Me quitaron el arma de un golpe y mi cuerpo salió despedido contra la pared, con la cara por delante. Sin tiempo para respirar, me retorcieron el brazo hacia arriba tanto que me dio miedo de que se rompiera. No vi lo que pasó después porque estaba demasiado ocupada recibiendo un facial de hormigón, pero me pareció escuchar algo que sonaba como si estuvieran tirando todas las estanterías de metal de aquel lugar. Alguien soltó un rugido de ira y a continuación la sala se vio sacudida por una onda de poder que se asemejaba a un fuerte soplo de viento cálido que rompía contra mi cara dejando una estela chispeante. Si hubiera podido respirar, habría gritado tanto por la sensación en general como por la profunda mezquindad de aquel cabrón que no me dejaba ni una mínima escapatoria. Tony no se había conformado con mandar a toda una tropa de vampiros a buscarme; además, al menos uno de ellos tenía que ser, a la fuerza, un maestro. Si no, no se explica que pudiese acumular todo ese poder; ni cinco vampiros corrientes podrían hacerlo sumando sus fuerzas. Y tampoco era un maestro anciano cualquiera.
Pocos vampiros pasaban sus vidas inmortales como algo más que simples esclavos, meros sirvientes de quien les hizo e incapaces de romper tal servidumbre o de rechazar un encargo. No obstante, algunos, normalmente aquellos que en vida habían mostrado más voluntad y determinación, se volvían más poderosos con el paso del tiempo. Cuando llegaban al nivel de maestro, podían hacer nuevos vampiros para que les sirvieran, y normalmente obtenían un cierto grado de autonomía por parte de sus creadores. El séptimo es el nivel más bajo del escalafón de maestros, y la mayoría no pasan de él; pero aquellos que lo consiguen, obtienen nuevas capacidades y mayor libertad. Me he movido con maestros vampiros durante toda mi vida, hasta alguno de tercer nivel, como Tony, y he visto como muchos de ellos perdían los nervios. Pero hasta ese momento no había llegado al punto de sentir cómo su poder podía agujerearme la piel a fuego. Parecía imposible que Tony hubiera convencido a un vampiro superior, de segundo o primer nivel, para que cometiese un sórdido asesinato de poca monta (acabar conmigo no suponía lo que se dice un reto); pero no se me ocurría otra explicación.
Le pegué un grito a Tomas para que saliera corriendo, aunque sabía que aquello no le iba a hacer ningún bien, y mi vampiro decidió entonces que no debía estar sufriendo lo suficiente si podía hacer aquella clase de ruidos. Bajó su mano desde mi nuca hasta el cuello y empezó a apretar. Me acuerdo que, en ese momento, me dio por pensar que, si tenía suerte, habría muerto asfixiada antes de que se acordara de que tenía que llevarme. No es que eso convirtiera la noche en algo perfecto, pero desde luego era mejor que verla horrible cara de Tony durante toda la eternidad.
Un segundo más tarde, cuando ya empezaba a ver puntitos centelleantes en mis ojos y a notar como un rugido invadía mis oídos, el vampiro soltó un grito agudo y la presión cesó de repente. Carraspeé y caí de rodillas, intentando respirar hondo para aliviar mi garganta, que estaba ardiendo, mientras él se tambaleaba delante de mí y soltaba alaridos como si lo estuvieran literalmente partiendo en dos. Tardé unos segundos en darme cuenta de qué le pasaba, porque no era algo que sucediera todos los días. Una buena pista era esa sensación caliente, casi líquida, que trazaba un pentáculo deformado en mi espalda, como si alguien me estuviera echando aceite caliente por mi piel. Otro indicio era que el brazo y parte del pecho del vampiro estaban repletos de líneas que refulgían como el oro y se iban esfumando tras un leve chisporroteo, comiéndose a su paso la carne que había entre la piel y el hueso. Mientras yo seguía observándole, un ribete de líquido fundente oscureció la pequeña hendidura de su pecho en la que la bala se había alojado y seguía su camino. Me quedé mirándole paralizada por la impresión. Por la forma de las marcas, era bastante obvio que mi protegido había despertado de su letargo.
Y no dejaba de ser irónico, teniendo en cuenta que debió ser Tony el primero que me lo vio poner bajo la piel por primera vez. Siempre creí que le habían estafado: su forma originaria de pentáculo se había ido estirando a medida que fui creciendo, así que al final acabé teniendo un tatuaje horrible que me tapaba media espalda y parte de mi hombro izquierdo. Con todo, aunque no parecía ya nada bonito, estaba visto que funcionaba muy bien. Sin embargo, el vampiro que me atacó no era un maestro. Aquella fuente de energía procedía de algún sitio detrás de nosotros, y cómo mi protegido había hecho frente a uno de los grandes era aún una pregunta sin respuesta. Estaba muy impresionada por todo lo que había hecho: la última vez que volvió a la vida no había desplegado ni mucho menos ese arsenal. Tan solo había prendido el brazo del posible atracador, chamuscándoselo lo suficiente como para que yo tuviera tiempo de escapar. ¿Quizá se volviese más fuerte en función de la fuerza de su oponente? Tenía el mal presentimiento de que me iba a enterar pronto.
Tenía una ligera idea de lo que eran las protecciones, porque Tony siempre tenía a un par de hacedores de protecciones en plantilla para tener la fortaleza de protecciones mágicas bien cerca de su casa y de sus negocios. De ellos aprendí que existen tres categorías principales: protecciones de perímetro, protecciones de energía y protecciones de defensa. Las protecciones de perímetro eran lo que Tony usaba a modo de camuflaje cuando estaba detrás de algo ilegal, o sea, siempre. Las protecciones de energía eran algo más complejas: en el mejor de los casos, eran mejores que el Prozac para aliviar el estrés y ayudar a la gente a superar problemas emocionales. En el peor, que era la forma en la que Tony los usaba normalmente, le permitían ejercer su influencia en negociaciones importantes. Cualquiera que estuviese dentro del perímetro de las protecciones empezaba a sentir un gran sopor y, de repente, decidía que no merecía la pena cebarse en disputas encarnizadas cuando, sencillamente, se podía hacer lo que quisiera Tony. Hay dos tipos de protecciones de defensa: escudos personales y guardianes. Eugenie me enseñó cómo eran los del primer tipo cuando era una niña. Sin ellos, yo podía incluso percibir a los fantasmas de los fantasmas, hasta las hileras de energía que me hacían retroceder en el tiempo y quedaban dispuestas como brillantes líneas fugaces sobre un mapa, contándome que cierta vez, quizás hacía cientos de años, un espíritu había pasado por allí. Cuanto mayor me hacía, más me desconcentraban estas impresiones, tal vez porque la vieja mansión de Tony estaba enclavada entre un cementerio indio y un cementerio colonial. Al final, Eugenie se cansó de mis divagaciones mentales y me dio las herramientas necesarias para protegerme contra ellos. Me enseñó a sentir mi campo de energía, lo que algunos conocen como el aura, y después a usar mi poder para construir un cerco a su alrededor para protegerme. Mis escudos acabaron siendo automáticos, lo que dejaba fuera absolutamente todo excepto a los espíritus que estuviesen activos aquí y ahora.
No obstante, los filtros son tan poderosos como la persona que los construye, ya que suelen generarse con el poder de cada uno, y muchos de ellos no son suficientes como para repeler un ataque físico o espiritual de primer orden. Ahí es donde intervienen las protecciones. Creados por un grupo de expertos magos, están pensados para proteger a una persona, un objeto o un emplazamiento contra cualquier tipo de daño. Pueden disponerse para esquivar el peligro, lo que implica normalmente devolverlo a quien lo envía o, en casos como el mío, asegurarse de que cualquiera que me tocase con aviesas intenciones acabase gritando de agonía.
Estos tipos de protecciones son un gran negocio en la comunidad sobrenatural. Una vez Tony pagó una pequeña fortuna a un hacedor de protecciones para que crease un combo especial de protección perimetral que vigilase una caravana de barcos repletos de sustancias altamente ilegales. Se suponía que los barcos debían parecer viejos recogedores de basura a los ojos de cualquier observador, en otras palabras, algo que a las autoridades no les apeteciera inspeccionar demasiado a conciencia. Pero el hacedor era joven e inconsciente, y las protecciones fallaron justo en el momento en el que los barcos se dirigían a puerto, casi delante de una patrulla de la Guardia Costera. Tony perdió su cargamento y el hacedor de protecciones perdió su vida. Yo era muy joven cuando crearon a mi protegido como para acordarme de la experiencia, pero quienquiera que lo creó sabía bien lo que se hacía. Tony debía haber pagado una buena suma por él, aunque probablemente este era uno de esos momentos en los que deseaba que el presupuesto hubiese sido algo más modesto.
Me empezaron a llorar los ojos por el hedor de la carne de vampiro chamuscada, que no es algo que se huela precisamente todos los días. Me quedé quieta durante unos instantes antes de darme cuenta de que podía moverme de nuevo. Miré alrededor desesperadamente en busca de mi arma, pero enseguida me di por vencida y caminé a gatas alrededor del borde de una estantería. No había ni rastro de mi nueve milímetros y ni de coña iba a acercarme hasta la puerta sin ella. Además, las pocas cajas de aquella unidad de almacenamiento, mi triste excusa para esconderme, no engañarían a nadie durante mucho tiempo. Sin armas, sin sitio para esconderse y tan solo un protegido deforme para defenderme. Decidí entonces apostar por la opción del valor bien entendido, esto es, correr y esconderse, y empecé retrocediendo hacia el pasillo.
Si podía evitar al maestro vampiro durante un minuto, quizá pudiera llegar a la pequeña puerta que llevaba a la parte no terminada del sótano. No tenía puerta que la conectara con el resto del club, pero sí colindaba con la pared que estaba detrás del extremo más lejano del bar. Si yo no estaba a la vista, había una diminuta posibilidad de que los sentidos del vampiro se volvieran confusos y supusiera que yo había entrado en el bar de nuevo. Con eso ganaría unos pocos segundos para salir a hurtadillas de la parte trasera, siempre y cuando no fuese listo y dejase a uno de sus secuaces de vigilante. Por supuesto, incluso en ese caso, mi protegido podría acabar también con otro vampiro de perfil bajo. Claro que también podría no conseguirlo.
Llegué a la puerta de tamaño reducido que había al final de la última hilera de baldas, pero antes siquiera de que la hubiera abierto escuché un golpe y un gruñido inhumano detrás de mí. Miré por encima de mi hombro, tratando de ver a uno o más vampiros asesinos avanzando hacia mí. El pánico hizo que mi cerebro tardase unos pocos segundos en darse cuenta de que la persona que flotaba por el pasillo era Portia, y que el sonido de la pelea procedía de varios pasillos más lejos.
—¡Te dije que iba a traer refuerzos, Cassie! —gritó con la cara brillándole de emoción y las pequeñas hileras de rizos balanceándose a ambos lados de su cabeza mientras gesticulaba teatralmente para que mirase lo que iba a aparecer a sus espaldas. En el almacén irrumpió entonces lo que parecía la brigada de toda una confederación, aunque la verdad es que no se me ocurría ningún lugar cercano en el que pudiera haber reunido a tanta gente. Había visto ese truco antes (la metafísica le dice a veces a la física de toda la vida que se vaya a dar una vuelta), pero, aun así, seguía siendo impresionante.
Un elegante oficial con un gran mostacho me dedicó una reverencia.
—Capitán Beauregard Lewis, a su servicio, señorita.
Se parecía un poco al general Custer, observación que probablemente no le habría sentado demasiado bien si yo hubiera sido tan estúpida como para hacérsela. Antes de que pudiera responderle nada, un vampiro se abrió paso entre las estanterías y atravesó el cuerpo etéreo del capitán para agarrarme por el cuello.
Beauregard desenfundó su espada y por un segundo me pregunté qué se pensaba que iba a hacer con ella antes de que soltase un certero golpe que le arrancó al vampiro el brazo a la altura del codo. Él gritó y yo también, en mi caso porque me habían rociado con una capa de sangre caliente y porque el brazo amputado seguía aún firme alrededor de mi cuello, con los dedos clavándose en mi tráquea. Los cuerpos de los vampiros no mueren a no ser que se destruyan la cabeza y el corazón, así que el brazo estaba intentando cumplir la última orden que se le había dado y me estaba asfixiando. Beauregard intentó quitármelo de encima, pero su mano no hacía más que atravesarme.
—Le ruego acepte mis disculpas, señorita, pero malgasté la mayor parte de mi energía en ese golpe —se lamentaba, mientras yo notaba como mi visión amenazaba con oscurecerse por segunda vez en lo que iba de noche—. Con el paso del tiempo, nos hemos venido a menos, por desgracia.
El capitán me miraba como esperando que yo dijera algo, pero es un poco difícil mostrar comprensión alguna cuando no puedes siquiera respirar y notas llamas bajo tus párpados.
El vampiro intentó realizar una nueva embestida contra mí, pero Portia logró repelerlo con su sombrilla.
—¡A por él! —bramó Portia.
El batallón, que había estado observando la escena hasta entonces, se movió como una masiva riada gris. Era uno de esos momentos en los que se te entrecruzan los ojos mientras el cerebro les dice que no pueden estar viendo lo que dicen estar viendo. Varios miles de soldados convergieron en el mismo punto y cayeron en él como si fuera agua bajando por un desagüe. Sólo que el desagüe en cuestión no estaba diseñado para ese tipo de cosas y apostaría cualquier cosa a que no le gustó en absoluto. El vampiro empezó a rebotar contra las estanterías, con el único brazo que le quedaba aleteando como si pudiera ahuyentar así la invasión, al mismo tiempo que su piel empezaba a plagarse de motas de color morado.
Cuando por fin pude soltar sus dedos de mi cuello y tirar su brazo al suelo, él ya había dejado de moverse, congelado como una estatua de hielo al final del pasillo. Traté de no quitarle el ojo de encima, pero me distraía el brazo amputado, que no dejaba de deslizarse por el suelo tratando de atraparme. No estaba muy claro qué pasaba allí, pero intuía que cada fantasma había congelado una minúscula parte del vampiro, convirtiéndole en un polo helado gigante y grotesco. Empezaba a preguntarme qué ocurriría cuando todos esos espíritus intentaran escapar de su por entonces ya rígida piel en el momento de la explosión. Agarré una botella de vino y empecé a dar golpes al brazo, así que me perdí el gran acontecimiento. Tan solo sé que acabé cubierta de trocitos congelados de carne de vampiro que cayeron sobre mí en forma de lascas diminutas.
Portia se elevó para evitar tocar aquel suelo tan repulsivo. Rápidamente, hizo girar su sombrilla de encaje y me miró con una sonrisa.
—Debemos irnos, Cassie. Esto les ha costado mucho a los chicos y ahora necesitan descansar. ¡Pero queremos que sepas que nos lo hemos pasado genial!
Portia cogió a Beauregard por el brazo e hizo una reverencia al mismo tiempo que él hacía otra y después se perdieron entre la multitud que se alejaba de los restos del vampiro.
Me senté en medio de una mancha viscosa, demasiado atontada como para seguir con la acción, y me froté el cuello. La cara me escocía en aquellas partes en las que la tormenta de pedacitos de vampiro me había golpeado, pero lo que más me dolía era la garganta. Parecía como si no pudiera tragar y me tenía preocupada. Me habría quedado sentada allí un ratito, viendo cómo los trocitos de vampiro se fundían y caían de la estantería, pero en ese momento apareció Tomas al final del pasillo.
—¡Date prisa! —Me cogió por la muñeca y me metió en la sala principal. Aullé de dolor, porque me había sujetado por la misma muñeca que casi me arranca el vampiro y por la sorpresa de verle vivo. La verdad es que no tenía muchas esperanzas de que ninguno de los dos hubiera salido con vida, pero en ese momento me dio por pensar en quién habría estado luchando con los vampiros si el grupo de Portia había estado conmigo. Por su mano corrían gotas de sangre y por un segundo pensé que era suya, pero no veía herida por ninguna parte. Mi alarido debió asustarle, porque me soltó abruptamente y caí al suelo derrumbada, tratando de coger aliento por la sensación de asfixia que el esfuerzo del grito había traído de nuevo a mi maltrecha garganta. Fue entonces, mientras me frotaba el pecho con la muñeca intentando aliviarme, cuando me di cuenta de que allí estaban los cuerpos.
Aparte del primero que me atacó, que ahora tenía un brazo menos y gorgoteaba al tiempo que el protegido seguía comiendo a través de su pecho, el único que aún se movía estaba atrapado bajo una estantería que tenía toda la pinta de haber sido arrojada por alguien. La estantería contenía un montón de láminas metálicas procedentes del proyecto de almacén urbano que Mike había hecho en el club y que habían sido rescatadas de una fábrica abandonada. No es que fueran la obra de arte de ningún diseñador, pero la verdad es que las características de las piezas, gruesas y cortantes, hicieron que Mike tuviera que tener más que cuidado a la hora de instalarlas. Aparentemente las placas habían cogido algo de impulso al empezar a balancearse la estantería, lo que las convirtió en armas letales que habían convertido al vampiro en rebanadas como si de una barra de pan se tratase. El vampiro se debía haber alimentado hace poco, porque de los cortes múltiples que tenía había manado suficiente sangre como para extenderse por todo el suelo, que quedó como cubierto por un manto carmesí.
Sin embargo, ninguna lámina le había arrancado la cabeza ni penetrado en el corazón, así que, a pesar de sus horripilantes heridas, seguía con vida. Volvió su vista hacia mí y vi como hacía esfuerzos para levantar la pistola que tenía sujeta en una mano. Tomas también se dio cuenta y, sin dudarlo, se dirigió hacia él y levantó la lámina metálica que se había incrustado en el abdomen del vampiro. A continuación comenzó a propinarle con ella una serie de golpes rápidos, ahogados por el sonido de la carne cortada, mientras yo le miraba incrédula con la boca abierta. En tan solo unos segundos, lo que había en el suelo se parecía más a un montón de hamburguesas que a una persona.
Los ojos del vampiro siguieron clavando su mirada en mí con odio, consciente de lo que estaba pasando aunque hubiese quedado reducido a trocitos, y yo era incapaz de gritar, era incapaz de hacer nada. Había estado en situaciones tensas antes, pero los nervios se olvidan de qué significa estar en tensión constante cuando te has acostumbrado a no tener que vivir con ello. Observé cómo Tomas separaba la cabeza del vampiro de su cuerpo con una embestida final que me hizo recuperar una respiración que ni yo misma sabía que estaba conteniendo. Estábamos vivos. Ni podía creerlo ni entendía cómo.
Criarme en casa de Tony me había hecho tener un grado de tolerancia hacia la violencia bastante alto, así que tan solo estaba como recomponiendo cosas hasta que me enteré de que los cuerpos del cuarto y quinto vampiros habían sido abiertos de par en par, con cortes desiguales en el sitio en el que debería estar su corazón. Clavar estacas es el modo más tradicional y todavía el más famoso de acabar con un vampiro, pero supongo que arrancar el corazón a mano también funciona, aunque la verdad es que nunca lo había visto hacer así. En ese momento, pensaba que podía vivir sin tener que volverlo a ver cuando volví la vista hacia Tomas y, de repente, la habitación se vino abajo.
Normalmente, recibo una especie de advertencia cuando estoy a punto de tener una visión. No es que pueda detener lo que va a pasar, pero los treinta segundos o así de desorientación que precede al suceso me da tiempo a quitarme de en medio y prepararme mentalmente. Esta vez no sentí nada. Fue como si el suelo simplemente se abriese y yo caí por un túnel largo y oscuro. Cuando aterricé, Tomas estaba de pie a unos diez metros de mí en un terreno llano cubierto de hierba que parecía no acabarse nunca bajo un cielo azul claro. Su piel tenía un aspecto bronceado que había sustituido a su habitual color pálido e iba vestido con una sucia túnica de lana sin mangas, pero sin duda era él. Sus ojos denotaban fiereza, brillantes como dos joyas oscuras engastadas en su cara, y tenía una expresión triunfante en el rostro. Alrededor de él había un grupo de hombres vestidos de forma similar, todos ellos con pinta de que su equipo favorito acabase de ganar la Super Bowl.
Cerca de allí, las olas rompían contra unas orillas rocosas. Su color verde oscuro casi negro desprendía una brisa fresca de notas gélidas hacia la tierra. Habría sido una escena adusta pero hermosa de no ser por el par de docenas de cuerpos que había alrededor. Muchos de ellos tenían un aspecto europeo, y el que más cerca estaba de mí tenía un vestuario que bien podía haber salido de una película de piratas de bajo presupuesto: camisa blanca de algodón de manga larga, pantalones marrones de lino a la altura de las rodillas y calcetines blancos con suela. El tipo había perdido sus zapatos y su pelo resultaba tan alborotado como su expresión.
Mientras yo miraba con una mezcla de horror y fascinación, Tomas empujaba un rudimentario cuchillo de bronce dentro del pecho de aquel hombre, para después seguir cortando hasta abrir una profunda herida que iba desde el cuello hasta el ombligo. La mezcla del calor de la herida y el frescor del aire creó una especie de nube, pero no era lo suficientemente densa como para que no pudiera ver cómo seguía cortando las costillas como si estuviera astillando ramas. Su mano estaba empapada en brillantes surcos de sangre cuando decidió sacar el corazón, aún latiente, y lo sujetó en alto. Después, lentamente, como si estuviera saboreando el momento, empezó a bajarlo hasta su boca. Sus dientes se hundieron en la carne temblorosa que aún intentaba latir, y después rasgó con ellos una vena que, en pleno bombeo, soltó un chorro de sangre que recorrió el rostro de Tomas hasta llegar a su barbilla. La cascada se estancó en el agujero de su garganta, después dejó un rastro de dedos rojos por su pecho, dejando unos dibujos abstractos bajo su túnica que hacían que pareciese que llevaba pinturas de guerra. Su garganta experimentó unas leves convulsiones y él acabó tragándose el bolo, provocando una explosión de júbilo de los guerreros que le observaban.
Debí hacer algún tipo de ruido, porque volvió la vista hacia mí y, con sus dientes manchados de sangre brillante en lo que bien parecía una sonrisa caricaturizada, extendió su mano aún atiborrada de esa macabra masa de carne humana, como indicando que quería compartirla. Dio un paso al frente y me di cuenta que estaba amarrada, que no era capaz de detenerle ni de escapar, todo ello mientras su mano chorreante repleta de aquella horrible ofrenda, no dejaba de acercarse. Finalmente, se quebró mi parálisis y pude gritar.
Aquello hizo que la garganta me volviera a doler, pero no pude contenerlo más. En ese momento la visión se esfumó y yo me encontré de nuevo en medio del sangriento almacén, mirando ásperamente al nuevo Tomas, que, durante un breve segundo, se superpuso al antiguo. Sacó la lengua para relamer una minúscula gota roja alojada en la comisura de sus labios, tan pequeña que nadie hubiera reparado en ella si él no hubiera desviado así la atención. Recuerdo haber pensado que las viejas costumbres nunca mueren, justo antes de empezar a chillar con todas mis fuerzas.
Él se acercó unos pasos hacia mí, con las palmas de sus manos boca arriba, como intentando mostrarme que no podía hacerme daño, y vi que estaban casi limpias de nuevo. A medida que se acercaba, la última mancha que le quedaba en una de sus palmas se disolvió, desvaneciéndose en su piel como una gota de agua en la arena del desierto. Me di cuenta de que estaba tratando de escabullirme moviéndome hacia atrás como los cangrejos, mientras no paraba de gritar y blasfemar, pero tampoco me importaba. Me resbalé con la sangre y me caí, tras lo cual empecé a gritar más fuerte aún porque vi que mis piernas estaban todas cubiertas de rojo, como si hubieran florecido rosas en mis medias y botas. Tomas se acercó hacia mí despacio, hablando con tranquilidad, como si yo fuese una yegua juguetona a la que estuviese intentando domar.
—Cassie, escúchame, por favor. Hemos conseguido algo de tiempo, pero tenemos que irnos. Van a venir más —dijo, sin dejar de acercarse.
Resbalé de nuevo y esta vez me caí de culo. Al aterrizar, noté un golpe contra un objeto contundente. Todavía estaba lo suficientemente lúcida como para reconocer la forma de aquel objeto. Era mi pistola, así que rápidamente la agarré y apunté en su dirección.
—Si te acercas un paso más, te mato —lo amenacé.
A pesar de que la mano me temblaba enormemente y que mi manera de sujetar la pistola era de todo menos firme, él veía que no le mentía. Sus ojos, normalmente suaves, cálidos y abiertos, eran ahora opacos espejos negros. No podía ver nada a través de ellos, y tampoco quería. Por Dios, no quería.
—Cassie, tienes que escucharme —insistió.
Observé aquella preciosa cara, y una parte de mí se volatilizó al ver cómo otra ilusión se hacía pedazos y moría. Creía que por fin había hecho algo bueno, que le había sido de ayuda realmente a alguien, que lo había salvado y, en lugar de eso, era como siempre: todas las putas cosas que hacía acababan desembocando en dolor, ya fuera mío o de otros. Tendría que haber sabido que era demasiado bueno para ser cierto, que era demasiado bueno. Está fuera de tu alcance, Cassie, mi niña, pensé mientras mi espalda golpeaba la puerta. Quizá tenías que haber empezado por algo más pequeño, la próxima vez intenta adoptar un gatito, me dije, sabiendo, eso sí, que las posibilidades de que hubiera una próxima vez eran bastante remotas.
Podía oír el ruido sordo de la música procedente del club al otro lado de la puerta, una especie de estribillo mezclado con música tecno. Me sonó a música celestial. Quería perderme entre la multitud, buscar la salida y correr como una posesa. Era la mejor escondiéndome, y en el barrio turístico me resultaría fácil fundirme entre la feliz multitud del viernes noche y convertirme en uno más de sus miembros. Tenía una cuenta bancaria aparte con uno de mis tantos nombres falsos, y también un montón de ropa nada llamativa para casos de emergencia que estaba guardada en una taquilla de la estación de autobuses. Además, tenía memorizados todos los callejones en un radio de quince manzanas. En definitiva, podría escaparme sin problemas… si lograba deshacerme de Tomas.
Me dirigí lentamente hacia la puerta, tratando de calmarme por el camino y maldiciendo la hora en la que decidí llevar tacones altos. Se me había subido la falda, pero ni me molesté en estirarla; ofrecerle a Tomas unas buenas vistas era la menor de mis preocupaciones en ese momento. Noté la textura de una mancha de sangre mientras buscaba a tientas el pomo de la puerta, pero conseguí dar con él. Atravesé el quicio con las piernas temblorosas, pegué un portazo al salir y empecé a dar vueltas por el bar. No podía respirar hondo y mi cuerpo temblaba como queriendo caer enfermo; pero logré aguantar. No había tiempo para eso.
Había comenzado el espectáculo de luces, y la masa de bailarines que no paraban de saltar y dar vueltas aparecía y desaparecía al ritmo de los fogonazos estroboscópicos con los que se iluminaba la sala. Los latidos de la música y el ruido de la gente me dejaron sorda enseguida, pero no me hacía falta escuchar a Tomas para saber que estaba ahí detrás de mí. Los focos resaltaban mis manchas de sangre con series alternativas de ráfagas negras y plateadas. Por fortuna, la luz estaba lo bastante baja como para permitirme mezclarme entre la multitud sin provocar una estampida. Así y todo, tenía dudas de que mi aspecto fuera normal. Me fui colando por los huecos que veía, intentando pensar mientras proseguía con mi huida, pero no parecía que mi cerebro estuviese muy disponible en ese momento, así que lo único que mi instinto acertaba a decir era «¡Más rápido!». Intenté acelerar la marcha, porque lo único que cabía esperar yendo así era que Tomas me atrapara; hasta yo sabía que no estaba yendo lo suficientemente rápido.
Cuando me encontraba en el medio de la pista de baile, noté como Tomas me agarraba. Me hizo dar la vuelta para que le mirase a la cara. Noté como una mano se deslizaba por la parte de atrás de mi camiseta chamuscada, como queriendo que nuestros cuerpos se juntaran más. Probablemente, a los ojos de todos los demás éramos simplemente una pareja bailando, yo era la única que sabía que no me podía escabullir. Él me sujetaba con fuerza la mano en la que yo tenía la pistola, apuntándola hacia abajo y hacia mí, lo más lejos posible de él. Aquello tampoco era necesario porque yo no habría intentado disparar en un sitio como ese. La palma de la mano me sudaba tanto que hasta tenía problemas para sujetar la pistola, y había demasiada gente como para arriesgarme a que una bala perdida le acabase dando a alguien. Además, o mucho me equivocaba, o una bala solo serviría para enfurecer aún más a Tomas.
Sus dedos treparon por mi espalda desnuda hasta llegar al trazo de mi pentáculo. Repasó el trazo de sus bordes con una parsimonia casi reverencial.
—Había oído historias sobre esto, pero nunca me las había llegado a creer —murmuró con una voz que sonaba sobrecogida.
De algún modo, él conseguía hacerse oír a pesar del ruido ensordecedor de la música, pero a mí no me apetecía mucho conversar. Traté en vano de zafarme de él, no sin antes maldecir la pasividad de mi protegido ante tal situación. Debía haberse quedado agotado por la pelea de antes o, a lo mejor, no funcionaba contra los que estaban a su nivel, pero, fuera lo que fuera, lo cierto es que no reaccionaba ante el tacto de los dedos de Tomas.
—Cassie, mírame.
Me resistí, porque sabía desde que era niña que mirar a un vampiro directamente a los ojos hacía que le resultase más fácil controlarte. Después de la escena en el almacén, no tenía ninguna duda de que él lo era, así que deseaba con todas mis fuerzas que saliera de mi cabeza. Dado que mi radar vampiro no le había detectado y que había pasado por humano para mí durante meses, solo podía ser que tuviese enfrente a un maestro de tercer nivel por lo menos, e incluso era posible que fuese superior. Aquello resultaba más probable aún si se tenía en cuenta que, alguna que otra vez, le había visto caminar a plena luz del día, algo que ni Tony podía permitirse sin arriesgarse a sufrir bastante más que una quemadura solar. No es que el nivel vampírico de Tomas fuese importante: cualquier maestro que lo desease podía hacer, con sólo mirarme, que acabase cacareando como una gallina.
En cierta ocasión, pude disfrutar de una cierta protección contra esa clase de cosas, pero con mi antiguo tutor deseando con todas sus fuerzas verme muerta, ahora me había convertido más bien en un blanco más que fácil: si alguien quería hacerme daño, sabía que no solo no me iban a proteger; sino que, además, seguramente nadie me vengaría. Hasta donde yo sabía, lo único que recibiría Tomas por capturarme sería una recompensa. Es más, a Tony no le importaba soltar dinero para saciar su sed de venganza y, teniendo en cuenta lo mucho que yo le había costado, seguramente pagaría a quien fuese con una sonrisa en la boca. ¿Quizá Tomas se había cargado a los otros vampiros porque los veía como rivales por la recompensa? Y en cualquier caso, ¿cuantísimo dinero estaría ofreciendo Tony por mi captura? ¿Y por qué Tomas había esperado tanto para hacer cajas?
Traté de resistirme, pero todo el mundo pasaba de nosotros, supongo que porque daban por supuesto que lo único que yo hacía era bailar y bastante mal. Tomas me agarró con más fuerza. Teniendo en cuenta lo poco que le había tocado, se me hacía muy extraño que me sujetara de un modo tan íntimo. Resultaba difícil tener presente que quien así obraba era Tomas. Mi cerebro le había colocado en la categoría de amigo y se resistía a sacarle de allí para meterle en la categoría de vampiro psicópata-asesino. La manera en la que me sujetaba no me ayudaba a aclararme: su mano parecía mucho más que amistosa, subiendo y bajando continuamente por mi espalda casi desnuda. Tales caricias hacían que mi forma de bailar derivase hacia unos movimientos mucho más lentos y sensuales que lo que la música, en principio, exigía.
Al contrario de lo que dice la leyenda, su cuerpo se venció hacia el mío y lo sentí caliente y suave como raso firme, aunque bien pudiera ser que lo tuviera esculpido en acero por todas las ganas que tenía de acabar con su control. Mi pulso se aceleró y pensé que me iba a desmayar cuando inclinó la cabeza y sentí cómo sus labios planeaban sobre mi cuello. Creo que incluso mi corazón llegó a pararse cuando besó delicadamente mi piel como queriendo adivinar el pulso bajo la superficie. Era como si mi sangre pudiera sentirle, como si se volviese más lenta y espesa en mis venas, esperando a que él la liberara. Empecé a sudar, y no porque hiciera calor o porque hubiera tantos cuerpos hacinados en tan poco espacio. ¿Me iba a matar allí mismo, delante de unos doscientos testigos? Un escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando me di cuenta de que podría hacerlo sin que nadie le dijese nada. No cabía la menor duda: Tomas podría sacar mi cuerpo de allí y nadie pensaría nada extraño al respecto; lo único que pensarían era que Tomas estaba cuidando de su compañera de piso, que seguramente se habría desmayado por el calor. Qué caballero.
Debería haber sabido que algo así iba a ocurrir. Cada vez que me fiaba de alguien, me traicionaba; cada vez que me enamoraba de alguien, moría. Dado que él ya estaba muerto, supongo que la regla seguía cumpliéndose.
—Por favor, no te resistas —espetó.
Notar su respiración sobre mi piel húmeda me hizo sentir escalofríos. Su sugerencia se coló en mi interior como una droga por las venas, envolviéndome en un halo rosado de relax que me hizo vencer parte del miedo e ignorar casi todo el dolor; pero que, al mismo tiempo, hacía que me resultase más difícil pensar. La sensación no era tan fuerte como si hubiera establecido contacto visual con él, pero aun así, me hacía sentir como si lo que me envolviese fuera agua pesada en lugar de aire. Cada movimiento, por minúsculo que fuera, parecía toda una batalla. Tampoco es que aquello pareciera importarle: mis esfuerzos no hacían sino enviar sordas señales de dolora través de mi muñeca dolorida, lo que no dejaba de excitarle. Su cara no revelaba absolutamente nada, pero su cuerpo no se encontraba tan bajo control. Es más, podía sentir cómo su piel se golpeaba firme contra esos pantalones tan ajustados que llevaba.
—No quiero hacerte daño —murmuró, tras rozar sus cálidos labios contra los míos.
Si hubiera servido de algo, le habría recordado que tanto si me asesinaba él mismo como si me llevaba ante Tony, el resultado final sería el mismo. Pero no me dio tiempo a decir nada antes de que sus labios se volvieran a fundir con los míos. Entonces, de repente, perdió el control y cubrió mi boca con un beso violento que enterró toda la gentileza anterior.
Sus brazos se estrecharon, oprimiéndome contra su cuerpo milímetro a milímetro, besándome casi con desesperación, como un hambriento que se estuviera muriendo de inanición y encontrase, al fin, el banquete esperado. Su mano firme bajó aún más por mi espalda hasta llegar al límite de mi minifalda de cuero y la levantó. De repente, me elevó por completo del suelo y me colocó contra su cadera, así que tuve que rodearle con mis piernas para no caerme. La saturación de sensaciones fue tal que tardé un minuto en darme cuenta de que habíamos vuelto al almacén. Según parecía, Tomas prefería cometer sus asesinatos en privado.
Aún seguía besándome cuando descargó una primera radiación de energía que estremeció todo mi ser. O algo le había desconcentrado o ni se molestaba ya en mantener su escudo. ¿Y para qué iba a hacerlo? Probablemente, yo era la única persona con sensibilidad del lugar, y a esas alturas ya sabía que era un vampiro. A los ojos de los demás Tomas parecería el mismo de siempre, pero yo notaba como si hubiera mojado su piel en oro fundido, lo que hacía que pareciese que brillaba como un sol en miniatura en medio de aquella sala oscura. La cantidad de energía que había descargado Tomas había conseguido erizarme el vello de los brazos y de la parte trasera de mi cuello. El aire parecía más pesado, me recordaba al bochorno que hay justo antes de que estalle la tormenta. De repente, todo parecía más claro, brillante y definido. Toda aquella fuerza encontró de pronto un lugar sobre el que volcarse y acabó golpeándome como una ola alta en medio del océano, empapándome una y otra vez y haciendo que me resultase más difícil recordar la razón por la que me resistía e incluso cualquier cosa.
Tomas interrumpió el beso y yo emití un pequeño e involuntario sonido de protesta antes de que deslizase su boca hacia mi cuello de nuevo. Sin embargo, esta vez no me importó; esta vez, parecía un gesto curiosamente tierno, aunque una pequeña parte de mi cerebro se dio cuenta de que su pelo caía por mi falda arrugada, escondiéndola de las luces más brillantes que procedían del bar. Lucille, que se encontraba atendiendo a unos clientes a unos metros de allí, me mostró su aprobación exhibiendo los pulgares hacia arriba con un gesto de sorpresa en la cara mientras nos veía deslizarnos por debajo de la barra. Tampoco intenté pedir ayuda. Todo era cuestión de lógica: ¿qué podía hacer Lucille contra un vampiro joven y mucho menos contra un maestro? Con todo y con eso, lo cierto era que, en el fondo, me daba igual. Sin embargo, en ese momento, Tomas debió pensar que yo estaba a punto de volverme loca o, tal vez, no quería arriesgarse a ello. Me besó de nuevo y fueran cuales fueran sus razones, no cabía duda de que sabía lo que se hacía. El tacto sedoso de sus labios sobre los míos solo sirvió para embrollar aún más mis pensamientos, así que, cuando nos separamos, yo estaba demasiado obnubilada como para recordar que no tenía que mirarle a los ojos. Como si me hubiesen activado un interruptor, mi cabeza se quedó congelada de pronto; y, con ella, todos mis pensamientos, excepto el de que el Tomas que yo había conocido no volvería nunca. La luz se hizo más tenue y la música más débil, y me di cuenta cómo poco a poco lo único que quedaba en mi retina era su cara y lo único que podía escuchar ya era el latido del pulso en mis orejas.
¿Por qué nunca había reparado en la manera tan atractiva en la que Tomas elevaba sus párpados? Sus pestañas parecían flecos de seda negra que enmarcaban las minúsculas llamaradas que la iluminación del bar hacía danzar en sus pupilas. Algo dentro de mí reaccionó ante el calor que percibí en aquella mirada, porque mis manos parecieron recuperar su voluntad y empezaron a dibujar un rastro por su vientre plano, aprovechándose de que su camisa era una barrera bastante insustancial. Lo único que parecía importarme era el tacto de aquellos músculos firmes ocultos bajo la piel sedosa; lo único que deseaba era llegar a su cuello y enterrar las manos en aquella mata brillante de pelo de media noche, para comprobar si era tan suave, densa y pesada como parecía. En esas estaba cuando mi atención se dispersó al divisar un pezón oscuro a través de uno de los múltiples agujeros de su camisa. La verdad es que aquella era una de esas cosas que me solían distraer tantas veces que he perdido la cuenta. Comprobé que sabía tan bien como parecía, tanto como hubiera podido imaginar, y que se estrechaba perfectamente entre los esfuerzos de mis labios y mis dientes como si hubiera estado deseando que lo tocase durante mucho tiempo. Ahora que lo pienso, casi no me di ni cuenta de cuándo Tomas me volvió a meter en el almacén para después cerrar la puerta con el pie.
A continuación, respiró honda y ruidosamente y poco a poco se separó de mí. Un momento después, comenzó a hablarme con una voz ronca que no se parecía para nada a su tono habitual.
—Dame la pistola, Cassie. Alguien podría resultar herido si se te dispara por accidente —sentenció con una voz áspera y curiosamente desafinada que sirvió para que mi cabeza se despejara un poco.
Ver al primer vampiro que me atacó también ayudó a que recuperara algo la conciencia. Allí yacía, despedazado en tres trozos y medio devorado por la acción de mi protegido. En medio del desastre que había arrasado su cuerpo, pude ver astillas ennegrecidas en el suelo, como si un pentáculo torcido se hubiera impreso a fuego en el piso de madera. Me quedé mirando el panorama, con una ligera confusión. De repente, pillé el chiste: alguien podría resultar herido. Ahora sí que tenía gracia.
Me sujeté a Tomas para evitar caerme, con mi pistola balanceándose inútilmente contra su espalda. Me la quitó de mi mano, ya débil, y la tiró hacia algún sitio. En realidad no vi dónde la dejaba, solo desapareció. Tomas me miraba con preocupación; y, de repente, eso también pareció gracioso. Se me saltó una risita tonta. Esperaba que Tony le hubiese pagado bien, porque aquello era un desmadre.
—Cassie, puedo llevarte si quieres, pero tenemos que irnos —dijo mientras echaba un vistazo al reloj de pared. Marcaba las 8.37.
—Espera, todavía tenemos tiempo de llegar a nuestra cita —dije todavía entre risas, y con una voz que no sonaba como si fuera mía.
Me di cuenta de que estaba a punto de volverme histérica y entonces Tomas se movió. Lo siguiente que recuerdo es que estaba de nuevo en sus brazos y que los dos estábamos fuera, corriendo por un camino oscuro tan rápido que las luces de las farolas se difuminaron en una línea continua y plateada.
—Ahora duerme —me ordenó Tomas mientras todo seguía yendo muy rápido. Me di cuenta de que estaba terriblemente cansada y por ello dormir parecía muy buena idea. Me sentía a gusto y calentita, aunque mi cabeza seguía dando tantas vueltas que parecía como si el cielo de la noche fuera a caer sobre nuestras cabezas o como si estuviésemos volando hacia las estrellas. Recuerdo haber pensado, ya adormilada, y justo antes de dormirme del todo, que ya que había que morir, hacerlo de aquella manera tampoco estaba tan mal.