4

Se decidió que Louis-César, Rafe y Mircea me acompañaran a mi habitación para ponerme al día de la situación. A Pritkin no le gustó aquello, pero no se sentía preparado para rebatir la decisión de la Cónsul. Teniendo en cuenta que una cosa así habría supuesto batirse en duelo con ella, escuchar aquello supuso un alivio para mí. Ya había visto todas las peleas que podía soportar en una noche; además, no sabía qué pasaría si un mago de la guerra del Círculo Plateado se enfrentase a una vampiresa de dos mil años, pero no era la clase de espectáculo que estaba deseando ver.

Podía dar las gracias por que al menos dos de mis tres acompañantes fueran amigos o, cuando menos, neutrales amistosos, pero aquello me ponía nerviosa también. El Senado se estaba portando sospechosamente bien, defendiéndome de posibles asesinos, no entregándome a Tony o al círculo, dando prioridad a mi salud y asegurándose de que me rodeaban los acompañantes que yo deseaba tener. Todo aquello me hacía preguntarme qué querrían ellos y pensar lo poco que me iba a gustar satisfacer tales deseos.

Apenas un minuto después, no estaba tan segura de que haber renunciado a mi guardaespaldas hubiera sido una idea tan buena. Estábamos más o menos a medio camino de la segunda tanda de escaleras cuando nos encontramos con un hombre lobo que bajaba por ellas. Era un espécimen enorme de color gris y negro, con el hocico alargado característico y una boca llena de dientes afilados como cuchillas. Los ojos de Chartreuse se quedaron clavados en los míos durante un segundo y yo me quedé helada, con un pie clavado a medio camino entre el escalón en el que estaba y el siguiente. Sólo había visto a un hombre lobo en una ocasión, y nunca tan cerca, pero sabía instintivamente qué era aquello. No era sólo su tamaño: sus ojos reflejaban una inteligencia que ningún otro animal habría tenido. Lo que no acertaba a entender era qué estaba haciendo allí.

Decir que los vampiros y los hombres lobo no se llevan bien es quedarse corto. Quizá tenga que ver con el hecho de que ambos son depredadores, o quizá Tony tenía razón cuando insistía en que los hombres lobo tenían envidia de los vampiros por su inmortalidad. Fuera cual fuera la causa, eran como agua y aceite. O, más frecuentemente, sangre y piel, que eran las dos cosas que solían salir volando cuando se encontraban. Esperaba alguna reacción, seguramente dura, de uno o varios de mis acompañantes, pero lo único que pude notar fue la mano de Rafe estrechando lentamente mi muñeca. Louis-César improvisó un saludo dirigido al hombre lobo, como si se encontrase lobos gigantes con regularidad en la escalera.

—Sebastián, es un placer volver a verte —dijo Louis-César.

El hombre lobo no respondió, por supuesto, ya que había adoptado la forma animal, pero lo cierto es que pasó por nuestro lado sin encararse con ninguno de nosotros. Aquello sí que fue una experiencia surrealista de verdad. Ese tipo de cosas también me servían para recordar que ya no estaba en Kansas, ni en Atlanta.

Cuando acabamos de subir las escaleras y llegamos a las zonas que estaban por encima del sótano, pude atisbar una vista a través de una ventana que me sirvió para confirmar que, aunque no supiera donde estábamos, desde luego aquello no era el norte de Georgia. Las vistas también me hicieron ver por qué la Cónsul estaba tan preocupada por el tiempo. Seguro que habría perdido más horas de las que creía después de que Tomas me sumiese bajo su hechizo, que sirvió para que me pudiera mover, y no solo a través del estado. Los colores que se podían ver al otro lado de la ventana correspondían a una paleta diferente de la que se podía ver en cualquier lugar de Georgia: los verdes y grises moteados del sur profundo habían sido sustituidos por cielos azules de medianoche y nubes de color añil. Sobre nuestras cabezas se cernía un dosel negro salpicado de estrellas, pero la línea violeta oscura que se extendía por el horizonte mostraba que aquel desierto estaba empezando a recordar lo que era el día.

—Amanecerá pronto —dije, mientras Louis-César seguía mi mirada y abría una puerta.

—Aún no, al menos durante un tiempo —respondió sin complicaciones.

Estreché mis ojos ante la brusquedad de su tono. Hasta Rafe, a sus años, se ponía nervioso ante la proximidad del amanecer, y lo plasmaba en una cierta tendencia a hablar demasiado y a tirar cosas. Cuanto más joven era el vampiro, más pronto empezaba. Era una especie de red de seguridad que se construía para cerciorarse de que nadie acababa frito y, con todo, todavía no había visto a nadie al que aquello no le afectase. A pesar de eso, el francés parecía encontrarse a gusto. O era mucho más poderoso que los vampiros que conocía o era un actor estupendo; en cualquier caso, ninguna de las dos opciones me hacía sentir bien.

Caminé por delante de él y me encontré en medio de una suite decorada como para ir a juego con lo que suponía que sería la vista de día de lo que había al otro lado de las ventanas. Las paredes, de color turquesa pálido, estaban revestidas con mantas de nativos americanos de colores ocre, turquesa y rojo navajo; alguien había puesto en el suelo de madera sin pulir una alfombra a juego, y la chimenea estaba rodeada de baldosas de terracota. El sofá, la silla y el reposapiés, todos de piel, lucían un agradable color rojo oscuro rebajado, y estaban lo suficientemente mullidos como para tener un aspecto cómodo.

Curiosamente, la habitación parecía acogedora; por lo que parecía, el Senado no compartía la pasión de Tony por la estética gótica.

—Por favor, mademoiselle, asseyez-vous —me sugirió Louis-César moviéndose hacia el sofá repleto de cosas que había junto a la chimenea.

Yo miré a Rafe, pero él seguía ahí impertérrito, con la mirada clavada en las vistas, o lo que se apreciaba de ellas. Sus manos estaban clavadas la una sobre la otra a su espalda, y sus hombros estaban tensos. Sí, todo iba según lo previsto: el amanecer se acercaba. Lo que deseaba realmente era sacarle de allí y que me respondiera a unas cuantas cosas sin rodeos, pero incluso dando por sentado que estuviese de humor, no tuve la oportunidad de hacerlo. Mircea posó una mano ligera bajo mi codo, un roce suficiente como para guiarme hacia la silla.

—Louis-César nunca toma asiento si una dama está de pie, dulceaţă.

«Mi dulce»: era el término cariñoso con el que Mircea se dirigía a mí cuando me sentaba en sus rodillas a escuchar sus historias. Esperaba que lo dijera de verdad porque como el único amigo que tuviera en la sala fuera Rafe, estaba en apuros.

Me desplomé sobre la silla y el francés se arrodilló delante de mí. Él sonreía tranquilizadoramente. Yo pestañeaba. El hombre, no, el maestro vampiro, tenía hoyuelos. Grandes.

—Me gustaría curar su herida. ¿Me permite? —inquirió Louis-César.

Asentí con cautela, ya que no estaba muy convencida de que un vampiro fuese la mejor persona para limpiarle la sangre a nadie, sobre todo un vampiro que antes había parecido estar tan hambriento. También era cierto que la variedad seca no les atraía y, además, tampoco parecía que yo tuviese mucha más alternativa. Él se estaba comportando de una manera educada, pidiéndome permiso como si importase lo que yo dijera, pero yo sabía bien de qué iba aquello. Teníamos a dos miembros del Senado en la habitación; podían hacerse los caballeros mientras les resultase divertido, pero a la hora de la verdad, yo haría lo que ellos quisieran. Ellos lo sabían y yo también.

Louis-César mostró una sonrisa de aprobación y, de repente, me di cuenta de por qué me estaba poniendo nerviosa. A esa distancia tan corta, podía jurar que era uno de los vampiros de aspecto más humano que había visto nunca.

Sin contar a Tomas, que había tenido una razón para parecer lo más humano posible, la mayoría de los vampiros se olvidan de pequeños detalles como respirar, hacer que sus corazones latan, o poner su piel de un color más creíble que el de la nieve recién caída. Hasta Rafe, que era bastante convincente, normalmente sólo se acordaba de pestañear unas pocas veces cada hora. Con todo, a Louis-César podía habérmelo encontrado por la calle y haberle confundido con un humano, siempre y cuando cambiase de armario. Me encontré a mí misma contando las veces que respiraba, para ver si se le pasaba alguna. Pero no.

Mientras crecía pude ver a miles de vampiros procedentes de todo el mundo, algunos de ellos eran tan extravagantes y de otro mundo como la Cónsul, otros tenían un aspecto más normal, como Rafe. Hasta hoy, podría haber jurado que era capaz de descubrirlos en cualquier parte, pero Tomas me había estado engañando durante meses y Louis-César podría haber hecho lo mismo si lo hubiera deseado. No me gustaba aquello, me hacía sentir como a alguien sin capacidades, como una más de los millones que no cuentan con protección contra el mundo sobrenatural porque ni siquiera pueden ver que está ahí. Me crié rodeada de vampiros, pero el poder que irradiaban los miembros del Senado era algo que no se parecía a nada de lo que había experimentado antes. Aquello me hacía preguntarme de qué más cosas no me estaría enterando y aquel pensamiento hacía que me invadiese una sensación de frío.

Louis-César examinaba mi cara lentamente, creo que más para darme la oportunidad de que me acostumbrara a él que porque realmente lo necesitara. En ese momento, un rizo marrón y brillante que manaba de su cuello golpeó mi hombro y yo salté como si me hubiera abofeteado. Su mano, que se había ido acercando a mi pelo, se paró en seco.

Mille pardons, mademoiselle. ¿Quizá pueda retirar su pelo para mí? Eso ayudaría a que viéramos la gravedad de la herida —susurró.

Cogió una horquilla dorada de su propio pelo y me la dio. La cogí, con cuidado de que sus dedos no rozaran con los míos. El pelo apenas me llegaba a la altura de los hombros, pero me lo recogí de cualquier manera en una coleta mientras él seguía observando. Intenté convencerme a mí misma para no caer en el ataque de pánico en el que estaba a punto de caer, pero no funcionó. Algún instinto más antiguo que la razón, más antiguo que las frases amables pensadas para habitaciones de postín, solo quería que saliese corriendo de allí para esconderme. Por supuesto, aquello habría sido una reacción por toda la noche que estaba pasando, pero definitivamente había una parte de mí a la que no le gustaba tenerle tan cerca. Me obligué a quedarme quieta en mi asiento en lo que él acababa, en un intento por fingir que mis brazos no tenían la piel de gallina y que la sangre no me corría por las venas como si ya estuviera huyendo en un intento por salvar la vida. Yo no comprendía por qué estaba reaccionando así, pero las duras experiencias por las que había tenido que pasar me habían enseñado a confiar en mis instintos y todos ellos me imploraban que saliera de allí como fuese.

Ah, bon. Ce n’est pas très grave —murmuró. Al ver mi expresión, sonrió, lo que encendió aún más sus ojos y me tradujo sus palabras—. No es grave.

Hice esfuerzos para no gritar.

Louis-César se incorporó y caminó hacia una mesa cercana, y de repente, pude respirar de nuevo. Trate de imaginarme qué había en él que me alarmase tanto, pero no era nada tangible. Su cara, que transcurría entre líneas agradables y amistosas, parecía corresponder con la de un hombre quizá cinco o seis años mayor que yo, aunque desde luego si su atuendo sirviese como referencia, se podría decir que llevaba danzando por ahí varios siglos. Sus ojos tenían una mirada tranquila y eran de un color azul apacible con motas grises que no anunciaban ningún intento por su parte de influirme; y sus movimientos, a la par que gráciles, no eran comparables a lo que ningún humano pudiese imitar. La verdad es que mis nervios no estaban en un estado óptimo, ni siquiera estaba acostumbrada a que me intentaran matar dos veces en la misma noche, pero aquello tampoco podía explicar por qué, de todos los candidatos posibles, estaba siendo Louis-César quien me pusiera en ese estado.

A su regreso, el miedo se me disparaba con cada paso que él daba. Le observaba del mismo modo que un animal pequeño mira a un depredador, quedándose quieto, sin respirar apenas, con la esperanza de que aquel animal grande y malo no se abalance sobre él. Se arrodilló de nuevo formando a su alrededor un torrente de encaje y satén brillante, mientras que las luces que latían sobre nuestras cabezas soltaban algunos destellos color caoba a través de su pelo. Trajo consigo un maletín de primeros auxilios y de él sacó un antiséptico, unas cuantas gasas y un paquete de toallitas para bebé que colocó sobre las baldosas que había enfrente de la chimenea.

—Voy a limpiar la herida, mademoiselle, y si me lo permite se la vendaré. Mañana vendrá una enfermera para mejorar mis torpes cuidados —dijo totalmente relajado, hasta alegre, lo cual no fue óbice para que tuviese que echar mano hasta de mi último ápice de autocontrol para no correr hacia la puerta.

Una mano pálida y estilizada rodeada por cascadas de encaje blanco cubrió la mía, asquerosamente manchada de sangre. Sus dedos estaban fríos y me sujetaban con ligereza, como si creyera que su tacto fuese a brindarme consuelo. No importaba el cuidado que tuviese, yo sabía que aquella sujeción podría estrecharse en un instante, atrapándome a conciencia como unas esposas de acero. Noté cómo se movían hábilmente por mi piel lastimada los dedos de su otra mano, primero, y el trapo con el que me limpiaba, después. Aunque el antiséptico sólo me escocía ligeramente, sentí escalofríos y cerré los ojos. Tenía el mal presentimiento de saber lo que venía después.

Mademoiselle, ¿está enferma?

Su voz llegaba desde la distancia y rebotaba hueca en mis oídos. Noté que una sensación familiar de desorientación me inundaba y traté de impedirla a toda costa. Lo intenté con más fuerza que antes, tratando de volver a meterla allí donde estuviese metida normalmente, implorando que se quedase allí durmiendo para no salir. Fuese lo que fuese lo que quería enseñarme, estaba absolutamente segura de que no quería «verlo». Pero, como solía ocurrir, mi don era más fuerte que yo; siempre había sido así. Me abandoné a lo inevitable en cuanto sentí que un escalofrío se instalaba en mi cara. No es que hiciera frío en la sala, pero una parte de mi no se encontraba allí ya. Respiré hondo y abrí mis ojos.

Aquel frescor procedía de una ventana entreabierta en medio de la noche. La brisa pellizcaba mi piel desnuda, poniéndome la piel de gallina por todas las partes de mi cuerpo que estaban a la vista. La ventana parecía tener un cristal tintado, pero no había ni color ni patrón alguno, aparte de las formas de diamante con las que se habían encajado sus muchos cristales. El vidrio era espeso y ondulado, como en algunas de las casas históricas de Filadelfia y sólo devolvía un reflejo difuso. Con todo, era suficiente para hacerme empezar a respirar más rápido.

Miré a mi alrededor presa del pánico y mis ojos se encendieron en un espejo que estaba al otro lado de la habitación. La imagen que devolvía era igualmente borrosa, pero se debía más a la débil iluminación que proporcionaban las pocas velas y el fuego bajo de la chimenea, que porque fuera de mala calidad. En realidad, era una obra de arte, enorme, con un marco enorme de un dorado brillante, opulento y tallado en madera a juego con el resto del mobiliario. La habitación daba una impresión de lujo: el color cereza oscuro del dosel de la cama refulgía por las llamas de la chimenea de mármol, que también hacían reverberar el color de las pesadas cortinas de terciopelo del palio. Las paredes eran de piedra, pero los tapices que colgaban de ellas lucían unos colores tan brillantes y vibrantes como si los hubieran acabado ese mismo día. Un ramo de rosas de color rojo intenso se acomodaba en un jarrón de porcelana pintada que se encontraba en una mesa cercana. A pesar de todo, no tenía ganas de apreciar la belleza de la escena, centrada como estaba en el reflejo del espejo.

Un hombre aparecía arrodillado en una cama aproximadamente donde debía estar yo. No podía adivinar quién era porque una máscara de terciopelo negro cubría la mayor parte de su cara, a excepción de dos agujeros que dejaban ver sus ojos. Tenía un aspecto cómico, como si fuera parte de un disfraz cutre de Halloween, pero tampoco tenía muchas ganas de reírme. Quizá porque era lo único que aquel tipo llevaba puesto encima. Largos rizos color caoba colgaban detrás del terciopelo y golpeaban la parte superior de su cuerpo. A la luz de las velas, refulgían con hebras de bronce y toques de oro. La luz cálida y tenuemente dorada de la habitación empapaba su cuerpo, filtrándose por su piel desde su pecho musculoso hasta su vientre plano y la ligera hendidura de su ombligo. Aquello iluminaba las pequeñas gotas de sudor que rociaban su torso y que el frescor de la ventana aún tardaría en secar, así que parecía como si estuviese vestido con una camisa transparente salpicada con pequeños diamantes. Era una estatua dorada que había cobrado vida, excepto porque las estatuas por lo general no estaba representadas con una erección rampante como aquella. Tragué saliva y él hizo lo mismo, al mismo tiempo, los ojos azules que se reflejaban en el espejo se ensancharon al mismo tiempo que yo me daba cuenta de aquello.

No tenía ningún sentido, por no mencionar que era imposible. Yo no solía ser la protagonista de mis visiones. Era una observadora, siempre desde la barrera, sin que me pudieran involucrar ni verme, ni siquiera como un fantasma. Al menos así había sido hasta esa noche. Antes de que pudiera siquiera empezar a pensar en qué hacer, noté cómo una mano cálida se acercaba a una de mis partes más íntimas. Aún conmocionada por aquello, miré hacia abajo y me encontré con una joven de pelo moreno que yacía en la cama detrás de mí casi sepultada por una pila de mantas. La habitación desprendía un olor a sexo, húmedo y pesado, y ahora ya sabía por qué.

Una delicada manita jugueteaba con mi —su— carne con un tacto decidido. Ella seguía manoseándome, con sacudidas cada vez más fuertes, y pude ver con algo que se parecía bastante al pavor cómo una parte de la anatomía de la que jamás había podido presumir crecía y crecía bajo el influjo de su mano. Un torbellino de sensaciones familiares emergió de aquella herramienta tan poco familiar, todo ello junto con una serie de pensamientos que, estaba totalmente segura, no eran para nada míos. Entonces realizó un rápido movimiento con una uña sobre la puntita sonrosada que se había combado hacia ella y a mí me entraron ganas de gritar. Nunca había sentido una excitación así. Por supuesto, mi experiencia no es que fuera lo que se dice amplia y siempre estaba asociada a la otra cara de la moneda, pero esto era casi insoportable. Yo estaba acostumbrada a un calor lánguido que iba inundándome lentamente y que nacía de lo más profundo de mí para extenderse por mis venas hacia todas las partes de mi cuerpo, no a esta necesidad desesperada de meterme en su cuerpo blanquecino tan dentro como pudiera.

Se retorció entre las mantas que caían gruesa y suavemente sobre nuestra piel desnuda.

¿Qué pasa contigo, chico guapo? ¡No me digas que ya has perdido el interés! —susurró mientras aceleraba el ritmo haciendo que me resultase difícil hasta respirar—. Todavía te queda fuelle para el tercero, lo sé.

Mi estado cercano al trance estalló cuando ella se acercó aún más, con los labios húmedos, y yo me eché para atrás. Aullé de dolor, tanto porque ella había dudado durante un segundo antes de dejarme correr, como porque mi cuerpo prestado exigía un respiro. Había sido tan estimulante que dolía, pero de ningún modo me interesaba lo que se me ofrecía. Con la mano en el corazón, creía que me iba a marear si seguía mirando tanto su cara de perplejidad como la innegable forma masculina que yo había adoptado. No hay palabras para expresar lo que sentía: decir que era completa confusión e incredulidad era quedarse jodidamente corta.

Mis manos se dirigieron al borde de la máscara y la levantaron. La que me miraba desde el espejo era la cara de Louis-César, con la cara blanca por la impresión. Yo quería gritarle para que aquello se detuviese, para salir de mí, pero sabía que lo que había ocurrido era más bien lo contrario. De algún modo, era yo quien le había invadido y no tenía ni idea de cómo lo había hecho o de cómo lo podía deshacer. La mujer dejó escapar un chillido y agarró la máscara, arrancándomela de mi mano y tratando de volver a ponerla en su sitio.

¡No se arriesgue, monsieur! Ya sabe lo literales que pueden llegar a ser sus vigilantes, no se la quite nunca —musitó sonriente mirando malévolamente hacia arriba buscando mis ojos—. Además, me gusta cuando la llevas mientras hacemos el amor —continuó, mientras me rodeaba el cuello con sus brazos y trataba de recostarme junto a ella—. Me quedo fría sin tu calor. Bésame.

Me aparté de ella bruscamente y gateé hasta el extremo de la cama, preguntándome qué pasaría si me desmayaba entre la niebla negra que había en el borde de mi visión. ¿Me despertaría en el sitio del que venía, o estaba atrapada allí? Decidí no pensar siquiera en esa última posibilidad. Después de un momento, la mujer soltó un suspiro y se echó en la cama, recorriendo con suavidad sus pequeños pechos. Sus pezones de color marrón oscuro contrastaban con la blancura de su piel y sus ojos me observaban con una mirada cómplice.

¿Estás cansado, mi amor? —murmuró con una sonrisa de suficiencia mientras su mano se deslizaba hacia partes más bajas de su cuerpo, enredándose en el vello oscuro de su ingle—. Apuesto a que puedo volver a animarte.

Antes de que pudiera siquiera intentar persuadir a mi saturado cerebro para que pensase en una respuesta, la pesada puerta de roble se abrió y entró una mujer de mediana edad, escoltada por cuatro guardias. Su expresión me decía que no había venido a unirse a nosotros, gracias a Dios.

Levantadle —ordenó, tras lo cual dos guardias me sacaron de la cama y la mujer que acababa de conocer tan en profundidad soltó un chillido y se tapó con las mantas hasta la barbilla.

¡Marie! ¿Qué estás haciendo? ¡Vete de aquí ahora mismo! ¡Vete, vete!

La mujer mayor la ignoró y dirigió su mirada hacia mí, con un desdén que no mejoraba su cara, ya de por si poco atractiva. Sus ojos me escrutaban de arriba abajo con desprecio.

Siempre listo, ya veo. Debiste heredar eso de tu padre —dijo, para después lanzar una mirada a los guardias—. Traedle.

Me sacaron a la fuerza de la habitación sin darme la oportunidad de vestirme siquiera. La morena me echó por encima una gruesa bata brocada, que deslicé por encima de la embarazosa prueba de mi condición, pero no había tiempo ni para calzarse o ponerse unos pantalones. La chica de la cama vociferaba extrañas obscenidades a nuestras espaldas, la mayoría de ellas dirigidas a la mujer mayor. Me pareció que no hablaba en nuestro idioma, aunque podía entenderla perfectamente. O quizá era este cuerpo el que podía y me lo iba traduciendo. Tampoco tenía tiempo de pensarlo, bastante tenía con que aquellos hombres me estuvieran llevando a rastras por un largo pasillo de piedra. Llegamos hasta unas escaleras con profundos agujeros en el centro de cada escalón. Por allí habían pasado miles de pies durante cientos de años. Abajo estaba oscuro y el aire que subía estaba muy frío, hasta el punto de que me sorprendía que no pudiera sentir mi propia respiración.

La mujer se detuvo en lo alto de las escaleras y se volvió hacia mí. Ya no parecía desafiante, la emoción que se reflejaba en sus ojos oscuros estaba ahora más cerca del miedo.

No iré más lejos. Yo ya he visto qué te espera y no deseo verlo de nuevo —explicó, con una expresión que ahora se tomaba apenada—. Durante toda tu vida has podido experimentar la satisfacción que daba el silencio. Hoy aprenderás cuál es el castigo que supone romperlo.

Se volvió a dar la vuelta sin pronunciar ninguna palabra más y los guardias empezaron a empujarme hacia el agujero negro. Yo me sentía más fuerte en este cuerpo, pero ni de cerca tenía la suficiente potencia como para vencer a aquellos tipos. Le devolví una mirada feroz a la mujer, pero ya se estaba marchando, con la espalda bien tiesa debajo de su vestido color mora.

¡Por favor! ¡Madame! ¿Por qué hace esto? No he dicho nada, lo juro —protesté, pero las palabras no eran mías, brotaban de mis labios sin que yo les invitase a hacerlo. Fuese como fuese, tampoco lograron detenerla.

Si deseas saber a quién puedes atribuir el trabajo de esta noche, pregúntale a tu hermano —musitó por encima del hombro antes de desaparecer en una habitación y cerrar la puerta con firmeza. El golpe sonó bastante concluyente.

Las escaleras eran demasiado estrechas como para que mis captores pudieran seguir agarrándome por los brazos, pero dado que estaban detrás de mí y que no había más sitio para ir que hacia abajo, tampoco importaba mucho. Casi no había luz, apenas unos pocos reflejos de la luz de la luna se colaban por las ventanas increíblemente estrechas que nos flanqueaban en nuestro descenso. Los escalones estaban resbaladizos por la humedad y el agujero del medio hacía que me resultase casi imposible mantenerme en pie, sobre todo sin zapatos. Tenía un frío terrible, a pesar de llevar la bata, aunque aquello parecía haber conseguido, al fin, hacer desaparecer mi persistente excitación. Con todo, notaba entre las piernas un peso laxo que me seguía resultando muy poco familiar, una sensación extraña y para nada bienvenida que era más responsable que ninguna otra cosa de mis ganas de empezar a gritar y no parar. Me golpeé un dedo del pie cuando estábamos a medio camino de la bajada, pero casi hasta di gracias por el dolor; estuve tan cerca de perderlo completamente que las pulsaciones en mi pie me permitieron pensar en otra cosa.

Mientras nosotros continuábamos nuestro camino hasta llegar abajo del todo, la luz de las antorchas parpadeaba en las escaleras, formando sombras que danzaban por todos lados y dando brillo a las hileras de líquido que se filtraban por las paredes. De repente, el frescor se convirtió en frío, tan intenso que parecía que la sangre de mis venas se había convertido en hielo. Me sorprendió no ver escarcha en las paredes, pero las hileras de humedad seguían campando a sus anchas por allí.

Mucho peor que el frío que quemaba o que los alrededores eran los lamentos lastimosos que procedían de detrás de una puerta con un tablón de hierro situada a varios metros de allí. No sonaban fuertes porque la espesa madera los ahogaba, pero en todo caso resultaban hirientes para la mente. Dolía escuchar voces tan crudas, tan llenas de desesperación y tan seguras de que la ayuda que pedían no iba a llegar nunca. Instintivamente traté de echarme atrás, refugiándome en un charco de luz proyectado por una antorcha cercana, pero una mano me empujó hacia delante con rudeza. Me tropecé y di con mis rodillas en el empedrado irregular del suelo.

Adentro.

Me tomé con calma aquella orden, pero una patada en las costillas me dejó sin aliento y una mano me levantó con brusquedad. Miré hacia abajo y vi a un hombre calvo, gordo, con un mandil manchado de sangre y pantalones sucios de lana áspera. Desde mi meto sesenta y tres, no estoy acostumbrada a mirar hacia abajo a muchos hombres. Le hice un guiño en una mezcla de dolor y confusión. Sus labios carnosos se abrieron de par en par mostrando una sonrisa adornada con dientes grises y yo retrocedí. Aquello pareció agradarle.

Bueno. Empiece a temblar, M’sieur le Tour. Recuerde, esta noche usted no es ningún príncipe —comentó, mirándome de arriba abajo—. Pronto veremos si está a la altura de su nombre. ¡Esta noche usted me pertenece!

Metió una enorme llave de hierro en el candado y la puerta se abrió de par en par. Eché un vistazo rápido y, antes de que me empujaran hacia dentro, pude ver una habitación grande y cuadrada con paredes de piedra recia y altos techos. Caí de nuevo al suelo por el empujón, pero en esta ocasión el suelo estaba cubierto por una capa asquerosa de orina y cosas peores que tampoco ayudaban mucho a suavizar la dureza del piso. Una parte de mí estaba enfurecida por la manera en la que este hombre tan basto me estaba tratando, pero un momento después, se fundieron en mí todos los sentimientos colindantes con el terror. Mis ojos se cruzaron con los de la mujer desnuda y demacrada que yacía estirada hasta límites insospechados en el potro de tortura, y no pude apartar la vista. La sangre manaba en hileras por su cuerpo torturado y se iba secando y formando ríos densos y viscosos por su piel, mientras manchas marrones cubrían el suelo que estaba debajo de ella. Había tanta sangre allí que me parecía imposible que hubiese estado metida en un solo cuerpo.

Por las paredes había hombres encadenados que no paraban de gritar, implorándome que les salvara, pero apenas me enteraba de lo que decían. Mi atención estaba centrada en la mujer, aunque ella no emitía ningún sonido. La antorcha se reflejaba en sus ojos abiertos y no puedo decir si era un efecto de la luz o si, efectivamente, todavía brillaba algo de vida allí dentro. Por su bien, esperaba que no. El hombre me vio mirando hacia allí y se dirigió hacia ella.

Efectivamente, tu amiga no va a darme mucha más diversión.

El hombre comprobó una de las cuerdas que sujetaban sus manos y pude ver que le faltaban las uñas. Parecía como si le hubiesen triturado las terminaciones de los dedos, o como si las hubiese devorado algún animal, y los nudillos estaban tan hinchados que no debía haber habido forma posible de que hubiese cerrado las manos, aunque le hubiesen dejado.

Yo había visto un montón de cosas en casa de Tony durante muchos años, pero la violencia normalmente solía llegar de manera rápida e inesperada, como lo que había visto aquella misma noche. Cuando podía pensar en reaccionar, normalmente ya se había acabado todo. Tony empleaba la tortura algunas veces, pero yo nunca lo había visto. Eugenie se había mostrado tremendamente estricta en ese aspecto y empezaba a comprender por qué. Esto era peor que la ferocidad que yo conocía: era demasiado tranquilo, demasiado realista, demasiado estudiado. No había ira detrás de aquello, nada personal que lo mitigara o que al menos lo hiciera más comprensible. El dolor de aquella mujer era solo una parte más del trabajo.

Y a pesar de todo, todavía le queda fuelle para una última exhibición —continuó aquel hombre, moviéndose hacia una de las parejas de hombres que estiraban el potro y sacando una mugrienta botella de vino—. Esto es lo que les pasa a los que hacen enfadar al rey. Observa y no lo olvides, cabrón.

Yo me quedé allí inmóvil, sin decir nada, mientras el hombre vertía el vino sobre la cabeza de la mujer, tanto por la cara como por el cuello. Le empapó el pelo hasta que empezó a chorrear en el suelo de piedra que estaba debajo de ella formando un charco denso y rojo. Desperté de mi estado de shock cuando me di cuenta de lo que venía a continuación.

Su mano alcanzó una vela apagada y yo me moví hacia él.

¡No! Por favor, m’sieur, se lo imploro…

Por la expresión de agrado que inundó su cara, pude adivinar que yo había reaccionando como él deseaba que lo hiciera y que no tenía ninguna intención de detenerse. Miró mi cara con algo parecido al regocijo mientras trataba de prender la vela con el fuego de una antorcha cercana. La vela estaba casi agotada, pero al final consiguió prender una llama minúscula. No volví a discutir con él; en lugar de eso, me abalancé sobre él, tratando de arrebatarle la vela ardiendo. Intenté arrancársela de la mano, pero los dos torturadores me agarraron por los brazos y me apartaron de él. El hombre, que yo ya había dado por supuesto que era el carcelero jefe, volvió a dirigirme la mirada con unos ojos en los que quedaba ya poco rastro de humanidad. Se inclinó y, muy lentamente, cogió la vela apagada y la volvió a encender.

Miré a la mujer según se acercaba el carcelero, no pude evitarlo. Había un brillo de lágrimas en sus ligeros ojos marrones, pestañeó una vez y sus pestañas derramaron gotitas de vino, antes de que el cuerpo del carcelero me obstruyera la visión. Una parte de mi mente decía que él acabaría parando, que no lo haría, que no podía hacerlo. Una voz en mi interior me dijo que lo que quería era aterrorizarme, que sólo estaba ejecutando aquella escena para hacer que yo fuera más razonable después y podía ser cierto. Pero aquello no la salvó a ella.

La escena que acontecía delante de mí empezó a temblar y me invadieron pensamientos que no podía ni identificar. Delante de mis ojos empezaron a pasar fogonazos con escenas de otros lugares, otra gente, como si estuvieran proyectando una película en un velo transparente delante de mí. A través de aquello, podía ver todavía a la mujer y al torturador, congelados ambos un segundo antes de que ocurriera lo imposible.

La voz de mi cabeza volvió a hacer aparición, farfullando cosas sobre el hecho de haberme criado en cautividad sin haber conocido nunca lo que era la crueldad de verdad. Siempre me vestían con ropajes de suave lino y bordados hechos a mano, insistía la voz; tuve libros, una guitarra y pinturas para divertirme, mis carceleros tenían que hacerme una reverencia cuando entraban en mi habitación y no podían sentarse en mi presencia si yo no les daba permiso. Por mis venas corría sangre real y nadie olvidaba nunca eso. Nunca había visto una brutalidad como esta, nunca había conocido un miedo así. Y, seguidamente, detrás del miedo se divisaba un torrente de pura ira. Eso no era justicia, no era necesario para preservar la paz ola estabilidad de aquella tierra, o comoquiera que llamaran pomposamente a aquello. No era más que la obra de un cobarde sádico que mantenía sus manos bien limpias en la corte, mientras en su nombre se ejecutaban cosas así detrás de puertas bien cerradas. Y decían que yo era abominable.

Sacudí la cabeza intentando hacer callar aquella voz y deshacerme de las telarañas que interrumpían mi visión. Un segundo después, la estrategia funcionaba. Pero entonces también estaba de nuevo en la pesadilla, con una visión nítida de aquella vela inclinándose hacia su objetivo. Observé con incredulidad cómo el torturador sujetaba la minúscula llama a escasos milímetros del pelo empapado en vino de aquella mujer. De repente, se escuchó un siseo y la llama prendió en el pelo y empezó a extenderse con viveza hacia el resto de su cabeza y sus hombros. En solo unos segundos, toda la parte de arriba de su cuerpo se convirtió en un trazo oscuro sobre el que danzaba una cortina de fuego. Grité, porque no podía hacer otra cosa. El resto de prisioneros se unió al grito hasta que la habitación entera se llenó de chillidos y del sonido de las cadenas golpeando inútilmente contra la piedra desnuda. No podíamos hacer nada por ella, así que nos limitamos a que nuestros gritos hicieran temblar las paredes, pero la mujer no emitió ningún sonido mientras se quemaba.

Mademoiselle Palmer, ¿qué le ocurre?, ¿algo va mal? —escuché mientras veía cómo la cara de Louis-César aparecía delante de mí y notaba vagamente cómo alguien me agitaba el hombro. El griterío ensordecedor y desesperado de la celda invadía la sala, pero tardé un minuto en darme cuenta de que procedía de mí misma,

Mia stella, calma, calma —trató de tranquilizarme Rafe mientras apartaba al francés y me apretaba contra su pecho. Estrujé mis manos entre la cachemira de su jersey, acercándome a él todo lo que podía y hundiendo mi cara en la seda suave de su camisa. Respiré hondo para capturar el aroma familiar de la colonia de Rafe, pero no consiguió quitarme el olor de la prisión empapada en orina y el olor a quemado de lo que una vez fue una mujer tan solo un poco mayor que yo.

Mademoiselle, se lo aseguro; estoy intentando hacer todo lo que está en mi mano para asistirla, pero no alcanzo a entender qué es que me está diciendo.

Rafe mesaba mis cabellos y acariciaba mi espalda describiendo círculos tranquilizadores sobre ella.

—Era una visión, mia stella, nada más que una visión —susurró—. Las has tenido otras veces; ya sabes que son imágenes, se desvanecen en el tiempo.

Meneé la cabeza temblando entre sus brazos hasta que me acercó aún más hacia él. Le abracé tan fuerte que, si hubiera sido humano, le habría dolido.

—No como ésta. Nunca como ésta. La torturaban y después la quemaban viva, y no podía… tan sólo estaba allí de pie…

Mis dientes querían castañetear, pero me mordí el labio y no les dejé. Aquello no haría más que recordarme el frío que hacía en aquel lugar y entonces, pudiera ser que no dejara de pensar en la única fuente de calor. No quería pensar en aquello, no quería, y aquello tendría que marcharse. Pero, incluso cuando me repetía una y otra vez las palabras de Rafe, sabía que me estaba mintiendo a mí misma.

Había tenido miles de visiones durante mi vida, algunas del pasado, otras referidas al futuro y ninguna de ellas demasiado agradable. Había «visto» todo tipo de horrores, pero nada me había afectado nunca como esto. Con el tiempo y la práctica, había aprendido a dejar pasar lo que «veía», a tratarlo igual que todo el mundo a las noticias de televisión que les desagradan, como si fueran algo lejano y no demasiado real. Pero tampoco había formado parte nunca de la acción, ni sentido el olor que en ella transcurría ni probado el sabor del miedo de alguien que estuviese presente en la escena. Era la misma diferencia que ver pasar un accidente o estar involucrado en él. No iba a olvidar la mirada de aquella mujer en mucho tiempo.

Mon Dieu, ¿ha visto a Françoise? —preguntó Louis-César acercándose a nosotros, con gesto afligido mientras yo me zafaba de él.

—¡No me toques! —le grité.

Antes me había parecido que desprendía un olor que me recordaba vagamente al de alguna colonia cara, pero ahora me apestaba al olor de la carne quemada de aquella mujer. No es que no quisiese que me tocara, es que no quería ni tenerle en la misma habitación en la que estuviera yo.

Se echó hacia atrás y su ceño se frunció compungido.

—Mis más sinceras excusas, mademoiselle. Por nada del mundo hubiera deseado que presenciase aquello —continuó Louis-César.

Rafe le miró por encima de mi cabeza.

—¿Está satisfecho, signore? Ya le dije que no debíamos usar las lágrimas todavía, que cuando está aún enferma o enfadada, las visiones no son agradables. Pero nadie escucha. Quizás ahora lo entienda —dijo, y se detuvo cuando Mircea apareció a la altura de mi codo y le ofreció un pequeño vaso de cristal.

—Que se beba esto —ordenó, y Rafe obedeció inmediatamente.

—Pero si no lo hice —protestó Louis-César—. Ni siquiera las llevo encima.

Rafe pasó de él.

—Bébetelo, mia stella, te hará bien —espetó.

Se sentó a mi lado en el amplio sofá. Mientras, yo me bebía el güisqui a sorbitos hasta ver como mi respiración volvía a su ritmo normal. Era tan fuerte que me parecía que me tatuaba la garganta a su paso, pero la sensación era agradable. Cualquier cosa que hubiese espantado los recuerdos de mí lo habría sido. Me di cuenta de que había apelmazado bajo mi puño el otrora prístino jersey de cachemira de Rafe, convirtiéndolo en un gurruño empapado. Lo solté y él sonrió.

—Tengo más, Cassie. Tú estás bien y yo estoy aquí. Piensa en eso, no en lo que «viste», fuera lo que fuera.

Era un buen consejo, pero tenía dificultades para seguirlo. Cada vez que posaba los ojos en Louis-César, las imágenes amenazaban con volver de nuevo. ¿Por qué quería el Senado que «viese» algo esa noche, sobre todo algo como eso? ¿Qué me había hecho él para que la visión fuese tan diferente?

—Necesito un baño —anuncié abruptamente. Básicamente, se trataba de una manera de alejarme de Louis-César, pero no cabía duda de que no me vendría mal uno.

Mircea me cogió la mano y me acompañó a una puerta opuesta a la de entrada.

—Ahí dentro hay un cuarto de baño y debería haber una bata. Haré que te traigan algo de comida mientras te bañas y hablaremos cuando estés preparada. Si te hace falta algo más, no dudes en pedírmelo —me explicó.

Yo asentí con la cabeza, le devolví el vaso medio vacío y me escapé hacia el oasis fresco de baldosas azules que se abría ante mí en el baño.

La bañera era lo suficientemente larga como para pasar por una sauna, así que me metí con gusto en ella después de quitarme mi atuendo echado a perder. Puse el agua todo lo caliente que se podía y me recosté, tan cansada que me limité a mirar el jabón durante un minuto, como esperando de algún modo que alguien me frotase la espalda. Mis emociones, afortunadamente, se habían ido a otra parte, y mi mente se había quedado en blanco. Me había agotado físicamente y ahora mismo mi cabeza no estaba mucho mejor.

Por fin había llegado al momento en el que me podía empezar a limpiar la sangre seca de mi cuerpo y mi pelo. Me dije que lo que había «visto» no tenía nada que ver con el mundo moderno, que aquella pobre mujer había sufrido y muerto siglos antes de que yo hubiese nacido siquiera. Con todo lo horrible que había sido, no era un aviso de un desastre venidero ni nada sobre lo que pudiera haber hecho algo. Traté de creer que era tan solo una versión más intensa de alguno de los ataques psíquicos de hipo que me invadían cuando tocaba cosas muy antiguas que habían pasado experiencias traumáticas, pero la verdad es que no era la misma sensación.

Había aprendido a tener mucho cuidado de las vibraciones psíquicas negativas. Alphonse coleccionaba armas antiguas de todo tipo y una vez siendo niña, toqué por accidente una metralleta que acababa de adquirir recientemente y que estaba en pleno proceso de limpieza. De inmediato, me vi envuelta en medio del percance en el que la habían utilizado y lo que «vi» me provocó pesadillas durante semanas. Normalmente, podía saber si un objeto iba a causarme problemas antes de tocarlo, casi como si fuera un aviso que podría sentir claramente prestando un poco de atención. Pero poca gente podía desencadenar esa sensación, incluso aquella que tenía siglos de edad, como Louis-César, que sin duda alguna había visto su parte de tragedia. A pesar de todo, me acostumbré a evitar darle la mano a los desconocidos no fuese a enterarme accidentalmente de quién engañaba a su esposa o estaba a punto de cometer un delito. Después de todo aquello, decidí que había una cosa más que añadir a la lista de «evitar a toda costa».

Me aclaré, dejé que la bañera se tragase toda el agua con restos de sangre y empecé de nuevo. Quería sentirme limpia y algo me decía que aquello me iba a llevar tiempo. Eché tanto jabón que la espuma subió por los extremos de la bañera y se coló hasta el suelo. No me importaba. Lo único en lo que pensaba era en si podría quedarme en el baño hasta que amaneciese para posponer el momento de oír lo que el Senado había planeado para mí. Les estaba agradecida por protegerme, pero tenía mis dudas de que la ayuda viniese sin un precio marcado en la etiqueta. No es que me importase. No tenía ni idea de dónde estaba e, incluso aunque me escapara, lo único que estaría haciendo sería correr directamente hacia mis viejos problemas con Tony. Fuese lo que fuese lo que quisiera el Senado, probablemente tendría que hacerlo.

El problema era que me había prometido a mí misma y aquello no sólo afectaba a Tony y sus idiotas, que nunca permitiría que mis capacidades fueran usadas para herir a nadie. No tenía ni idea y me alegraba enormemente de ello, de a cuánta gente había herido o matado indirectamente mientras trabajaba para el rey del fango, pero desde luego sabía que no era una cifra pequeña. Por aquel entonces no sabía para qué se estaban usando mis visiones, pero aquello tampoco me hacía sentir lo que se dice cojonudamente bien. Quienes crean las bombas nucleares no fijan las políticas que deciden cuándo usarlas, pero me pregunto si eso les ayuda a dormir por las noches. Yo llevaba mucho tiempo sin dormir bien. Si lo que quería el Senado acababa produciendo daños a otros, algo que parecía bastante probable, estaba a punto de descubrir hasta qué punto exacto me importaban mis principios.