella había llegado a conocerme a mí seguía siendo un interrogante.

—¿Y supongo que no conoces al duendecillo que te ayudó a liberar a tus siervos? Es una famosa espía de los duendes oscuros —preguntó con sorna.

Pritkin me estaba poniendo de los nervios.

—No. Y no eran mis siervos.

—Me contaste que habías visto a Françoise morir quemada —interrumpió Louis-César; quien, según parecía, era uno de esos tipos de ideas fijas.

Decidí centrarme en sus comentarios, dado que, en cualquier caso, Pritkin no se iba a creer nada de lo que yo dijese.

—¿Qué pasó con el mago? —pregunté—. ¿Le mataste tú?

—¿Lo veis? ¡Ni siquiera trata de negarlo! —volvió a interrumpir Pritkin caminando a zancadas a través de la habitación.

Me habría imaginado que estaba enfadado aunque no hubiese podido verle, porque mi nuevo juguete se movió en mi muñeca con un cosquilleo casi eléctrico. Me las apañé para no soltar un gañido, pero metí la mano aún más dentro del bolsillo de mi bata para que no se pudiera ver el brazalete. Algo me decía que Pritkin no iba a ponerse muy contento si lo veía.

Tomas se había movido para interponerse entre nosotros. Me enervaba no haberle visto hacerlo, pero daba gracias por tener una barrera que me separase del mago. La gente en casa de Tony siempre había creído que los magos de la guerra eran peligrosos, estaban sedientos de sangre y se habían vuelto locos. Teniendo en cuenta que quienes decían esto eran asesinos múltiples que trabajaban para un vampiro homicida, yo tendía a tomarme en serio su opinión.

—¿Por qué iba a negarlo? Que yo le poseyera te salvó a ti la vida —espeté.

No esperaba un agradecimiento, pero no habría estado mal que dejase de mirarme con odio.

—¡Prefiero morir a que me salven con artes oscuras! —repuso él.

—Lo tendremos en cuenta para la próxima vez —intervino Tomas.

Me entró la risa. No estaba intentando encararme con nadie, pero empezaba a sentir mareos por el hambre y el cansancio que llevaba encima. En ese momento, lo que dijo Tomas sonó gracioso. El único que no parecía verlo así era Pritkin.

Mircea se levantó al oír que alguien llamaba a la puerta.

—Ah, comida. Los ánimos estarán sin duda más calmados después de que hayamos cenado —dijo Mircea.

Con sólo oler lo que traía aquel joven en su carrito, yo ya estaba salivando.

Unos minutos después, yo estaba dándole pasaporte a una bandeja llena de crepes, salchichas, croquetas de patata y fruta fresca. La habían servido en una bonita fuente de plata con auténticos platos chinos, servilletas de lino y sirope de arce genuino, lo que endulzó considerablemente mi estado de ánimo hacia el Senado. Me eché un poco más de té y Pritkin emitió un sonido de disgusto. No podía imaginarme siquiera cuál era el problema; él también tenía su propia bandeja.

—No te preocupa para nada, ¿verdad? —preguntó.

Me di cuenta de que no solo no estaba comiendo nada, sino que me estaba mirando de la misma forma que probablemente yo había observado a los hombres rata en el casino. Como si yo fuera algo que realmente él no podía saber a ciencia cierta qué era, pero sabía que no le gustaba. Tenía la boca llena, así que me limité a levantarle una ceja. Él empezó a hacer aspavientos.

—¡Míralos! —gritó.

Clavé el tenedor en una salchicha y miré a mi alrededor. Los vampiros se estaban alimentando, pero no de crepes precisamente. Podían comer alimentos sólidos, como Tony había demostrado más de una vez, pero aquello no les aportaba nada en términos de nutrición. Sólo una cosa les ayudaba en ese sentido y era en ella en la que se estaban centrando en ese momento. Aparentemente, Louis-César ya había comido, o quizá era verdad eso que se decía del Senado, que sus miembros eran tan poderosos que bastaba con que se alimentaran una vez a la semana. Sin embargo, Rafe, Mircea y Tomas sí que se habían unido a mi comida; y, por supuesto, se estaban metiendo entre pecho y espalda a los híbridos de sátiro del Dante.

Había visto escenas similares tan a menudo cuando era pequeña que apenas se me quedaban grabadas ya. Cualquier prisionero capturado con vida era utilizado como alimento. Una de las pocas cosas que se consideraban realmente depravadas en los círculos vampiros era malgastar sangre, incluso aunque fuera de metamorfos. La sangre es un tesoro, la sangre es vida. Me había criado escuchando ese mantra, pero, según parecía, Pritkin no.

Lo único que me estremeció un poco fue ver a Tomas alimentándose del cuello de un hermoso híbrido cuya cara me resultaba vagamente familiar. Tenía ojos color marrón chocolate que combinaban perfectamente con el pelaje oscuro que le comenzaba de cadera para abajo y adornaba su sexo voluminoso. Lo habían desnudado y atado de pies y manos con cadenas de plata. Aquel era un procedimiento estándar, porque la humillación era parte del castigo, pero me dio la impresión de que en ese caso no iba a ser tan efectiva. No sabía cómo se sentiría el híbrido con las cadenas (los híbridos no le tienen mucho aprecio a la plata), pero lo que sí sabía es que los sátiros prefieren ir desnudos. Los sátiros creen que llevar ropa da a entender que tienen algo que ocultar, como si alguna parte de su cuerpo no fuera perfecta. Este no tenía nada de lo que avergonzarse y su cuerpo reaccionaba a la succión de sangre de la manera habitual, haciendo que fuera más impresionante todavía. Aun así, debía ser una respuesta involuntaria; su cara se había deformado tanto por el miedo que tardé un minuto en darme cuenta de que era el camarero que me había dado la bienvenida en el bar de sátiros.

La escena me molestaba y no era porque conociera al híbrido o porque estuviese aterrorizado. Además de que él aprendería la lección y evitaría poner a prueba la paciencia del Senado en el futuro; los vampiros no eran conocidos por dar segundas oportunidades. Finalmente, llegué a la conclusión de que lo que mi cabeza estaba rechazando era ver a Tomas con sus colmillos desplegados y verle engullir la sangre del sátiro como si fuera su néctar preferido. Parecía que todavía tenía problemas para ubicar a «Tomas» y «vampiro» en la misma categoría.

A pesar de mi malestar, no aparté la vista. Se consideraba que mostrar emociones cuando se presenciaba un castigo era un signo de debilidad y además era un gesto de mala educación volver la vista porque el sentido de hacer un castigo público era, precisamente, que se viera. Sin embargo, sí desvié mi atención hacia Mircea. Verle disfrutar de su comida me molestaba menos que ver a Tomas y en cualquier caso estaba en mi radio de visión.

—Creí que no te gustaba la sangre de los híbridos —musité, como intentando mantener una conversación que sería normal en la corte. Mircea había estado presente cuando Tony ejecutó al macho alfa, pero había declinado el honor de avenarle—. Una vez me dijiste que era más amarga.

—Es una preferencia personal —respondió Mircea, dejando que el híbrido negro que estaba sobre sus rodillas cayera al suelo—. Pero hoy no estoy para elegir. Necesito recobrar fuerzas esta misma noche.

Me serví más té y miré con avidez el plato de Pritkin, aún sin estrenar.

—¿Te vas a comer eso? —murmuré.

No pude evitarlo; por alguna razón me estaba muriendo de hambre, probablemente, gracias a Billy Joe. El mago me ignoró, pues seguía observando horrorizado al híbrido inconsciente. Mircea deslizó la bandeja del mago hacia mí y yo le hinqué el diente agradecida.

—¿Tuvo Antonio algún problema más con esta manada, después de que matara al líder? —preguntó, como si supiera en qué estaba pensando yo.

Le eché sirope y algo de mantequilla a las crepes que el mago no había ni tocado.

—Creo que no. Al menos, yo no volvía oír que tuviera más problemas. Aun así, Tony no siempre me contaba todo.

Mircea me lanzó una mirada sardónica.

—Ya somos dos, dulceaţă.

—Ya sabes que no entiendo el rumano, Mircea —protesté.

—La prosperidad, como el deseo, a muchos arruina —explicó.

Meneé la cabeza. Ni de coña iba a arriesgarse Tony a enfadar al Senado y al círculo por un mero interés económico.

—Yo creo que es más poder lo que quiere Tony. Dinero ya tiene.

—Eres más sabia de lo que tu edad dice. ¿Te enseñan estas cosas tus fantasmas?

Casi le echo el té hirviendo a Tomas.

—¡Ja! No creo.

Lo único que me había enseñado Billy eran fullerías con las cartas y algún que otro pareado subido de tono.

—¿Te estás oyendo? —me interrumpió Pritkin con repulsión—. ¡Esa cosa acaba de cometer un asesinato y ni siquiera has pestañeado! ¿Estás esclavizando los espíritus de los muertos, como hiciste con tu siervo fantasma y las brujas oscuras? ¿Es por eso por lo que estás ahí sentada sin decir nada?

Estaba a punto de llegar a la conclusión de que no merecía la pena seguirle la corriente. Sin embargo, me sentía mucho mejor después de haberme cepillado las crepes y Pritkin estaba necesitando de verdad unas dosis de realidad.

—Lo primero de todo: el híbrido no está muerto, tan solo se ha desmayado. En segundo lugar: yo no «esclavizo» espíritus; hasta donde yo sé, eso no es siquiera posible. Y tercero: los híbridos no dejan fantasmas. Tampoco los vampiros. No sé por qué sucede, pero es así.

—¿Porque sus almas ya se han ido al Infierno? —preguntó con una aparente despreocupación ante las miradas que le lanzaban Mircea y Rafe.

Los demás no reaccionaban; Tomas porque estaba comiendo y Louis-César porque, según parecía, estaba teniendo un agudo ataque de migrañas.

—Cuando vi cómo te comportabas en el Senado, me pregunté si realmente tenías ganas de morir. Empiezo a pensar que, efectivamente, es así —le espeté.

—Así que admites que me podrían matar más pronto o más temprano —apuntó él.

Volví la vista a Mircea, que tenía una mirada como si estuviese contemplando la posibilidad de tomarse un postre.

—Al paso que vas, será más bien pronto.

Me di cuenta de que sería mejor que le diese una explicación más detallada al mago si no quería que le acabase dando un ataque de histeria.

—Este tío formaba parte del grupo que intentó matarnos hace unas horas. Sin embargo, los vampiros no van a matarle, al menos no esta vez. Por la primera falta se da un aviso, además de una lección para que no se le olvide. Si la lección impresiona lo suficiente, la mayoría de la gente no necesita que le den un segundo aviso.

Pritkin miró con gesto disgustado.

—Así que no son monstruos ni bestias asesinas, sino gente incomprendida, ¿no es así?

Mircea hacía esfuerzos por no reírse. En realidad, tampoco se esforzaba tanto. Al mirarle, yo misma noté que mis labios querían abrirse para soltar una risotada.

—¿Eres una bestia asesina, Mircea? —inquirí con sorna.

—Con certeza, dulceaţă —respondió él jocosamente.

Mircea me guiñó un ojo antes de intercambiar a su atemorizada víctima por otra que acababan de traer. Ésta era humana y supuse que formaba parte de la legión de día de Tony. Debía de ser uno de esos a los que habían contratado más por su potencia que por su inteligencia, porque en sus ojos color avellana brillaba una furia que ni se molestaba en esconder. Por lo visto, ya le debía de haber soltado algún improperio a alguien; porque, además de las cadenas que le habían puesto en los tobillos y las muñecas, tenía una mordaza en la boca. Miré a Pritkin y vi cómo se le tensaba la mandíbula. Si había puesto objeciones a que se les aplicara a los híbridos el castigo habitual tras perder un desafío, ¿qué iba a pensar si un humano tenía que pasar por aquello?

Quizá precisamente porque aquel joven parecía tener una actitud tan rebelde, Mircea pasó por encima del cuello, el sitio por el que normalmente un vampiro se alimentaba, con poco más que una mirada contemplativa. Físicamente, el hombre se acercaba a la perfección, con unos rizos despeinados color cobre, facciones clásicas y músculos bien definidos. Sin embargo, debajo de su pezón izquierdo había una pequeña cicatriz que llamó la atención de Mircea. Los dedos largos y blancos del vampiro recorrieron la ligera imperfección como si la estuviera memorizando; o, conociendo a Mircea, como si estuviese pensando en añadir otra que fuera a juego en el otro lado. La mama es otro foco de alimentación habitual y el hombre se mostró tenso, como si fuese consciente de ello. Vi cómo el sudor asomaba por su labio superior mientras él tragaba saliva hecho un manojo de nervios. La protuberancia escondida bajo el espeso pelo corporal color jengibre de aquel tipo se erizó tentadoramente ante el roce de la mano de Mircea, y sus nervios estallaron. Se apartó bruscamente con los ojos como platos, pero no logró separarse ni un metro antes de que un simple movimiento de cabeza de Mircea hiciese que Rafe le obligase a volver al sofá.

El prisionero se sintió tenso al notar cómo el cuerpo de Rafe se oprimía contra el suyo por detrás, con un brazo rodeándole como si fuese una arandela. Parecía que le preocupaba más Rafe que la manera en la que Mircea escrutaba los puntos donde le latía el pulso como quien intenta decidir qué platos del menú le gustan más. El hombre miró hacia arriba y se encontró con mis ojos, ante lo cual los suyos se abrieron de par en par producto de la sorpresa, como si fuera la primera vez que se daba cuenta de que había más gente en la habitación. El rubor que ya había coloreado sus mejillas corrió rápidamente hacia su pecho. Aquello me hizo preguntarme cuánto tiempo llevaría con el equipo de Tony; la mayoría de los que estaban a su servicio no se habían ruborizado ni siquiera cuando estaban en vida. Sin embargo, el hombre acabó olvidándose de mí cuando las manos engañosamente esbeltas de Mircea le obligaron de repente a arrodillarse. El tipo no se daba cuenta de que el forcejeo sólo hacía que aquello les resultase más divertido a los vampiros; y, mientras se resistía, los músculos de sus pantorrillas y de la parte superior de sus piernas sobresalían notablemente de su anatomía. En ese momento, vi hacia dónde estaba mirando Mircea y supe inmediatamente qué vendría después.

El hombre fue arrastrado hasta el sofá y, una vez allí, se le separaron las piernas. Parecía que estaba más preocupado por el hecho de estar exhibiéndose delante de un grupo de desconocidos que por el peligro inminente que le acechaba, pero cuando en la cara de Mircea asomaron una serie de colmillos perfectos y brillantes, al tipo se le olvidó la vergüenza. Intentó salir rodando del sofá, pero los grilletes de sus tobillos y brazos no le dejaban demasiado margen de maniobra. Mircea volvió a ponerlo sobre sus rodillas para conseguir un ángulo mejor, pero no lo tomó inmediatamente. Alargó el momento, dejando que el pánico de aquel hombre creciese a medida que descubría lo poderoso que puede llegar a ser un vampiro. Se retorció inútilmente intentando zafarse de la sujeción de Mircea, soltando leves quejidos que se escapaban de su mordaza. Hasta yo podía ver su arteria femoral, latiendo palpablemente en su muslo retorcido.

Cuando su resistencia disminuyó finalmente, bien por la fatiga o porque no pasaba nada más, Mircea atacó, hundiendo aquellos colmillos en la piel sedosa de la coyuntura de la cadera de aquel hombre. Se escuchó un grito amortiguado detrás de la mordaza cuando el colmillo enganchó la arteria y los ojos parecieron salírsele de las órbitas cuando los labios de Mircea quedaron sellados en torno a la mordedura y empezó a succionar. De nuevo el tipo volvió a forcejear, pero Rafe se puso encima para asegurarse de que su maestro podía alimentarse sin tener que preocuparse por contener a su comida.

Pritkin se estremeció palpablemente cuando Rafe mordió rápidamente la tensa yugular del prisionero, pero tuvo la suficiente inteligencia como para no interferir en el proceso. Los vampiros estaban en su derecho de hacer aquello siempre y cuando se detuvieran antes de dejarle sin vida. Viendo la expresión del prisionero, me preguntaba si alguien le había contado aquello. En cierto modo, lo dudaba. Sin embargo, aunque aquella no era una escena agradable, no me gustaba la cara de repulsión del mago. Aquel hombre había cometido un intento de asesinato y estaba saliendo bastante bien librado. Y, ciertamente, Pritkin no era el más apropiado par abrir la boca.

—¿A cuántos te has cargado esta noche, Pritkin? ¿Media docena? ¿Más? Yo es que perdí la cuenta —musité.

El mago se enfureció.

—Aquello fue en defensa propia y para protegerte de las consecuencias de tu insensatez —protestó él.

Pritkin miró hacia el hombre, que había empezado a sollozar como un bebé, y su rabia siguió creciendo. Su rostro se encendió y apretó los puños con rabia mientras el prisionero se retorcía salvajemente en un esfuerzo por escapar del dolor infernal que le causaba la succión de los labios de los vampiros.

—Esto es grotesco —apostilló Pritkin.

Yo habría considerado más grotesco que hubiese sido yo la que acabase retorciéndome de agonía para que aquel tipo se pudiese embolsar la recompensa de Tony. En esos casos, yo era así de práctica.

—Se tienen que alimentar ¿Qué prefieres, que cazaran indiscriminadamente como por desgracia lo hacían en los viejos tiempos? —gruñí.

—¡Todo el mundo sabe a que se alimentan de cualquiera que no pueda defenderse! El círculo se creó para dar a los humanos una oportunidad de luchar contra ese tipo de cosas y ahora tú también, siendo supuestamente humana, ¡estás ahí sentada defendiéndoles! Me das más asco que ellos.

Pritkin quería pelea. La postura de su mandíbula y de sus piernas así lo indicaban. Quería pegar a alguien, pero no se atrevía, así que optaba por la agresión verbal. Una lástima que yo no me sintiese muy diplomática.

—Soy tan humana como tú y te he visto en acción esta noche, Pritkin. Hasta que se metió el Círculo Negro, te lo estabas pasando en grande y lo sabes. No me vengas con esa mierda de la defensa propia. Tú eres un depredador. Me crié rodeada de un montón de gente así, como para no saberlo.

Me paré porque el hombre del sofá escogió aquel momento para montar un numerito. Los vampiros debieron verlo venir, porque se pusieron cómodos para ver cómo su víctima se veía atrapada por un fino escalofrío que le recorría de arriba abajo como los temblores de un terremoto. Unos segundos después, su espalda se arqueó formando un ángulo que parecía imposible, de tal manera que lo único que seguía estando en contacto con el sofá eran sus manos amarradas y la parte trasera de sus muslos. Después, llegó al clímax con estruendo, envuelto indefenso entre espasmos una y otra vez. Su cabeza cayó hacia atrás y sus ojos tuvieron el deseo de cerrarse, pero Rafe capturó su mirada y la mantuvo abierta, rechazando la más mínima posibilidad de que su prisionero se distanciase de lo que estaba sucediendo. El hombre le miraba, con los ojos abiertos y temblando, mientras él le depositaba sobre su propia piel bronceada y la madera brillante del suelo.

Parecía que aquello iba a durar para siempre, como si su cuerpo no pudiese calmarse por sí mismo y él fuese a seguir en erupción hasta que su corazón aguantase. Sin embargo, al final acabó, precipitándose ingrávido hacia delante con el pelo envolviéndole su rostro sonrosado. Los vampiros le dieron un pequeño empujón y su cuerpo cayó pesado contra el suelo que había entre el sofá y la mesita de café. Me di cuenta de que habían estado esperando a que el hombre empezase a sufrir el inevitable efecto secundario sexual derivado de la succión, confiando en que el triplete de humillación, dolor y miedo fuese suficiente para estar seguros de que no tendrían que volver a encontrarse con él nunca. A juzgar por el aspecto demacrado de su rostro mientras yacía allí tumbado, temblando, estaba bastante segura de que habían logrado su objetivo.

El mago estaba decidido a no mirar a la masa patética que yacía en el suelo. Yo me sentí ligeramente culpable por no haberme preocupado un poco más por aquel hombre. No estaba segura de que tuviera que haberlo hecho, pero ver el rostro tenso de Pritkin me hacía dudar. También me ponía a la defensiva, aunque lo que le dije era verdad.

—Los vampiros no van por ahí matando humanos a no ser que les hayan intentado matar a ellos primero. Al Senado no le gustaba este tipo de asesinatos porque había muchas posibilidades de que alguien viese algo y empezase a desatar rumores peligrosos, o de que un vampiro novato no se deshiciese del cuerpo y permitiese abrir una investigación. La caza indiscriminada no era legal desde 1583, cuando el Senado europeo firmó un acuerdo con tu círculo. Ni siquiera los esbirros de Tony lo hacen.

—Me alivia escucharlo —comentó Mircea, sacando un pañuelo con un monograma para limpiarse la boca.

Aparte de sus labios, no había más manchas en ninguna otra parte de su cuerpo. Cuestión de práctica, supongo. Dado que no se había molestado en absorber la sangre sobrante, me imaginé que estaba bastante lleno. El tipo debía haber aguantado más de lo que él esperaba.

—Sé lo que dicen sus leyes —musitó Pritkin mirando alrededor de la habitación con una sonrisa despectiva (empezaba a preguntarme si tenía otra expresión)—. Sin embargo, hay miles de vampiros repartidos por el mundo. La mayoría de ellos se alimentan casi a diario. Eso supone tener muchos enemigos. ¿O me vas a decir que sobreviven con la sangre de animales? ¡Eso es una patraña!

—No pongas en mi boca palabras que no he dicho —repliqué.

Me di cuenta de que ningún vampiro se molestaba en defenderse. Quizá estaban cansados de esos ataques, o tal vez pensaban que no merecía la pena perder el tiempo con Pritkin. O quizá dudaban que Pritkin se fuera a creer nada de lo que le pudieran contar. Probablemente tenían razón, pero no me sentía con ganas de dejar que fuese él quien dijese la última palabra.

—Los vampiros no desperdician sangre, nunca, así que cualquier enemigo con vida recibe este tratamiento. Sin embargo, se les da una segunda oportunidad; y, por lo que he oído, eso es más de lo que tu círculo le da a los usuarios ilegales de magia. Sólo los vampiros reciben una sentencia de muerte automática si desafían las normas establecidas.

Pritkin no podía evitar observar cómo el humano intentaba escaparse a gatas con sus extremidades atadas, sus ojos aún abiertos como platos por la impresión, pero a duras penas lograba avanzar, en parte por el cansancio y en parte por las firmes sujeciones. La falta de sangre también le hacía sentirse torpe, así que se acabó resbalando un par de veces contra el suelo pegajoso. Finalmente, logró llegar reptando hasta la puerta, pero tampoco le sirvió de mucho, porque no podía abrir la puerta. Lo intentó con la boca, pero no pudo y tuvo que darse la vuelta hacia la sala de nuevo para que sus manos atadas tuvieran acceso al pomo. Al final me entró un ligero remordimiento de conciencia, a pesar de que probablemente unos segundos antes me podía haber metido una bala entre ceja y ceja sin pensárselo dos veces. Resultaba difícil pensar en él como un asesino a sangre fría, con ese sexo flácido colgando entre sus muslos pegajosos y el cuello y la ingle soltando ligeras hileras de sangre que no podía apartar. Me alegraba comprobar que esta vez no cruzaba su mirada con la de nadie.

El rostro de Pritkin se volvió hacia mí enfurecido.

—¿Me estás diciendo que castigan a su propia gente más que a los de fuera? Mientes. ¡Los monstruos no entienden de compasión! —bramó.

Yo me encogí de hombros.

—Cree lo que quieras, pero es verdad. No ves vampiros por aquí, ¿verdad? Si hubieran cogido a alguno prisionero, tendría una estaca clavada ahora mismo —apunté.

Y eso dando por supuesto que respondiesen convenientemente al interrogatorio. En caso contrario, probablemente Jack tuviese vía libre para hacer su agosto.

—No es una cuestión de compasión, mago Pritkin, te lo aseguro —intervino Rafe, con los ojos aún clavados en el prisionero, que arañaba la puerta con las manos atadas—. Simplemente, no tenemos la sensación de que tu gente suponga una gran amenaza.

Pritkin emitió un sonido de disgusto y se dirigió a abrir la puerta. El hombre se cayó de espaldas y varios sirvientes le miraron sorprendidos antes de levantarle y sacarle de allí para que le leyeran la cartilla. Tenía mis dudas de que le hiciese falta.

—Entonces, ¿cómo se alimentan normalmente? ¿Esperas que me crea que no van a acabar lo que empezaron más tarde, cuando no haya testigos?

Pritkin no iba a dejarlo estar así como así. No me podía creer que no supiera cómo funcionaba aquello. En casa de Tony, nunca había visto a un mago sorprenderse al ver cómo se alimentaban los vampiros. Quizá es que simplemente habían aprendido a esconder sus emociones, pero me daba la impresión de que tampoco era un gran secreto. Con todo, Pritkin parecía estar confundido de verdad. ¿Qué coño les enseñarán a los magos de la guerra?

—¿Quieres mostrárselo? —dije, mirando a Mircea.

—Me encantaría, dulceaţă —sonrió él alegremente—, pero no me fío de mí mismo. La tentación de deshacernos de su molesta presencia sería muy grande y la Cónsul dijo expresamente que no se le debería hacer daño a no ser que diese motivos para ello. Y, por desgracia, hasta el momento se ha comportado —apostilló deslizando su mirada hacia Pritkin.

—Me refiero conmigo —maticé.

—No —irrumpió Tomas, haciéndome dar un leve salto de sorpresa. Había estado tan callado que casi me había olvidado de que estaba allí—. A ella no se le puede hacer daño.

—Creo, Tomas, que esa es la cuestión que nuestra querida Cassandra está intentando dejar clara —replicó Mircea—. Si se hace adecuadamente, no resulta perjudicial —prosiguió, mirándome a mí—. Debes haber sido una donante frecuente en la corte, ¿sí? ¿Comprendes el procedimiento?

Yo asentí con la cabeza.

Seh, por no mencionar que en ocasiones sirvo de alimento a un fantasma hambriento —añadí.

Habiendo hecho ambas cosas, sabía que lo que hacían los vampiros tenía muy pocas diferencias con lo que yo hacía con Billy Joe, salvo porque él podía absorber la energía vital directamente y ellos tenían que conseguirla a través de la sangre. Billy era capaz de saltarse ese paso, lo cual no era baladí teniendo en cuenta que su cuerpo estaba en alguna parte del fondo del río Misisipi. En su forma actual, tendría problemas para metabolizar hasta comida líquida.

Mircea se deslizó con ese gracejo tan particular que tenía. Todos los no muertos lo tenían, pero el suyo hacía que los demás parecieran patosos. Él tenía mucha experiencia haciendo esto, sabía que no me haría daño y además estaba demasiado lleno como para extraerme demasiada sangre. A quien sí me hubiera gustado estrangular era a Billy, si el muy cobarde no se hubiese escapado a no se sabe dónde. Cuando Billy tomaba energía de mí normalmente no me molestaba, porque podía rellenar lo que él me consumía comiendo y descansando. Sin embargo, él sabía las reglas de cuánto podía donar de una vez y aquella noche se las había pasado por el forro.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Pritkin dando un paso al frente, que Tomas interrumpió enseguida, aunque tampoco parecía estar muy contento.

—Asegúrate de que tenga buenas vistas, Tomas —espetó Mircea, mirando hacia abajo en mi dirección concienzudamente—. Solo haré esto una vez. Cassandra ya está cansada y tenemos mucho de lo que hablar. No quiero que se quede dormida.

Sonrió y me acarició el mentón con la mano. Parecía cálida, aunque en realidad siempre era así. Los vampiros más antiguos no tenían fluctuaciones de temperatura en función de si habían comido recientemente o no.

—No te haré daño —prometió.

Empezaba a recordar por qué siempre me había gustado Mircea. Sus ojos marrón oscuro y su físico grácil ciertamente habían tenido algo que ver, las hormonas adolescentes son lo que son, pero su apariencia me resultaba menos importante que su honestidad. Nunca le había cogido diciendo una mentira. Estaba segura de que sería un mentiroso muy capaz cuando quisiera serlo; de otro modo, sería muy difícil mantenerse en la corte, pero conmigo siempre había sido franco. Puede parecer una tontería, pero en un sistema regido por la mentira y las evasivas, la sinceridad no tenía precio. Le sonreí, solo a medias para evitar que a Pritkin le diese algo.

—Lo sé —musité.

Pritkin no pudo llegar adonde estaba yo, pero sí pudo gritar.

—¡Esto es de locos! ¿Vas a dejar que se alimente contigo? ¿Por propia voluntad? ¡Vas a acabar como uno de ellos! —vociferó.

Mircea respondió por mí, con sus ojos oscuros firmes sobre los míos. En ese momento me di cuenta de que no eran realmente marrones, sino de una mezcla de muchos colores: capuchino, canela, dorado y unas manchas de verde oscuro. Eran hermosos.

—Si nos alimentásemos indiscriminadamente como pareces creer, mago Pritkin, ¿cómo podríamos evitar hacer miles, incluso millones de nuevos vampiros? Basta con tres mordeduras en otros tantos días consecutivos para que un maestro de séptimo nivel o más logre realizar una conversión. ¿Puedes creer que, si no hubiera restricciones, eso no estaría pasando una y otra vez? Por accidente o adrede, pero pasaría. Pronto dejaríamos de ser un simple mito y volverían a darnos caza otra vez.

Mircea se detuvo, pero no hizo falta que siguiese. No me podía creer que Pritkin no estuviese al corriente de lo que le pasó a Drácula y el propio Mircea había estado a punto de ser capturado y asesinado muchas veces en sus primeros años. Radu, su hermano pequeño, no había tenido tanta suerte. Una multitud le apresó y le llevó ante la Inquisición. Le torturaron durante más de un siglo y, cuando Mircea dio con él y le liberó, se había vuelto completamente loco. Desde entonces, Radu ha permanecido encerrado bajo custodia.

Durante muchos años, fue una guerra continua —prosiguió Mircea, como si hubiera podido adivinar lo que yo había estado pensando— entre nosotros y los humanos, entre familias de vampiros, entre nosotros y los magos, y así una y otra vez. Hasta que surgieron los senados, hasta que se dijo basta, o acabaremos destruyéndonos a nosotros mismos. Nadie quiere regresar a aquello, especialmente al conflicto con los humanos. Incluso aunque pudiéramos ganar contra los miles de millones que se opondrían a nosotros, perderíamos, porque entonces, ¿quién nos serviría de alimento?

Mircea hizo una leve pausa y miró a Pritkin antes de proseguir.

—No queremos que nuestro número se eleve alocadamente sin supervisión ni esperanza de permanecer en secreto, igual que sucede con vosotros. Sólo mordemos para secar a un sujeto en una ejecución, o para asustarle como ha ocurrido con los prisioneros de hoy. Pero, por lo que se refiere a la alimentación del día a día —dijo, volviendo a centrar su atención sobre mí—, preferimos un método más dulce.

Mircea sonrió y aquello fue como si el sol asomase entre las nubes después de varios días de lluvia. Me dejó sin respiración.

—¿Qué le estás haciendo? —preguntó Pritkin asomándose por los hombros de Tomas—. No estás haciendo nada.

Parecía casi decepcionado.

Tomas llegó hasta donde estaba yo y quitó la mano de Mircea de mi cara.

—Déjala en paz.

Mircea le miró divertido.

—Ella se ofreció, Tomas, ya la oíste. ¿Cuál es el problema? He prometido hacerlo con suavidad.

Los ojos de Tomas centellearon y su mandíbula rechinó. No parecía que aquel comentario hubiera servido para apaciguarle. Los ojos de Mircea se hicieron ligeramente más grandes y después soltaron un relampagueo malvado.

—Discúlpame; no lo entendí bien. ¿Seguro que no puede ser que me envidies por poder probarla aunque sea solo un poco? —prosiguió Mircea recorriendo mi rostro con una caricia vaga, pero con la mirada aún clavada en Tomas—. ¿Es de verdad tan dulce como parece?

En ese momento Tomas le gruñó literalmente a la cara y le apartó la mano bruscamente.

Yo deseaba que Mircea ignorase aquello. Quería hacerle unas preguntas a Pritkin, pero no podía mientras siguiese teniendo aquella fijación por los vampiros.

—¿Podemos limitarnos a hacer esto? —interrumpí.

—Si hay que hacerlo, lo haré yo —contestó Tomas inclinando la cabeza hacia mí.

Yo me aparté de inmediato.

—Eh, eh. Yo no he dicho que aceptara eso.

A Tomas le debía unas cuantas cosas, cierto, pero servirle de alimento no era una de ellas.

Mircea volvió a reírse y aquel fue un sonido suave y dulce.

—¡Tomas! ¿No se lo has contado?

—¿Decirme qué? —repliqué yo. Mi humor no mejoraba, desde luego.

El brillo de los ojos de Mircea era pura malicia.

—Nada, sólo que se ha estado alimentando de ti durante meses, dulceaţă, y, como suele ocurrir a menudo en estos casos, se ha vuelto… territorial.

Miré a Tomas, conmocionada.

—Dime que está de broma.

Antes de que hablara, la respuesta ya se podía leer en su rostro, y yo sentí como si el mundo se derrumbara a mi alrededor. Está prohibido alimentarse del mismo humano de manera regular, porque crea un sentimiento de posesión por parte del vampiro que la realiza y puede acabar desembocando en todo tipo de problemas derivados de los celos. Si la sangre se extrae sin permiso de alguien conectado a nuestro mundo, la violación se considera aún más grave. No solo por las consecuencias a menudo de índole sexual del proceso por el que un vampiro se nutre de la sangre de alguien, sino también porque cualquiera a quien se le reconozca como parte de la comunidad sobrenatural tiene derechos especiales. Tomas acababa de violar todo un paquete de normas, por no mencionar que me había traicionado una vez más. Entonces, todo lo que le rodeaba consistía, en el fondo, en un truco vampiro, desde el modo en el que me miraba hasta la manera en la que me sentía yo. Podría haber llegado a perdonarle el engaño, pero no esto. No podía creer que me hubiera hecho eso, pero mirándole sabía que había sido así.

Tomas se mojó los labios.

—No fue algo frecuente, Cassie. Necesitaba saber dónde estabas en todo momento y alimentarme de ti de manera regular creaba un vínculo. Así podía protegerte mejor.

—Qué generoso por tu parte —murmuré, porque casi no me salían las palabras; me sentía como si alguien me hubiera golpeado.

Empecé a incorporarme, no estoy muy segura de por qué, cuando Mircea me sujetó el hombro con su mano. Su expresión se volvió seria de repente, como si se hubiera dado cuenta de lo mucho que me había afectado la noticia.

—Tienes todo el derecho a estar enfadada con Tomas, dulceaţă, pero ha llegado el momento. Es culpa mía: no tenía que haberle provocado. En adelante prometo contenerme; y ahora te agradecería que dejaras pasar esto porque, si no, vamos a perder todo el día con discusiones.

—No quiero discutir —repliqué, y era verdad.

Lo que quería era tirarle algo a la cabeza a Tomas, preferentemente algo pesado. No obstante, aquello no me iba a dar respuestas y en ese preciso instante lo que me hacía falta era información, más que venganza.

—De acuerdo. Tan solo mantenlo alejado de mí —concluí.

—Sin problemas. Tomas, si no te importa.

Parecía que Tomas iba a iniciar otra discusión, pero después de una pausa larga, se apartó medio metro. Después se detuvo, sin perder su gesto avinagrado. Se lo hubiera echado en cara, pero se hubiera limitado a decir que tenía que estar cerca para vigilar a Pritkin. Como yo también lo veía en cierto modo así, no dije nada.

Mircea suspiró y me sujetó la cara de nuevo. Esta vez no prolongó el momento. Sus dedos se deslizaron con suavidad desde mi barbilla hasta el cuello y pude sentir cómo su poder me llamaba. El modo en el que me acariciaba era delicado, apenas podía sentir su tacto, pero me estremecía al notar cómo una cálida oleada de placer danzaba por todo mi cuerpo, expeliendo parte del disgusto que me había provocado el comportamiento de Tomas. Sentí un hormigueo en la piel y entre nosotros se erigió una neblina de energía chispeante y deliciosa. De pronto supe de quién eran las protecciones que Billy Joe había roto antes, de quién había cogido prestado el poder para repeler el ataque en el Dante. Esta era la misma sensación vertiginosa, burbujeante, como de champán en hielo, que había sentido en el casino, una mezcla embriagadora de deseo, felicidad y calidez que se convertía en adictiva al instante. Sabía que las protecciones que estaba poniendo en mi poder debían molestarme, pero nadie que se sumergiera en aquella sensación podía estar enfadado. Era simplemente imposible. Caía sobre mí como rayos de sol que hubieran adoptado una forma tangible y yo me reía preguntándome cómo podía ser aquello.

Mircea comenzó cuando nuestras energías se entremezclaron, después procedió con una suavidad tremenda. Apenas me di cuenta. Estaba hundida en un mar de felicidad gloriosa y dorada. Me sentía como si estuviese tocándome algo mucho más íntimo que el cuello y, durante un segundo, llegué a pensar que mi bata había desaparecido y que una mano cálida estaba deslizándose hacia abajo por mi cuerpo. Intenté tragar saliva, pero se me había secado la boca y notaba cómo el pulso empezaba a latirme de manera insistente en zonas suaves de mi cuerpo. De repente, me vi inmersa en una escena de hacía mucho tiempo: una tarde en la que Mircea y yo estábamos enroscados en el diván del estudio de Tony, él mesaba mis cabellos y me contaba una historia. Pasé más tiempo con él durante aquella visita que el propio Tony y la mitad de él estuve acurrucada en su regazo, pero nunca había reaccionado de esa forma. También era verdad que entonces tenía once años. Estar sentada en su regazo ahora adquiría una connotación radicalmente novedosa.

Mircea tenía una expresión extraña, casi confundida, como si no me hubiese visto nunca. Por un momento buscó mi rostro, después cogió mi mano y se arqueó hacia ella. Noté un leve roce de sus labios, después me soltó y se echó hacia atrás. Todo aquello debió durar unos diez segundos, pero me dejó sin respiración, sonrojada y con el corazón momentáneamente roto, como si se hubiese volatilizado lo más preciado de mi existencia. Estuve a punto de salir detrás de él, pero me las apañé para detenerme antes de acabar humillándome. Me quedé sentada allí, intentando calmar mi pulso hasta unos guarismos cercanos a los normales, mirándole.

Había olvidado hasta qué punto las succiones de los vampiros eran más personales que las de Billy. No me había planteado el asunto en aquellos términos con Mircea, lo cual me sorprendía tremendamente en ese momento. Él poseía el carisma por el que toda su familia era conocida, su poder era lo suficientemente grande como para hacerse con un sitio en el Senado y ser capaz de mantenerlo, y su belleza masculina era innegable. Por supuesto, yo nunca conocí a Drácula, que ya había muerto mucho antes de nacer yo, o al desgraciado Radu, pero mirando a Mircea, podía comprender por qué la familia se había convertido en una leyenda. Si conocías a uno de ellos, no era muy probable que fueras a olvidarlo, independientemente de las artimañas que utilizaran después para torpedear tu memoria.

Miré hacia arriba y vi a Tomas escrutando, con sus ojos moviéndose de un lado a otro entre Mircea y yo. ¿Cuál era el problema ahora? Ya había acabado. Entonces miré mi reflejo y vi que tenía la mirada perdida, la piel sonrosada y los labios entreabiertos. Parecía que acababa de tener una buena sesión de sexo y la verdad es que aquello no se alejaba demasiado de la realidad. Rápidamente, traté de recuperar la expresión de mi cara para intentar parecer menos arrebolada.

Pritkin parecía decepcionado, como si hubiera deseado ver algo que provocara dolor, no placer.

—No me creo que te hayas alimentado. No has cogido sangre, ni llegaste a rasgarle la piel.

—Todo lo contrario —repuso Mircea ajustándose el cuello de la camisa casi con un gesto nervioso—. Lo que has visto ha sido un refrigerio; moderado, eso sí.

Mircea volvió la vista hacia Tomas como si fuera a decir algo, pero al final se echó para atrás. De repente, se giró de nuevo hacia Pritkin y le dedicó una mirada lobuna.

—Raphael te lo demostrará, si quieres —apostilló Mircea.

Antes de que yo pudiera pestañear, Rafe había atravesado la habitación y había envuelto la muñeca de Pritkin con sus dedos. Ráfagas de poder salieron despedidas del mago en oleadas de pánico y yo noté cómo mi brazalete temblaba contra mi muñeca.

—No voy a hacerte daño —le espetó Rafe despectivamente—. No te haré nada más que lo que le han hecho a Cassie. ¿Eres menos valiente que ella?

Pritkin no le estaba escuchando. Su expresión me habría hecho a mí salir corriendo en busca de un lugar seguro, pero Rafe se mantuvo firme. No podía ser de otro modo, porque había recibido una orden directa del maestro de su maestro.

—¡Déjame en paz, vampiro, o por el círculo que te arrepentirás!

De repente, los elementos de Pritkin me rodearon abruptamente. Lanzó protecciones tanto de tierra como de agua, y le florecieron todas al mismo tiempo, así que me sentí como si me estuviesen enterrando y ahogando a la vez. Mi brazalete saltó como si hubiese capturado a un pequeño animal salvaje que quisiera liberarse desesperadamente. Me puse el cuello de la bata delante de la cara, pero tampoco fue de mucha ayuda: no era lo material lo que amenazaba con asfixiarme. Traté de coger aire, pero era como si mis pulmones fueran dos trozos sólidos y pesados dentro de mi pecho que habían olvidado cómo se respiraba. Lentamente, me deslicé por la silla y la visión se me empezó a oscurecer. Lo único que pensé en ese momento era que, en una habitación llena de vampiros, tenía narices que me fuera a matar el único humano que había aparte de mí.