14

Era una habitación pequeña, quizá de diez por doce, con paredes, suelo y techo de piedra desnuda. La única fuente de luz procedía de un par de antorchas, una a cada lado de un armario de metal de aspecto bastante convencional. Verdaderamente parecía estar fuera de lugar, era más bien algo que debería estar en un edificio moderno de oficinas, no en la cripta de una fortaleza de la magia. La Cónsul estaba allí de pie delante de él, tan inmóvil como una estatua de no ser por su traje viviente, sujetando una pequeña bola de plata en la mano.

La puerta del armario estaba abierta y dentro de ella se podían ver estantes llenos de cajas negras.

No perdí tiempo en saludar, me limité a esparcir el contenido de la botella sobre Mircea y sobre mi misma. En cuanto el líquido entró en contacto con mi piel, fue como si hubieran quitado un velo. Podía «ver» todo, cada imagen y cada sensación de aquel otro tiempo, con tanta nitidez como si estuviera pasando las hojas de un libro. Mircea me bajó y yo me agarré a él en cuanto mis pies tocaron el suelo. Las imágenes que pasaban por mi cabeza me hacían ver doble y tenía miedo de caerme.

—Tenemos cinco minutos —musitó la Cónsul tranquilamente, como si estuviera hablando del tiempo.

—Lo sé —repuso Mircea bajando la vista hacia mí—. ¿Puedes hacerlo?

Yo asentí. Estaba en medio de la escena que había deseado. Era perfecto: dos personas completamente a su aire sin que nadie estuviese allí para ver si de repente empezaban a comportarse de manera extraña. Suponía un aliciente especial que una de ellas fuera Louis-César. Me imaginaba que sería mucho más difícil matarle estando allí Mircea.

—Voy a intentar que nos transportemos en un par de cuerpos, porque eso nos va a dar más tiempo. Podemos nutrirnos de ellos igual que hace Billy conmigo. Lo que no sé es si funcionará. Nunca he intentado hacerlo a propósito —miré a Billy Joe, que estaba flotando ansiosamente—. Entra.

—Cassie, escucha, yo… —replicó.

—No hay tiempo, Billy —le interrumpí.

Miré al espíritu al que estaba confiando mi cuerpo, posiblemente de manera permanente, y por un segundo, vi al hombre que podía haber sido de haber estado vivo.

—Si no regreso —le insistí—, haz todo lo que puedas para matar a Tony y liberar a mi padre. Promételo.

No sabía si podía hacerlo, pero Billy era sorprendentemente ingenioso cuando quería. Se me quedó mirando y al final asintió lentamente con la cabeza. Después se volatilizó en una nube de energía brillante y fluyó a través de mi piel como una manta vieja y familiar. Yo le recibí de buena gana, ignoré el fogonazo mental que me mostraba su última partida de cartas, que debía de haber perdido, y sentí cómo se acomodaba en mi interior. No quedaba nada más que marcharse. Me concentré en la escena que había seleccionado, volví a ver aquella habitación tenuemente iluminada por las velas, noté la brisa fresca que se colaba por la ventana y pude oler los aromas de la leña, las rosas y el sexo. Después la tierra se abrió en dos y empezamos a caer.

La sacudida provocada por el impacto fue como si me hubiera golpeado contra el suelo después de caer por una ventana del segundo piso. Sin embargo, apenas me enteré, teniendo en cuenta la cantidad de sensaciones que fluían por el cuerpo que había tomado prestado. Miré hacia arriba y por un instante vi a Louis-César enmarcado en un halo producido por la luz de una vela, y entonces él se adentró en mi interior. Yo grité sorprendida, pero no de dolor. No dolía, como me había advertido Mircea; era una sensación maravillosa. Observé cómo se retiraba para intentar decir algo, pero justo después se volvía a adosar a mí de nuevo y lo único que yo quería era que fuera más rápido, más fuerte. Mis uñas se clavaban en su espalda, pero no parecía que le importase. Le miré a los ojos y vi que se habían vuelto de un hermoso color ámbar líquido, un color que Louis-César nunca había tenido ni en vida ni muerto.

Resultaba difícil pensar porque mis pensamientos se confundían con los de la mujer cuyo cuerpo había tomado prestado. Intenté centrarme, pero la atención de aquella mujer estaba exclusivamente dedicada a las finas perlas de sudor que se deslizaban por la cara y el cuerpo de Louis-César, así que sus pensamientos acabaron por anular los míos. Alcé una mano y la hundí en sus húmedos rizos caoba hasta su cuello para atraerlo hacia mí. La cadencia no cesó, pero el ángulo cambió ligeramente y los dos gemimos al unísono al sentirlo. Recorrí su cuerpo con mi lengua, saboreándole, y el ansia que tenía hizo que su cara se tensara. Le rodeé la cintura con mis piernas y empujé, metiéndole dentro de mí incluso con más fuerza. Los músculos de mis partes bajas se estrecharon, lo que le arrebató un jadeo ahogado. Yo me llené las manos con su pelo, arrastrando su boca hacia la mía, forzándole para que se doblase aún más. Entonces soltó un grito y, finalmente, acabó perdiendo el ritmo.

Yo me reí en su boca mientras él me asestaba empujones desiguales, como si no tuviese suficiente, como si no pudiese ir todo lo rápido o lo fuerte que quería, para saciar aquella necesidad desbordante. Yo lo comprendía, porque también estaba sintiendo dos oleadas crecientes de deseo, la mía y la de la mujer cuyo cuerpo había invadido. A ella no parecía importarle; en ese momento, lo único que quería era saciarse y en aquello estábamos ambas de acuerdo.

En ese momento me deslicé por debajo de él, provocando que él intentara sujetarme de manera desesperada para que nuestros cuerpos siguieran estando juntos, pero yo continué hasta que conseguí darle la vuelta. Cuando lo logré, sonreí de satisfacción. Se le veía espléndido, allí extendido entre las sábanas pálidas y suaves, con su pelo brillando suntuosamente a la luz de las velas. Debía haber parecido que algo estaba mal, ver el cuerpo de Louis-César con la mirada cómplice de Mircea, pero la verdad es que no era aquella la sensación que tenía.

—Quiero ponerme arriba.

Él no discutió. Sus manos se movieron hacia arriba por mi cuerpo hasta copar con ellas mis pechos y ambos suspiramos mientras lentamente me volvía a colocar encima de él. Este ángulo me gustaba más: me gustaba verle debajo de mí, aunque aún tenía que esforzarme por no tener aquella extraña doble visión. Era el rostro de Louis-César el que me miraba, repleto de deseo, pero era la sonrisa triunfal de Mircea la que yo veía cuando empezó a moverse de nuevo.

—Te lo dije antes, Cassie —murmuró—, lo que quieras.

Entonces las oleadas de placer nos atraparon a ambos, nos dejaron sin palabras y yo me despreocupé de todo. El universo estalló en un placer perfecto y líquido un minuto después y yo grité su nombre, pero no era mi voz ni era el nombre del cuerpo que estaba debajo de mí.

Cuando el universo se recompuso, yo estaba envuelta en unos brazos cálidos y unas mantas suaves, con la cabeza acomodada sobre un pecho que aún estaba inmerso en un carrusel de ligeros temblores. Una mano me recorría el cabello, acariciándome, y me di cuenta de que estaba llorando. Sus palabras eran una extraña mezcla de francés y rumano, y yo no entendía ninguno de los dos, pero de algún modo conseguían reconfortarme.

—Cassie —oí murmurar en mi oído, un sonido que me devolvía a la realidad, tras el cual dejé que la mujer disfrutara de aquella bruma cálida y maravillosa por sí sola—. Es verdad que puedes hacerlo —me miró intrigado—. ¿Puedes elegir a qué época nos puedes devolver también? ¿Puedes mandarnos al momento anterior del ataque, para darnos tiempo a prepararnos?

Sus palabras me ayudaron a levantar un muro entre la mujer, que se regodeaba en el fulgor dorado de la satisfacción sexual, y yo misma. Miré a la puerta presa del pánico, pero seguía cerrada, sin señal alguna de la mujer mayor, los guardianes, o un psicópata ruso. Parecía que por el momento estábamos a salvo, pero probablemente había gente en camino para matarle incluso mientras estábamos allí tendidos, recuperándonos.

—Mircea, ¡tenemos que salir de aquí! ¡Vendrán aquí primero!

—Cassie, calmante, no hay prisa. La sibila y sus ayudantes saben dónde estará este francés. Como dijiste, estarán aquí enseguida y esperarán que esté despreocupado e inconsciente de lo que se le avecina. Pero, en lugar de eso, estaremos esperándoles —explicó, deslizándose fuera de la cama y caminando hacia el espejo. Se acarició la mejilla de Louis-César con suavidad—. ¡Esto es una maravilla!

Acto seguido, examinó con sorpresa el cuerpo que había tomado prestado. Se volvió hacia mí sin dejar de mirar por encima de su hombro para ver qué pasaba por detrás y yo me quedé sin palabras. Louis-César era simplemente imponente; no había otra palabra para describir aquello. Con el reflejo del fuego a su espalda, su pelo adquiría un halo rojizo alrededor de su cuerpo, podría haber sido un ángel del Renacimiento que hubiese cobrado vida.

—Ésta es la famosa máscara, ¿verdad? —preguntó Mircea cogiendo un trozo de terciopelo que había ido a parar al espejo y mirándola con curiosidad—. Un pedazo de historia, nada menos.

—¿Me vas a decir ahora quién era —inquirí impacientemente—, o voy a tener que adivinarlo?

Mircea se rió y apartó la máscara.

—La verdad es que no —repuso él, colocándose sin darse cuenta en el borde de una cómoda baja que estaba cerca del espejo.

Yo deseaba que hubiese dicho algo, porque en ese momento la falta de información no me estaba ayudando precisamente a ponerme en situación.

—Estaré encantado de contártelo si te apetece saberlo —prosiguió Mircea—. Su padre era George Villiers, a quien quizá conozcas mejor como el duque inglés de Buckingham. Durante una visita de Estado a Francia, logró seducir a Ana de Austria, la esposa del rey Luis XIII. Luis prefería a los hombres, ya sabes, un hecho que durante años había dejado a la reina frustrada y sin hijos —se quedó pensativo por un momento—. Así que quizá fue ella quien sedujo a Buckingham con la esperanza de conseguir un heredero. En cualquier caso, la cosa le salió bien. Sin embargo, por lo que parece a Luis no le agradaba la idea de tener a un bastardo en el trono, sobre todo teniendo en cuenta que era medio inglés. Ana ya le había puesto a su hijo el nombre del rey, como intentando, supongo, decirle al rey que era mejor tener un heredero bastardo que no tener ninguno; sobre todo si nadie sabía que era bastardo. Sin embargo, aquello no consiguió convencer al rey, así que el primogénito fue enclaustrado.

En ese momento la historia empezó a tomar forma para mí, como si empezase a recordar algún episodio histórico que aprendí hace mucho tiempo, pero no acababa de acordarme por completo de él. En cualquier caso, Mircea no esperó a que acabase de hacerme mis componendas.

—Al final —concluyó Mircea—, la reina tuvo otro hijo, concebido, según dicen muchos, gracias a su asesor, el cardenal Mazarino. Quizá en esta ocasión ella optó por ocultar el engaño, o quizás al rey empezaba a asustarle la idea de no dejar descendencia, pero el caso es que el chico subió al trono con el nombre de Luis XIV. Y la verdad es que no le hacía gracia tener un medio hermano que se parecía enormemente al duque de Buckingham. Aquello podía poner en entredicho la decencia de su madre y levantar dudas sobre su propia ascendencia, y por ende sobre su derecho a regir.

¡El hombre de la máscara de hierro! —salté yo cuando por fin caí en la cuenta—. Leí ese libro de pequeña. Pero no fue así como ocurrió.

Mircea se encogió de hombros.

—Dumas fue un escritor de ficción. Podía decir lo que quisiera y podía escoger entre una gran cantidad de rumores que circulaban en ese momento. Pero resumiendo, el rey Luis recluyó a Louis-César en una prisión para que pasase allí el resto de sus días, amenazándole con atentar contra sus amigos si no se comportaba con docilidad. Para que quede más claro: le mandó a hacer una excursión por la casa de los horrores más infame de Francia, el castillo puntero en lo que a cazas medievales de brujas se refería, Carcassonne. El rey Luis lo utilizaba como lugar de confinamiento de disidentes, pero, una mañana de 1661, los torturadores y las tropas que se encargaban de mantener el orden fueron hallados muertos, lo que provocó que la mayor fortaleza de la Edad Media fuese abandonada. Así, acabó en ruinas y no fue restaurada hasta doscientos años después.

—Pero ¿no dijo Louis-César que estuvo allí aquel año, en 1661? —pregunté mirando nerviosa a todas partes. Aquello era lo último que me faltaba, que irrumpieran allí un maniaco homicida o un grupo de lugareños enfurecidos con horcas en la mano y dispuestos a aniquilar a todo el mundo.

Mircea no parecía demasiado preocupado.

—Sí, le fueron trasladando por muchas prisiones durante esos años y estuvo preso hasta poco antes de que su hermano falleciese, momento en el que el último de los amigos a los que estaba protegiendo perdió la vida. Entonces se quitó para siempre la máscara que le habían obligado a llevar para que nadie se percatase de su enorme parecido con cierto duque inglés narcisista que había dejado retratos suyos por toda Europa. Louis-César me contó una vez que sus carceleros solo le obligaron a ponerse la máscara de hierro después de que se convirtiera y que incluso entonces sólo le forzaban a hacerlo cuando le trasladaban de una prisión a otra —me sonrió abiertamente—. Era una precaución, ya sabes, para que no se comiera a nadie por el camino.

Yo le lancé una mirada de desagrado porque no era momento para bromas y le arrojé la bata que había utilizado en mi visita anterior.

—Vístete —le espeté—. Tenemos que salir de aquí.

Mircea atrapó la bata en el aire. La posesión no parecía haberle mermado sus reflejos, pero, por si quedaban dudas, aquella exhibición las despejó por completo.

—Ya te lo he dicho, Cassie; te estás dejando llevar por el pánico sin necesidad alguna. Van a venir adonde estamos y una vez que nos deshagamos de ella, salvaremos a mi hermano.

Cerré y abrí los ojos. Deseaba no haber escuchado bien.

—¿Qué quieres decir con deshacernos de ella? ¡La secuestraron, Mircea! Puede que no esté mucho más contenta de formar parte de esto de lo que lo estoy yo —protesté.

Él se encogió de hombros y aquella indiferencia despreocupada me dejó helada.

—Ha ayudado a nuestros enemigos y es responsable indirecta de las muertes de al menos cuatro miembros del Senado —al ver mi expresión, suavizó el gesto de su rostro—. Te has criado como uno de nosotros, pero a menudo lo olvido, no eres un vampiro —musitó pronunciando la última palabra con acento rumano.

Sonaba mejor así, pero las implicaciones de aquellas palabras me retumbaron como si me hubieran golpeado con un mazo.

—Ella es la clave de todo esto. En cuanto desaparezca, no habrá ninguna manera de que nadie pueda moverse en el tiempo y por ende no habrá más amenazas —explicó Mircea.

Empecé a meterme con esfuerzo en las prendas de aquella mujer, que estaban desperdigadas por todas partes, e intenté pensar una respuesta que tuviese sentido para Mircea. Pensé en los cuatro guardianes del Senado que habían sido asesinados. Por su aspecto, debían de haber estado con la Cónsul cientos de años y debían de haberla servido fielmente; en caso contrario, no se les habría encomendado la labor de proteger la cámara del Senado. Quizá no habían decidido traicionarla, sino que había sido la sibila la que había interferido en su transición; y a eso había que sumar que Rasputín era un maestro poderoso que podría haber sido capaz de obligarles a obedecerle. Parecía improbable que, si hubieran tenido más alternativas, hubiesen optado por suicidarse intentando atacarme ante tal auditorio. Sin embargo, aquel hecho no había valido para salvarles.

La ley de los vampiros era muy simple, si acaso un tanto medieval, y la intención no era para nada igual de importante que en los tribunales humanos. A nadie le importaba por qué se había hecho algo. Si alguien causaba problemas, era culpable y como culpable, tenía que pagar por lo que había cometido. Si uno se veía inmerso en una disputa con otro maestro, su propio maestro podría intervenir para salvarle si era lo suficientemente útil como para embarcarse en una empresa tal, bien a través de un duelo u ofreciendo compensaciones, pero nadie podía hacer nada si la amenaza iba dirigida al Senado. En ese caso, no había una instancia más alta a la que apelar.

Después de un minuto, dejé de intentar entender cómo funcionaba aquel vestido tan complicado y en su lugar me puse a toda prisa una ligera combinación. Era demasiado fina, pero al menos me tapaba. Gateé por debajo de la cama y recuperé los zapatos de la mujer, y después me quedé sentada mirándolos con disgusto. Así que los tacones altos no eran un invento moderno. No me podía creer que las mujeres se hubieran estado calzando esos instrumentos de tortura durante siglos.

—¿Quieres que te ayude, dulceaţă? —inquirió Mircea sujetando un vestido con estampado de pavo real que di por supuesto que había llevado la mujer en algún momento anteriormente—. Hace tiempo que no hago de criada, pero creo recordar cómo se hace.

Yo le miré con los ojos achinados. Seguro que lo había hecho. Después de quinientos años, probablemente Mircea no se podía acordar de todos los tocadores en los que había estado.

—Te olvidas —le respondí yo mientras me ayudaba con aquel vestido engorroso— que aún habrá una manera de moverse en el tiempo, incluso si muere la sibila.

Sus manos se posaban cálidas sobre mis hombros mientras me colocaba el vestido en su sitio. Primero ajustó el escote, bien abierto, y después con la mano acarició la carne que el vestido dejaba expuesta en esa parte.

—La pitia está mayor y enferma, Cassie. No durará mucho más tiempo —repuso él.

Yo elevé la vista hasta su rostro y comprobé que en él había ternura, pero también implacabilidad. Mircea deseaba arrastrarme hasta su punto de vista, pero en realidad no le importaba demasiado el mío. Ya había decidido cómo se iba a gestionar aquel asunto: encontrar a la sibila, matarla y a casa. Era absolutamente práctico, tanto como frío.

—Pero yo sí —le recordé yo—. ¿O planeas matarme a mí también una vez que salves a Radu?

Mircea abrió enormemente aquellos ojos azules que había tomado prestados, pero no quedaba en ellos nada de la inocencia de Louis-César. Sus manos me rodearon hasta alcanzar el encaje de la espalda de mi vestido.

—Te lo he dicho, dulceaţă, tú eres mía. Lo has sido desde que tenías once años. Y lo serás siempre. Y nadie hace daño a lo que es mío. Tienes mi palabra.

Aquellas palabras me recordaban alarmantemente a las de Tomas. Yo ya sabía, por supuesto, que era así como me veía él. Era el modo en el que cualquier maestro vería a un siervo humano, como una posesión. En mi caso, yo era una posesión útil y, por tanto, de alta valía, pero ahí acababa todo. Aun así, resultaba duro escucharlo decir así de crudo.

—¿Y si no quiero pertenecer a nadie? ¿Qué pasa si quiero decidir por mí misma lo que quiero hacer? —protesté.

Mircea me besó paternalmente la cabeza.

—No puedo mantenerte a salvo si no sé dónde estás —explicó, dándome la vuelta, con el encaje perfectamente colocado y elevando mi mano hasta sus labios. Sus ojos refulgían con más fuerza que las velas de la habitación—. Lo ves, ¿no?

Lo veía, sí. Veía una vida en cautividad a las órdenes de uno de los dos círculos, del Senado o del propio Mircea. Daba igual lo que me dijese sobre el respeto y la influencia que acarrearía mi poder; lo cierto era que nunca se me vería como otra cosa que no fuera un títere al que manejaban a su antojo. Si me convertía en pitia, nunca sería libre. Mierda. Esperaba que el sexo metafísico no contase.

—Sí, por supuesto —musité.

Me senté en la cama mientras él cogía mi pie entre sus manos y deslizaba una de las medias largas de aquella mujer. Dejé que terminara de vestirme, e intenté pensar en alguna manera de salvar a la sibila; porque estaba claro que discutir no iba a evitarlo que le iba a pasar. Tenía que quitar a Mircea de en medio hasta que pudiese dar con ella y descubriese si había hecho aquello de manera voluntaria o no. Si no lo hacía así, el vampiro práctico que tenía junto a mí se limitaría a matarla sin más. Y aunque aquello solucionaría el problema, yo no creía que fuera a ser una solución que mi conciencia pudiera soportar el resto de mis días.

Entonces se me ocurrió algo en el momento en que él me colocó la última liga en su sitio.

—Mircea, tú me dijiste que tu hermano hizo a Louis-César. Esa era la razón por la que lo que Tomas y yo hicimos no cambió nada. En lugar de que la familia de Françoise le maldijese con el vampirismo, Radu le convirtió por el procedimiento habitual, ¿verdad?

—Sí, parecería que nuestro francés tiene un destino que no se puede negar —corroboró Mircea.

—Entonces Rasputín no tiene que ir a por Louis-César directamente, ¿no? Si destruye a Radu, nadie morderá a Louis-César y morirá al cabo de una vida normal y corriente, en lugar de acabar convirtiéndose en un maestro vampiro. A Radu lo tienen que tener inmovilizado en alguna parte porque, si no, no habrían sido capaces de mantenerle aquí. Y asesinar a alguien que está atado e indefenso es algo mucho más fácil para un espíritu que atacar a un hombre libre y pletórico de fuerza, ¿no?

Mircea palideció.

—¡Soy cien veces tonto, Cassie! ¡Ven, rápido! ¡Quizá ya estén allí!

Yo me resistí mientras él intentó que me incorporara.

—Vete delante. Si me equivoco, debo quedarme aquí para cogerles cuando vengan —le rectifiqué.

—¡Rasputín es un maestro vampiro! ¿Qué podrías hacer tú contra él?

—Es un maestro en nuestro tiempo, pero aquí sólo es un espíritu. Yo tengo un cuerpo, así que seré el fuerte de los dos. Además, yo creo que Radu es un objetivo mucho más probable, ¿no?

Mircea quería seguir discutiendo, pero la preocupación por su hermano desbordó su habitual precaución y se marchó. Yo esperé treinta segundos y después salí detrás de él. Me dirigí hacia el pasillo en el que me había encontrado con el enjambre de fantasmas y, con esfuerzo, me las apañé para sentirles incluso dentro de un cuerpo que no era el mío. No podía verles como sí pude cuando tenía forma espiritual, lo cual resultaba molesto, pero definitivamente ellos sabían que estaba allí. Me quedé de pie en medio de aquel vestíbulo de piedra fría y sentí como se arremolinaban en torno a mí como una neblina fría. Un segundo más tarde, la puerta que daba a la cámara de tortura comenzó a abrirse y yo me metí entre las sombras que revestían las paredes.

—Escondedme —susurré— y yo os ayudaré.

Las sombras me envolvieron como formando una capa invisible, protegiéndome de la mirada aturdida de la mujer mutilada que parecía estar flotando en la entrada. La habían suspendido casi un metro por encima del suelo, pero aunque no los podía ver, sabía quién la había puesto allí. Esperé hasta que su cuerpo flotó escaleras abajo, sujeta en los brazos invisibles de Tomas, y después no pude evitar sobresaltarme al escuchar como una voz perpleja me susurraba al oído.

—En inglés, por favor —le dije impaciente.

Aunque dentro del cuerpo de esa mujer podía entender francés si me concentraba, aquello requería mucho esfuerzo y yo necesitaba mis fuerzas para otras cosas. Lentamente, Pierre se apareció delante de mí. De ningún modo su forma era tan clara como antes, pero no me sentía con ánimos como para quejarme.

—¿Cómo es que puede sentirnos, madame? —preguntó.

Yo me di cuenta que él veía a la mujer a la que yo estaba poseyendo, no a mí misma.

—Es una larga historia y no tenemos tiempo. Lo importante es que ambos queremos venganza y creo saber cómo podemos cobrárnosla.

Unos minutos más tarde, mi ejército fantasmagórico y yo nos dirigimos hacia a los calabozos de abajo. Yo creía que ya había visto lo peor que Carcassonne podía ofrecer, pero me equivocaba. Estas cámaras hacían que, en comparación, las de los pisos de arriba resultasen más atractivas, al menos para mí. Probablemente a la mayoría de la gente le habría parecido una cámara desierta, simples habitaciones de piedra viejas y húmedas, situadas demasiado por debajo del nivel del agua como para usarlas siquiera como almacén. Sin embargo, para mí las paredes llenas de musgo y el suelo resbaladizo estaban llenas de huellas de fantasmas, vestigios de lo que una vez fueron espíritus poderosos que habían estado rondando por allí durante más siglos de los que podría contar.

Traté de fortalecer mis escudos, pero no pude activarlos por completo; porque, si no, no habría sido capaz de entrar en contacto con mis aliados. Como resultado de eso, un montón de sensaciones me abrumaban por todas partes, pequeños fogonazos de vidas perdidas hace tiempo y de torturas padecidas por aquellos fantasmas. Vi cómo unos soldados romanos azotaban a un chico joven tantas veces como rezaba su condena, a pesar de que ya estaba muerto. Justo detrás de ellos, un cazador de brujas medieval amenazaba a una mujer joven, que se encontraba en avanzado estado de gestación y suplicaba por la vida de su bebé aún no alumbrado. Yo estreché mis defensas un poco más para no ver lo peor de aquellos horrores, pero ocasionalmente se me colaba alguno. Y se posase donde se posase mi mirada luminosa y oscilante, siempre había rastros de fantasmas que cubrían el suelo y las paredes, y tejían en el aire una tela tan densa que caminar por allí era como hacerlo entre una bruma viscosa y verdosa. Aquellos rastros iluminaban las mazmorras de abajo hasta el punto de que opté por dejar la antorcha que había cogido en un hueco del piso superior. No la necesitaba.

Pero lo peor lo habían reservado para el final. Seguí a mis guías hasta una minúscula sala interior y, antes siquiera de abrir la puerta, ya pude escuchar sollozos. En cuanto me acerqué, se interrumpieron abruptamente y el grueso pestillo de la puerta quedó fuera del alcance de mi mano al soltarse con violencia. La puerta se abrió bruscamente y Louis-César se me quedó mirando. Por un minuto, me pregunté si algo se había torcido irremediablemente. La bata se había abierto hasta su ombligo y junto al intenso brocado color rojo cereza, refulgía un color aún más oscuro. Estaba sangrando abundantemente por unas mordeduras en el cuello y en el pecho, y su rostro estaba pálido. Al reconocerme, se tambaleó y yo apenas pude sujetarle antes de que se golpeara contra el suelo.

Detrás de él se apareció ante mis ojos una figura arrodillada en un charco de oscuridad que, después de unos instantes, pude identificar como una capa con caperuza. Lentamente, levantó su cabeza y vilo que parecía un esqueleto con barba. La piel, del color del queso suizo enmohecido, cubría los finos huesos de su rostro y tan solo sus ojos de color ámbar encendido le hacían parecer real. Con tales pistas, me decidí a hacer un intento.

—¿Radu? —murmuré.

Una mano huesuda retiró la capucha hacia atrás. Me quedé mirando a aquella cosa que una vez tuvo el sobrenombre de «el Guapo» y me entraron ganas de vomitar. Le tenían bajo control, sí, pero no le habían atado. No necesitaban cuerdas porque le habían restringido su alimento vital hasta casi dejarle muerto. Personalmente no había oído que la privación de sangre pudiera matar a un vampiro, pero aquella cosa acurrucada en el extremo de la sala opuesto al mío no parecía muy viva. Nunca había visto nada igual.

—Eh… estamos aquí para ayudarte. ¿Te lo ha dicho Mircea? —le pregunté.

La criatura acurrucada en la esquina no respondió. Deseaba que Mircea tuviese razón con lo de su locura, aunque empezaba a dudarlo.

—Probablemente… eh… debamos irnos. ¿Puedes andar? —insistí.

—No puede andar, dulceaţă —irrumpió Mircea con una voz apagada e inexpresiva.

Dicho eso se sentó en el suelo junto a la puerta y su cabeza se venció contra la pared como si no tuviera fuerzas para seguir manteniéndola erguida.

—Le he dado toda la sangre que puedo sin arriesgar la vida de este cuerpo —explicó—, pero no es suficiente. Lleva años muriéndose de hambre, solo ha podido mantener la conciencia cazando ratas de vez en cuando. Pasa semanas enteras sin recibir ninguna visita y cuando vienen, es sólo para atormentarle.

Me obligué a mirar con detenimiento a aquella figura maltratada. Resultaba difícil decirlo con total seguridad viéndole enfundado en aquella capa, pero era probable que hasta yo misma pudiera llevarle en brazos si se diese la necesidad. El cuerpo en el que yo estaba metida era ligero, pero es que él era poco más que hueso y piel. No obstante, la verdad es que prefería una alternativa que no requiriese que le tocase. Solo pensar en esas manos esqueléticas encima de mí, aunque mi cuerpo fuese prestado, bastaba para hacerme sentir escalofríos; por no mencionar que no me gustaba la idea de convertirme en el postre. Radu podría no ser capaz de alimentarse a distancia en su estado actual, pero si se acercaba lo suficiente, no sería ningún problema. No estaba segura de si su tez se había retraído hasta sus dientes porque su cara estaba extraordinariamente demacrada o porque aún tenía hambre, pero el caso es que tenía los colmillos completamente desplegados y no era algo que me agradase,

—¿Y ahora qué? —inquirí.

Mircea irguió la cabeza, respirando grandes bocanadas de aire como si no pudiese llevar suficiente cantidad a sus pulmones.

—Dame unos momentos para que me recupere, dulceaţă, y después le sacaremos juntos de este lugar.

Estaba a punto de concedérselos cuando se hizo evidente que no disponíamos de ese tiempo. En el pasillo que había detrás de nosotros irrumpieron una docena de humanos y una ventisca compuesta de demasiados espíritus como para poder contarlos a todos. Yo ya sabía quiénes eran antes siquiera de que se materializaran. Ningún fantasma, por más recientemente que acabe de morir, tiene tanto poder. Una joven, que rozaba quizá la veintena, fue la primera en aparecer y se puso al frente de la multitud. Tenía una daga fantasma en la mano y parecía como las que salían de mi brazalete. Sus ojos se centraron en mí durante un instante y no me gustó la expresión que tenían en el rostro, pero entonces sus miradas, casi hambrientas, se trasladaron hacia Radu. Una sombra que había a su espalda empujó a la joven mujer hacia delante.

—¡Ese! ¡El de la capa! ¡Mátale, rápido!

Yo me quedé allí de pie, mirándoles boquiabierta durante un segundo. Resultaba desconcertante descubrir que mi desvío había acabado yendo a parar justo al objetivo. Me interpuse entre Radu y la chica, pero ella se limitó a caminar a través de mí. No estaba acostumbrada a que un fantasma fuese capaz de hacer eso sin mi permiso. Inconscientemente, puse una mano para intentar quitármela de encima y entonces mi brazalete decidió que era el momento de empezar la fiesta. Me di la vuelta y al segundo siguiente ella estaba gritando mientras aparecían dos agujeros en el trazo nebuloso de su cuerpo. No sangró, por supuesto, pero le dolía. Estupendo. Al final acabé haciendo daño a la persona a la que quería ayudar.

La presencia oscura que estaba a sus espaldas retrocedió tras una muralla de humanos, que se levantó hacia mí como un ente único. Mis dagas volvieron a funcionar, pero eran demasiados. Tres cayeron ante los golpes fulminantes de los cuchillos, pero la mayoría consiguió atravesarlos. El primero que me alcanzó me sujetó el hombro y mi protección se encendió, lanzándole por toda la sala hasta hacerle estrellarse contra la piedra dura. Me quedé mirándole sorprendida. No estaba en mi cuerpo, así que ¿cómo había podido seguirme mi protección? El mago no me lo pudo decir, porque, tras rebotar en la pared, cayó al suelo y se quedó allí inmóvil.

Otro mago pronunció una palabra que se parecía a la que Pritkin había usado contra el híbrido en el Dante y una cortina de llamas se erigió a mi alrededor. Yo retrocedí antes de darme cuenta de que no me estaba tocando; el fuego se detenía a algo menos de medio metro, tras el trazo dorado del pentáculo que había en el suelo. Mi protección tenía que estar empleando una cantidad ingente de energía para poder detener una palabra de poder, pero lo cierto es que yo no me sentía agotada. No sabía quién o qué la estaba propulsando, pero lo que estaba claro es que no era yo.

A través de las llamas pude ver una silueta alta y oscura que empezaba a moverse cuidadosamente alrededor de la pared. Estaba intentando colocarse detrás de mí, lo cual no era una muy buena señal. Mircea no se encontraba en ese momento en condiciones de pelear ni siquiera con un crío de dos años, ni mucho menos con el espíritu de un maestro vampiro. Entonces volví la vista al ejército que había detrás de mí y asentí con mi cabeza mirándole a él.

—Es todo vuestro —grité.

Acto seguido, una tormenta de sombras cayó sobre el fantasma como si fuera un, enjambre de abejas y él acabó desapareciendo de nuestra vista en medio de un grito ahogado. Quizá no podían hacer nada contra los humanos, pero con los espíritus la cosa cambiaba. Unos segundos después, volvieron a formar filas a mis espaldas, aunque el espectro del enemigo no se podía ver por ninguna parte.

—Se lo han comido —le aclaré a la alta figura que permanecía de pie detrás de los magos, rodeados por sus espíritus. Rasputín se había quedado sin héroes. Genial, y muy valiente además.

—Marchaos o les seguiré dando comida —amenacé.

—No se pueden alimentar de humanos, sibila —repuso él, haciéndose eco de mis pensamientos.

En cuanto dijo eso, se movió ligeramente y pude capturar la imagen de un rostro pálido rodeado de un cabello negro y graso. No había nada de belleza en él, pero sus ojos sí desprendían un extraño hipnotismo.

—Ni siquiera tú puedes vencer a una docena de magos del Círculo Negro —prosiguió—. Entréganos al vampiro. No queremos hacerte daño.

La voz, profunda, tenía también un acento muy marcado, pero era extrañamente reconfortante. Sus poderes vampiros se debilitaban cuando no estaba en su cuerpo, pero no desaparecían de golpe. Estaba tratando de ejercer su influencia sobre mí y funcionaba. De repente, su postura me parecía muy lógica. ¿Por qué morir en este sitio, a cientos de años y miles de kilómetros de cualquier cosa que me pudiera resultar familiar? ¿Por qué dar mi vida por alguien que ni siquiera conocía y que, en cualquier caso, estaría mejor muerto por la vía rápida que vivo y condenado a sufrir siglos de tormento? Parecía incluso un gesto de humanidad dejarles pasar para que Radu muriese. Rasputín lo haría rápido y entonces yo podría… Literalmente me di un bofetón a mí misma. Me dolió, pero el dolor me aclaró las ideas. ¡Joder! Incluso en forma espiritual había conseguido meterse dentro de mí.

—¿Doce magos? —miré al cuerpo del mago que estaba junto a la pared y que no había movido ni un músculo. El cuello le colgaba en un ángulo que dejaba entrever que probablemente no volvería a moverlo otra vez.

Mis cuchillos habían ensartado a otros tres magos y habían vuelto a planear a mi lado, uno en cada parte de mi cabeza. Ninguno de los tres magos que estaban en el suelo parecían muertos y sus compinches debían pensar lo mismo, porque les estaban arrastrando hacia las escaleras en lugar de dejarles donde habían caído. Sin embargo, tampoco tenían pinta de volver a la pelea.

—Yo sólo veo ocho activos, Rasputín. Pregúntale a tus amigos quién quiere ser el siguiente en morir —continué desafiándole.

Él ni se inmutó. Quizá no le gustaba cómo pintaba la cosa, o tal vez sus amigos no lo eran tanto cuando se trataba de dar sus vidas por él. En cualquier caso, su cuerpo espiritual se abalanzó hacia mí adoptando una forma de nube brillante y llegando justo hasta el borde de mi protección, tras lo cual mi grupo se lanzó al ataque.

—¡No hagáis daño a la chica! —bramé, mientras miles de espíritus me adelantaban a toda pastilla en una oleada centelleante de color y sombras. Por todas partes caían chispas blancas verdosas mientras los espíritus de Carcassonne comenzaban a destrozar a sus enemigos, secando hasta la última gota de vida que quedaba en ellos. Tenía la sensación de que muchos cuerpos vampiros no iban a levantarse después de esa noche.

Cuando la pirotecnia cesó sobre nuestras cabezas, me incliné para ayudar a la aturdida sibila. Parecía pálida y asustada, pero al menos estaba viva. Sus grandes ojos grises me miraban desde una cara pequeña y ovalada flanqueada por un pelo lacio y rubio.

—No te preocupes —le dije, aunque aquello sonaba bastante extraño en aquellas circunstancias—. No permitiré que te haga daño. Tenemos que…

Nunca llegué a acabar la frase porque, de repente, todo se quedó congelado. Miré a mi alrededor atemorizada, preguntándome a qué nuevo truco tendría que enfrentarme, y entonces me di cuenta de que el cuchillo seguía aún en manos de la sibila. Estaba como a un milímetro de mi pecho. Me quedé mirándolo incrédula. ¡La muy puta había estado a punto de apuñalarme! Y, a juzgar por el ángulo, habría ido directa al corazón. Vale, no era mi cuerpo, pero creí que sería más elegante por mi parte devolverlo sin muchos agujeros.

Además, tampoco sabía qué pasaría conmigo si la mujer moría. Ni siquiera Billy lo sabía. Quizás habría sobrevivido, quizá no, pero lo que estaba claro es que en ese estado no les habría servido de mucha ayuda a Radu ni a Louis-César. Por no mencionar lo que suponía añadir una muerte más a mi conciencia.

—Veo que recibiste mi mensaje —dijo una voz que atravesó la habitación, con la claridad metálica de las campanas que repican.

Miré hacia arriba y vi a una chica bajita y bien formada de pelo largo, oscuro y rizado que le caía por la espalda casi hasta las rodillas. Se abrió paso entre los fantasmas flotantes, algunos de los cuales estaban congelados, con las mandíbulas bien abiertas, haciendo esfuerzos por tragarse a otros fantasmas. Nadie se movía, nadie respiraba. Era como si me hubiese colado en una fotografía, salvo porque dos de nosotros seguíamos estando activos.

—¿Cómo? —pregunté yo zafándome de la sibila y de su cuchillo, lo cual también me permitió retroceder ante el avance de quienquiera que fuese la recién llegada.

—El de tu ordenador —prosiguió la mujer—. En tu despacho. Aquello fue inteligente, ¿no crees?

La mujer echó un vistazo en dirección a Louis-César, pero no hizo ningún movimiento para acercarse a él. Sus grandes ojos azules se volvieron hacia mí y su pequeño rostro dulce adquirió de pronto un matiz ligeramente malhumorado.

—¿Y bien? ¿No me merezco al menos un agradecimiento por salvarte la vida? El obituario era real, ¿sabes? Si no te hubieras marchado del despacho cuando lo hiciste, los hombres de Rasputín te habrían encontrado. Te las habrías apañado para dejarlos atrás, pero un par de calles más abajo te habrías encontrado con los vampiros enviados por ese tal Antonio y te habrían disparado. Yo fui quien te mandé el óbito por adelantado para avisarte.

Inteligente, ¿verdad?

—¿Quién eres? —pregunté.

Yo ya me había dado cuenta de quién era justo en el momento en el que se lo pregunté, pero quería oírselo decir. Ella sonrió y sus hoyuelos eran tan grandes como los de Louis-César.

—Me llamo Agnes, aunque nadie usa ya ese nombre. A veces creo que ni siquiera se acuerdan de que me llamo así.

—Eres la pitia —apunté yo.

—Acertaste.

—Pero… pero pareces más joven que yo. Me dijeron que estabas en tu lecho de muerte, que eras realmente vieja.

Ella se encogió ligeramente de hombros. Aquello me permitió ver lo que llevaba puesto: un vestido largo y de cuello alto que se parecía mucho a los que Eugenie ordenaba hacer para mí. Parecía algo sacado de una tarde de té allá por el 1880.

—Acertaste de nuevo, me temo. Es bastante posible que este viajecito sea lo último que haga. Mi poder lleva un tiempo marchitándose y cuatrocientos años son muchos años para un viaje —comentó, aunque no parecía demasiado afectada por su inminente deceso—. De todos modos, en poco tiempo tú también aprenderás a manipular tu espíritu para que adquiera el aspecto que desees. Yo prefiero recordarme como era. En los últimos años, he pasado más tiempo fuera de esa mole vieja y arrugada que dentro —explicó, doblando sus dedos—. La artritis, ya sabes.

Yo me quedé mirándola. En cierto modo yo esperaba que la pitia fuera más, cómo decirlo, majestuosa.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

Agnes se rió.

—Resolver un problema, ¿qué si no? —respondió ella, inclinándose para verla cara distorsionada de la mujer que estaba a punto de clavarme una daga. Yo me había movido, pero la sibila no; así que su cara todavía seguía congelada en escorzo y el cuchillo seguía inmóvil a mitad de trayecto.

—Me he tirado veinte años preparando a esta. Viéndola nadie lo diría, ¿verdad? Veinte años y mira lo que he tenido que hacer —dijo, meneando la cabeza—. Estoy aquí porque este embrollo es en parte culpa mía. Yo escogí a tu madre como aprendiz. La preparé durante casi una década, la quería como a una hija. Y cuando empezó a verse con cierta frecuencia con tu padre, yo se lo prohibí y me dije a mí misma que le estaba haciendo un favor. ¡Él era un miembro de la mafia vampira, por el amor de Dios! No le llegaba ni ya la suela de los zapatos a mi preciosa creación.

—No lo entiendo —dije yo.

—¡Podía haber ido a buscarla! —saltó mientras sus grandes ojos azules se empañaban de lágrimas cristalinas y brillantes—. Me dije a mí misma que si ella no se preocupaba por la llamada, si era capaz de tirarlo todo por la borda tan fácilmente, es que no la necesitaba. Podía empezar de cero, podía escoger a otra aprendiz, crear una nueva estrella brillante… lo único, por supuesto, que no pude. Yo era demasiado orgullosa como para admitir que no había sido mi tutela lo que había convertido a Lizzy en lo que era, sino su propio talento innato. No fui a por ella y ese jefe vampiro de tu padre se la cargó para llegar hasta ti.

Agnes se cubrió la cara y sollozó. Yo me quedé allí de pie, sin decir nada. ¿Qué esperaba, que le mostrase mis condolencias? Tampoco era que quisiera hacer leña del árbol caído ahora que estaba de bajón, sobre todo si realmente estaba en su lecho de muerte, pero lo cierto es que no me sentía tampoco con ganas de reconfortar a nadie. Así pues, opté por cruzarme de brazos y esperar a ver qué pasaba.

—La compasión no es lo tuyo, ¿verdad? —me preguntó después de un minuto, mirándome a través de sus dedos.

Acto seguido bajó las manos y me miró con curiosidad. Yo me encogí de hombros. Teniendo en cuenta dónde me había criado, ¿qué coño se esperaba?

Entonces ella suspiró y dejó de montar el número.

—Vale, me había equivocado. Culpa mía. No obstante, tenemos que dejar claras algunas cosas. No te puedo preparar adecuadamente porque no tengo tiempo, pero es bastante obvio que no se puede permitir que el poder vaya a parar a Myra. Ella se ha metido en esto o bien voluntariamente o bien coaccionada. Si es lo primero, es mala; si es lo segundo, es débil. En cualquier caso, se ha quedado fuera de la carrera.

Yo me quedé mirando al cuchillo largo y afilado de la mano de la sibila y a la expresión de sus ojos. Si hubiera tenido que apostar, habría dicho que voluntariamente. Su expresión era un tanto enfadada como para que se encontrase bajo algún tipo de control mental. Empezaba a abonarme a la teoría de Mircea.

—Vale, de acuerdo. Es una sibila mala. ¿Quieres llevártela contigo para leerle la cartilla? Adelante, hazlo.

—Eso no es exactamente lo planeado —repuso ella.

Yo no estaba de humor para hacer veinte preguntas.

—¿Quieres llegar a algún sitio? Es que estoy algo ocupada, la verdad.

—Por supuesto —dijo Agnes alzando las manos—; por favor, perdóname por darte la tabarra. Se supone que este es un momento especial, ya sabes. Sólo intento darle un aire de ceremonia.

De repente aquello me dio pareció un mal presagio.

—¿Qué momento especial?

Ella me lanzó una mirada desprovista de la alegría anterior.

—El poder te ha seleccionado a ti. Lo has conseguido; eres pitia —espetó, haciendo un gesto—. Enhorabuena y todo eso.

Yo llegué a la conclusión de que a la mujer le faltaban unos cuantos tornillos.

—¡No me puedes soltar algo así de esa manera! ¿Y si no quiero?

—¿Y no querrías por…? —inquirió encogiéndose ligeramente de hombros.

Yo me quedé mirándola. Su descaro era increíble.

—Olvídalo, señorita. Búscate a otra vidente.

Agnes se llevó sus pequeños puños a las caderas, estrechas, y se me quedó mirando.

—Cuanto más hablo contigo, más convencida estoy de que serás o la mejor de todas nosotras, o la peor con diferencia. Si me quedara alguna alternativa, créeme, optaría por ella. Pero el caso es que no tengo ninguna otra. El poder quiere ir contigo. Haz caso a mis consejos y facilita la transición. Cuanto más te resistas, más problemas te dará.

—Y un cuerno —gracias a Dios tenía un as en la manga—. Tu poder no puede ir a una virgen. Y técnicamente, aún soy pura e inmaculada.

Ella se me quedó mirando durante un segundo, aparentemente sin poder articular palabra. Entonces le dio la risa floja hasta que, finalmente, logró recomponerse y pudo decir algo.

—¿Y eso quien lo dice? ¡No me digas que has estado escuchando a los magos! ¡Por favor!

—Espera un minuto. Los vampiros también lo creen. En realidad todo el mundo lo cree.

Agnes meneó la cabeza e intentó reprimir la carcajada.

—Dios, sí que eres inocente. ¿Quién te crees que les contó eso? Una de las antiguas pitias se cansó del código que decía que una sacerdotisa tenía que ser «pura e inmaculada», según tú misma decías. Por eso les dijo a los sacerdotes de Delfos que había tenido una visión. Según ella, el poder sería mucho más fuerte si iba a parar a una mujer experta. Ellos se tragaron la historia y ella consiguió al amante que quería. Sin embargo, en realidad no hay gran diferencia. Bueno, en lo que se refiere a obtener el poder, al menos.

—¿Qué quiere decir eso? —le interrogué.

Ella se volvió a reír e hizo una pequeña pirueta alrededor de la sala, pasando a través de un par de magos por el camino. Los magos se estremecieron ligeramente, pero no se despertaron.

—Significa que te sugiero que completes el ritual lo antes posible si esperas ser tú quien controle el don en lugar de que suceda a la inversa —sonrió abiertamente—. Y yo no estoy precisamente equipada para ayudarte si eso sucede.

Agnes se dio cuenta de que yo seguía con los brazos cruzados y una expresión de terquedad y se detuvo. Me dio la impresión, por el modo en el que fruncía ligeramente el ceño, de que no estaba acostumbrada a que cuestionaran sus dictados.

—Estupendo, hazlo como tú quieras, pero si dejas el ritual a medias, no solo tendrás un control imperfecto, sino que los magos te considerarán sólo heredera. La pitia no puede ser depuesta, pero la heredera sí. Tu posición es vulnerable mientras no acabes esto —explicó, mirándome de arriba abajo y elevando delicadamente la ceja—. Me resulta difícil creer que tengamos que tener esta conversación.

Yo estaba molesta de cojones, sobre todo cuando empezó a bailar de nuevo.

—A ver, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? No, gracias, no quiero el trabajo.

—Perfecto. Entonces al menos seguiré pensando que no estás loca —dijo, deteniendo su escorzo de pequeña bailarina tan abruptamente que las faldas se le arremolinaron entre las piernas—. Yo tampoco lo quería, ¿sabes? Imagíname, ahí, en medio de todas las sibilas de mi generación… ya me habría gustado que no me hubieran cogido a mí. Es un gran honor, pero también es una carga muy pesada. Además, tienes que aguantar al Círculo Plateado y, créeme, no es exactamente la idea que uno tiene de pasárselo bien.

Su expresión se volvió sombría de repente y prosiguió.

—Pero hasta eso merece la pena, Cassie, siento decirlo así. No ha habido ninguna pitia desde la primera que haya ocupado el cargo sin ninguna preparación previa. No obstante, con tus capacidades, es muy probable que seas capaz de reescribir el libro de normas de todos modos. Por ejemplo, ¿sabes que ahora mismo estás habitando en la misma época dos veces? Ahora mismo tu espíritu intenta huir de aquí por todos los medios junto a la chica a la que rescataste, escabulléndose por las calles de ahí fuera, mientras estás aquí dentro hablando conmigo. Yo no puedo hacer eso. Además, la mayoría de nuestros adeptos tardan años en aprender lo que tú has sido capaz de enseñarte a ti misma en unos pocos días tan solo. ¡Llevarte a otro espíritu contigo! Es impresionante.

Yo tenía ganas de gritar.

—¿Quieres dejar de hablar y escucharme? ¡Yo-no-soy-la-pitia!

Entonces ella atravesó la sala rápidamente para llegar hasta donde estaba yo y me besó en la mejilla.

—Ahora sí —musitó, y acto seguido desapareció.

En ese mismo instante sentí un golpe tremendo, como si me hubiera pasado por encima un camión de mercancías. No puedo describirlo ni siquiera cercanamente, así que no me molestaré en intentarlo. Lo más parecido que había sentido nunca fue cuando estuve metida en el cuerpo de Tomas y sus sentidos hiperdesarrollados me distrajeron de una manera extraordinariamente saturante. Lo único, que los sentidos que se vieron aguzados en esta ocasión no fueron el gusto o la vista; sino esa conciencia de otros mundos, distintos al nuestro, pero intercalados con él, que siempre había tenido en pequeñas dosis cuando hablaba con fantasmas. Ahora la tenía en grandes dosis, y las imágenes y sonidos que me rodeaban me distraían tanto que ni siquiera me enteré de que el tiempo había dejado de estar paralizado. Quiero decir, no me enteré hasta que alguien me pegó una puñalada en el pie.

Yo miré hacia abajo y pude ver que aquella sibila maligna había logrado alcanzarme, aunque no en la manera que había planeado. Con todo, aún dolía un montón y la sangre empezó a manar a través del satén de mis zapatitos de tacón, lo que provocó que el tejido se volviese de un color morado oscuro.

Entonces, miré hacia arriba en dirección al ejército que batallaba sobre mi cabeza.

—Está bien, he cambiado de idea. Coméosla.

En ese instante un grupo de fantasmas se salió de la nube principal y cayó en picado hacia ella, pero Rasputín se movió con la rapidez de un vampiro y se les adelantó. La cogió por la cadera y desaparecieron, junto con los pocos vampiros de su tropa que habían sobrevivido al ataque fantasma. Los magos vieron que su aliado escapaba y le siguieron inmediatamente. Mis pequeños cuchillos se sobreexcitaron y les dieron caza más allá de la puerta e incluso ya en las escaleras, y yo opté por dejarles trabajar. Cargarse a unos cuantos magos oscuros más podría alterar el curso del tiempo, pero en ese momento estaba demasiado cansada y harta como para preocuparme.

Me senté y me quité el zapatito. ¡Joder! Esa puta loca casi me había cortado un dedo. Mircea me dio un pañuelo que había sacado del bolsillo de su bata y yo me vendé la herida lo mejor que supe. La verdad es que no creía que la mujer en cuyo cuerpo estaba metida fuera a perder el dedo, a no ser que se infectara. No obstante, teniendo en cuenta el estado de la mazmorra, aquello parecía, cuanto menos, posible. Estupendo.

Yo miré hacia arriba y vi a mi ejército fantasmal planeando sobre mí, con una mirada exigente que no precisaba articular palabras. Yo sabía lo que querían y no tenía sentido intentar convencerles de lo contrario. La energía que habían obtenido de los vampiros de Rasputín podría servirles de sustento durante años, pero ¿quién deseaba una existencia en un lugar como ese? A ellos sólo les interesaba una cosa y yo se la había prometido, pero iba a haber unas cuantas condiciones.

—Nada de ciudadanos ni inocentes —les dije, y enseguida obtuve un espeluznante asentimiento colectivo de cabeza a modo de respuesta. Suspiré—. Está bien, entonces, el resto es vuestro.

Inmediatamente se formó un remolino de espíritus que parecía una ventisca multicolor alrededor de mi cabeza. Era tan densa que manchó toda la habitación por un instante y estaba tan llena de rabia contenida que sus lamentos colectivos sonaron como un tren de mercancías. En un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron. No intenté seguirles con mis sentidos; aquella era la parte que prefería no ver.

Me quité las manos de los oídos y vi que Mircea me estaba mirando con ojos cautelosos. Yo suspiré. No quería tener esta conversación; lo deseaba menos que volver a enfrentarme a Rasputín. Pero no quedaba más remedio.

—Creo que lo hemos conseguido —le dije—. ¿Le has explicado las cosas a Radu?

Mircea asintió lentamente.

—Sí. Ha aceptado traer a Louis-César y dejarle que siga su progresión en solitario como ocurrió anteriormente. Radu escapará, pero evitará entrar en contacto con nadie durante un siglo, hasta el momento en el que le yo le rescataré de la Bastilla. Incluso después de eso, tratará de pasar lo más desapercibido posible. ¿Será suficiente?

Me quedé pensándolo un minuto. No era perfecto, pero aparte de dejarlo metido en una habitación durante tres siglos y medio, no veía muchas más alternativas. Y en cierto modo tenía dudas de que Mircea aceptara algo así.

Pse, debería valer, siempre y cuando no haga ningún vampiro hasta llegar a nuestros días. De algún modo, Rasputín ya está creando vampiros no registrados y no nos viene bien que sean dos los que lo hagan. Ah, y cuéntale a Radu lo de Françoise. Me da la sensación de que alguno de los magos puede intentar recuperar parte de sus pérdidas con ella esta noche.

Buena prueba de que Mircea estaba muy cerca del límite fue que ni siquiera me preguntó qué quería decir.

—Como desees —se limitó a responder.

—¿Qué puedes ver tú? —le interrogué, gesticulando vivamente.

—Muy poco, pero, dado que seguimos vivos, me da la impresión de que hemos ganado.

—No exactamente —repuse yo.

Entonces le expliqué brevemente a Mircea la situación, incluyendo lo de mi ascenso. A fin de cuentas, cuando volviera y se diera cuenta de que Agnes estaba muerta, se enteraría de todos modos.

—Tienes que contarle al Senado que Rasputín logró huir y que la sibila se fue con él. No sé si seguirá teniendo el poder que había cogido prestado, pero es posible que sea así —le expliqué.

Teniendo en cuenta lo que había hecho Myra después de que yo acabase de hablar con la pitia, parecía probable que siguiera teniendo poderes. Quizá se fueran difuminando con el paso del tiempo, pero no había forma de saberlo con seguridad. Lo cual me dejaba ante un gran problema. Cuando se recuperase de mi pequeño ataque con cuchillos, podría hacerme a mí lo que había estado intentando hacerle a Louis-César. Las posibilidades eran infinitas, incluso podía matarme siendo yo niña o atacar a mis padres antes siquiera de que me concibieran, asegurándose así, por ende, que yo no naciera. Lo único bueno para mí era que la mayor parte de mi vida la había pasado en la fortaleza de Tony, protegida hasta los dientes como si fuera el equivalente vampiro a Fort Knox, o escondiéndome; así que no iba a ser un objetivo fácil. Sin embargo, algo me decía que a Rasputín le gustaban los retos.

Mircea se quedó callado un buen rato. Cuando le dio por hablar, parecía tan cansado como yo misma.

—Se lo puedes decir tú misma —me dijo.

—No, no creo que pueda —sonreí yo.

Él empezó a decir algo, pero yo le puse un dedo sobre los labios. De una cosa, al menos, sí que estaba segura.

—No voy a volver allí, Mircea. Ya fue bastante mal la primera vez, pero ahora todo el mundo se estará peleando por mí: el Senado, los dos círculos, quizá Tomas… No. ¿Qué clase de vida sería esa?

Mircea me cogió la mano, la posó sobre la suya y empezó a besarme los dedos cuidadosamente. Sus ojos estaban cansados, pero aún hermosos al fundirse con los míos. Aquel brillante ámbar canela se superpuso completamente sobre el azul de Louis-César. Me daba la sensación de que nunca volvería a ver otros ojos tan impresionantes, ni tan tristes.

—No puedes huir toda la vida, Cassie —replicó él.

—Ya me he escondido más veces. Lo puedo hacer de nuevo.

—Las otras veces te acabaron encontrando —repuso Mircea estrechando mi mano todo lo fuerte que pudo y, por un instante, yo le dejé. Podría pasar mucho tiempo antes de que pudiera tocar a otra persona y no digamos a alguien que me importase.

—Sólo Marlowe y tú pudisteis dar conmigo —le respondí con calma—. Dile que se coja unas vacaciones. Le van a hacer falta para recuperarse del ataque. Cógelas tú también.

Mircea meneó su cabeza, como yo sabía que lo haría. Ni siquiera en ese momento me mentiría. Para ser un vampiro, la verdad es que era todo un partidazo. Yo hundí mi mano entre su cabello y deseé que por un momento fuese sus propios mechones lisos y oscuros en lugar de los rizos bronceados del francés. Resultaba en cierto modo difícil hacerse a la idea de que quizá no volvería a tocarle nunca más, que no volvería a tenerle en mis brazos nunca más. Pero el precio era demasiado alto. Tenerle cerca conllevaba demasiadas cosas.

—Te encontraré, Cassie. Sólo rezo para que lo consiga antes de que te encuentren los círculos. Los dos irán detrás de ti, puedes estar segura de ello. No les subestimes —me advirtió.

—No lo haré —respondí yo. Me intenté levantar, pero él me sujetó la mano.

—¡Cassie, quédate conmigo! Yo te mantendré a salvo; ¡lo juro!

Entonces le hice la misma pregunta que le había hecho a Tomas. Sólo que esta vez sí hubo respuesta.

—¿Me querrías igual, incluso si no fuera pitia? —le pregunté.

Él me llevó la mano hasta su boca. Sus labios estaban fríos.

—Empiezo a pensar que preferiría que no lo fueras —respondió él.

Yo miré a mi alrededor y vi el cuerpo del mago caído, las paredes viscosas y toda esa habitación repleta de desesperanza. Después, lo sujeté con más intensidad.

—Yo lo preferiría, seguro —le dije, y me marché.