7

Mi captura no supuso una gran impresión para mí. El Senado tenía dinero a raudales para contratar protecciones y para poder ver a través de absolutamente todas las ventanas y puertas de MAGIA, y probablemente para proteger sus vehículos también. En un principio me había impresionado que Billy Joe me consiguiera las llaves de un coche tan pronto, pero cuando llegamos al garaje, vi que había un montón de ellas colgadas de un llavero justo dentro de la puerta. Eso, unido al hecho de que nadie estaba vigilando los coches, me había hecho suponer cosas sobre la calidad de las protecciones. Habría atravesado tal vez más de una y a eso había que sumar el hecho de que me escapé por la ventana del baño, atravesé la puerta del garaje y robé un precioso Mercedes negro para largarme a la ciudad. Con todo y con eso, debía haberles llevado algo más de tiempo encontrarme.

Las buenas protecciones son mejores que una alarma de seguridad porque te cuentan datos básicos sobre quién las ha roto, como si son humanos o no, o su huella aural. Incluso, si la protección es buena, pueden decirte qué hicieron los intrusos en el sitio protegido. Lo que no te dicen es adónde fue el intruso después de irse, a no ser que tengas una protección de las caras y complejas, conocidas como «über-protecciones», que tienen que estar especialmente diseñadas por un maestro de protecciones. Como los miembros del Círculo Plateado son los que dan licencias a los hacedores de protecciones, no les debe resultar muy difícil conseguir las mejores del mercado para protegerse a ellos mismos, y usan los locales de MAGIA tanto como cualquier otro. Sin embargo, ni siquiera las mejores protecciones disponibles te dicen exactamente dónde se puede encontrar a una persona, tan solo dicen si tu rastro es frío o caliente. De otra manera, no habría podido eludir la los idiotas de Tony el tiempo suficiente como para que sus hechizos se borraran. Por todo ello, los vampiros sabrían que estaba en Las Vegas, pero tendrían que haber tardado unas horas en saber el sitio exacto. Alguien que me conocía bien y que sabía que Jimmy estaba allí debía haberles dicho dónde podían buscarme. De no ser así, estarían cercando el aeropuerto y dando vueltas por el perímetro a ver si aparecía. Sí, si volvía a ver a Rafe, iba a tener una conversación poco amistosa con él.

Jimmy se recompuso, se deshizo de mí y corrió como un relámpago. Una nube plateada descendió del techo y empezó a perseguirle justo en el momento en el que nos metían por la puerta de «sólo empleados» que estaba a nuestras espaldas. Tantas molestias solo para no alarmar a los humanos. Ni siquiera me di la vuelta, me limité a correr por el pasillo detrás de Jimmy. No iba a dejarle escapar mientras intentaba ser razonable con los acosadores del Senado.

Escuché a Pritkin soltar unas cuantas blasfemias, pero cuando llegué a la puerta del vestuario la cerré de golpe. La puerta no les iba a retener mucho más que un segundo, así que necesitaba encontrar a Jimmy rápidamente. Una mujer a medio vestir con un traje de demonio me preguntó algo, pero yo pasé de ella y me limité a esquivar los bancos y abrir las puertas hasta llegar a la salida. Un aire cálido del desierto rizó mi pelo según salía y al mirar hacia arriba, me di cuenta de que había salido completamente del edificio. Estaba en un lateral, en un punto en el que la elaborada decoración de la fachada dejaba paso a un aparcamiento de asfalto sin más que estaba rodeado por una valla de cadenas. Allí era donde probablemente aparcaban los empleados. Maldije todo aquello, pensando que sería difícil encontrar a Jimmy entre tantas filas de vehículos, pero entonces le vi correr como una flecha hacia la parte trasera del aparcamiento. La nube brillante en la que se había convertido Billy le perseguía como un halo difuso.

Agarré mi pistola y continué con la persecución. Todavía tenía dudas sobre si realmente podría matar a alguien, incluso alguien que se lo merecía tanto como Jimmy, pero lo que estaba claro es que sí que podría herirle. Además, aquello le daría tiempo a Billy Joe para tratar de sacar a la luz su habilidad para poseer. Seguí corriendo a toda pastilla por las hileras de coches, después de comprobar que la pistola todavía llevaba el seguro puesto. No tendría mucha gracia que salvara a todo el mundo y me acabase disparando a mí misma.

No había llegado ni a la mitad de la fila de coches cuando escuché que la puerta que había dejado atrás se abría con tanta fuerza que las bisagras saltaron por los aires. Por raro que suene, en lugar de correr más rápido, Jimmy se frenó de golpe en ese mismo momento, cuando le tenía a solo unos metros. Pensé que había llegado a su coche y que estaba intentando pensar en cómo podría usar las llaves con unas manos destrozadas, pero un minuto después me di cuenta de que lo que había encontrado era algo de apoyo. Un par de docenas de tipos feos emergieron del aparcamiento como espantapájaros en un campo de trigo. No me paré a contar, pero al menos cinco o seis eran vampiros. ¿Cómo coño se las había apañado Jimmy para plantar allí una emboscada?

Me detuve en el mismo momento en el que noté cómo algo me agarraba por la cadera de manera firme y familiar. Era un poco irónico, la verdad. Había fantaseado más tiempo del que quería admitir con la idea de estar en los brazos de Tomas, pero ahora que había pasado tanto rato durante esa noche en ellos, se me había pasado bastante. Tenía su pistola desenfundada y me miraba con algo cercano al odio con sus ojos claros.

Aquello me ponía nerviosa, pero me di cuenta que lo que hacía era mirar por encima de mi hombro. Se escuchó un chirrido procedente del lugar en el que estaba Jimmy, como si un bosque entero hubiese decidido caerse al mismo tiempo, y yo miré hacia arriba.

—Tienes que estar de coña —fue todo lo que acerté a decir antes de que Tomas se arrojase encima de mí y ambos cayéramos al suelo. Me arañé las manos con el asfalto, perdiendo un poco más de piel, pero sujetando aún, milagrosamente, la pistola. Sí, definitivamente se me estaba pasando.

Conseguí ver lo que pasaba delante de nosotros a través de una rendija en medio de la cortina de pelo de Tomas. La mayoría de los chicos de Tony tenían motes. Creo que es una especie de regla no escrita de los gánsteres, porque virtualmente se puede decir que todos tienen un vínculo con su arma favorita, o su característica física más prominente. Alphonse era «Béisbol», por lo que sabía hacer con un bate, y no hablaban precisamente sobre un diamante. Siempre di por supuesto que el mote de Jimmy procedía de su apariencia, que era bastante de rata, o su personalidad. Me equivocaba. Por lo que parecía, Jimmy, el medio sátiro, era también Jimmy «el Hombre Rata». O algo así. Los híbridos no eran mi especialidad, pero nunca había visto algo así. Entorné los ojos. Nunca había oído hablar de algo así. Y quizá las razones eran evidentes, porque cualquiera que lo hubiese visto desearía a buen seguro olvidarse de ello cuanto antes.

Fuese lo que fuese aquello, tenía un cuerpo gigantesco y lleno de pelo que parecía haber sido curtido a parches. Tenía cuernos de cabra que le sobresalían en medio de su estrecha cabeza, sus enormes dientes desconchados tenían el color de un fregadero oxidado y su cola rosa era tan gruesa como mi pantorrilla. Tenía pezuñas de cabra en sus patas traseras y olía que echaba para atrás. Y, fuese lo que fuese aquello en lo que Jimmy se había transformado, lo que estaba claro es que un acto de nepotismo se había estado gestando en el Dante porque una tribu de parientes le rodeaban por todos lados.

Mi cerebro seguía diciéndole a mis ojos que lo que estaban viendo eran cosas. Número uno, los sátiros son ya criaturas mágicas y como tales, se supone que son inmunes a las mordeduras, así que lo que estaba viendo era técnicamente imposible. Número dos, ¿por qué todo un grupo de hombres loquesea estaría trabajando para Tony? Ese tipo de cooperación simplemente no ocurría; todo el mundo lo sabía. Pero era difícil discutir todo aquello con toda aquella recua de enjutos bigotes nerviosos danzando a pocos metros de mí.

—Ratas.

Tardé un segundo en darme cuenta de que Pritkin no estaba expresando una ira moderada, sino que se refería al tipo de forma hacia la que habían mutado los tipos que teníamos enfrente.

Vale, yo tenía razón. Un punto para mí. Me había confundido un poquito el hecho de que el ADN de hombres loquesea parecía haberse mezclado con genes de sátiro para dar una mezcla realmente espantosa. Jimmy (yo daba por supuesto que era él porque llevaba puesto lo que quedaba de su elegante traje) era una torre de pelo gris y blanco con garras de ocho centímetros entremezcladas con los músculos de sus brazos pegajosos. El cambio parecía haberle dejado mejor las manos. Todavía sangraban, pero parecía que ahora al menos funcionaban. También le había cambiado otra cosa. Nunca había tenido un aspecto tan amenazante con su forma habitual y esa era una de las razones por las que resultaba un buen matón: la gente tendía a sobreestimarle. No obstante, ahora sí que daba miedo. Yo iba armada, pero Tomas me había atrapado tanto mi brazo como mi pistola. Jimmy estaba de pie justo delante de mí y no podía hacer mucho más que ver sus ojos malévolos.

Yo no estaba contenta, pero lo mismo les ocurría al resto de los presentes. Pritkin ni se había molestado en preocuparse sobre las reglas en torno a las armas de fuego y no se había puesto nada más que un abrigo de cuero por encima de su repleta colección. En una mano tenía la escopeta y en la otra una pistola, y con las dos apuntaba en dirección a Jimmy. Louis-César llevaba el estoque fuera, lo que le daba un toque realmente raro teniendo en cuenta que había cambiado su ropa por algo más normal al salir de MAGIA. Llevaba una camiseta ajustada y unos vaqueros tan desgastados que casi estaban blancos. Los pantalones se amoldaban a la parte inferior de su cuerpo de un modo tan ajustado que bien podía parecer que estaban pintados sobre su piel, así que llegué a la conclusión de que antes me había equivocado: la ropa moderna resaltaba su físico bastante bien. Louis-César miraba a los hombres rata como si estuviese intentando decidir a cuál atacar primero. Ellos debieron pensar lo mismo porque la atención de la mayor parte de las ratas se centró en él, en lugar de en mí.

—Tomas, acompaña a Mademoiselle Palmer a su suite y asegúrate de que está cómoda. Estaremos con ella en un segundo —comentó Louis-César con tanta calma que parecía que lo único que planeaban él y Pritkin era tomarse un par de copas y tal vez jugar una partidita de blackjack.

Yo ya me estaba cansando de que tanta gente me diese órdenes.

—¡No! Ni de coña me voy de aquí hasta que…

—Yo la llevaré —me interrumpió Pritkin sobreponiendo su voz a la mía y moviéndose hacia mi arrastrando los pies para no dejar de tener a las ratas y sus escoltas vampiros en el punto de mira. Yo estaba a punto de mandarle al cuerno porque no iba a ir a ningún lado con él y su arsenal, cuando Tomas me cogió y empezó a alejarme de allí.

—¡Tomas, suéltame! ¡Tú no lo entiendes, he estado años buscándole! —le grité.

Viendo la atención que me prestó, podía no haberme molestado tampoco en hablarle y resistirme también iba a ser una pérdida de tiempo. Me di por vencida y levanté mi pistola, con la esperanza de que la cercanía compensara el escaso ángulo de tiro que tenía y que pudiera así meterle un par de disparos a Jimmy. Dudaba que le fuera a hacer mucho daño, tanto por mi falta de destreza como por el hecho de que los hombres rata eran bastante resistentes, pero, aun así, lo único que hacía falta era que yo le debilitase para que Billy pudiese hacer su trabajo. Así podría enterarse de lo que yo quería saber e informarme después. Pero antes de que pudiera abrir fuego, Tomas me volteó con un brazo y me arrebató la pistola con el otro. Empezaba a cansarme de que hiciera eso, pero, con armas o sin ellas, no iba a darme por vencida. Aquella podía ser la única oportunidad que iba a tener de encontrarme con el asesino de Genie y no iba a perderla.

—Billy Joe, ¿a qué coño estás esperando? ¡Hazlo ya! —vociferé.

La nube suspendida se solidificó y cayó sobre Jimmy como una pierna. Tomas intentó apartarme, pero yo me resistí. Él no quería hacerme daño y eso hizo que me soltase durante un solo segundo. El segundo pasó, no fue más que eso y Billy Joe salió disparado de Jimmy como si le hubiesen disparado desde un cañón y entró directo en mi interior. No me resistí, porque pensé que no tendría suficiente energía para poseerme y necesitaría abreviar el proceso. Pero su fuerza me siguió oprimiendo hasta que creí que me asfixiaba, como si fuese más él que de costumbre y no hubiese espacio bajo mi piel para alojar a los dos.

No tuve tiempo para pensar, ni mucho menos para reaccionar, antes de que una explosión tremenda me sacudiera de dentro afuera, como si fuera un avión despresurizado. Noté cómo algo se rompía y pensé que era mi blusa, o lo poco que quedaba de ella. Instintivamente me la cerré porque ya me había quedado sin sujetador, pero lo que encontró mi mano no fueron mis curvas familiares bajo el elastano. En lugar de eso, mis dedos se deslizaron por un tejido vaquero desgastado. Miré hacia abajo y vi la parte superior de mi cabeza. Pestañeé, pero el punto de vista no cambio: allí seguía yo, agarrándome el pecho todavía. Tenía una sensación total de desorientación, pero no tuve tiempo de reponerme porque Jimmy decidió asaltarme y se destapó la caja de los truenos.

Jimmy me desgarró, literalmente, hundiendo sus dientes como cuchillos en mi brazo. Grité y tiré al suelo el cuerpo en el que estaba metida. Tuve tiempo de ver un par de enormes ojos azules mirándome sorprendidos antes de que Jimmy empezara a agitar su cabeza intentando arrancarme el brazo. Reaccioné sin pensarlo, apartándome de ese dolor lacerante, y miré conmocionada cómo su cuerpo salía despedido por encima de mí y se empotraba en un coche cercano. Lanzarle por los aires me había resultado increíblemente fácil, como sino pesase más que una muñeca.

Miré a mi alrededor y parecía como si todo el mundo se estuviese moviendo a cámara lenta. Observé cómo Pritkin abría un agujero del tamaño de una pelota de baloncesto en el desgraciado coche delante del que estaba Jimmy antes de que yo le hiciese salir volando. Pude verla explosión desde el momento en el que la ráfaga de fuego nació en la propia pistola y el cristal que salió volando en pedazos parecía flotar como si fueran hojas cayendo de un árbol. Pritkin también se revolvió igualmente despacio para encontrarse con la oleada de cuerpos peludos que se abalanzaba sobre él con una velocidad más cercana a un suave galope, que a un «todos a la carga».

La única persona que se movía a velocidad normal era Louis-César, al que pude ver ensartando a una rata por el corazón y, justo después, sacar inmediatamente el estoque para clavárselo a otra.

—¿No me escuchaste? ¡Sácala de aquí!

Él me miraba y yo pestañeé preguntándome de qué estaría hablando. A continuación desenfundó un pequeño puñal arrojadizo y se lo incrustó en el cuello a una rata que, de algún modo, había aparecido de repente encima del cuerpo que yacía a mis pies. El cuchillo le dio en la parte de atrás del cuello y él soltó un grito e intentó quitárselo con las zarpas, lo que solo consiguió que se desgarrara su propia carne. Cayó rodando y se alejó de la persona a la que había estado a punto de atacar, y yo me quedé mirando hacia abajo, viéndome a mí misma tirada en el asfalto.

Al final me di cuenta de que el brazo ensangrentado que Jimmy había estado royendo no era el mío. Yo sentía el dolor, veía la sangre, pero el charco rojo que había encima de la carne era de un color liviano, de un tono casi miel, una gama, en suma, que yo solo podría conseguir si me la echase con un aerosol. La mano tenía unos dedos largos, era musculosa y el pecho que sujetaba este nuevo brazo era tan plano como el de un hombre. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era de un hombre y que llevaba puesto la camisa de diseño de telaraña y la chaqueta vaquera de Tomas. Me tambaleé hasta dar con mis huesos en un Volkswagen cercano y el cuerpo que estaba a mis pies se incorporó.

—Cassie, ¿dónde estás? —Mis ojos azules brillaron con furia y algo que parecía miedo. Era difícil de explicar, no estaba acostumbrada a descifrar mi propia expresión—. Contéstame, ¡coño!

Me arrodillé junto a lo que había sido mi cuerpo y miré dentro de aquellos ojos tan familiares. Aquel rostro parecía tener una expresión confusa por un segundo, hasta que me di cuenta de que me estaba observando a mí misma del modo en el que lo hacía todo el mundo, en lugar de obtener el habitual reflejo del espejo. No se podía negar: de algún modo, había acabado en el cuerpo de Tomas. Y aquello dejaba otra pregunta en el aire: ¿quién demonios estaba en el mío?

—¿Quién eres? —pregunté, agarrándome por el brazo, intentando no darme cuenta de que Jack tenía razón sobre lo de mi armario y mi cuerpo soltó un chillido.

—¡Corta eso, por Dios! —Si los ojos azules pudieran echar chispas, los míos desde luego lo estaban haciendo.

—¿Quién eres? ¿Quién está ahí dentro? —insistí.

Antes de que pudiera conseguir una respuesta, Jimmy se recuperó del golpe que le había dado y se abalanzó sobre nosotros de nuevo. Tuve tiempo de sobra para coger mi arma del cinturón de Tomas y dispararle. Vi cómo una flor carmesí florecía en su pecho, ligeramente debajo de su corazón, si es que el corazón de una rata está en el mismo sitio que el de un humano, pero él siguió invariablemente dirigiéndose hacia nosotros. Le disparé de nuevo, esta vez en el brazo. Lo hice por error, porque le quería dar en la cabeza, pero resultó ser un acierto porque en ese momento estaba intentando empuñar un arma con ese brazo. Al recibir el impacto, la pistola se le cayó y él se rascó el pecho, mientras yo me arrodillaba intentando descubrir dónde podría haber más armas escondidas en los pocos sitios que me quedaban por revisar de su traje. Jimmy se paró a varios metros de mí, dándome tiempo de sobra para acabar el trabajo, pero no me miraba a mí.

—Dile a tu gorila que pare o nunca encontrarás a tu padre.

La voz era inequívocamente de Jimmy, así que aprendí algo nuevo: que los híbridos podían hablar una vez que modificaban su forma, o al menos los medio sátiros podían.

—¿Cómo? —musité, relajando el dedo en el gatillo mientras Jimmy me devolvía una mirada desagradable.

—No hablaba contigo —espetó, mirando hacia abajo a quienquiera que estuviese en mi cuerpo y haciendo una mueca—. Podemos llegar a un acuerdo, no seas estúpida, dile que pare. Tony no te va a decir lo que quieres saber. A él le parece bien el sitio donde está Rog ahora.

—Mi padre está muerto —acerté a responder, sin comprender muy bien a qué se creía Jimmy que estaba jugando. Lo que estaba claro es que no iba a funcionar.

Jimmy parecía disgustado, aunque aquello también podía deberse a la sangre que se filtraba a través de sus dedos y golpeaba en el asfalto.

—¡Joder, que no te estoy hablando a ti! —berreó.

Una explosión me hizo mirar hacia arriba y comprobé que Pritkin y Louis-César habían estado ocupados. Seis cuerpos peludos yacían en el aparcamiento, desperdigados entre los coches y el suelo, un número similar al de los que aún seguían activos. Louis-César se encargó de liquidar metódicamente a dos de los que quedaban mientras esquivaba las garras voladoras que intentaban decapitarle. Pritkin, en cambio, se lo tomaba con calma y a juzgar por la expresión de su rostro, estaba disfrutando de cada segundo. Hizo saltar por los aires otro coche, disparando a través de un gigantesco hombre rata que, antes de desplomarse en el suelo, miró sin salir de su asombro la mitad de su cuerpo que faltaba y que Pritkin le había volado. Justo después, Pritkin frenó en seco a otro que había saltado sobre él desde el techo de una furgoneta gritándole algo que hizo que el hombre rata se viese envuelto en llamas en el aire. El escudo de Pritkin le protegió de las pequeñas llamaradas que caían como chispas de color azul eléctrico sobre él, de tal modo que ninguna llegó a contactar directamente con su cuerpo.

No me podía creer que no hubiese nadie en el bar al que le llamase la atención todo aquel ruido. Los disparos de armas de fuego no son lo que se dice algo silencioso y tampoco lo son los gruñidos, chillidos y berridos que les acompañaban. También era raro que los vampiros no atacaban, pero tampoco se habían marchado. Cinco de ellos estaban allí de pie, observando lo que sucedía como si estuviesen esperando algo.

—¡Tomas, detrás de ti! —vociferó Louis-César saltando por encima del cuerpo de una rata enorme que tenía delante y situándose a mi lado. Su expresión y una blasfemia de mi propia voz que procedía de detrás de mí me hicieron darme cuenta de que había elegido un momento realmente malo para distraerme. Me di la vuelta y vi que Jimmy me había agarrado por el pelo y tenía una de esas garras de ocho centímetros oprimiéndome la garganta.

—¡Te dije que te la llevaras de aquí!

Louis-César miraba a Jimmy, pero me estaba hablando a mí. Con todo, yo no estaba demasiado preocupada por el vampiro furioso que estaba a mi lado: era aquella garra, que había hecho un pequeño corte lineal de lado a lado de mi garganta, la que concentraba toda mi atención.

Mi boca soltó una retahíla de originales blasfemias que, no obstante, en algunos casos me sonaban muy familiares. Vale, al menos ahora ya sabía quien estaba metido en mi cuerpo.

—Cállate, Billy. No empeores las cosas —dije.

Mis ojos azules se abrieron como platos y se clavaron en mí.

—Espera un momento, ¿estás ahí? ¡Alabado sea Dios, creí que estabas muerta! Creí que…

—Que te calles he dicho —le interrumpí.

No estaba de humor para escuchar una de las charlas de Billy, tenía que pensar. Vale, los problemas, uno a uno. No me serviría de mucho pensar en cómo podía recuperar mi cuerpo si por el camino tenía la garganta cortada, así que primero habría que acabar con Jimmy y luego ya alucinaríamos con el resto.

—¿Qué quieres, Jimmy?

—¡Estate callado, Tomas! Ya has hecho suficiente daño esta noche. Yo me ocuparé de esto —Louis-César parecía ir con retardo, pero no iba a ser yo la que gastase tiempo en ponerle al día.

—Cállate tú —le repliqué, y en su rostro se dibujó una expresión de incredulidad que podía haber resultado divertida en otras circunstancias—. Vamos, Jimmy, ¿qué quieres para dejar… la… marchar? ¿Querías un trato, recuerdas?

Era surrealista, estar allí metida en el cuerpo de alguien discutiendo con una rata gigante, pero lo único que podía ver era mi propio cuerpo con la expresión asustada de Billy Joe. No podía confiar en que él consiguiera sacarnos de allí: nunca lo había hecho, ni siquiera la vez que acabó en el fondo del río como una tetera abandonada.

—Quiero salir de aquí con vida; ¿o qué te crees? —repuso Jimmy mirando no a los vampiros que estaban a mi lado, sino a los que estaban observando la pelea. Vale, quizá no eran sus colegas—. Y esta monada va a venirse conmigo. Tony olvidará nuestro pequeño problema si le llevo a Cassie y eso es lo que va a pasar.

—Ni de coña —espeté yo.

No iba a quedarme allí a ver cómo Jimmy me sacaba a rastras. Y desde luego entre mis fantasías con el cuerpo de Tomas no se encontraba el solicitar residencia permanente en él.

—Prueba con otra cosa —le invité.

—Vale, de acuerdo. ¿Y si le corto el cuello? ¿Eso te parece mejor? Tony la preferiría con vida, pero estoy seguro de que si le llevo el cadáver también estará dispuesto a olvidar nuestras rencillas.

—Si le haces daño, te juro que tardarás días en morir y que implorarás porque la muerte te sobrevenga cuanto antes —intervino Louis-César con una voz que sonó plenamente convincente. Aun así, matar a Jimmy, por muy lento que fuera aquello, no iba a devolverme la vida.

—Tiene razón, Jimmy. Lo único que te mantiene con vida ahora mismo es Cassie. Si la matas, acabaremos contigo antes de que Tony te encuentre.

—¿Entonces qué? ¿La dejo marchar y después me matáis de todas formas? No me interesa.

—Deberías recordar que hay muchas formas de morir —añadió Louis-César, y a mí me entraron ganas de darle una patada.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que cierres la puta boca? —le grité.

Junto con mi grito escuché un eco de pánico en mi voz y tuve que hacer esfuerzos por calmarme. Si perdía los nervios ahora, no iba a haber forma de que el Chico Guapo y Rambo nos sacaran de allí. Sobre todo porque Pritkin parecía haber desaparecido, probablemente porque estaría cazando ratas en algún lugar cercano.

—Tú y yo hablaremos cuando esto haya terminado —concluyó Louis-César con calma—. No sé qué te ocurre…

—Exacto. No lo sabes. No tienes ni idea.

Le lancé una sonrisa a Jimmy, pero aquello sólo pareció enervarle más. Un segundo más tarde me di cuenta de que aquello podía deberse a que, con mi sonrisa, mi labio se había elevado dejando al descubierto un colmillo. Los de Tomas estaban completamente extendidos, pero no sabía cómo retraerlos. Estupendo, tenía que negociar por mi vida con los colmillos fuera, aquello sí que era una señal de mi buena suerte.

—Venga, a ver qué te parece esto, Jimmy. Tú nos das a Cassie y nosotros te damos tiempo para que escapes. Por ejemplo, ¿dos horas? Te prometo incluso que distraeremos a los vampiros el tiempo suficiente para que huyas sin problemas. Son chicos de Tony, ¿verdad? Están allí esperando para ver cómo te matamos o para acabar ellos el trabajo si consigues pasar por encima de nosotros. Pero lo que podemos hacer es mantenerles ocupados y lejos de tus espaldas durante un rato. Vamos, es justo, ¿no?

Jimmy se relamió el hocico con una lengua larga y pálida, meneando sus orejas de rata.

—Dirías cualquier cosa para recuperarla, después me matarías o dejarías que lo hicieran ellos. Además, si no se la llevo a Tony, estoy muerto de todas formas —argumentó Jimmy.

—¿Desde cuándo los tipos como tú tienen que obedecer a los vampiros? ¡No me puedo creer que le hayas estado lamiendo el culo todos estos años! —sonreí sarcásticamente.

Jimmy berreó, supongo que había tocado un punto débil.

—Pronto llegará una nueva orden, vampiro, y van a cambiar un montón de cosas. ¡Pronto podrías estar obedeciéndonos a nosotros! —bramó Jimmy.

Reculé. Quería tocar su orgullo, pero no que acabase haciendo ninguna estupidez.

—Es posible, pero tampoco te servirá de mucho si no vives para contarlo, ¿verdad? Tú no me conoces, así que no te fiarás de mi palabra. Pero ¿qué me dices de la de Cassie? ¿Y si ella te prometiese que nos vamos a portar bien?

Jimmy parecía desencajado, como si quisiera creerme y yo sabía por qué. La herida de bala que tenía en el brazo no parecía muy grave, pero la del torso era otra cosa. La hilera de pelo blanco que tenía en el pecho mostraba una mancha roja cada vez más grande y se notaba que tenía dificultades para respirar. Casi fijo que le había dado en el pulmón, e incluso un ser metamórfico como él iba a tener problemas para curar aquello.

—Vamos, Jimmy. Es la mejor oferta que vas a poder conseguir.

—Dile a tus matones que se retiren si quieres cerrar el trato, o si no ella morirá —respondió, escupiendo en el suelo junto a mis pies para sellar la frontera de la amenaza. Su escupitajo llevaba sangre. A Jimmy se le acababa el tiempo y tanto él como yo lo sabíamos. Los bigotes se le movían nerviosamente y descubrí con sorpresa que podía oler su miedo. Era algo tangible, hasta el punto de que podía incluso enjuagarlo en mi boca como si fuera vino. Tenía un sabor almizclado con un toque dulce, aunque quizá lo último podía corresponder a su sangre. Ahora que me daba cuenta de la hipersensibilidad de mi nuevo cuerpo, comprendía también lo mucho que podían distraerme.

De repente, me di cuenta también de que no es que Louis-César estuviera enfadado; es que estaba furioso: irradiaba oleadas de un aroma profundo de pimienta y tenía la impresión de que en gran parte iba dirigido a mí, o más bien a Tomas, y a Jimmy. Todo ello se entremezclaba con la miríada de aromas que de repente me golpeaban por todas partes: el ligero tufillo de las alcantarillas que corrían bajo tierra, los gases de diesel y las colillas del aparcamiento, y la peste a chucrut de un sándwich que debía llevar un día en el contenedor. Mi cuerpo, por el contrario, olía bien, realmente bien y creí que era porque el olor me resultaba familiar. Después me di cuenta, no sin sorpresa, de que realmente olía como una buena comida, caliente, recién hecha y lista para comer. Nunca había pensado que la sangre pudiese tener un olor dulce, como el de una tarta de manzana caliente o el de la sidra humeante en un día de frío, pero estaba claro que en ese momento sí que lo tenía. Casi podía sentir el sabor de la sangre corriendo bajo aquella cálida piel y también lo deliciosa que sería al caer por mi garganta. La idea de que yo oliese a comida para Tomas me dejó tan anonadada que no me enteré de lo que pasó delante de mí hasta que estuvo medio acabado.

Una nube asfixiante de gas azul nos envolvió, oscureciendo el aparcamiento entero y provocando que mis ojos parecieran estar en llamas. Se escucharon varios disparos y después pude oír cómo Louis-César gritaba para que Pritkin se detuviese. Creo que tenía miedo de que el maniaco, que había dado un rodeo para entrar en la pelea desde un nuevo ángulo, me golpease a mí en lugar de a Jimmy. Dado que yo tenía la misma impresión, no dije nada. Iba a adentrarme en la nube azul para intentar encontrarme antes de que acabase muerta, pero de pronto vi cómo mi cuerpo salía a gatas de aquella nube nociva, llorando y carraspeando en busca de oxígeno. No comprendía qué le pasaba, a mí no me costaba respirar, pero entonces recordé que a Tomas no le hacía falta respirar y que yo no lo había hecho ni una sola vez en todo el tiempo que llevaba dentro de él. Aquella nube hizo que boquease como un pez y que mi cuerpo gatease hasta agarrarme por los tobillos.

—¡Socorro!

—¿Estoy bien? —pregunté, cayendo de rodillas y casi llevándome por delante a los dos en la caída para después empezar a gatear—. ¡Dime que no has dejado que te rajen!

Apenas podía hablar por el nudo que tenía en la garganta, pero, aparte de la ligera herida que tenía en mi cuello maltrecho y los ojos llorosos y aturdidos, el resto de mí parecía intacto.

—Quédate aquí —le dije a Billy Joe, que seguía estando profundamente confundido—. Voy a por Jimmy.

Mi cabeza asintió y sentí cómo una mano me golpeaba. Me detuve un momento para subirle la blusa a Billy antes de que acabase bajándose del todo y después me volví a dirigir hacia la multitud.

Pritkin estaba gritando algo, pero aunque podía oírle, también podía escuchar todo lo demás y con todo lo demás quiero decir absolutamente todo. Las conversaciones en el vestuario sonaban tan nítidas como si estuviesen transcurriendo a pocos metros en el aparcamiento. La música, las tragaperras y una discusión entre un camarero y uno de los chefs de la cocina repicaban en mis oídos tan diáfanas como el sonido de una campana. Los latidos de las pocas ratas supervivientes, algunas de las cuales podía oír cómo intentaban escapar por detrás de los coches, las respiraciones de todo el mundo que me rodeaba y hasta el sonido de un pequeño folio que el viento arrastraba por el aparcamiento convertían aquella apacible noche en la hora punta de la Gran Estación Central. Quizá los vampiros sabían cómo seleccionar y diferenciar lo que era trivial de las cosas más importantes. Supongo que tenían que hacerlo para no volverse locos. Pero yo no sabía cómo hacerlo y aunque veía la cara de disgusto de Pritkin, no podía descifrar qué era lo que le enfadaba.

Una vez que me adentré en la espiral de miasma azul, descubrí que los ojos de Tomas solo podían ver trazos, pero no características distintivas de cada personaje. Con todo, no era muy difícil distinguir lo que era el cuerpo caído de una rata gigante. Joder. Sabía que lo iban a fastidiar. No iba a derramar lágrimas por Jimmy, pero quería saber lo que me había prometido contar sobre mi padre. Además, habíamos hecho un trato y no quería que los que decían ser mis aliados se hubieran tomado la libertad de romperlo sin dirigirme ni siquiera una palabra al respecto.

—Más vale que no esté muerto —insté al ver aparecer la cara enardecida de Louis-César.

No seguí hablando porque su mano me agarró de una manera asfixiante que hubiera podido destrozar cualquier garganta humana. Estaba diciendo algo en un tono áspero que no se parecía mucho a su voz habitual, pero, aun así, pude comprenderle. Tuve un segundo para pensar, Oh, mierda, antes de que la sensación tan familiar de desorientación me invadiera y el azul se esfumase. Cerré los ojos, sin querer creer que todo aquello era real, que todo aquello iba a ser una visión, pero no había manera de negar aquello. De repente, estaba de nuevo en aquel pasillo de piedra frío y poco acogedor, escuchando voces repletas de una desesperación inimaginable.

Caí sobre mis rodillas presa de la impresión; no por lo que me rodeaba, aunque aquello era de todo menos acogedor, sino por las voces. Antes creía que procedían de la gente que estaba dentro de la sala de tortura gritando al unísono, pero ahora sabía que no era así. Los hombres encadenados a la pared habían empezado a gritar solo cuando me vieron y su tono de voz, aunque desesperado, no sonaba así. Aquello era más bien un coro de cientos, miles quizá, y no estaban vivos, al menos ya no.

Me di cuenta de que el frío gélido del pasillo se debía menos al tiempo que al miasma de espíritus que se amontonaban allí. Nunca antes había podido percibir a tantos fantasmas en un mismo lugar, como si fuera una llovizna espiritual calando en las paredes y llenando el aire hasta hacerlo casi asfixiante. Era una desesperación que se podía tocar, como si fuese una lámina de grasa congelada que golpeaba mi cara y me llegaba a la garganta hasta el punto que creía que iba a vomitar. Esta vez estaba sola y, como no había ningún carcelero que me pudiera distraer con sus artimañas intimidatorias, podía concentrarme en las voces. Poco a poco, se hicieron más nítidas. Rápidamente desee que no hubiera sido así.

Había una sensación bien definida de inteligencia, de muchas mentes, y ninguna de ellas estaba contenta. Al principio pensé que serían demoníacas, porque había mucha ira allí flotando, por no emplear palabras más fuertes.

Sin embargo, tampoco me inspiraban las mismas sensaciones que los pocos demonios con los que me había topado; parecían más bien fantasmas.

Después de escarbar durante unos minutos en las raíces de su furia, saqué algo en claro. Los fantasmas se dividen en tres grandes tipos según la forma en la que hayan muerto: o bien murieron antes de tiempo, o bien fallecieron de manera injusta (casi siempre, asesinados), o bien lo hicieron dejando alguna tarea crucial sin terminar. En ocasiones hay otros factores que ayudan, los fantasmas, como la gente, pueden tener varios problemas acuciándoles, pero, normalmente, sus preocupaciones se centran en uno de esos tres grandes bloques. Pues bien, lo que yo estaba sintiendo allí eran miles de fantasmas que sufrían los tres grandes bloques y una galaxia entera de problemas añadidos a la vez. Si estuvieran aún con vida, tendrían trabajando a destajo a todos los psiquiatras de los Estados Unidos hasta el siglo que viene. Pero el caso es que en el mundo de los fantasmas no hay psiquiatras. Lo que sí hay es venganza.

Un fantasma gestado por temas de venganza puede bien saciar estos deseos, conseguir alguna recompensa a su sufrimiento o vagar durante un tiempo intentando saciar su sed de revancha hasta que se le agota la energía. La mayoría de fantasmas no tienen donantes de energía habituales como le ocurre a Billy Joe conmigo, así que al cabo de un tiempo se marchitan poco a poco hasta que lo único que les queda es la voz y, finalmente, acaban marchándose allá donde vayan a parar los fantasmas. Entre aquella multitud, yo tenía la sensación de que algunos de ellos estaban a punto de quedarse sin energía, pero había otros que tenían tanta energía como si hubieran muerto el día antes, lo cual, por otro lado, era factible. De ahí se derivaba algo inevitable: dondequiera que estuviese, aquel lugar había sido usado para realizar torturas durante décadas al menos, y probablemente durante siglos, lo que había generado una cantidad de energía espiritual oscura tal, que podía ser percibida incluso por los que no tenían sensibilidad para ello. Yo dudaba que hubiese nadie, independientemente delo reacio que fuese a reconocer la existencia de un mundo psíquico, que pudiera caminar por esa sala de los horrores sin sentir escalofríos.

Eché un vistazo alrededor, pero seguíamos estando sólo yo y el coro. No sabía qué hacer. Estaba acostumbrada a que mis visiones se comportaran de manera predecible: venían, me pasaban por encima como un tren de mercancías, yo gritaba y todo desaparecía. Sin embargo, mis habilidades psíquicas estaban derivando hacia zonas nuevas e incómodas y, de pronto, yo sentía un gran resentimiento con el universo por haber decidido cambiar las reglas. Es más, si hubiera podido elegir un lugar en el que caer, desde luego no habría sido ese. Un viento frío abofeteó mi cara. Se estaban impacientando.

—¿Qué queréis? —susurré tímidamente, aunque aquello bien pudo ser como agitar un palo en medio de un avispero.

De repente, un montón de espíritus descendieron sobre mí a la vez y lo único que pude ver fueron fogonazos de colores, parpadeos de imágenes y un estruendo en mis oídos, como si un huracán hubiese decidido irrumpir en la sala.

—¡Basta! ¡Basta! ¡No puedo entenderos! —chillé.

Retrocedí hasta la pared y me di cuenta al reclinarme de que no tenía cuerpo, al menos no uno tangible. Después de un momento de desconcierto, reconocí la sala de torturas que había visitado anteriormente, pero en esta ocasión sólo había víctimas. Me levanté y di unos cuantos pasos hacia delante con cuidado. Me sentía muy sólida. Mis pies no desaparecían en la piedra, como me esperaba, y podía ver mi brazo. Por suerte, era el mío y no el de Tomas; por lo menos mi espíritu sabía cuál era mi cuerpo. Sentía el brazo y era sólido también. Me pude tomar el pulso. Respiraba. Y aun así, ningún prisionero parecía darse cuenta de mi presencia.

La mujer a la que había liberado en el casino estaba tendida enfrente de mí, de nuevo sobre el potro como yo la recordaba, pero aún no la habían quemado. No tenía tampoco buena pinta, pero al menos podía ver cómo movía ligeramente hacia arriba y hacia abajo su pecho, además de un leve mariposeo de sus pestañas, así que al menos sabía que estaba viva. Oí un ruido detrás de mí y miré por encima de mi hombro. Descubrí como a unas dos mil personas, todas paradas de pie, observándome. Es posible que la estancia no tuviera espacio para albergar a tanta gente, pero, de cualquier forma, allí estaban. Y, al contrario de lo que ocurrió con la brigada de Portia, aquello no parecía sembrar el caos entre mis sentidos. Podía verles sin que mis ojos se entrecruzaran o intentaran salirse de sus órbitas; quizá es que me estaba acostumbrando.

—No sé qué hacer —murmuré, pero nadie me dio ninguna pista.

Me volví hacia la mujer y vi con sorpresa que ella sí me miraba fijamente a mí. Intentaba decirme algo, pero de sus labios demacrados no salía nada más que un ligero gruñido. Alguien me llevó un cazo con agua. Era viscoso y tenía un color verduzco, así que lo miré con desconfianza.

—Esto es asqueroso —protesté.

—Lo sé, pero no parece que haya nada mejor.

Da buena cuenta de mi estado el hecho de que tardase al menos cinco segundos en asociar la voz a la persona.

Miré lentamente hacia arriba y después retrocedí, lanzando el agua viscosa por los aires de la habitación de tal modo que la atravesó con un arco perfecto.

—¡Joder! ¡Tomas! —exclamé, tratando de que mi corazón volviese al sitio que le correspondía—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Tomas estaba sujetando un cubo con más cantidad de aquel agua asquerosa en su interior. Parecía ser sólido, pero aquello no significaba nada. Yo también parecía tener ese aspecto y acababa de atravesar una pared.

—No lo sé —musitó de tal forma que yo tendía a creerle, porque parecía estar tan desconcertado como yo misma. Supongo que incluso para un vampiro aquello era extraño. El agua del cubo temblaba porque realmente no lo estaba sujetando de una manera firme, como tampoco era firme su voz al hablar—. Recuerdo que te apoderabas de mi cuerpo y que no era capaz de hablar ni de reaccionar. Después, no sé cómo, estábamos aquí —continuó, mirando a su alrededor con extrañeza—. ¿Dónde está este lugar?

—No estoy segura —respondí.

—¿Es aquí donde viniste antes?

Algo que parecía impaciencia asomó por su rostro.

—¿Esa es Françoise? —preguntó, viendo mi cara de sorpresa—. Raphael me contó la visión que te había disgustado tanto. ¿Es esta la mujer que viste?

—Supongo —respondí, sin retirar la mirada del cubo que él sujetaba, porque de pronto me dio por pensar que no tenía por qué tenerlo. Si de algún modo se había logrado colar en mi visión, ambos teníamos que regirnos por las mismas reglas. Ninguno de los dos estábamos allí y aquello era una grabación, una imagen de algo que había sucedido hacía mucho tiempo. No teníamos que ser capaces de hacer nada más que lo que unos meros espectadores pueden hacer en una película. Y, sin embargo, allí estaba él, sujetando un pesado cubo de madera como si no fuese gran cosa.

—¿Dónde te hiciste con eso?

—Estaba en la esquina —respondió perplejo.

Con la mano que tenía libre, señaló a un punto que, a juzgar por su estado, había usado como letrina. Desde luego, toda la habitación olía como una mezcla de una alcantarilla abierta y una carnicería. Una carnicería, eso sí, en la que la carne no estaba muy fresca y los restos tenían permiso para pudrirse por las esquinas. Pensé que era injusto que tuviera que oler todo aquello cuando ni siquiera tenía un cuerpo. Mis visiones antiguas nunca me habían llegado de manera completa, con aromas y sensaciones, y a grandes rasgos la verdad es que las prefería así.

—No puedo darle eso —rezongué, obviando lo metafísico, ya me ocuparía de eso más tarde.

Si Tomas podía sujetar un cubo, era obvio que podíamos interactuar con aquel lugar, al menos un poco. Y si aquello era cierto, quizá podríamos cambiar unas cuantas cosas que habían ido (o estaban a punto de hacerlo) por el mal camino. Mi prioridad era sacar a la mujer de allí, pero no iba a durar mucho si no le dábamos algo de beber y ella seguía lanzando miradas anhelantes al cubo asqueroso. Me preguntaba cuánta sed debes llegar a tener para que algo así te parezca apetecible.

Tomas lo olió y metió un dedo para probar él mismo el agua. Recordé lo agudos que eran sus sentidos cuando emitió un sonido de repugnancia y lo escupió inmediatamente.

—Tienes razón. Tiene más o menos una tercera parte de sal. Es simplemente otra forma de tortura —protestó, arrojando el cubo al suelo de tal forma que aquella sustancia nociva se mezcló con lo que ya había en el suelo—. Voy a ver si encuentro otra cosa.

—¡No! Tienes que quedarte aquí —le ordené.

—¿Por qué? ¿No soy un simple espíritu aquí? ¿Qué podría pasar? —replicó él.

Miré nerviosa a los miles de fantasmas que nos observaban en silencio y me pregunté qué le debía decir. En condiciones normales, los espíritus no me asustan. Hay algunos casos raros que, como Billy, pueden alimentarse de la energía de los humanos hasta un cierto límite, pero siempre había sido capaz de repelerlos cuando quería. Además, la mayoría entienden que necesitan más energía para atacar a un humano que la que obtienen en el proceso, así que normalmente ni se molestan a no ser que les irrites. Sin embargo, las cosas habían cambiado. No tenía la protección de un cuerpo y todas las defensas que vienen con él. Allí era un espíritu extraño y estaba en su terreno, así que si decidían que aquello les molestaba, podía estar metida en grandes problemas. Billy me había contado que los fantasmas pueden comerse unos a otros para obtener energía. Parece mucho más fácil que usar donantes humanos y a él le habían atacado más de una vez, tan gravemente en una ocasión que tuve que donarle algo de fuerza inmediatamente porque, si no, se habría marchitado demasiado como para poder regresar. Y allí estaba yo, delante de varios miles de fantasmas hambrientos que tenían todas las razones para pensar que era una intrusa en su territorio. Hasta el momento no habían hecho ningún movimiento, pero podía ser que no les estuviese gustando que danzásemos por su castillo. Tampoco me esforcé en averiguarlo.

—No quieras saberlo —le respondí abruptamente.

No quiso discutir, pero sus cejas se juntaban mientras examinaba de arriba abajo a la mujer. Parecía estar realmente preocupado por ella y aquello distendía un tanto mi actitud hacia él. También me hacía preguntarme si él también estaría en peligro. Billy Joe estaba fuera de allí, en la era actual, cuidando de mi cuerpo, pero Tomas no tenía actualmente su espíritu alojado en ningún sitio, lo cual, en otras palabras, era lo mismo que decir que estaba muerto. Por supuesto, él moría todos los días cuando salía el sol, pero esto no era lo normal para él. Yo deseaba que, a nuestra vuelta, no nos encontrásemos con que nuestros cuerpos se habían convertido en cadáveres permanentes.

—Soltémosla —dije, para distraerme y distraerle a él de paso. Empezamos intentando liberarla de sus ataduras, pero era más difícil de lo que parecía. Aunque intenté no hacerle daño, no pude evitarlo del todo. Las cuerdas se habían incrustado en su carne y la sangre se había secado a su alrededor casi como si fuera pegamento. Por eso, cuando solté la cuerda de sus muñecas y tobillos, también saltaron trocitos de carne.

Eché un vistazo a la estancia, en el deseo de ver alguna otra fuente de agua, pero no había nada más que hombres encadenados contra la pared. Uno de ellos estaba colgado del pico de una piedra a unos tres metros del suelo. Tenía los brazos atados a su espalda, estirados en un ángulo terrible y de sus pies colgaban varios pesos. No se movía, tan solo se balanceaba como un muñeco sin fuerzas. Le miré más detenidamente y me di cuenta de que parecía que le habían hervido. Su piel tenía un horrible moteado rojo y la piel se le estaba levantando a tiras. El otro hombre demacrado mostraba signos de que los torturadores ya habían empleado algo de tiempo con él. La espalda había sido golpeada y las manos y los pies tenían partes que faltaban, además de que en ciertos lugares la carne había sido agujereada. Me di la vuelta antes de vomitar.

Sentí un codazo en mi brazo y al mirar hacia abajo vi un frasco flotando en el aire a mi lado. Lo cogí con cautela, mirando con suspicacia la reacción de la multitud que me observaba. De momento, nadie hacía ningún movimiento amenazante y el recipiente olía a güisqui. Habría preferido agua, pero el alcohol podría aliviar su dolor.

—Bébete esto —le susurré, arrodillándome a la altura de la cabeza de la mujer y dirigiendo el frasco hacia sus labios. Ella dio un pequeño traguito y después se desmayó.

La dejé con Tomas mientras yo intentaba liberar a los hombres, aunque rápidamente fue obvio que aquello no iba a ocurrir. A la mujer la habían atado con cuerdas, supongo que porque las cadenas no se ajustaban bien, pero con los hombres habían utilizado hierro. Miré a Tomas. No quería hablar con él, ni mucho menos pedirle ayuda, pero no había manera de que pudiera liberarles yo sola.

—¿Puedes romper esto? —le pregunté.

—Puedo intentarlo.

Tomas se acercó hasta donde estaba yo y los dos lo intentamos con todas nuestras fuerzas, pero nada. Si ya nos costaba levantarlas, a duras penas podíamos intentar siquiera romperlas. Parecíamos haber perdido un montón de fuerza por el camino. El mero hecho de soltar a la mujer, para mí había tenido los mismos efectos que empujar una rueda de molino durante tres horas.

En líneas generales, llegué a la conclusión de que las cosas no pintaban muy bien. No sabía dónde estaba, cómo iba a volver o cuándo podrían aparecer los torturadores. En una esquina, una rata me miraba moviendo sus bigotes, así que le tiré el cazo con una patada. Ah, sí, y además si volvía al sitio del que había venido, estaría en el medio de una pelea en la que no estaba completamente segura de salir victoriosa. Hasta para mí aquel era un día realmente malo.

—Es inútil, Cassie —resopló Tomas después de unos minutos—. Aquí soy tan débil como un humano y mi fuerza se diluye rápidamente. Debemos ayudar a la mujer mientras podamos. No podemos hacer nada por los demás.

Yo acepté a regañadientes. Parecía que era mi noche de rescates. Eché un vistazo al ejército de fantasmas que me seguían mirando pacientemente.

Uhm, ¿alguien sabe cómo salir de aquí?

Los fantasmas me miraron primero a mí y luego se miraron entre ellos. Se escucharon unos pasos hasta que empujaron a alguien fuera de la multitud. Era un hombre joven, de unos dieciocho años, vestido con una indumentaria que parecía la versión pobre de la de Louis-César. Toda ella era de lana azul y en su mano tenía un sombrero marrón de cuyo borde sobresalía una alegre pluma amarilla. Varias pistas me inducían a pensar que había sido un dandi en vida, como por ejemplo su corbata almidonada, su peluca larga y rizada y los enormes y cómicos lazos amarillos de sus zapatos de cuero beis. Me pareció que tenía mucho colorido para ser un fantasma; por mi experiencia me imaginaba que debía llevar muerto un año, o incluso menos.

Hizo una reverencia y aunque no fue tan elegante como la de Louis-César, empleó la misma frase después.

À votre service, mademoiselle —apostilló.

Genial, sencillamente genial. Miré a Tomas, que estaba arrodillado junto a la mujer, comprobando su pulso.

—Imagino que no hablas francés, ¿verdad? —pregunté.

Él meneó la cabeza.

—Unas pocas frases, pero nada que pudiera servir aquí —de repente se volvió más agrio—. Raras veces se me permite acceder a la sede del Senado.

—¿Desde cuándo se habla francés en Las Vegas? —continué interrogándole.

Me miró impacientemente.

—El Senado europeo tiene su sede en París, Cassie —explicó.

—No sabía que estuvieras con ellos.

—Hay muchas cosas importantes que no sabes.

No tenía tiempo de pensar a qué se refería. Miré al joven fantasma con cierto fastidio. Aunque estaba contenta por no estar de nuevo metida en el cuerpo de Louis-César, echaba de menos tener acceso a su conocimiento.

—No hablamos francés —le dije.

El joven parecía confuso y se oyeron nuevos pasos entre la multitud. Otro hombre, esta vez mayor y vestido de manera más discreta con unos sencillos pantalones color beis por la rodilla y un abrigo azul marino, se abrió paso hasta ponerse al frente de la multitud. No se había molestado en tapar su calva con una peluca y tenía pinta de ser de esas personas a las que no les gusta andarse con tonterías.

—Fui un comerciante de vinos en vida, mademoiselle. Con frecuencia tuve que visitar Angleterre; ¿podría serle de ayuda? —preguntó.

—Mira, no sé qué estoy haciendo aquí. O dónde está este sitio. O qué queréis. Algo de información me vendría bien.

El fantasma parecía extrañado.

—Con perdón, mademoiselle, pero nosotros también nos hemos perdido algo. Sois espíritus, pero no como nosotros. ¿Sois ángeles, enviados por fin como respuesta a nuestras plegarias? —inquirió.

Solté un resoplido. Me habían comparado con muchas cosas en mi vida, pero nunca con eso. Y lo que estaba claro es que Tomas no entraba en esa categoría, a no ser que contasen los ángeles caídos.

Uhm, no. La verdad es que no —espeté.

El hombre más joven dijo algo y el mayor pareció reaccionar con estupefacción.

—¿Qué ha dicho?

El hombre parecía estar avergonzado.

—Teme por la vida de su amada, teme que muera como hizo él, como hicimos todos nosotros en este lugar de sufrimiento eterno. Ha dicho que no le importa si veníais de le diable, del mismo Satán, si traías con vosotros alguna esperanza de vengarnos. Pero no quería decir eso exactamente.

Viendo la ira del rostro del joven, lo dudaba.

—No somos demonios. Somos… es complicado. Sólo quiero sacarla de aquí antes de que regrese el carcelero. ¿Puedes decirme dónde estoy?

—Está usted en Carcassonne, mademoiselle, la puerta misma del Infierno.

—Y eso, ¿dónde está? Quiero decir, ¿estamos en Francia?

El hombre me miró como si le hubiera preguntado en qué año estábamos, que ciertamente iba a ser mi siguiente pregunta. A la mierda. No tenía tiempo de explicarle aquello a un fantasma, no, no estaba loca. Al menos, eso creía.

—No importa. Dime sólo adónde la puedo llevar. Van a matarla, tiene que escapar.

—Nadie escapa —sentenció con aire defraudado—. ¿No estáis aquí para vengar la muerte de Françoise?

Estaba empezando a sentirme molesta. En cualquier caso, la paciencia no es una de mis virtudes y ya había agotado casi toda la que tenía.

—Mejor si primero intentamos que no muera. ¿Me vais a ayudar o no?

El hombre más joven debió entender algo de lo que dije, porque empezó a hablar aceleradamente con su compañero. La mujer se acercó mientras ellos discutían sobre lo divino y lo humano, y yo le acaricié el brazo, porque no tenía nada de muñecas para abajo que yo pudiera tocarle sin hacerle daño. Me miró con los ojos bien abiertos, pero no dijo nada. Perfecto, ninguno de nosotros tenía el ánimo como para responder preguntas.

El hombre mayor se giró hacia mí, con gesto de desaprobación.

—Incluso en el caso de que te ayudemos, ella podría morir como les ocurrió a los demás. ¿Renunciarías a la venganza solo por darle unos días más de vida? —protestó.

Se acabó. Aquel día ya estaba siendo muy largo y desde luego no me iba a quedar allí para que me abroncara un fantasma pesadito. Ya tenía a Billy Joe para eso.

—No soy el puto ángel de la muerte, ¿vale? No estoy aquí para vengaros. Si queréis venganza, buscadla vosotros mismos. Eso es lo que hacen los fantasmas. Por lo que a mí respecta, podéis ayudarme o apartaros de mi puto camino —berreé.

El hombre mayor se irguió indignado.

—¡No podemos llevar a cabo la venganza por nosotros mismos; si no, ya lo habríamos hecho! En este castillo se han infligido torturas durante siglos y alguien debe haberle echado algún hechizo, porque no podemos interferir en todo esto. ¿De verdad cree que si hubiéramos tenido alguna opción de evitarlo nos hubiéramos quedado aquí de brazos cruzados mientras veíamos cómo ocurrían estas atrocidades? Si no eres un espíritu, tienes que ser una hechicera poderosa. ¡Ayúdanos! Ayúdanos y seremos tus esclavos —imploró inclinándose sobre una rodilla.

De repente, todos los fantasmas se arrodillaron. Aquello era totalmente injusto.

Uhm, ¿cómo te llamas? —le interrogué.

—Pierre, mademoiselle.

—Vale, Pierre. No soy una bruja. Soy clarividente. Es probable que sepáis más de magia que yo. No puedo deshacer un hechizo, sea cual sea. Lo único que sé es que esta mujer va a morir muy pronto sino la sacamos de aquí.

No pareció quedar muy satisfecho con mi respuesta, pero el joven que estaba a su lado parecía haber tenido suficiente. Dio un paso al frente y empezó a tirarme de la mano, parloteando tan rápido que, seguramente, aunque supiera francés no le habría entendido.

Pierre me miraba contrariado, pero al final accedió a traducirme después de que el joven le insistiera un par de veces.

—Hay un pasadizo subterráneo, mademoiselle, que conecta la base de la torre con el río Aude. Lleva mucho tiempo siendo una escapatoria para la gente que se encontraba en problemas. Etienne puede mostrársela.

Miré a Tomas dubitativa.

—¿Puedes llevarla? —le interrogué. Tomas asintió con la cabeza y se dispuso a levantarla. Sus ojos se abrieron ligeramente y trastabilló antes de volver a incorporarse—. ¿Qué pasa? —dije.

—Pesa más de lo que creía —respondió frunciendo el ceño—. Tenemos que darnos prisa, Cassie, o me acabarán fallando las fuerzas.

A mí también me lo parecía, así que me puse en marcha y tiré del pomo de la puerta. Después de varios intentos, acabó abriéndose después de que dejase la mano durante un tiempo sobre él. Podía solidificarme lo suficiente como para manipular cosas, pero Tomas tenía razón, cada vez era más difícil. Cuando llegamos al pasillo, yo ya estaba jadeando, pero tampoco había nadie que pudiera oírlo. Supongo que todos los torturadores estaban en la hora del café. Sin embargo, sabía que, al contrario que en el Dante, tenía que haber gente por allí y llegarían pronto.

El fantasma más joven aparecía y desaparecía mientras nosotros empezábamos a bajar por un tramo de escaleras distinto al que usé la primera vez. No era más luminoso, pero la pluma amarilla del sombrero del fantasma tenía una antigua luminiscencia fantasmal que nos permitió seguirle como si fuera una vela. Esta vez no me golpeé ningún dedo del pie, aunque pronto deseé no haberme saltado mis sesiones de footing tan a menudo. Solo bajar las escaleras me parecía ya como si estuviese corriendo una maratón. Empezaba a añorar las correrías con Billy Joe cada vez que le pedía que me trajera algo.

Cuando llegamos al pie de la escalera, yo ya estaba derrengada. Empecé a inclinarme hacia la pared, pero tuve que parar al darme cuenta de que, si seguía, me caería a través de ella.

—¿Queda mucho? —pregunté.

El joven fantasma no respondió, limitándose a guiarme hacia delante desesperadamente. Miré a mi alrededor, pero el coro de fantasmas no nos acompañaba ya. Tampoco me molestaba. Parecían estar más interesados en hacer daño a alguien que en salvar ninguna vida y eso no hacía que creciese mi aprecio por ellos precisamente.

Nos adentramos en un pasadizo tan oscuro que la única luz que se podía ver era la que procedía de la pluma del sombrero de nuestro guía. Aquel lugar se volvía más húmedo a cada paso, hasta el punto de que en pocos minutos estábamos chapoteando sobre charcos que no veíamos. En mi interior, deseaba que aquello significase que nos estábamos acercando al río. El puto túnel parecía interminable y a la mujer no dejaban de pegársele telarañas con décadas de antigüedad en el pelo, pero yo no tenía tiempo de andar quitándoselas. Finalmente, fuimos a dar al otro lado, pero el paisaje no tenía más iluminación que el de una luna en cuarto creciente y la Vía Láctea que se cernía sobre nosotros. La noche sin la electricidad moderna es condenadamente oscura, pero teniendo en cuenta la iluminación del túnel, me pareció hasta brillante.

A Tomas le empezaron a flaquear las fuerzas poco después y tuve que ayudarle. Colocamos a la mujer entre nosotros dos y la llevamos como pudimos por estrechos caminos de adoquines. No quería arriesgarme a hacerle daño, pero quedarse allí tampoco era una idea demasiado buena. Sabía qué planes tenía el carcelero psicópata. Incluso si ella moría en la huida, aquello sería infinitamente mejor que morir calcinada.

La ciudad que rodeaba el castillo tenía un aspecto espeluznante de noche, con las hileras de casas tan inclinadas a ambos lados de la carretera que los vecinos podrían estrecharse las manos sin problemas. Cada vez que oíamos ulular a un búho o ladrar a un perro pegábamos un salto, pero siempre continuábamos para adelante. Traté de no volverla vista hacia la monstruosa silueta del castillo, cuyo tejado cónico proyectaba siniestras sombras negras contra el cielo oscuro. Estábamos tardando una enormidad, tanto que lo único en lo que me podía concentrar ya era en poner un pie delante del otro sin caerme. Al final, cuando ya estaba a punto de tener que pedir una pausa o de desmayarme, vi una luz minúscula a lo lejos, tan débil que al principio pensé que había sido producto de mi imaginación. Poco a poco se fue haciendo más grande y se fundió con la luz de una vela que brillaba a través de la ventana de una casita. La pluma no llegó a materializarse, quizá porque estaba tan exhausta como yo. Con todo, conseguí reunir suficientes fuerzas para llamar a la puerta en lugar de atravesarla con el puño. Finalmente, la puerta se abrió y la luz nos envolvió por completo, brillando de manera casi insoportable después de todo el tiempo que llevábamos a oscuras. Tuve que cerrar los ojos ante el aluvión de luz y, al abrirlos, pude ver delante de mí la cara preocupada de Louis-César.