Me desperté cansada, dolorida y bastante desubicada. Mi estado de ánimo no mejoró cuando comprobé que Tomas estaba sobre mí. Su cara inexpresiva fue lo primero que vieron mis ojos al despertar.
—¡Aléjate de mí! —vociferé mientras hacía esfuerzos para quedarme sentada.
Tuve que esperar algunos minutos para que la habitación dejara de moverse, pero, cuando por fin se detuvo, lo que vi no me entusiasmó para nada. Genial. Me habían llevado a la sala de espera del Infierno. Aquella pequeña estancia estaba labrada en arenisca roja y no tenía más iluminación que la de un par de boquetes en la pared. Parecía como si los hubieran escarbado con cuchillos entrelazados y en su interior se alojaban unas antorchas que olían como el demonio. Aquello me hizo ver de inmediato que me encontraba en algún lugar repleto de poderosas protecciones, que podían estar impidiendo el correcto funcionamiento de la electricidad. Nada bueno.
El sitio podía pasar perfectamente por una sala de torturas, si no fuera porque, en lugar de empulgueras de hierro, no tenía más mobiliario que el sofá de cuero negro tan incómodo en el que yo estaba sentada y una pequeña mesa de pared con unas cuantas revistas. Una de ellas era un ejemplar de Oracle, el equivalente a Newsweek en el mundo de la magia, pero, como solía ocurrir en la mayoría de las salas de espera, era ya de hacía unos meses. En mi vida cotidiana, me dejaba caer por una cafetería de Atlanta cada semana para leerla, por si se daba el caso de que pasaba algo en mi antiguo mundo que pudiera afectar a mi nueva vida. No obstante, tenía serias dudas de que el tema de portada del número que había en la mesita, que trataba sobre los efectos de las importaciones asiáticas a bajo coste en el mercado de medicamentos mágicos, estuviese dentro de esa categoría. La otra revista, Cristal Gazing, de temática más sensacionalista, abría esa semana con un gran titular a ocho centímetros que rezaba: «¡Desaparece la heredera de la pitia!» Seguí leyendo la historia, pero tuve que acabar dejándola porque hacía daño. Supuse que el tema de «Brujas raptadas por marcianos» con el que habían venido abriendo últimamente ya no daba más de sí.
—Mia stella, el Senado te asignó a Tomas como guardaespaldas; él no puede abandonarte —musitó una voz familiar que me llegaba dulce desde cerca de la puerta—. No compliques más las cosas.
—No lo hago —repliqué.
Después de todo lo que había pasado, pensé que me estaba comportando como la mujer más razonable del mundo. Tenía náuseas y me sentía tan cansada que no pude evitar tambalearme cuando intenté ponerme de pie a la fuerza. Además, me quemaban los ojos como si se hubieran despachado con la buena y larga llorera que, en el fondo, deseaba tener. Pero no di mi brazo a torcer.
—No quiero tenerle cerca —concluí.
Ignoré a Tomas y a otro tipo desconocido que iba vestido de cortesano del siglo XVII y me concentré en el único amigo que tenía en la sala. No tenía ni idea de qué estaba haciendo Rafe allí. No es que no estuviese contenta de encontrármelo allí, cuantos más amigos mejor, pero no sabía cómo encajaba en aquella historia. Rafe era un diminutivo de Raphael, orgullo de Roma y artista favorito del papado hasta que, en l520, cometió el error de rechazar un encargo de un adinerado comerciante florentino. Tony siempre había intentado competir artísticamente con los Medicis: ellos tenían a Miguel Ángel, así que a él le hacía falta Raphael. Rafe le dijo al comerciante que tenía más encargos de los que podía hacer y que, en cualquier caso, tenía frescos que pintar para el papa. No iba a viajar hasta Florencia solo para pintar un comedor. No habría sido una jugada muy inteligente. Desde entonces, Rafe se dedicó a pintar todo lo que Tony quería, incluyendo mi dormitorio de cuando era niña. Rafe llenó el techo de mi habitación de ángeles que parecían tan reales que durante años pensé que cuidaban de mí mientras dormía. Él era uno de los pocos hombres de Tony de los que me había dado pena separarme, pero me tuve que escapar sin despedirme. No me quedaba otra elección: él pertenecía a Tony así que, si su maestro le hacía una pregunta directamente, tenía que decirle la verdad. Por eso, si estaba allí entonces, era porque Tony quería que estuviese. De algún modo, aquel pensamiento frenó mi alegría.
Tomas no decía nada, pero tampoco se iba. Lo miré, pero la cosa no tuvo ningún efecto. Aquello era un problema, porque yo tenía que escaparme, y cuantas más niñeras hubiera, más grande se hacía el reto. Luego estaba también el hecho de que con solo mirarlo brotaban en mí tantas emociones que me dolía la cabeza. No era la violencia lo que más me molestaba. Había visto bastantes cosas mientras me criaba, así que podía obviar lo que había pasado en el club ahora que ya había pasado el impacto de pensar en que el protagonista de la matanza había sido, efectivamente, Tomas. También ayudaba que no estuviera arrodillada en una bañera de sangre y pensar que los vampiros que él había matado habían intentado hacerme a mí lo mismo.
Mi actitud podía resumirse muy fácilmente: estaba viva, ellos no; bien por mí. La supervivencia en casa de Tony te enseñaba a ser pragmática con respecto a esas cosas.
También había que concederle a Tomas algo de crédito por salvarme la vida, aunque era muy probable que me hubieran hecho aún menos daño si no hubiera pasado a avisarle a él en un principio. Estaba incluso deseando perdonarle que me hubiera llevado allí sin darme ni una sola explicación, sobre todo teniendo en cuenta que no habíamos tenido ni un rato tranquilo para poder debatirlo tranquilamente. Poniéndolo todo en una balanza, me parecía que estábamos empatados, excepto por lo de la traición. Eso era otra cosa. Si se lo llegaba a perdonar alguna vez, desde luego no sería pronto.
Con Tomas había compartido momentos de cuando estuve en la calle que no había compartido con nadie más, con el ánimo de ayudarle a que él también se abriera más. Me preocupaba que no estuviera haciendo amigos en el club a pesar de todas las atenciones que recibía, y me preguntaba si tenía alguna de mis mismas fobias relacionales. Me permití encariñarme con él, joder, y todo ese tiempo, lo único que me había contado eran mentiras. Por no mencionar el hecho de que me había robado deliberadamente mi voluntad, haciendo que me comportara como una idiota que todavía intentaba no ruborizarse. Ese tipo de cosas se tienen por graves en los círculos vampíricos; si hubiera estado en el lado de Tony, seguro que se habría encabronado con Tomas por ejercer una influencia indebida sobre un sirviente suyo.
—Déjame hablar con ella —le pidió Tomas a Rafe.
Antes de que yo pudiera protestar, el resto de la gente abandonó la sala para proporcionarnos una ilusión de privacidad. Era solo una cuestión de formas, con la capacidad auditiva de los vampiros el hecho de que se fueran no suponía un gran cambio.
No me molesté siquiera en bajar mi tono de voz.
—Vamos a dejar las cosas claras —gruñí furiosa—. Me mentiste y me has traicionado. No quiero verte, ni hablar contigo, ni siquiera respirar el mismo aire que respiras. Nunca más. ¿Me entiendes?
—Cassie, tienes que entenderlo; solo hice aquello a lo que me vi forzado…
Me di cuenta de que llevaba algo en la mano.
—¿Se puede saber qué estás haciendo con mi bolso? —estallé sorprendida.
Debí haber sabido que lo haría, porque Tony no tenía por qué saber qué sorpresas tendría yo escondidas allí, pero el hecho de que fuera Tomas quien lo hubiera hecho hacía que volviese a parecer otra traición.
—¿Me has cogido algo? —seguí interrogándole.
—No, está justo como lo dejaste. Pero Cassie… —replicó él.
—¡Devuélvemelo! —grité, mientras casi me caigo al agarrarlo—. No tienes ningún derecho a…
—¡La Torre! ¡La Torre! ¡La Torre!
Mi baraja de tarot cayó al suelo y parecía que tuviese un ataque de histeria. Noté cómo las lágrimas asomaban por mis ojos. Era una estúpida baraja de cartas, pero era lo único que me había dejado Eugenie.
—¡La has roto! —volví a gritarle.
Me tiré al suelo para recoger las cartas desperdigadas y Tomas se arrodilló junto a mí.
—Son las protecciones —aseguró con voz pausada—. Hay demasiados aquí, interfieren en el encantamiento de las cartas. Todo debería volver a estar como siempre cuando nos vayamos; pero, si no, puedo pedir que te las vuelvan a hechizar. No es más que un simple hechizo.
Aparté su mano de mis pobres cartas confusas. Sabía exactamente cómo se sentían.
—¡Que no las toques! —berreé.
Las ordené de cualquier manera con las manos temblorosas mientras él se recostaba sobre sus tacones y me seguía observando.
—Lo siento, Cassie —acabó diciendo—. Sabía que ibas a enfadarte.
—¿Enfadarme? —chillé mientras daba vueltas a su alrededor con tal enojo que apenas podía ver nada—. Dejaste que creyera tu historia de pobre muchachito víctima de abusos que necesitaba un amigo y yo, estúpida de mí, ¡acabé picando! Confié en ti y tú me vendiste a…
Hice una pausa y respiré hondo antes de detenerme completamente. No iba a darle la satisfacción de dejar que me viera llorar. No iba a hacerlo. Metí las cartas en mi bolso y comprobé el resto de su contenido para hacer algo de tiempo hasta que volviese a tomar las riendas de la situación. Un minuto después, levanté la vista.
—No se puede arreglar todo lo que uno rompe, Tomas —le recriminé.
Viendo sus ojos tan sinceros, casi llegué a creerle. Casi.
—Así que tú eres qué, ¿un pobre maestro vampiro víctima de abusos? ¡Por favor! —le dije con desdén.
—No te mentí —repitió, esta vez con más énfasis—. Tenía la orden de mantenerte a salvo. Eso es lo que hice. Tenía que ganarme tu confianza, pero no te mentí para conseguirlo. Nunca te dije que hubiese sido víctima de abusos, aunque si lo hubiera dicho, tampoco te habría mentido. Cualquiera de los sirvientes de Alejandro podría firmar esa declaración.
No podía creer que estuviera haciendo eso. No esperaba una disculpa de corazón, pero el hecho de que ni siquiera admitiera lo que me había hecho era demasiado.
—Me das asco —dije con desprecio mientras me ponía de pie.
Caminé hacia la puerta y asomé la cabeza. Rafe estaba en el pasillo, intentando disimular que no había escuchado ni una palabra.
—O se marcha o no cooperaré —amenacé.
Al segundo siguiente, las manos de Tomas estaban alrededor de la parte superior de mis brazos, lo que me resultó doloroso durante unos breves segundos antes de que me volviera a poner enfrente de él.
—¿Qué sabes tú de abusos? —inquirió con una voz que se volvió profunda y fiera—. ¿Sabes tú cómo me convertí en un vampiro, Cassie? ¿Me mirarías mejor si te dijera que mi poblado fue sitiado y que después me llevaron a mí y a mi gente a saciar las ansias de caza de Alejandro y su corte? ¿Que la única razón por la que no estoy muerto es porque uno de sus cortesanos creyó que era lo suficientemente atractivo como para hacer una excepción conmigo y salvarme? ¿Que tuve que ver cómo gente con la que había luchado contra la plaga y con la que había conquistado territorios, gente que había luchado a mi lado y vencido durante años a rivales más fuertes y numerosos, era aniquilada por un loco que sólo deseaba satisfacer sus ansias de enfermizo entretenimiento? ¿Es eso lo que querías oír? Si eso no es lo suficientemente terrible como para conseguir tu perdón, créeme, todavía me quedan más historias. Podíamos haberlas compartido, pero pensé que te marcharías antes de que me diera tiempo a hacerlo. Tú estuviste en la calle durante unos cuantos años, vale, ¡pero yo estuve con Alejandro durante tres siglos y medio!
—Tomas, por favor, suelta a mademoiselle Palmer.
Para mi sorpresa, el hombre de la indumentaria curiosa se había decidido a intervenir. Yo había pensado que tenía pinta de haber salido de la Inglaterra de la Restauración, pero ahora me daba cuenta de que sus orígenes estaban al otro lado del Canal de la Mancha. Su acento no era muy marcado, pero se podía adivinar que era francés. Casi me había olvidado de que estaba allí. Más raro aún fue que Tomas obedeció su orden de inmediato, alejándose de mí como si el más mínimo contacto conmigo le fuese a provocar una quemadura; pero sus ojos negros seguían clavados en los míos como esperando obtener una respuesta. ¿Qué se suponía que debía decir yo? «Vale, lo has pasado mal, así que no importa que me hayas entregado a una gente que puede ser incluso peor que la mía». «Tu vida era una mierda, así que no pasa nada porque hayas arruinado la mía?». Si era eso lo que esperaba oír, podía seguir esperando mucho tiempo.
—¿Quizá puedas confiar en mí para que la proteja durante un tiempo? —dijo aquel hombre.
Aunque la frase estaba formulada como una pregunta, aquel francés esbelto comenzó a acompañarme por el pasillo sin esperar la respuesta.
Pronto volvió a aparecer ante mí la imagen de mi vieja némesis, pero no en las circunstancias que yo esperaba. La cara rechoncha de Tony tenía el mismo aspecto de siempre, lo cual no me sorprendía ya que desde l5l3 no había cambiado nada excepto su vestuario. Llevaba lo que a mí me gustaba creer que era su traje de mafioso: un conjunto de raya diplomática que parecía como si se lo hubiera robado al gorila de una taberna clandestina, y era probable que así hubiera ocurrido en realidad. A Tony le gustaba el traje porque alguien le había dicho en una ocasión que las rayas verticales le hacían parecer más delgado. Mentían. Cuando Tony murió pesaba más de ciento treinta y cinco kilos, lo que en un cuerpo de un metro sesenta y cinco de estatura significaba que tenía más o menos la forma de un balón de fútbol con patas. Y por mucha dieta o ejercicio que hiciera, eso ya no iba a cambiar.
Pero incluso con ese peso y con su retorcido sentido estético, Tony tenía mejor apariencia que el jefe de sus matones, Alphonse, que estaba, como siempre, por detrás del hombro izquierdo de su maestro. Aunque por el momento sólo eran reflejos en un gran espejo, yo sabía que estaban en la antigua fortaleza de Filadelfia. Me sorprendía que hasta Tony tuviera tantos arrestos para regresar allí, pero debía haberlo sabido: entre sus defectos no estaba, desde luego, el no tener pelotas. Sabía dónde estaban porque Tony estaba sentado en su silla habitual, un trono que procedía del palacio de un obispo de la época en la que se llevaba el labrado y la pedrería brillante. El respaldo se elevaba por encima de un metro ochenta del suelo, pero Alphonse no tenía que estirarse para que se le pudiera ver. A pesar de todo, su altura no le ayudaba a tener un mejor aspecto. Era como si alguien que sabía bien el aspecto que tenía que tener un matón hubiese volcado en Alphonse todos sus conocimientos. Tenía, además, una de las caras más aterradoras que he visto nunca. Y no lo digo en el buen sentido, como los malos esos que salen en las películas de Hollywood: el tipo era feo sin más. En cierta ocasión, escuché que, antes de que le convirtieran, había trabajado para Baby Face Nelson dando palizas por encargo. Viendo su aspecto, yo no podía dejar de pensar que, más que dar palizas, parecía como si las hubiese recibido; es más, como si le hubieran pegado repetidas veces, con un bate de béisbol y en toda la cara. Cuando era pequeña, me fascinaba el hecho de que Alphonse tuviese un perfil casi plano, porque su nariz no le sobresalía mucho más que su frente de neandertal.
Siempre me partía de risa cuando veía a los vampiros representados en alguna película como espectaculares, atractivos y con un armario interminable de ropa cara. La realidad es que, cuando estás muerto, tu aspecto se parece mucho al que tenías cuando estabas vivo. Unos cuantos cientos de años pueden enseñarle a una persona unos cuantos trucos de belleza, supongo, pero a la mayoría de los vampiros eso no les importaba mucho. Algunos de los más jóvenes hacían un esfuerzo porque tener un buen aspecto les permitía cazar más fácilmente, pero a la mayoría de los más ancianos aquello les importaba un comino. Cuando tienes la capacidad de hacer que la gente pueda creer que eres cualquier cosa desde Marilyn Monroe hasta Brad Pitt con un mero ejercicio de sugestión, el maquillaje empieza a parecer solo una forma de malgastar dinero.
A pesar de estar viendo a Tony y su mascota a través del espejo encantado, yo estaba de buen humor. Yo tenía mucho peor aspecto que cualquiera de ellos dos, con mi sujetador rosa asomando entre los jirones de mi camisa, mi cara llena de arañazos rezumando sangre, y trocitos viscosos de vampiro cayéndome por las botas. Pero seguía viva, todavía seguía siendo humana y Tony no parecía muy feliz. A bote pronto, no se me ocurría una situación mucho mejor que aquella. Por supuesto, Tony no era el único problema a la vista, pero suponía que aún me quedaban opciones de seguir luchando una vez que había llegado ya hasta ese punto. Si el Senado me quisiera muerta, su espía me habría liquidado en cualquier momento a lo largo de los últimos seis meses.
Eché un vistazo a la enorme sala en la que había entrado Tomas. Él seguía allí, cerca de la puerta, técnicamente siguiendo al pie de la letra mi petición de alejarse, pero no todo lo que yo desearía para estar a gusto. Estaba hablando con uno de los guardias de la cámara, un conjunto de cuatro rubios de uno ochenta que parecían recién salidos de un tapiz medieval, todos ellos uniformados, con hachas de batalla colgadas de sus amplias espaldas y cascos con protección nasal. Me di cuenta de que había cubierto su ropa del club con una chaqueta vaquera negra que le combinaba con los pantalones, pero le hacía parecer un motero. Su cara no estaba iluminada, así que no veía su expresión, pero probablemente no me hubiera dicho nada. Al menos nada que yo quisiera ver.
Era lamentable cómo tenía que resistirme para no ir con él, cómo deseaba desesperadamente que se iluminase para mí como nunca lo hacía para nadie más, cómo quería escucharle decir que todo iba a ir bien. Sabía lo que era, sabía cuánto me había mentido, pero aun así, una parte de mí todavía quería confiar en él. Tenía la esperanza de que todo aquello no fuese más que un efecto duradero de la invasión mental anterior, pero al mismo tiempo me decía a mí misma que tendría que superar aquello. Mis ojos tendrían que acostumbrarse al hecho de que, aunque aquel tipo tuviese la apariencia de mi Tomas, no lo era; el hombre que había creído conocer solo había existido en mi imaginación.
Volví a centrar mi atención en el acontecimiento principal, que no debería haber acabado siendo tan difícil para mí, teniendo en cuenta cuál era la situación inicial. Un duro bloque de caoba a partir del cual se había labrado una enorme mesa rectangular era el único mobiliario de la sala, aparte de la fila de asientos que estaba junto a la pared más lejana. La mesa parecía pesar una tonelada y se elevaba sobre una plataforma de mármol negro igualmente elefantiásica, a la que se accedía a través de unos escalones brillantes. Tal disposición elevaba a los integrantes del Senado casi un metro por encima de los humildes peticionarios, o prisioneros en mi caso. El resto de la sala, o caverna teniendo en cuenta que más tarde me enteré de que estaba a bastante profundidad, estaba labrada en arenisca roja y tenía marcas negruzcas provocadas por las velas insertas en los brazos negros de hierro de las enormes lámparas que colgaban del techo. El espejo, apuntalado en la parte izquierda, era una nota discordante y desagradable dentro del conjunto de la sala; aunque únicamente por el hecho de que seguía reflejando la cara de Tony. Aparte de eso, el decorado se completaba con las banderas y escudos de armas de los miembros del Senado que colgaban detrás de cada uno de sus respectivos asientos. Cuatro de esos escudos estaban cubiertos de negro, y las pesadas sillas labradas que había delante de ellos estaban vueltas hacia la pared. Aquello no tenía buena pinta.
—¡Exijo que se me compense! —clamó Tony.
Volví a centrar mi atención en mi antiguo protector, que seguía repitiendo su petición por quinta vez al menos. Tony pertenecía a la escuela de debate que se regia por el lema de «repite tu postura hasta que te hagan caso». La razón era sencilla: no había podido practicar otra táctica de debate durante mucho tiempo, porque nadie de su familia hacía otra cosa que no fuera lamerle el culo y, después de cientos de años acostumbrado a ese tipo de trato, tu personalidad se acaba acomodando.
—La admití en mi seno, la crié, la traté como una más de nuestra familia, ¡y ella me engañó! ¡Tengo todo el derecho a exigir su corazón! —continuó bramando.
Yo podría haber comentado que, dado que yo no era un vampiro, clavarme una estaca era una manera un poco exagerada de matarme, je je, pero prefería concentrarme en asuntos más importantes. No es que pensara que el Senado se fuera a preocupar por los negocios de Tony, pero me encontraba ante una oportunidad única de despotricar contra aquel baboso y no iba a perderla por nada del mundo.
—Tú mataste a mis padres, así que tuviste bien fácil convertirte en el único que monopolizaba mi talento. Me dijiste que mis visiones te ayudaban a evitar los desastres que yo veía y que pasabas la información a los demás para ayudarles; pero no era verdad: solo las usabas para sacar provecho de ellas. ¿Y ahora te enfadas porque te costé algo de dinero? Ándate con cuidado, porque como te tenga cerca alguna vez, te cortaré la cabeza sin contemplaciones —le solté. Y lo decía totalmente en serio: matar a Tony era un viejo sueño, aunque sabía que no tenía muchas posibilidades de cumplirlo.
A Tony no pareció enfadarle mucho mi ataque, pero tampoco yo esperaba otra cosa. La gente llevaba siglos amenazándole, y ahí seguía él. Una vez me contó que la supervivencia era una manera más elocuente de responder a sus detractores que cualquier otra, y supongo que todavía seguía pensando lo mismo.
—No tiene ninguna prueba de que yo tuviera nada que ver con aquel desafortunado incidente. ¿Acaso estoy aquí sentado para oír cómo me insultan? —prosiguió Tony.
—Lo «vi» —repliqué tajante.
Me volví hacia la líder del Senado, oficialmente conocida como Cónsul, para intentar que tuviese en cuenta los argumentos de mi defensa; pero ella sólo se preocupaba por acariciar una cobra tan grande como para rodear su cuerpo entero un par de veces, y eso desconcentraba bastante. La cobra tenía pinta de estar domesticada, pero yo no le quitaba ojo de encima por si acaso. Los vampiros solían olvidar que «cosas» que a ellos les resultaban solo molestas, como la mordedura de una serpiente venenosa, podrían tener unas consecuencias un «poquito» más graves para los mortales que trabajaban con ellos. Los que llevábamos sobreviviendo un tiempo habíamos aprendido a tener mucho cuidado con este tipo de «cosas».
—Esa mujer tiene manía persecutoria —protestó Tony alzando sus manos regordetas con inocencia—. Siempre ha sido peligrosamente inestable.
—En ese caso, me sorprende que se fiase tanto de sus predicciones —dijo la Cónsul tajantemente.
La voz de la Cónsul se deslizó por la sala y en mi piel rebotó como si fuese una presencia tangible en sí misma. Su increíble poder hizo que sintiera espasmos, aunque por supuesto daba gracias por que no lo dirigiera contra mí. Al menos no de momento. La Cónsul ya no llevaba largos vestidos de lino ni tocados dorados, pero supongo que cuando tienes tanto poder, no tienes por qué hacer ninguna exhibición más. De todos modos, su vestuario tampoco me había llegado a decepcionar, lógico si se tiene en cuenta que estaba compuesto principalmente por serpientes multicolor que cubrían su cuerpo hasta tal punto que costaba atisbar en ella siquiera un pedazo de piel desnuda. Las escamas de las serpientes atrapaban la luz de las antorchas y refulgían como si la Cónsul fuese vestida con joyas vivientes: ónice, jade y esmeralda, a lo que había que sumar el brillo ocasional de unos ojos de rubí. Sin embargo, aparte de su vestimenta, llamaba poderosamente la atención la autoridad de su voz y la inteligencia de aquellos ojos oscuros que mostraban que, en cierto modo, ella seguía siendo una reina. Yo no había sido capaz de reconocerla y nadie se había molestado en hacer presentaciones; pero Rafe, situado a mi espalda como queriendo darme apoyo moral, supongo, me había susurrado al oído un nombre según nos acercábamos a la mesa. Ante mi mirada de espanto, sus dientes brillaron en medio de su barba oscura.
—No fue precisamente un áspid lo que le mordió a ella, mia stella —me explicó con su habitual sonrisa velada.
—No me fiaba de ella —Tony seguía mintiendo sin inmutarse—. Para mí sólo era un entretenimiento.
La mano con la que Rafe me sujetaba por el brazo se estrechó, y yo tuve que morderme el labio. Continuar por la vía ofensiva podría acabar enfadando a la Cónsul, lo cual no era para nada inteligente, pero resultaba difícil quedarse callada. No tenía ni idea de cuánto dinero había hecho ganar al gusano de Tony durante aquellos años, pero desde luego era mucho. Lo sabía por cosas como aquella vez que sacó al menos diez millones de dólares comprando cítricos justo antes de que una serie de desastres naturales destrozase los cultivos de naranja de California y provocase un incremento espectacular de los precios. Aquello no ocurría todos los días, pero tampoco era un suceso aislado.
Aun así, la avaricia de Tony no había sido nunca la principal causa de mis problemas con él. Lo que me hizo escapar de él, además de enterarme de lo que ocurrió con mis padres, fue que decidiera permitir que todo un bloque de edificios fuese pasto de las llamas simplemente porque le apetecía comprar algún terreno en la zona y quería hacerlo a bajo precio. Le avisé de que aquello iba a ocurrir como con una semana de antelación, tiempo más que suficiente para que él hubiese hecho los avisos pertinentes; pero por supuesto, no lo hizo. Al día siguiente de que sucediera, contemplé horrorizada las fotos del periódico en las que se podían ver hasta los cuerpos achicharrados de algunos niños. En ese momento, se me encendió la bombilla. Después de realizar varias comprobaciones, pude confirmar lo que ya sospechaba: Tony empleaba mi talento para urdir asesinatos y dar golpes de efecto en la política para favorecer sus intereses. También aprovechaba lo que yo le contaba para traficar con drogas y armas ilegales sin que las autoridades le detuviesen. Y aquello era sólo lo que yo había llegado a saber. El día que acabé de juntar las piezas del puzle, me prometí a mí misma que, de algún modo, haría que Tony acabase pagando por todo aquello. Él también se hizo la misma promesa, pero a mi modo de ver, no con la misma convicción.
—Entonces, la pérdida tampoco debió ser tanta —repuso la Cónsul—. No se preocupe. Se le recompensará económicamente por su demanda.
—Señora Cónsul, con todo el debido respeto, lo único que deseo es que me sea devuelta. Soy su maestro por derecho propio, como creo que confirmarán los míos —replicó Tony.
—No. —Su mirada oscura se deslizó momentáneamente hacia mí y, de repente, me sentí como un conejo cuando levanta la vista y ve planear a un halcón—. Tenemos proyectos para ella.
Tony siguió vociferando y empecé a darme cuenta de que Alphonse ya no hacía ningún esfuerzo por frenar la cólera de su jefe. Mi aprecio hacia su inteligencia subió unos cuantos puntos. Si Tony seguía cavándose su propia tumba, permanente esta vez, Alphonse tendría una oportunidad para recuperar el control sobre si mismo, y lo mismo pasaría conmigo. Alphonse y yo no éramos exactamente lo que se dice amigos, pero hasta donde yo sabía, él no tenía más razón para desear mi muerte que el hecho de que Tony lo hubiera ordenado. Sonreí mientras musitaba para mis adentros: Vamos, sigue hablando, Tony. Por desgracia, un minuto después uno de los dos enormes vampiros que flanqueaban a la Cónsul detrás de su silla enfundados en sus taparrabos de piel de leopardo dio un paso al frente y quitó el espejo. ¡Qué mal! ¡Ahora que empezaba a divertirme!
La presión con la que la mano de Rafe me sujetaba me advertía de que debía seguir manteniendo una expresión vacía. Del mismo modo que no era una buena idea mostrar miedo o debilidad ante un tribunal, y aquello bien parecía el tribunal de tribunales, tampoco era muy inteligente mostrar que te diviertes demasiado. Alguien podría considerar algo así como un desafío y aquello no sería nada bueno. Rápidamente, reajusté mi expresión hasta lograr la cara de póquer que había aprendido cuando era pequeña. No me resultó difícil: era tan simple como pensar que toda la alegría que había conseguido acumular iba a desvanecerse de todas formas en cuanto me dirigiera al Senado. Sin la presencia de Tony para distraerles, la atención de todos se centró de repente en mí, y aquello podía poner de los nervios incluso a alguien como yo, que había tenido que asistir con regularidad a reuniones de la familia. Tony insistió en que estuviera allí presente, sobre todo después de que su telépata se convirtiera en vampiro y perdiera sus poderes. Su insistencia se hacía más patente si tenía constancia de que las familias rivales iban a mandar a algún representante. Tampoco sé por qué. No puedo leer la mente y las probabilidades de que «viese» algo sobre alguno de los presentes eran muy pocas. Se lo había dicho cientos de veces, no puedo cambiar de don como quien cambia de canal, e incluso cuando eso sucede, no puedo escoger el canal al que deseo cambiar, me viene uno nuevo sin más. Él me ignoraba, quizá porque le gustaba el prestigio que le confería el tener a su lado a su vidente personal como si fuera un perrito entrenado. De todos modos, después de haber visto tanta gente espantosa, pensaba que nada podría impresionarme. Me había equivocado.
Aparte del de la Cónsul, había otros doce sitios en la mesa. Más de la mitad estaban vacíos, pero los ocupados lo compensaban de sobra. Una mujer de pelo oscuro, cubierta por un vestido largo de terciopelo, era la que estaba sentada más cerca de mí. Su cara estaba enmarcada por un gorro decorado con perlas del tamaño de mi dedo pulgar, y en la tela de sus ropajes resplandecían bordados de oro macizo. Su tez tenía el brillo opalescente de esas pieles pálidas de nacimiento que no han visto el sol durante siglos, y solo presentaba la imperfección de una cicatriz que le rodeaba la garganta y que la cinta de seda que lucía en el cuello no conseguía ocultar del todo. A buen seguro alguien había conseguido acercarse lo suficiente a su belleza como para arrancarle la cabeza, pero ese alguien no debía saber que solo con eso no se podía matar a un vampiro. Si el corazón está intacto, el cuerpo conseguirá reponerse a la herida, aunque me entraban escalofríos solo de pensar en el esfuerzo que debía haberle costado sanar algo así.
A continuación, estaba sentada la única persona de la mesa que yo había podido reconocer. No me quedaba otra, la verdad, porque Tony pregonaba a los cuatro vientos siempre que tenía ocasión su vínculo con la línea del famoso Drácula, y tenía retratos de los tres hermanos en la pared de su salón del trono. Quien le hizo no fue Vlad III Tepes, el Drácula de la leyenda, sino su hermano mayor, Mircea. Cuando yo tenía once años, Mircea nos visitó y la verdad es que nos lo pasamos muy bien con él en Filadelfia. Como a muchos niños, a mí me encantaba una buena historia, lo cual encajaba perfectamente con los deseos de Mircea de hablar de los oscuros días del pasado. Él me contó cómo, cuando sus hermanos pequeños Vlad y Radu servían como rehenes en Adrianópolis (el sultán otomano no creía que su padre fuese a respetar un tratado si no los tenía como tal), él se topó con una gitana vengativa. Ella odiaba al padre de Mircea porque había seducido a su hermana, que era la madre de Drácula, y después la había abandonado. Por esa razón, la gitana echó a Mircea la maldición del vampirismo. Creo que la idea de la gitana era acabar con la línea familiar, dado que un vampiro no puede tener hijos y todo el mundo había dado por sentado que los rehenes no iban a volver. Pero, como contaba Mircea, ella le había hecho un favor.
Poco después de aquello, unos asesinos húngaros compinchados con algunos nobles del lugar lo capturaron, lo torturaron y lo enterraron vivo. Aquello habría resultado realmente terrible si Mircea no hubiese estado ya muerto; pero, claro, dadas las circunstancias, aquel ataque no fue más que un leve contratiempo.
Yo era muy joven cuando lo conocí como para darme cuenta que aquel hombre tan atractivo que me contaba leyendas rumanas era, en realidad, aproximadamente un siglo mayor que Tony. Ahora su cara, que llevaba quinientos años aparentando tener treinta, me mandaba desde su posición una sonrisa de ánimo. A pesar de mis reticencias, le devolví la sonrisa. Por primera vez en mucho tiempo, volvía a atraerme con esos ojos de terciopelo marrón, ya había olvidado lo atractivo que resultaba. Esas mismas facciones habían servido a Radu, su hermano más longevo, para obtener el sobrenombre de «el Guapo», allá por el siglo XVI. Mircea desvió la vista un momento para quitarse unas pelusas de su elegante traje negro. Aparte de Rafe, que prefería una elegancia más informal, Mircea era el único vampiro que conocía que se preocupase tanto por la moda moderna. Quizá esa era la razón por la que nunca le había visto llevando el traje de ceremonias de la antigua Valaquia, o quizá es que simplemente la ropa de entonces le parecía espantosa. En cualquier caso, ahora tenía un aspecto muy actual, si no fuera, claro, por su larga coleta negra. A mí me alegraba verle allí, pero incluso dando por supuesto que él me recordara con cariño, tenía dudas de que un único voto a mi favor fuese a ser suficiente.
Hablando de la necesidad de actualizar el armario, el vampiro que se sentaba al lado de Mircea, el mismo que había estado merodeando en la sala de espera, parecía salido de un anuncio de la GQ, siempre y cuando la revista se hubiera impreso en el siglo XVII. Teniendo en cuenta que yo había pasado un montón de tiempo en un club de góticos, no tenía nada que objetar a su levita bordada, su camisa vaporosa y sus calzas hasta la rodilla. Había visto vestimentas más raras que esa, y al menos ésta le favorecía: sus calcetines de seda dibujaban la silueta de aquellas piernas mejor que muchas prendas actuales, y desde luego las suyas merecía la pena mostrarlas. Lo que sorprendía era que todo el conjunto estaba hecho en satén y era de color amarillo brillante. Lo siento, pero un vampiro vestido de amarillo no es normal, sobre todo si el conjunto viene rematado por unos ojos azul brillante y unos lustrosos rizos color caoba hasta la mitad de la espalda. Era muy guapo y tenía una de esas caras abiertas y sinceras en las que confías automáticamente. Me indignaba que su propietario fuese un vampiro. Le lancé una sonrisa de prueba, segura de que una cosa así nunca hace daño, y pensé que quizá me ganaría un mini punto por ser la única en la sala que llevaba ropa amarilla aparte de él. Mi carita feliz no estaba en su mejor momento con aquellas pintas y quizá eso explique por qué no me devolvió la sonrisa. Me observaba casi con hambre, con una mirada tan intensa que en ese momento deseé que a esas horas ya se hubiese alimentado. Tenía que quitarme la sangre de encima cuanto antes, no fuese que a alguien le diese por verme como un entremés andante.
Los dos vampiros restantes, sentados en el extremo de la mesa donde estaba la Cónsul, el más alejado, eran tan parecidos que di por supuesto que tenían que tener alguna relación; pero más tarde me enteré de que aquello era sólo coincidencia. El hombre era casi tan mayor como la Cónsul, y había comenzado su vida como guardaespaldas de Nerón, aunque su madre había sido una esclava a la que habían capturado en algún lugar mucho más al norte de lo que estaba Italia. Había sido uno de los favoritos del emperador, por sus gustos incluso más sádicos que los de su maestro. No hace falta que diga quién fue realmente el que prendió fuego a Roma, ¿verdad? La mujer, que se parecía enormemente a Portia, había nacido en un estado del sur antes de la guerra de Secesión. Se decía que había matado a más soldados unionistas que todo el ejército confederado en un radio de treinta kilómetros a contar desde su casa familiar. También se decía que le había apenado profundamente el fin de la guerra; sobre todo por las cacerías fáciles que se le terminaron con ella. Así pues, diferentes épocas, países y entornos, pero seguían pareciendo gemelos, con su complexión lechosa y su pelo oscuro y ondulado. Hasta tenían un color de ojos parecido, un dorado con ligeras reminiscencias marrones, justo como la luz que atraviesa las hojas en otoño, e iban vestidos con ropas de color blanco y plata. De acuerdo, lo de él era más una toga y lo de ella parecía más un atuendo para asistir a una gala benéfica en Savannah, pero juntos estaban muy guapos.
La Cónsul me dio tiempo para que evaluara a todo el mundo antes de que ella tomase la palabra, pero, cuando empezó a hacerlo, yo no deseaba mirar a ninguna otra parte. Dondequiera que posase su mirada envuelta en lápiz de kohl, a mí me parecía sentir cómo pequeños alfileres se clavaban por toda mi piel. La sensación no era demasiado dolorosa, pero me daba la impresión de que los alfileres podían tornarse espadas con bastante facilidad.
—Ya ves cuántos sitios vacíos tenemos, cuántas voces han sido silenciadas —dijo solemnemente.
La sorpresa que me invadió me hizo guiñar un ojo. Había dado por sentado que había algún problema, pero no ese: cuatro vampiros ancianos no se matan lo que se dice fácilmente. Pero, por si quedaba alguna duda, ella lo confirmó.
—Nos hemos debilitado mucho. La pérdida de algunos de los más grandes entre nosotros es algo que todos los miembros aquí reunidos lamentamos profundamente, pero si continúa, se dejará sentir en todo el mundo —advirtió.
La Cónsul se detuvo, y en un primer momento pensé que era una pausa dramática, pero en realidad se estaba abstrayendo de mi presencia. Alguno de los vampiros más antiguos lo hacía de vez en cuando; se aislaban en su mundo durante un minuto, una hora o un día entero, y se olvidaban de la existencia de los demás. Me acostumbré a estos pequeños tiempos muertos con Tony, así que no dejé que aquello me molestara. Me di cuenta de que junto a Tomas se había acercado a la puerta otro tipo al que no conocía. El acompañante parecía una estatua a tamaño real sin pintura que cubriera su exterior de arcilla y con unos rasgos muy poco definidos. Tomas y el nuevo parecían discutir sobre algo, pero hablaban demasiado bajo como para que pudiera oírles. Por un momento me entró nostalgia de la sala de audiencias de Tony, donde la mayoría de los presentes eran asesinos atroces, pero al menos me sabía sus nombres. Allí yo era un manojo de nervios, con mi ropa empapada en sangre delante de un grupo de vampiros tan poderosos como para matarme con poco más que un pensamiento, sin tener siquiera que trabajar en la oscuridad. Rafe era un alivio a mi espalda, pero hubiera preferido a alguien cuya especialidad estuviese más en el campo de pistolas-y-armas blancas.
—Hoy echamos de menos a seis de nuestros miembros —continuó abruptamente la Cónsul—. Cuatro son irrecuperables y los otros dos se debaten en el filo del abismo. Pero bien puede ocurrir que estemos luchando en vano, pues nuestro enemigo se ha hecho con una nueva arma que puede reducirnos a todos nosotros a la nada más insignificante.
Me resistí a la urgente necesidad que tenía de mirar hacia atrás para ver a Rafe, que esperaba estuviese siendo capaz de seguir la historia mejor que yo. Si la Cónsul no aclaraba todo aquello, quizá Rafe pudiera resolver mis dudas más tarde.
—Tomas, ven aquí —ordenó la Cónsul.
Casi no había terminado de decir aquello y Tomas ya estaba a mi lado.
—¿Puede ella sernos de utilidad? —preguntó.
Él estaba decidido a no mirarme directamente. Deseaba gritarle, preguntarle qué clase de cobarde no puede siquiera seguir mirándome a los ojos después de haberme traicionado; pero Rafe clavó sus dedos en mi brazo hasta que casi grité de dolor y aquello me sirvió para controlarme de nuevo.
—Eso creo —respondió Tomas—. En ocasiones habla cuando no parece haber nadie alrededor y esta noche… No sé explicar qué ocurrió con uno de los asesinos. Eran cinco. Yo maté a tres y su espíritu guardián se encargó del cuarto, pero el último…
—Tomas, no lo hagas —farfullé.
De ninguna manera deseaba que acabase aquella frase. No sería nada bueno que el Senado acabase decidiendo que yo representaba una amenaza y, si se enteraban de lo que había pasado con el vampiro que había explotado, sonaría bastante a algo así. ¿Cómo puede siquiera un maestro anciano luchar contra algo que no puede ver ni sentir? Por supuesto, la intervención de Portia había sido un golpe de suerte, yo no voy por ahí con un ejército de fantasmas, y desde luego que no tengo ni idea de cómo dirigir a nadie que acabo de encontrarme, por muy dispuesto que esté a luchar por mí. Pero no había ningún modo de que el Senado pudiera saber aquello. De algún modo tenía mis dudas de que confiasen en mi palabra. La mayoría de los fantasmas son demasiado débiles como para hacer lo que los amigos de Portia habían conseguido hacer. Portia ya podía haber invocado a todos los espíritus activos del cementerio que, aunque se uniesen en perfecta comunión, apenas habrían conseguido reunir tal cantidad de fuerza. Yo no podía repetir todo aquello; pero si el Senado no me creía, podía acabar muerta.
La mandíbula de Tomas se tensó, pero seguía sin mirarme. Gran sorpresa.
—No estoy seguro de cómo murió el último asesino. Tuvo que ser Cassandra quien lo mató, pero no vi cómo lo hizo —continuó Tomas.
Aquello era verdad, pero él había visto los trocitos de vampiro congelado por todo el pasillo y no había muchas maneras de explicar cómo habían llegado hasta allí. Me sorprendió que evitase contestar para no perjudicarme, pero no importaba. Una sola mirada a la Cónsul bastó para comprobar que no la había engañado. Antes de que pudiera recordárselo, el rubio bajito que había estado escuchando a hurtadillas detrás de la puerta sorteó de repente a los guardias y corrió hacia nosotros. No me preocupaba, se veía bien por su forma de moverse y el bronceado de sus mejillas que no era un vampiro. Dos de los guardias le siguieron a tal velocidad que se convirtieron en manchas borrosas en la pared de arenisca roja, y después lo adelantaron. Llegaron a nuestra altura primero y después se colocaron entre Rafe y yo, y el recién llegado, aunque no intentaron reducirle. Parecía que tenían más interés por no quitarme ojo de encima.
—Voy a hablar, Cónsul, y más le valdría dar instrucciones a sus sirvientes para que no me pongan la mano encima si no desea que esto acabe desencadenando en una guerra —advirtió aquel tipo.
La voz del rubio retumbaba con un acento de británico bien educado, pero su indumentaria no encajaba con tales modales. Su pelo era lo único normal en él, cortito sin más. Su camiseta, en cambio, sí que era peculiar: estaba repleta de suficiente munición como para liquidar a un regimiento, y llevaba además un cinturón de herramientas holgado a la altura de su cintura que parecía estar repleto con absolutamente todos los tipos de munición de mano disponibles en el mercado. Desde mi posición, pude identificar un machete, dos cuchillos, una recortada, una ballesta, dos armas de mano, una de ellas sujeta a su muslo con una correa, y un par de granadas que, desde luego, no eran de pega. Tenía más cosas que no acerté a identificar, incluyendo una hilera de botellas tapadas con corchos que recorría la parte delantera del cinturón. Su aspecto, una especie de mezcla entre Rambo y un científico loco, me habría hecho sonreír si no fuera porque alguien con un arsenal así merece algo de respeto.
—Estás aquí porque te lo permitimos, Pritkin. No lo olvides —espetó la Cónsul con una voz de hastío, mientras varias de sus serpientes siseaban hacia aquel tipo.
El hombre soltó una sonrisa sarcástica mientras sus brillantes ojos verdes miraban con desdén. Me pregunté si tendría algún deseo antes de morir, y oprimí mi cuerpo contra el de Rafe. Sus brazos rodearon mi cintura y me sentí algo mejor.
—Ella no es una vampiresa —replicó—. ¡No tienes derecho a hablar por ella!
—Eso se puede solucionar fácilmente —murmuró una voz grave y sibilante en mi oído.
Me solté de Rafe y vi a un vampiro alto y cadavérico con un pelo negro grasiento y ojos cetrinos y centelleantes que se volcaban sobre mí. Sólo le había visto antes una vez y no habíamos conectado demasiado bien. Por alguna razón, tampoco me daba la sensación de que esta vez lo fuéramos a hacer.
Jack, aunque a veces se le seguía llamando por su famoso apodo, vio interrumpida abruptamente su tempranera carrera por las calles de Londres cuando conoció a Augusta, una de las integrantes del Senado que no estaba presente en aquel momento, durante unas vacaciones de ella por Europa. Ella le mostró cómo había que destripar de verdad antes de llevárselo consigo. A Jack se le había promocionado hasta el Senado hacía relativamente poco, pero ya había trabajado como torturador no oficial de la cámara casi desde que fue convertido por Augusta. En una ocasión, se dejó caer por Filadelfia para hacer algún trabajo por libre y no le había hecho mucha gracia que Tony no hubiese aceptado cederme a él a modo de bonificación por un trabajo bien hecho. Había sido todo un alivio no verlo en la cámara del Senado cuando llegué, y no había ninguna entrada por aquella parte de la sala. Sin embargo, pensar en de dónde había salido no era una prioridad tan importante para mí como preguntarme por qué había retirado hacia atrás sus labios y mostraba sus largos y lúgubres colmillos completamente extendidos.
Rafe me apartó y Tomas se movió para ver bien a las dos nuevas incorporaciones. Antes de que las cosas se volvieran más interesantes, la Cónsul decidió intervenir.
—Siéntate, Jack. Ella pertenece a lord Mircea, como sabes —terció la Cónsul.
Mircea me sonreía impertérrito. O bien confiaba en Jack mucho más de lo que yo lo hacía, o el hecho de ser el maestro de Tony, y por tanto, según la ley de los vampiros, el mío también, no le importaba gran cosa. Teniendo en cuenta mi suerte habitual, habría apostado por lo segundo.
Jack se apartó, no sin cierto disgusto. Se dirigió a su asiento soltando un quejido como si fuera un niño al que le quitan un juguete.
—¡Si parece una zorra! —vociferó con desdén.
—Mejor eso que un enterrador —le repliqué.
Era verdad. Sus voluminosos ropajes victorianos no habrían desentonado para nada en una sala de velatorio, pero tampoco lo decía por eso. Había aprendido que el miedo era poder, y Jack me asustaba mortalmente. Si hasta en vida había sido un monstruo, ahora era ya uno de esos personajes de los que hasta los vampiros trataban de mantenerse alejados. Pero no iba a darle la ventaja de que supiera el efecto que estaba provocando en mí. Por no mencionar que el miedo le resultaba afrodisíaco. Tony llegó a decir que a Jack le gustaba más el pavor de sus víctimas que su propio dolor, y yo no iba a darle ese gustazo. Como respuesta, él volvió a desnudar sus colmillos mientras me observaba. Puede ser que fuera a ser una sonrisa, pero tenía mis serias dudas.
—Los magos no tienen el monopolio del honor, Pritkin —continuó la Cónsul, ignorándonos tanto a Jack como a mí, como si fuéramos dos niños traviesos montando un numerito delante de un invitado—. Seguiremos respetando nuestro acuerdo con ellos si ellos mantienen el suyo con nosotros.
Volví a observar de nuevo al hombre, perdón, al mago. Me había topado en alguna ocasión con alguno de ellos; pero siempre eran renegados que ocasionalmente hacían trabajos para Tony. Nunca me habían impresionado mucho. La mayoría de ellos tenían graves adicciones a alguna sustancia, generalmente subproductos que les generaban la sensación de estar permanentemente ante una amenaza de muerte. Aquello contaba, por supuesto, con la bendición de Tony, porque a él le venía bien que estuviesen deseosos de trabajar. También era cierto que yo no había podido ver nunca antes a ningún mago de cierto prestigio, ni mucho menos un miembro del círculo, si es que él lo era. Tony temía a los miembros del Círculo Plateado y del Círculo Negro, así que siempre me habían despertado curiosidad. Los rumores que circulaban en torno al Círculo Plateado, cuyos miembros practicaban solo magia blanca, eran aterradores, pero del Negro no se hablaba nunca. Cuando hasta los vampiros consideraban que un grupo era demasiado horripilante como para hablar de él, es que probablemente era mejor evitarlo. Me preguntaba de qué tipo sería aquel, pero no había ninguna señal ni insignia en medio de aquella indumentaria estrafalaria.
—Ella es humana y usuaria de magia a la vez, eso convierte a su destino en algo que debemos decidir nosotros —insistió señalándome con el dedo. A continuación encogió sus manos como si quisiera coger algo, quizá un arma, quizás a mí, quizás a ambas y prosiguió—. Démela y le prometo que no se arrepentirá.
Mircea le miraba como un ama de casa observa a un gusano reptar por el suelo recién fregado de su cocina.
—Pero Cassie sí que se arrepentiría, ¿no es así? —preguntó Mircea con su mesura habitual.
Nunca le había oído levantar la voz y eso que se había quedado con Tony casi un año.
La Cónsul permanecía impávida como una estatua de bronce, pero al mismo tiempo yo sentía olas de poder revoloteando sobre mí, como una cálida brisa de verano que portase minúsculas gotas de ácido en su interior. Conseguí resistirme a la urgente necesidad de rascarme la piel. El mago tampoco dio ninguna señal de haberse dado cuenta de aquello.
—Aún tenemos que decidir quién presenta la postura más razonable, Pritkin.
—No hay nada que debatir. La pitia quiere que esta traidora le sea devuelta. Se me ha enviado a buscarla, y en observancia de nuestro tratado no tenéis derecho a interferir. Pertenece a su gente —rebatió el mago.
No tenía ni idea de qué estaba hablando, pero me pareció raro que mostrase tanta preocupación por mi futuro. No le había visto en toda mi vida y desde luego no me ayudaba a aclararme el hecho de que ninguno de los magos que pasaron por casa de Tony se hubiera molestado siquiera en mirarme dos veces. Dada mi condición de vidente que hacía las veces de mascota del vampiro, las miradas de los demás solían traspasarme, como si no estuviera allí. En el pasado me resultaba molesto que marginados sin más estatus que yo en la comunidad mágica me hubieran tratado como a un charlatán de feria. No obstante, era obvio que en ese momento no me habría desagradado recibir un poco de indiferencia. Toda la sesión estaba empezando a parecerse una jauría de perros pegándose por un hueso, y el hueso era yo, claro. Aquello no me gustaba, pero tampoco podía hacer mucho al respecto.
—Ella pertenece a aquellos que pueden defenderla mejor a ella y a su don —sentenció la Cónsul con serenidad.
Me preguntaba si sería talento natural o si sus dos mil años de existencia le habían ayudado a mantener así la compostura. Quizá eran ambas cosas.
—Me resulta interesante, Pritkin, que tu círculo hable ahora de protegerla —prosiguió la Cónsul—. No hace tanto nos pedisteis ayuda para encontrarla, viva o muerta, indicando también que si había que elegir, os quedabais con la segunda opción.
—¡No ose poner palabras en boca del círculo! —repuso el rubio con ojos relampagueantes—. Usted no es consciente del peligro. Solo el círculo puede protegerla y de paso, proteger a los demás de ella.
Por primera vez, me miró directamente. El gruñido que emergió de su boca habría desnudado sus colmillos si hubiera sido un vampiro. Por lo que parecía, tenía otro enemigo del que preocuparme. Su mirada me atravesó como un látigo y no pareció que le gustase lo que veía.
—Se le ha permitido madurar sin que nadie la educara, se le ha dejado que se apartase de cualquiera que pudiera enseñarle a controlarse. Es campo abonado para la catástrofe —argumentó.
Crucé mi mirada con la de aquellos ojos verdes y estrechos y algo que se parecía bastante al pavor pareció atravesarlos por un segundo. Su mano se movió al puñal envainado en su muñeca y, por un momento, pensé de verdad que me lo iba a arrojar. Rafe debió pensar lo mismo porque, igual que yo, se estremeció de tensión, pero en ese momento la voz de la Cónsul interrumpió la situación antes de que nadie hiciese ningún movimiento.
—El Círculo Plateado fue maravilloso en su día, Pritkin. ¿Pero de verdad nos estás diciendo que no podéis proteger a uno de los vuestros simplemente porque le da por vagar más allá del redil? ¿Tan débiles os habéis vuelto?
La cara del mago se oscureció por la furia y su mano continuó sobeteando el puñal, aunque este siguió metido en su pequeño receptáculo de cuero. Miré dentro de esos ojos verdes cristalinos y las piezas me encajaron de repente. Ya sabía quién, o al menos qué, era aquel tipo. Se decía que el Círculo Plateado tenía un grupo de magos a los que se les había enseñado técnicas de combate, tanto humanas como mágicas, para hacer cumplir su voluntad. A los magos que pasaban por casa de Tony siempre les habían aterrorizado estos otros magos, porque tenían la autorización de matar a todo aquel mago traidor que vieran. A aquellos magos que hacían enfadar al círculo no se les permitía usar la magia de nuevo; y, si eran descubiertos, aquello suponía su inmediata condena a muerte. Pero ¿por qué había mandado el Círculo Plateado a un mago obsesionado con la guerra a buscarme? La mayoría de la gente, incluso en la comunidad mágica, trataba a los videntes como magos de poca monta sin más talento que el de una bruja de Halloween. ¡Si ni siquiera quedamos registrados en los radares! Además, el hecho de que haya muchos estafadores no quiere decir que alguno de nosotros no sea real. Me preguntaba si a lo mejor lo que sucedía era que el círculo había llegado a esa misma conclusión y había decidido empezar a eliminar rivales que amenazaran su poder, empezando por mí misma. Aquello encajaba perfectamente con la clase de suerte que acostumbraba a tener.
Si el mago me atacaba mientras estaba protegida por el Senado, estaba bastante segura de que le podrían liquidar sin tener que rendir cuentas a nadie. Ni siquiera el Círculo Plateado podría protestar por la muerte de uno de sus miembros si se la buscase de esa manera. Las opciones de que me matara eran, pues, escasas, pero con todo y con eso le lancé a Tomas una mirada de odio. Me podía haber devuelto la pistola cuando llegamos allí. No iba a poder herir a nadie del Senado con ella, ni siquiera aunque estuviese tan loca como para intentarlo, y para mí habría supuesto un alivio. Sobre todo si lo que planeaba era traer más magos armados hasta los dientes.
—Es todavía la portadora de nuestro más insigne guardián—explicó el mago—. Esta noche ella recolectó fuerzas de todos nosotros, ¡no fue sólo vuestro vampiro quien la salvó!
—No, fue un esfuerzo conjunto, como debería ser todo en este negocio —interrumpió GQ apaciblemente.
A mí me sorprendía que alguien se atreviese siquiera a hablarle a la Cónsul, pero nadie se lo recriminó ni pareció encontrar nada raro en ello. Igual era que el Senado se había vuelto una cámara democrática, pero, si era así, eran los primeros vampiros de ese tipo que me echaba a la cara. La jerarquía en casa de Tony se basaba en la fuerza hasta el punto de que parecía que la única ley imperante era la del más fuerte. El Senado tenía capacidad de mando porque eran tan poderosos como para atemorizar a vampiros como Tony, lo que significaba que el pelirrojo no podía ser tan inofensivo como parecía porque, en caso contrario, se lo habrían comido vivo hace años.
Para mi sorpresa, GQ reconoció mi presencia en la sala en lugar de limitarse a hablar de mí como si fuera parte del mobiliario.
—Permítame presentarme. Me llamo Louis-César —me dijo, realizando una reverencia perfecta—. A votre service, mademoiselle.
Sus ojos delataban que estaba concentrado según me miraba, pero acabó suavizando el gesto. Yo ya no tenía la impresión de estar en el menú.
Al contrario que la mayoría de mujeres del siglo XXI, yo sí sabía cómo responder de manera apropiada a una reverencia formal. Tanto la institutriz como el tutor que Tony me asignó habían nacido en la época victoriana, así que sé hacer reverencias sin ningún problema. La verdad es que pensaba que se me habría olvidado casi todo lo que aprendí en aquellos años de preparación, pero al parecer había algo en Louis-César que me hizo recordarlo rápidamente. Lo que sí se perdió por volver su vista de inmediato otra vez hacia la Cónsul fue la visión, sin duda alguna graciosa, de mí misma intentando ajustarme a los estándares de reverencia aprendidos en mi infancia enfundada en unas botas de tacón de diez centímetros repletas de sangre y una minifalda ultracorta.
Estaba tan centrada en la escena que tenía lugar en la mesa elevada que ni me di cuenta de que, por segunda vez en aquella noche, iban a atentar contra mi vida. El primer indicio que tuve al respecto fue una oleada de poder que me golpeó como si una tormenta de arena hubiera surgido de ninguna parte. Por un segundo, un montón de motas punzantes inundaron mis mejillas. Inmediatamente después, Tomas apartó de un empujón a Rafe y me hizo un placaje lo suficientemente fuerte como para dejarme sin respiración cuando los dos besamos el suelo. Me quedé boca arriba, lo que me permitió ver que dos de los guardias de la cámara permanecían inmóviles en medio de la sala, con la carne evaporándose de sus huesos como si insectos invisibles la estuviesen devorando. Un segundo más tarde, sus esqueletos desnudos cayeron al suelo, con los respectivos corazones y cerebros también volatilizados con el resto de sus tejidos blandos.
Apenas vi lo que ocurrió después, porque nada sucedió a una velocidad normal para los humanos, y además Pritkin me obstruía la visión. Allí estaba él, junto a mí, de cuclillas, blandiendo un cuchillo con muy mala pinta en una mano y una pistola en la otra. Además, junto a su cabeza flotaban otro cuchillo y un par de pequeños frascos, como sujetos por hilos invisibles. Tuve la impresión de que había decidido quitarme de en medio con el Senado al completo observándome, pero no me estaba mirando a mí. La estatua que había visto antes junto a la puerta estaba de repente junto a nosotros. Aunque allí donde debía tener ojos no había más que unas hendiduras no muy definidas, parecía estar mirando a Pritkin como quien espera una orden.
Ahora que le veía moverse, podía reconocer lo que era, aunque no había visto ninguno antes. Los golems despertaban entre los brujos que usaba Tony tan solo algo menos de pavor que los magos de la guerra. Los golems eran figuras de arcilla que habían cobrado vida gracias a la magia de la antigua Cábala hebrea. En su origen, hacían de recaderos de aquellos rabinos que tenían poder para crearlos. Quizá todavía algunos siguieran haciéndolo, pero en la actualidad la mayoría servían a los caballeros, que era la forma más propia de designar a los magos de la guerra.
Pritkin señaló con su dedo en mi dirección y el golem giró su mirada vacía hacia mí.
—¡Protégela! —se oyó, y dicho esto, el golem cogió su sitio, con los ojos vacíos fijados en mí, mientras su maestro se unía a la pelea. Aparté la vista de aquella criatura, que me aterrorizaba más que los asesinos, y pude ver cómo Jack acababa con uno de los guardias que quedaban. El guardia berreaba profundos sonidos guturales como si fuera un animal, pero Jack parecía estar como un niño en la mañana de Navidad, con las mejillas sonrosadas y los ojos encendidos. Jack despidió a Pritkin con un gesto de impaciencia que decía claramente: Ésta es para mí.
El otro guardia estaba fuera de la escena, rascándose el pecho del que no dejaba de manar sangre en torno al estoque que le había atravesado por completo, como si la potente cota de malla que le protegía ni siquiera estuviese allí. El filo de la espada sobresalía casi medio metro por detrás de su espalda, y mostraba un rojo apagado que se iluminaba con los destellos parpadeantes de las lámparas. Al verlos en las películas, siempre había pensado que los estoques eran objetos delicados, casi afeminados, pero, según parecía, estaba equivocada. Este tenía una hoja endiablada, como si alguien hubiera estrechado una daga de doble filo hasta hacerla encajar en unas dimensiones de un metro de largo por tres centímetros de ancho. Mientras me esforzaba por respirar algo de aire, Louis-César extrajo el estoque del pecho del vampiro y, sin detenerse ni un momento, lo decapitó allí mismo. Lo hizo con una rapidez tan plástica que hasta mis ojos se equivocaron por un instante creyendo que había errado el golpe. Tras él, la cabeza se separó del cuello y cayó botando al suelo.
Los párpados del vampiro aún palpitaban y sus colmillos seguían al descubierto cuando su cabeza rodó hasta llegar a escasos centímetros de donde me encontraba yo. Juro que la boca seguía moviéndose, dando bocados al aire como si intentara llegar a mi cuello, incluso aunque su sangre vital seguía expandiéndose a su alrededor en una mancha cada vez más grande. Debí emitir algún tipo de quejido ahogado, o quizá fue que el golem consideró simplemente que la cabeza suponía una amenaza. Sea como fuere, la despachó rápidamente con una patada que la envió lejos. Aquello parecía una buena idea en un principio, si no fuera porque al final el golem sobreestimó el peso de la cabeza y la hizo volar a través de la mesa del Senado hasta hacerla estrellarse con un sonido húmedo contra la pared que se encontraba detrás del cuidado peinado de la hermosa dama.
Una hilera de sangre pasó a ser el principal adorno del brillante tablero que tenía ella delante, y un ramillete de gotitas pulverizadas comenzó a descender por su pelo, donde se habían espolvoreado como pequeños rubíes. Sin mediar palabra, ella recogió la cabeza de debajo de la mesa y se la ofreció cortésmente a sus acompañantes, que declinaron el ofrecimiento con igual cortesía. Él estaba ocupado tratando de limpiar la mesa colocando su mano a unos centímetros de la sangre derramada. Las gotitas se elevaban hasta llegar a su palma como si él fuera un imán y las gotitas pedazos de hierro. Como había ocurrido antes con Tomas, las gotitas desaparecieron en su piel como si se hubiera echado una crema.
—Esto llega a resultar pesado —comentó, conversando con su interlocutora. La hermosa dama asintió entre lametón y lametón de la brillante columna que asomaba del cuello destrozado de su premio.
Tuve que cerrar los ojos por un momento y esforzarme por mantener mi estómago en su sitio, pero, al menos, podía alegrarme por no estar gritando. En primer lugar, no me habría hecho parecer muy fuerte delante del Senado, lo cual no sería bueno. En segundo lugar, mi garganta seguía aún áspera del intento de estrangulamiento anterior. En tercer lugar, no podía coger suficiente aire, gracias al peso de Tomas. Intenté apartarle hacia un lado, pero era como intentar mover una estatua de mármol. Él se limitaba a presionar más hasta que yo gritaba de dolor y entonces su cuerpo se relajaba, fundiéndose con el mío como si fuera un cálido edredón de satén. Habría sido relajante si no fuera porque no podía respirar profundamente ni moverme, y Jack y el otro guardia seguían danzando bastante cerca de mí.
No comprendía por qué nadie había matado al guardia, sobre todo desde el momento en el que había empuñado su enorme hacha de guerra y me miraba con la concentración monotemática que la mayoría de los tíos se reservan para el canal Playboy. Si el Senado quería verme muerta, ¿no habría sido más fácil dejar que Tony lo hiciera por ellos? Y si no querían, ¿por qué Louis-César no hacía un bis de su actuación anterior en vez de limitarse a estar allí? Quizá suponía que el guardia nunca pasaría la barrera de Pritkin, Rafe y Tomas, pero yo no estaba tan segura. La hoja del hacha me parecía terriblemente afilada, y sabía lo rápido que podían llegar a moverse los vampiros. El guardia no necesitaría más que medio segundo para convertirme en el primer plato de Miss Georgia l860, cuando quiera que hubiese acabado con su entremés. Pero nadie hizo nada, excepto Tomas, que había subido tanto por mi cuerpo que podría haber elaborado un informe detallado del patrón del encaje de mi sujetador si se le hubiera pedido. Parecía tranquilo, pero yo podía sentir cómo su corazón golpeaba contra mi piel. Tampoco me reconfortaba saber que él también estaba preocupado.
Miré más allá de su cabeza oscura hasta llegar al punto en el que las llamas de las velas chisporroteaban junto a la enorme hoja del hacha, que estaba a casi cuatro metros de mí. Mientras seguía mirando, el guardia se abalanzó hacia mí, rechinando los dientes como un tigre acorralado, y tan pronto como empezó, todo llegó a su fin en un instante. Jack se convirtió en un desagradable borrón verde oscuro y un relampaguear de manos pálidas. Pestañeé y el guardia estaba ya en el suelo, con sus extremidades fijadas al suelo por cuatro enormes cuchillos que atravesaban su carne para hundirse en el piso. Dos de ellos tenían un tamaño considerable y viejas empuñaduras de madera, como si alguna vez hubieran formado parte del equipamiento de alguna cocina. Los otros eran brillantes piezas de plata que pertenecían al mago; quien, a su vez, y cuando Jack tuvo el control sobre el prisionero, les ordenó que volvieran a él con un gesto. Al hacerlo, los cuchillos salieron del vampiro y se oyó cómo rasgaban la carne, para después volar hacia su dueño, enfundándose uno en el hueco destinado a tal efecto en su muñeca y desapareciendo el otro en su bota. Ni siquiera se molestó en usar los que tenía en su cintura. Tanto él como el golem se retiraron para dejar que Tomas me ayudase a incorporarme. Aunque acababa de salvarme la vida, sus ojos me miraban fríos, como si fueran carámbanos de hielo verde.
La Cónsul parecía imperturbable ante tanto jaleo, pero de pronto frunció el ceño en lo que supuso una minúscula mácula en su perfecta cara.
—Ten cuidado, Jack. Quiero respuestas, no un cadáver —espetó.
Jack le sonrió con adoración.
—Tendrá ambas cosas —prometió, según se inclinaba hacia el cuerpo. Rápidamente, miré hacia otro lado, pero no pude dejar de escuchar cómo se rasgaba la carne y los huesos chascaban. Supuse que había recuperado sus cuchillos, llevándose por delante las extremidades de su víctima por el camino. Tragué saliva varias veces. Había olvidado lo interesante que podía ser la vida en la corte.
—Como decía, madame, la mademoiselle no se encuentra bien. ¿Quizá podamos explicarle todo después de que haya tenido la ocasión de descansar? —preguntó Louis-César, tan distendidamente que casi parecía que los sucesos de los últimos minutos no habían tenido lugar.
Entretanto, Jack había cogido un equipo de brillantes herramientas quirúrgicas de un estuche que había sacado de uno de sus bolsillos. Las alineó lentamente al lado de su víctima, que seguía resistiéndose, emitiendo una sonrisa silbante mientras lo hacía. Genial, al menos alguien se estaba divirtiendo.
—No tenemos tiempo que perder, Louis-César, como sabes.
—Ma chère madame, tenemos todo el tiempo del mundo… ahora —replicó mientras se intercambiaban una mirada que no pude interpretar—. Si se me permite la sugerencia, podría explicarle a mademoiselle Palmer nuestro dilema y regresar antes del amanecer. Eso le daría a usted tiempo para completar el… interrogatorio.
Louis-César me dedicó una mirada y el pánico que me producía el mero hecho de pensar en la posibilidad de quedarme a solas con un tipo que había trinchado a un poderoso vampiro como a un kebab debió hacerse notar.
—Raphael puede acompañarnos, por supuesto —añadió rápidamente.
No me gustaba el hecho de que pudiera leerme la mente con tanta facilidad, pero saber que tendría a un amigo a mi lado me hizo sentir mejor. Al menos hasta que vi que Jack empezaba a extraer una brillante ristra de intestinos del vientre del vampiro, ya abierto en canal, y acomodárselas en el hombro como si fuera una hilera de salchichas. Se detuvo un instante para chuparse los dedos como un niño con un helado, después miró hacia arriba y me guiñó el ojo. Sentí un cosquilleo de hombro a hombro, como si la piel que me cubría quisiese irse de allí cuanto antes. Estaba claro que no iba a disfrutar de aquella conversación, estuviese quien estuviese presente en ella.