Una mano cálida se deslizó por debajo de mi cuello para acabar descansando levemente sobre la piel de mi clavícula. Sentí que un ligero hormigueo ascendía por mi brazo. De repente, toda la sensación de asfixia disminuyó un poco. El aire seguía siendo pesado y resultaba difícil respirar, pero al menos podía hacerlo.
—Suéltale, Raphael —ladró Mircea, y al mirar hacia arriba comprobé que había sido su tacto el que había atravesado el poder del mago.
Rafe obedeció inmediatamente, sacudiéndose la mano en el muslo como si no le hubiese hecho mucha gracia tocar a Pritkin, casi tan poca como sucedía a la inversa. El mago se esforzaba por recuperar el control de su poder. Seguía manando, pero de manera menos violenta, como las olas que quedan envueltas en el interior de un lago en lugar de romper contra la orilla.
Mircea asintió con la cabeza mirando a Rafe, que se dirigió a la puerta y le dio una orden a uno de los sirvientes. Unos segundos después, trajeron a otro de los híbridos sátiros. Era un macho joven y rubio que, como los demás, había vuelto a su forma no amenazante. Su pelaje era de un color dorado leonino que iba a juego con su cabello y el tono descolorido de sus ojos. Podía medir tranquilamente un metro ochenta y era fornido como la mayoría de los sátiros jóvenes. Si no nacen así, se lo trabajan, porque para ellos lo único peor que ser considerados poco atractivos es la impotencia. Aquel no tenía problemas en ninguno de los dos sentidos. La incertidumbre del cautiverio le había marchitado un poco, pero volvió a animarse en cuanto me vio. No se lo tuve en cuenta: literalmente no podían evitarlo.
—Mira y aprende, mago.
Raphael sacó un cuchillo y, sin mediar palabra, le efectuó un corte superficial al sátiro en el pecho. Aquella criatura no gimió y tampoco me sorprendía. No es que fueran especialmente valientes, pero nunca mostrarían miedo delante de una mujer a medio vestir.
Rafe mantuvo su mano a unos treinta centímetros del torso del sátiro y, lentamente, como si fuera obra de hilos invisibles, empezaron a saltar gotas de sangre que flotaban en el aire hasta estrellarse contra la palma de su mano. En cuanto aterrizaban, eran absorbidas.
—Podemos hacerlo sin el corte, sin hacer ninguna herida —explicó tranquilamente Mircea—. En cualquier momento, a cualquiera, en cualquier lugar. Un encontronazo en el metro, un apretón de manos —prosiguió, posando su mirada sobre mí—, o cosas más placenteras; cualquiera de ellas es suficiente.
Resistí la mirada de los ojos oscuros de Mircea durante un segundo y no pude volver a respirar, aunque esta vez la pelea era con mi propio cuerpo más que con el poder de alguien ajeno a mí. Nadie sabría mirar así, era como si sus ojos contuvieran el secreto de cualquier sueño que uno hubiera tenido, como si cualquier deseo se hiciera realidad de manera espectacular. La mano que tenía sobre mi piel desnuda se volvió de repente estimulante, más que reconfortante. Su expresión cambió y antes de que pudiera siquiera ponerle nombre, mi cuerpo la interpretó como erótica. Tuve que sujetarme a los brazos de la silla para evitar arrojarme a sus brazos. Joder, esto sí que no me lo esperaba.
Mircea se apartó después de un momento y el río de calor que fluía en mi interior se disipó en parte, pero el anhelo siguió encendido. El problema, además del hecho de que podría tener que matarme siguiendo las instrucciones de la Cónsul, era que no podía estar muy segura de hasta qué punto lo que estaba sintiendo era real y hasta qué punto era solo algo que Mircea quería que sintiese. Pensé en la primera noche con Tomas y su intento de seducción. Me resultaba difícil creer que se hubiese visto tan superado por la lujuria al verme en mi enorme toalla de dibujos animados como para no poder resistirse. ¿Había actuado Tomas bajo las órdenes del senado? ¿Estaba haciendo Mircea lo mismo ahora?
Yo sabía que a Tomas no le había hecho falta tocarme para alimentarse de mí. Mircea no se lo había dicho a Pritkin, pero un maestro no necesita contacto táctil. Cualquier maestro podría habérmelo hecho desde el otro extremo de la sala, arrancándome la vida en partículas invisibles y microscópicas que nadie más habría podido ver. Y si eran tan buenos como Mircea, ni siquiera habría un moratón o cualquier otra marca que pudiera indicar que alguien había robado sangre de allí. No creí que Pritkin fuese a reaccionar muy bien al saber una cosa así, sobre todo teniendo en cuenta la expresión medio aterrada de animal atrapado que seguía exhibiendo en su rostro. Parecía un hombre que acababa de despertarse de un sueño y se veía rodeado de monstruos.
Podía haberle tranquilizado si se hubiera creído algo de lo que tenía que decirle. La mayoría de los vampiros no serían capaces de alimentarse de él fácilmente, si acaso podían. Sus protecciones eran casi con toda certeza demasiado fuertes, habría tenido que tirárselas contra Rafe para saber hasta qué punto lo eran y la preparación que tenía probablemente le avisaría siempre que se encontrase ante una amenaza. En cambio, un normal nunca se daría cuenta de nada, excepto quizá por una leve sensación de aletargamiento. Los vampiros sólo dejaban un cuerpo marcado por colmillos en las películas, o a veces cuando querían dejar claro algo. Tony recibiría sin duda unas en breve.
En ese momento, Louis-César decidió que Mircea ya había tenido suficiente diversión por ese día.
—Si tan interesado estás en nuestras costumbres, mago Pritkin, puedo recomendarte varios tratados excelentes para que los estudies. No obstante, este no es el momento apropiado —aseguró mirando a su colega—. Pasa el día y la noche va a estar completa. ¿Podríamos proceder?
Mircea inclinó su cabeza y se repantigó elegantemente de nuevo sobre el sofá, haciendo una leve pausa para quitarse la chaqueta de su traje y colocarla sobre la mesita de café. También se aflojó su camisa de cuello alto, como si de repente la habitación se hubiera vuelto muy caliente. La camisa que llevaba era de una seda gruesa semimate, seguía un patrón chino y tenía pequeños broches en lugar de botones. El material tenía un brillo lustroso, de ese tipo que te hace desear recorrerlo con las manos para comprobar si es tan suave como parece, pero no lucía estampado alguno. Su traje era también liso, totalmente negro, pero en él esa apariencia sobria funcionaba bien. Era como si un marco sencillo rodease una pintura de primera calidad: lo único que veías era el resultado en conjunto y era impresionante. Yo me revolví dentro de mi bata gruesa. Mircea tenía razón, hacía mucho calor en aquella habitación.
La piel de Pritkin se había vuelto del color de los champiñones pasados. Creo que había empezado a asimilar algunos de los datos que se derivaban de lo que había visto. Se volvió hacia Mircea.
—¿Podéis hacer más vampiros de esas maneras? ¿Podéis llamar a vuestras víctimas?
Yo me mordí el labio.
Definitivamente, cuando explicaban el abecé de los vampiros a Pritkin debió pillarle en la hora del almuerzo. Su ignorancia hacía que resultase extraño que el Círculo Plateado le hubiese enviado a él para hacer de enlace con el Senado. Por las cosas que decían los magos que pasaban por casa de Tony, yo sabía que los magos de la guerra se especializaban en distintos campos, cada uno de los cuales se concentraba en una categoría principal de no humanos: vampiros, híbridos, demonios, duendes y criaturas mágicas como los dragones. Me preguntaba cuál sería la especialidad de Pritkin.
Louis-César frunció el ceño sin dejar de mirarle, quizá porque estaba pensando lo mismo que yo, y Mircea extendió su mano hacia mí con un aire muy teatral.
—Ven hacia mí, Cassandra —tronó—. ¡Te lo ordeno!
Su acento habitual se marcó más hasta el punto de que parecía Bela Lugosi.
A pesar de mis esfuerzos, solté una risita. El sentido del humor de Mircea era francamente horrible, pero ayudó a cortar la tensión.
Me acurruqué en la suavidad del sofá repleto de cosas.
—Gracias por el ofrecimiento, pero estoy bastante cómoda aquí.
El sofá parecía mucho más atractivo en ese momento, así que quedarme allí era sin duda una buena idea. Sabía perfectamente que parte de mis problemas eran los efectos posteriores a la succión, pero Mircea habría intentado tentar a un santo si hubiera hecho falta. No me hacía falta complicarme más, sobre todo con un miembro del Senado. Podía ser que yo le gustase de verdad, pero, al final, acabaría haciendo cualquier cosa que le ordenase la Cónsul. Les pasaba a todos.
Mircea se mofaba de Pritkin.
—¿Te das cuenta, amigo mío? Nada. Me desdeña. Mi atractivo no debe ser tan grande como suponía.
—Sólo una mordedura nos puede permitir llamar a uno de vosotros —le explicó Tomas brevemente.
Los ojos de Tomas estaban clavados en mí y tenían un color negro con una expresión que no sabía descifrar.
Yo seguí con la boca cerrada, porque no quería empezar una discusión. Sin embargo, lo cierto era que, aunque Mircea me hubiera mordido, probablemente no hubiera sido muy diferente. Los vampiros pueden controlar a la mayoría de los normales con una mordedura: normalmente una era suficiente, dos lo eran siempre y después de tres, la víctima tenía ya un vínculo vampiro con su maestro o maestra, así que aquello era discutible. Sin embargo, Tony me había mordido dos veces para asegurarse de que le sería leal, una vez cuando era niña y otra después de que regresara a sus brazos siendo una adolescente. Con todo, si estaba intentando invocarme, lo cual daba por sentado, no estaba teniendo mucho éxito.
Yo tenía la teoría de que el hecho de que estuviera constantemente asociándome con fantasmas interrumpía la señal. Billy Joe estaba casi siempre conmigo y yo llevaba constantemente su collar, lo que nos unía hasta cuando estábamos separados. Además, los vampiros no pueden leer a los fantasmas. Uno de los argumentos que empleó Billy para que cerráramos nuestro trato fue precisamente ese, que, con suerte, conseguiría activar una especie de interferencia espiritual. Puede que hubiera funcionado, o puede que yo fuera una de esas que tenía resistencia natural a la llamada. Lo dudaba, porque normalmente ese caso se daba solo con los usuarios de magia muy poderosos, pero cosas más raras se han visto. Qué coño, a mí me pasan cosas raras todo el tiempo.
Mircea me miraba con un deseo desmedido y yo le sonreí.
—Siempre te puedes unir tú a mí —musité.
En el mismo instante en el que lo dije, deseé volver atrás. Era imposible tener la cabeza en su sitio teniéndole a él cerca y lo que yo deseaba era tener activadas todas las habilidades necesarias para estar alerta. De todos modos, tampoco tenía de qué preocuparme. Mircea se quedó expectante durante un momento como si estuviese considerando la oferta, pero después sonrió y meneó la cabeza.
—Es muy amable por tu parte, dulceaţă, pero yo también me encuentro cómodo aquí —musitó mirando a Tomas—. Quizá más tarde.
Louis-César se plantó delante de mí mientras Tomas volvía a acompañar a Pritkin a su sitio, junto a la puerta. El francés parecía ligeramente tenso. Por lo poco que le había podido observar, probablemente su estado en ese momento sería el equivalente a lo que para cualquier otra persona sería una rabieta.
—Mademoiselle, necesito que me prestes atención un momento, si me haces el favor. Sé que estás cansada y que esta experiencia ha sido difícil, pero por favor trata de concentrarte.
Yo estuve a punto de señalar que no había sido yo la que había hecho que nos desviásemos del tema, pero me lo pensé mejor y no dije nada.
—¿Recuerdas el nombre de Françoise? —insistió Louis-César.
Le miré con recelo. Así que volvíamos otra vez a lo de antes.
—Sí —respondí.
—Por favor, explícame por qué creíste que ese nombre me convencería para que te dejara en paz.
Miré a Tomas. Él asentía bruscamente.
—Les he dicho todo lo que sé, pero no entendí mucho qué es lo que hicimos. Sólo sé que…
—¡Cállate! —le ordenó Louis-César sin remilgos—. No podemos permitirnos que nada de lo que digas pueda influirle a ella.
El francés se dio la vuelta hacia mí y sus ojos adquirieron un color azul oscuro-gris similar al de las nubes que preparan una tormenta sobre el océano.
—Por favor, dímelo —repitió.
—Vale, pero después quiero hacer unas cuantas preguntas, ¿de acuerdo?
Louis-César asintió con la cabeza, así que les hice un repaso de todo lo que sabía, de cuando me tocó y por alguna razón yo acabé en el castillo, saltándome eso sí dónde estaba y qué estábamos haciendo la primera vez que llegué.
—La quemaron viva, pero no pude —pudimos— hacer nada. Sólo podíamos estar allí de pie y ver lo que ocurría. Después regresé y tú dijiste algo de que deseabas que no hubiera tenido que ver aquello, y la llamaste a ella Françoise. ¿No te acuerdas?
Louis-César se volvió ligeramente verde.
—No, mademoiselle, no es así como recuerdo nuestra corta estancia en esta habitación. Ni Mircea, ni Raphael. Te desmayaste mientras yo te curaba la mejilla y, cuando te despertaste, estabas enfadada y desorientada al mismo tiempo. Atribuimos aquello a las recientes experiencias que habías vivido. No mencionaste nada sobre una mujer llamada Françoise. Una vez me dieron una vuelta por los calabozos de Carcassonne, eso es cierto, pero hasta donde tengo conciencia, nadie murió aquella noche —cerró sus ojos un instante—. Ya fue bastante horrible sin eso.
—¡No lo soñé! —salté yo, cada vez más confusa—. ¿Estás diciendo que nunca has conocido a nadie con ese nombre?
—Una persona —repuso Louis-César con voz tranquila, aunque sus ojos bien podían haber encendido una cerilla—. Una joven gitana, la hija de uno de los guardias del castillo. Trabajaba como sirviente, creo que para costear los gastos de su boda con algún joven.
—¿Qué le ocurrió? —inquirí.
Louis-César parecía mareado.
—Nunca lo supe. Di por supuesto que su padre creyó que nos habíamos vuelto… demasiado íntimos y la había mandado a alguna otra parte. En aquellos días, yo tenía una cierta reputación y Françoise era una de las sirvientas que cuidaban de mí regularmente. Pero nunca la toqué. No quería que estuviera en mi cama ninguna mujer que no estuviese allí por voluntad propia. Y una sirvienta habría tenido pocas alternativas si yo hubiera… hecho algún avance. No la habría puesto en esa situación.
—¿Entonces por qué querría matarla nadie? —apunté.
Louis-César se sentó en el borde del sofá como si le hubiera sacudido un directo.
—Porque le tenía cariño. Le regalé un collar, una simple bagatela, pero es que no tenía ninguna joya y una belleza como la suya merecía llevar algún adorno. Y en dos ocasiones le di dinero, de nuevo sumas insignificantes, porque mis propios recursos no eran demasiado grandes por aquel entonces. Sólo pensaba en ayudarla en los gastos de su boda y compensarla por su amabilidad. Se lo debió decir a alguien, o quizá vieron que llevaba el collar y pensaron que… —Sus últimas palabras pareció decirlas para sí mismo.
Aquello no era de mucha ayuda.
—¿Por qué iban a matarla sólo porque te gustara? ¿A quién odiabas tanto?
Se inclinó, con los codos sobre las rodillas y el pelo ocultándole el rostro.
—Mi hermano —musitó con un quejido amargo—. Durante años trató de aterrorizarme para someterme.
—¿Puedes contarnos algo más sobre aquella visión, Cassie? —intervino Mircea con gesto muy serio—. Cualquier detalle podría ser vital.
—Creo que no —repliqué.
Me lo pensé un rato, mis facultades mentales no estaban en plenitud en aquel momento como para realizar una observación en profundidad, pero creía haber reparado en prácticamente todo.
—Sólo una cosa —añadí—. El carcelero usó un nombre extraño para referirse a mí, o a nosotros, quiero decir. M’sieur le Tour, o algo así.
Louis-César se movió bruscamente como si le hubiera golpeado.
—¿Es eso importante? —le preguntó Mircea.
El francés meneó la cabeza.
—No. Es sólo que… no había escuchado ese nombre en muchísimos años. En cierta ocasión me llamaron así, aunque normalmente no a la cara. La traducción sería «el hombre de la torre» y me lo decían porque a menudo estaba preso en alguna. Según el momento, también puede tener otros significados —añadió levemente.
Yo miré a Mircea, que parecía estar serio pero no hacía ningún comentario.
—Háblanos de tu segunda visión, dulceaţă.
Yo asentí, intentando ignorar el hecho de que mis pequeñas cartas del tarot estaban más preparadas que nunca. Llegué a la conclusión de que era mejor no mencionarlo. Louis-César había dicho que el nombre no era importante y no quería que me las quitaran.
—Está bien, pero no la comprendo tampoco. Normalmente, «veo» lo que ha pasado alguna vez o lo que va a pasar, pero es como verla tele, me limito a observar, eso es todo —señalé.
—Pero no es así últimamente.
Me revolví incómoda. No había tenido tiempo para procesar lo que me había ocurrido, así que ¿cómo se lo iba a explicar a otro?
—Ha sido… diferente desde hace más o menos un día. Quizá se deba a que estaba en el cuerpo de otra persona cuando me transporté por segunda vez. Nunca antes me había pasado algo así.
—¿No habías poseído a nadie antes de esta noche?
Era la voz de Pritkin y sonaba escéptica. Yo tenía ganas de ignorarle, pero también quería saber qué estaba ocurriendo.
—No. No sé cómo lo hice, pero cuando Billy Joe se metió dentro de mí…
—¿Billy Joe es el nombre de tu daimonion?
—No tengo ningún daimonion —irrumpí con brusquedad—. Por última vez, no soy una bruja, ¿vale? ¡No soy un demonio ni el puto hombre del saco! Soy una clarividente. ¿Sabes lo que es eso?
Quizá fue porque perdí los nervios, o quizá fue que el brazalete se acordaba de él y seguía guardándole rencor. Sea como fuere, sin mediar aviso, un par de cuchillos entrelazados, con un aspecto tan gaseoso e insustancial como Billy después de una noche loca, se me aparecieron delante de mí y volaron directos hacia él. No parecían reales, era más bien como si la luz hubiese cobrado forma, pero bastaron. No quería hacerle daño, pero según parecía el brazalete no pensaba lo mismo, porque las dagas se hundieron bien dentro del pecho. Pritkin soltó un grito y yo retrocedí instintivamente. Las dagas volvieron conmigo, atravesando la habitación de punta a punta para acabar desapareciendo en el brazalete.
—¡Lo siento! —grité, mientras observaba horrorizada como dos heridas de un color rojo brillante florecían en su pecho—. ¡No sabía que fuera a hacer eso!
Me miré la muñeca con asombro. Lo que había allí no debía ser capaz de hacer daño a un mago, pero el caso es que se había colado entre sus escudos como si simplemente no existieran.
—¿Dónde conseguiste eso? —preguntó Mircea mirando mi brazalete con interés.
—Yo, eh, me lo he encontrado, hace poco.
—¡Abandonó al mago oscuro para irse con ella! —rugió Pritkin con una voz endurecida por el dolor y una mirada que estaba clavada en mí llena de odio. Esta vez no podía culparle, la verdad—. Las armas oscuras son inconstantes; siempre se van a la fuente de poder más grande, para poder incrementar la suya propia.
Pritkin hizo un gesto de dolor y cayó sobre sus rodillas.
—¡Es peligrosa! —apostilló—. ¡Maligna!
Del pecho de Pritkin, que estaba tan destrozado como si le hubieran dado con armas de verdad, no dejaba de manar sangre. Le miré con pavor, sin acabarme de creer lo que había hecho. No me gustaba, pero matarle definitivamente no entraba en mis planes. Se rompió la camisa y respiró una bocanada de aire. Poco después, la dejó salir lentamente, farfullando algo. En pocos segundos, las heridas profundas de su pecho empezaron a cerrarse. Demasiado para un humano, se curó tan rápido como un vampiro.
—Entonces, sibila —dijo observándome con desprecio—, dices que eres humana. Y aun así, blandes un arma oscura, un arma que roba poder de sus oponentes y que se vuelve contra ellos. Las brujas oscuras luchan contigo y esta noche te he visto hacer algo que ni siquiera un mago oscuro podría haber hecho. Ni siquiera el Círculo Negro tiene el poder de robarle el cuerpo a nadie, ¡ni mucho menos el de un mago que está protegido contra ese tipo de cosas!
Pritkin agarró el pestillo de la puerta y se incorporó.
—Yo no lo robé… —protesté.
De nuevo me interrumpió con un gesto salvaje.
—Yo he visto algo parecido antes, una criatura que arrebata las vidas de los demás y las usa para su propio beneficio —vociferó.
Pritkin trató de atravesar la barrera de Tomas, pero sin éxito. Aquello pareció enfadarle aún más, así que siguió gritándome por encima del hombro de Tomas.
—¡Es la magia más oscura que existe, sólo los demonios más viles pueden acceder a ella! El círculo tenía razón al enviarme a por ti. Sabían que me daría cuenta de qué eres. ¿Cuántas vidas has arrebatado, sibila? ¿Cuántas muertes han hecho falta para sustentar tu existencia miserable?
Me puse de pie y Louis-César no hizo amago siquiera de detenerme.
—¡Me llamo Cassie Palmer! Tengo una partida de nacimiento que lo demuestra. No voy por ahí robando cuerpos. ¡No soy un puto demonio!
Miré a Mircea, que estaba observando toda la escena como la mayor parte de la gente vería una película que les está entreteniendo.
—¿Por qué tengo que repetirlo una y otra vez? —insistí.
Mircea se encogió de hombros.
—Yo llevo diciéndolo años, dulceaţă, y nadie me cree —respondió él.
Pritkin se aprovechó de mi distracción momentánea para lanzar un ataque. Su bandada de cuchillos mágicos salió de la nada y se fue directa hacia mí. No me esperaba el ataque, así que me quedé allí de pie como una idiota, con la boca bien abierta. Tomas se movió a la velocidad del rayo, pero no pudo coger más que dos de los cuchillos. Los otros dos lograron esquivar los aspavientos de sus brazos y se acercaron aún más hacia mí. No tenía tiempo de pensar, ni mucho menos de hacer nada para protegerme. Sentí que mi protección se encendía, pero no sabía si iba a poder con armas encantadas. Un segundo más tarde seguí sin saberlo, porque los cuchillos se clavaron en el torso del golem, que vibraba aún por el impacto. Me quedé mirándolo sin comprender qué pasaba, hasta que se me ocurrió pensar que quizá Pritkin había olvidado anular la orden que obligaba al golem a protegerme. Inmediatamente le rugió para que se apartara de en medio, pero por aquel entonces Tomas ya le había echado el guante.
No sé si Tomas no había tratado antes con magos de la guerra, pero lo que está claro es que a este lo había subestimado. Uno de los pequeños tubitos de Pritkin voló hacia la cabeza de Tomas, impregnándole con una sustancia roja que parecía sangre, pero quemaba como si fuera ácido. Tomas no le soltó, pero aquello se le había metido en los ojos y se había quedado momentáneamente ciego. Pritkin hizo un gesto extraño, como si sacudiese una cuerda invisible, y los dos cuchillos que se habían clavado en el golem volaron de vuelta hacia él. Uno de ellos se incrustó en la pierna de Tomas y el otro casi le rebana la muñeca izquierda. Tras eso, Tomas hincó una rodilla y Pritkin se las apañó para liberarse. Esquivó un cuchillo que le había lanzado Louis-César, saltó fuera del alcance de las extremidades de Tomas que intentaban alcanzarle y me apuntó con sus dos pistolas.
En ese momento no pensé; me limité a reaccionar, y probablemente fue eso lo que me salvó. Levanté la mano y dos cuchillos gaseosos salieron volando hacia Pritkin, arrancándole las pistolas de las manos en el momento en el que estaba disparando. Con todo, consiguió disparar varias balas, pero desaparecieron sin causar daños en la arcilla del golem. Me quedé mirándole con sorpresa. Con lo torpe y gigantesco que parecía, resultaba difícil creer que se podía mover tan rápido. En ese momento, su amo, enfurecido, le gritó una palabra y desapareció de inmediato. Un segundo más tarde, estaba en el otro extremo de la habitación batallando con Louis-César. El francés le ensartaba con el estoque una y otra vez, pero el golem no tenía órganos vitales a los que se le pudiera apuntar. Por su parte, Louis-César esquivaba sus golpes, aunque eran tan rápidos que yo apenas podía verlos. Con todo, aquella retahíla de viajes le obligaba a retroceder lentamente hacia la pared más alejada de la pelea con el mago.
Pritkin vociferó algo y se fue a por mí, con una granada en la palma. Tomas, que se abalanzó sobre él como si le hubieran disparado desde un cañón, se quedó congelado en el aire a medio camino y se acabó golpeando contra el suelo, donde se quedó, exánime. Medio segundo después, entendí por qué, cuando lo que parecía una mano gigante e invisible me sujetó a mí y a mi brazalete hasta dejarnos completamente inmóviles. Era un truco similar al que había empleado el mago oscuro, solo que en esta ocasión no había nadie para contrarrestarlo. Pritkin saltó por encima de Tomas y rodeó a Rafe, que también se encontraba atrapado por el hechizo. La sala entera era un retablo congelado y yo pude ver como una sonrisa lúgubre atravesaba la cara del mago. Sus ojos se encontraron con los míos y yo supe que aquel loco iba a matarme de verdad, incluso aunque para ello tuviese que morir él.
Sin embargo, Pritkin y yo misma nos habíamos olvidado de Mircea. Salió de la nada, como si fuera una mancha oscura que atravesó mi campo de visión, cogió al mago por banda, le rompió la muñeca y lanzó la granada por la ventana. Después, Mircea cogió a Pritkin por el cuello y le elevó por encima del suelo. Louis-César saltó por encima del sofá un segundo después, dejando atrás al golem hecho pedazos, pero vi en su rostro la sensación de que habría llegado tarde.
Yo seguía sin poder moverme, pero Raphael se las había ingeniado para destruir el conjuro y se estaba apartando un par de tubitos que se le habían alojado encima, utilizando el abrigo que Mircea había desechado para no tener que tocarlos. Entonces, la explosión de la granada sacudió la habitación, lo que provocó que cayeran trocitos de escayola del techo y que la gruesa cortina se viera atravesada por fragmentos de cristal que acabaron aterrizando en el suelo. La mano invisible acabó por liberarme y yo tosí, cayendo de nuevo hacia la silla, expeliendo el polvo de la escayola y sin poder escuchar casi nada por el atronador pitido que retumbaba en mis oídos.
Lancé una mirada feroz hacia Pritkin, pero estaba bien inmovilizado. Su arsenal era otra cosa, pero Louis-César había empezado a invocar algo que hizo que las piezas volantes acabaran pareciendo inofensivas. Rafe cogió dos tubos que planeaban delante de su cara y las colocó en la cesta de la chimenea después de tirar un arreglo floral seco por todo el artesonado. Cerró la tapa de mimbre y después recogió los trozos restantes del arsenal volante y los añadió a su colección. Pude ver cómo la tapa se movía ligeramente hacia arriba y hacia abajo como si los prisioneros intentaran salir de allí. Uno de los objetos que Rafe no había recogido intentó acercarse sigilosamente hacia mí, moviéndose lentamente por el suelo sin que nadie más se diese cuenta. Yo me quedé mirándole, preguntándome qué clase de defensa podría articular para que el cristal no se hiciera añicos y acabara empapándome de su contenido, pero mi brazalete sabía cómo combatir aquello mejor que yo. Levanté el brazo y envié un cuchillo para destrozar el tubito. El minúsculo recipiente se evaporó de un plumazo, dejando tan solo tras él un olor extraño y rancio.
La voz de Mircea era tranquila pero totalmente convincente.
—Suspéndelos, mago, o te demostraré sin problemas cómo se puede alimentar un vampiro a la vieja usanza.
Yo le creía, pero Pritkin parecía más obstinado, o más estúpido. La pistola se levantó del suelo por sí misma y me apuntó a mí.
—¡Adelante, pero me llevaré a vuestra zorra diablesa conmigo!
Louis-César saltó a por el arma y trató de desviar el tiro hacia arriba justo cuando se disparó. El tiro abrió un boquete en la chimenea que tenía a mis espaldas. Un par de centímetros más a la izquierda y yo habría acabado saltando en más pedazos que el golem. Una lluvia de ladrillo y mortero se unió a la nube de polvo, y unos cuantos trocitos voladores me salpicaron la piel de rasguños. Yo gritaba y un segundo después fue como si un huracán hubiese entrado en la habitación. A través de la tormenta de polvo y escombros que se arremolinaba en torno a nosotros pude ver cómo a Mircea se le había despegado la máscara jovial que llevaba encima y cómo en su rostro se había abierto paso una imagen asilvestrada. Ya había visto a otros vampiros sin el lustre humano, pero desde luego no tenían aquel aspecto. Era horrible y hermoso a la vez, con una piel brillante de alabastro, colmillos de casi tres centímetros y ojos de lava líquida flameante.
El viento empujó a Pritkin contra la pared y la fuerza con la que se golpeó hizo que la expresión de su rostro se distorsionara ferozmente. Su visión, sin embargo, no se había visto afectada y la expresión que tenía en los ojos dejaba claro que no se había imaginado qué había detrás de esa fachada perfecta. ¿Qué se había creído, que los miembros del Senado eran lo que eran gracias a la caridad? Yo estaba sorprendida de que aquel hombre hubiera durado tanto.
—Cassandra es mía —le advirtió Mircea con un tono de voz que podría haber servido para fundir vidrio—. Ponle la mano encima otra vez y, círculo o no, te daré tu merecido y me aseguraré de que te pasas el resto de la eternidad implorando tu muerte.
—¡Mircea! —gritó Louis-César sin intentar tocarle, pero con una voz que atravesó la tormenta como agua hirviendo abriéndose paso entre la nieve—. Por favor, sabes cuál es la situación. Hay otras maneras de tratar con él.
El viento amainó lentamente y me di cuenta de que estaba temblando por el exceso de adrenalina. Me incorporé sobre mis piernas temblorosas y caminé hacia donde estaba Pritkin que seguía estando aún prisionero contra la pared por el influjo de Mircea, pero que ya no parecía estar en peligro de atravesarlo en cualquier momento. Unos cuantos hilillos de sangre descendieron por mi cara para morir en el cuello de la bata, pero decidí ignorarlos. Comparado con lo que le había ocurrido a Tomas, yo había salido sorprendentemente bien librada. Una versión bastante maltratada de mi antiguo compañero de piso estaba cacheando a Pritkin para ver si le quedaban más armas. La muñeca de Tomas ya había empezado a soldarse. Los tendones y los ligamentos se le estaban volviendo a unir delante de mis propios ojos, pero su cara era una masa de carne escaldada en medio de la cual solo un ojo parecía funcionar correctamente. Me entraron escalofríos al ver su expresión, que dejaba ver a las claras que la única razón por la que el mago no estaba todavía muerto era porque Tomas aún no había decidido qué método de ejecución le iba a doler más.
Miré a Mircea y su rostro no era mucho más reconfortante. El hombre que yo había conocido siempre había tenido una presencia comedida y casi dulce, contaba historias enrevesadas y chistes horribles, le encantaba vestirse bien y no le importaba jugar interminables partidas de damas con una niña caprichosa de once años. Yo no era tan inocente como Pritkin, sabía que la verdad era mucho más compleja. Mircea se había criado en una corte en la que el asesinato y la crueldad estaban a la orden del día, con un padre que había intercambiado a dos de sus hijos por un tratado que no tenía intención de respetar y habiendo sufrido una tortura que le habría conducido a una muerte horrible si la gitana no le hubiese encontrado antes. Ese tipo de cosas no dejan mucho espacio a la compasión. Aun así, había un lado dulce en él, ¿no? Sinceramente, ya no estaba segura.
Siendo niña, nunca le había visto como una amenaza de ningún tipo. Había sido el Mircea sereno y amable de ojos marrones sonrientes y ligeramente arrugados en sus extremos. Resultaba difícil conciliar la imagen de aquella persona con lo que estaba viendo en ese momento. ¿Estaba ese aspecto aterrador siempre ahí, latiendo debajo de la superficie, y simplemente es que había estado ciega todo este tiempo? Ahora lo podía ver bien y aquello me creaba un problema. Con todo lo que me desagradaba Pritkin, tampoco lo quería ver muerto. Podía estar, o mejor, estaba loco, pero le necesitaba para que me explicase lo que me estaba ocurriendo, o para contactar con alguien que pudiera saberlo. Al fin y al cabo no sabía de mucha más gente a quien pudiera preguntar.
—No le mates, Mircea —le pedí.
—No tenemos intención alguna de matarle, mademoiselle —respondió Louis-César, aunque sin quitarle un ojo de encima a su colega.
Tomas había acabado de despojar al mago de sus armas, al menos de las que podíamos ver. Tenía la sensación de que seguían quedándole un montón disponibles y mi brazalete parecía estar de acuerdo. Ardía cálido en mi muñeca y parecía más pesado que hacía unos minutos. Me hubiese gustado quitármelo, porque empezaba a asustarme, pero no era el mejor momento.
—Por lo que a esta noche respecta, ya estamos en guerra con el Círculo Oscuro; no tenemos deseo alguno de enfrentarnos también a la Luz.
—Ten cuidado —espetó Rafe detrás de mí—. Asegúrate de que está completamente desarmado.
—Es un mago de la guerra —dijo Mircea con rotundidad—. Nunca está desarmado.
—Hasta que esté muerto —añadió Tomas.
Me di cuenta de que seguía blandiendo un cuchillo en su mano buena. Se movió como un rayo, supongo que le agradaba la ironía de matar a Pritkin con su propia arma, pero Louis-César fue una fracción más rápido. Su mano atrapó la muñeca de Tomas cuando estaba a milímetros del pecho de Pritkin.
—¡Tomas! ¡No permitiré que provoques una guerra!
—Si dais cobijo a esa cosa —advirtió Pritkin con desdén mirando hacia mí— estaréis en guerra con nosotros os guste o no. Se me envió aquí para descubrir qué era y para lidiar con ella si representaba una amenaza. Esperaba encontrarme una simple casandra, una sibila caída, pero esto es mucho peor de lo que había previsto. Y lo que sé yo, lo sabe el círculo. Si no la mato yo, podéis esperar una docena, qué digo, un centenar más que vendrán a suplir mi lugar.
Pritkin se detuvo un segundo y me miró y si las miradas pudieran matar, se podría decir que ya le habría ahorrado al círculo las molestias.
—Me he enfrentado a una de estas cosas antes —añadió—. Sé lo que pueden hacer y no dejaré que ésta siga con vida.
Arremetió contra mí de nuevo, pero en esta ocasión lo único que consiguió fue estar a punto de estrangularse, porque la sujeción invisible de Mircea era como un guante de acero. Era extraño, porque la cara de Mircea había recuperado su expresión plácida de siempre. Los ojos no mostraban más que un vago interés, las mejillas tenían su color habitual y una ligera sonrisa curvaba sus labios. Ya no había sitio para la rabia incandescente de antes. Yo sentí escalofríos. Habilidades de interpretación como aquellas me preocupaban. Volví a centrar mi atención en el mago y llegué a la conclusión de que la única persona de la que estaba segura que no me estaba engañando era precisamente el tipo que me había intentado matar. Estupendo.
—No soy una cosa —le repliqué, siempre a una distancia de seguridad—. No sé qué es lo que crees que está pasando aquí, pero no soy una amenaza para ti.
Él soltó una carcajada, que sonó bastante ahogada teniendo en cuenta las circunstancias.
—Claro que no. Soy demasiado viejo como para que una lamia se interese por mí. A la que conseguí matar la encontré siguiendo el rastro de los cadáveres de veinte bebés. Era eso lo que usaba para sustentar la abominación que era su vida. No permitiré que vuelva a ocurrir algo así.
Traté de contener mi furia y me volví hacia la ventana, apartando la espesa cortina para poder ver un paisaje plano y rojizo contra un cielo azul pálido. Un grupo de gente bastante numeroso se había congregado alrededor del boquete que había dejado la granada, pero nadie se preocupaba por nosotros. Me volví a dar la vuelta para encontrarme con aquel rostro lleno de odio.
—¿Y si te equivocas y no soy un ente maligno? ¿No preferirías estar seguro antes de matarme? —apunté.
—Ya estoy seguro. No hay ningún humano que pueda hacer lo que has hecho tú. No es posible —repuso Pritkin.
—Hace unos días habría estado de acuerdo contigo. Ahora pienso de manera diferente.
Me resultaba difícil encontrar sus ojos, nunca había tenido delante a nadie que me estuviese mirando con ese nivel de odio. Tony quería matarme, pero habría apostado a que si alguna vez me atrapaba sus ojos no tendrían aquel aspecto. Él me miraba como una pesada de primera y como un medio para sellar chollos, pero no como la encarnación del mal. Incluso sabiendo que Pritkin estaba equivocado, yo me sentía culpable y aquello me sacaba de mis casillas más que el ataque físico que me había lanzado antes. Al fin y al cabo, la lunática homicida no era yo.
—Dices que has cazado cosas como ésta antes. ¿No hay ninguna clase de prueba que utilizases para asegurarte de que no te equivocabas? ¿O te limitas a matar a cualquier sospechoso que se te cruce por delante? —insistí.
—Hay pruebas —dijo Pritkin rechinando los dientes como si el mero hecho de hablar conmigo fuese ya de por sí una tortura—. Pero a tus aliados vampiros no les gustan. Tienen que ver con el agua bendita y las cruces.
Yo miré a Mircea completamente sorprendida y él entornó los ojos y levantó las cejas como si también estuviera asombrado. ¿Qué coño habría estado leyendo Pritkin? ¿Al puto Bram Stoker? Quizá a los demonios les asustaban las cosas sagradas, pero a los vampiros ciertamente no. El escudo de armas de Mircea lucía un dragón, el símbolo del valor, abrazando una cruz, señal del catolicismo de la familia. El emblema adornaba la pared que estaba detrás del asiento de Mircea en el Senado, pero supongo que Pritkin había estado tan ocupado en mirarme a mí que no había reparado en esos detalles. Pensé en darle una lección sobre el vampirismo entendido como una especie de licantropía, en cuanto que podía considerarse una disfunción metafísica. Sin embargo, tenía mis dudas de que se fuera a creerme si le contaba que las leyendas que aseguraban que cada vampiro anidaba en su interior un demonio no eran sino fruto de la histeria de la Edad Media. Pritkin parecía ver demonios por todas partes, los hubiera o no. Lo único del arsenal de armas proyectado por Hollywood que realmente funcionaba contra los vampiros era la luz del sol, contra los más jóvenes, en todo caso, las estacas y el ajo; y este último sólo servía si formaba parte de una protección de defensa. El mero hecho de colgarlo en una puerta no tendría ningún efecto; joder, si a Tony le encantaba comerlo en las brochetas con un poco de aceite de oliva.
Mircea no estaba siendo de ayuda; lo único que hacía era sonreírme abiertamente.
—Y, debo añadir, siempre he creído que las cosas que menos me gustan son el mal vino y la moda hortera —agregó, dirigiéndome una sonrisa tolerante al ver mi expresión—. Muy bien, dulceaţă. Creo que podremos encontrar unas cuantas cruces por aquí. Y, si no estoy equivocado, Rafe tiene en su poder en este preciso momento unos cuantos tubos con agua bendita.
Rafe dio un paso al frente con su caja. Sonaba como si dentro hubiera un montón de frijoles saltarines mexicanos intentando salir a toda costa, y todos nos quedamos mirándola con recelo.
—Yo no estoy de acuerdo con esto —irrumpió Tomas—. La Cónsul me encargó mantener a Cassie a salvo. ¿Y qué pasa si está mintiendo y esas cosas contienen ácido o explosivos? Ya sabéis que no podemos fiarnos de él.
—Nunca te fíes de un mago —suscribió Rafe, como si estuviese citando a alguien.
—Le pondremos a prueba —sentenció Louis-César.
Acto seguido extrajo un tubito con tanta rapidez que no tuve tiempo de detenerle. No le echó el contenido por encima como me había temido en parte, sino que sujetó el tubito aún con el tapón puesto debajo de la nariz de Pritkin.
—Estoy a punto de derramar esto por encima de tu brazo. Si no es seguro que lo haga, más te vale que me avises ahora —le advirtió.
Pritkin ignoró sus palabras, su mirada seguía fija en mí, como si estuviese más preocupado por lo que pudiera hacer que por estar en una habitación llena de maestros vampiros. No había estado con ellos el tiempo suficiente como para entender esa clase de matices. Louis-César simplemente había dicho que no le matarían, pero eso dejaba aún abiertas un montón de posibilidades. Yo estaba preocupada, pero Pritkin estaba tan ocupado lanzándome la mirada de la muerte que apenas se enteró de que el bote se abría y unas pocas gotas de un líquido incoloro caían sobre su piel. Todos nos quedamos mirando como si esperáramos que su brazo empezara a fundirse, pero no pasó nada. Louis-César llegó hasta donde estaba yo, pero Tomas le agarró por la muñeca.
Los ojos del francés soltaron un brillo plateado.
—Ten cuidado, Tomas —dijo levemente—. Esta vez no estás poseído.
Tomas ignoró la advertencia.
—Eso podría ser veneno, podría ser que hubiera tomado el antídoto o que estuviese deseando morir con ella. No permitiré que se le haga daño —avisó Tomas.
—Yo asumiré la responsabilidad ante la Cónsul si ocurre algo —repuso Louis-César.
—No me importa la Cónsul.
—Entonces más te valdría preocuparte por mí.
En ese momento empezaron a surgir dos flancos de energía resplandeciente, suficientemente fuertes como para erizarme el vello del brazo y hacer que mi brazalete volviese a danzar contra mi piel.
—¡Basta! —gritó Mircea, y al agitar su mano la energía de la sala se marchitó considerablemente. Tras esto, le arrebató el tubito de las manos al francés y lo olfateó con delicadeza.
—Agua, Tomas, es sólo agua, nada más —añadió, acercándomela. Yo la cogí antes de que Tomas pudiese decir nada.
Yo me fiaba de Mircea y además, ni mi brazalete ni mi protección reaccionaban contra aquello.
—Está bien —apunté.
—¡No! —dijo Tomas abalanzándose hacia el bote, pero Louis-César se lo apartó.
Miré a Pritkin, quien a su vez me miraba con avidez.
—¡Salud!
Me tragué todo el contenido del tubo. Como había dicho Mircea, no era más que agua, un poco pasada si acaso. Pritkin me miró, como si esperase que empezara salirme humo por las orejas o algo.
—¿Satisfecho? ¿O todavía quieres colgarme unas cuantas cruces del cuello?
—¿Qué eres? —susurró.
Volví hacia donde estaba la silla, pero estaba cubierta por polvo de ladrillo, así que opté por sentarme en el sofá. La ventana se había hecho añicos porque estaba cerrada cuando Mircea arrojó la granada, así que primero tuve que limpiar los trocitos de cristal del suelo. Más le valía a Pritkin tener algunas respuestas, porque me estaba poniendo de los nervios de verdad.
—Alguien que está cansada, aburrida y hasta las narices de ti —respondí yo con total sinceridad.
Mircea soltó una carcajada.
—No has cambiado, dulceaţă.
Pritkin se me quedó mirando y parte de esa furia horrible desapareció de su cara.
—No lo entiendo. No puedes haberte bebido agua bendita y no mostrar reacción alguna si eres un demonio. Pero tampoco puedes ser humana y hacer lo que te he visto hacer.
Mircea se posó en el sofá después de limpiar cuidadosamente el polvo con su pañuelo. Acto seguido cogió uno de mis pies desnudos y empezó a masajearlo. De repente me sentí mucho mejor.
—He aprendido, mago Pritkin, que nunca se debe decir nunca en este mundo —señalé mientras Pritkin me miraba con una expresión irónica—. Porque precisamente lo que el mundo se empeña en decirnos es que lo que nosotros afirmamos con más énfasis puede no ser cierto.
Louis-César me miraba expectante y yo asentí con la cabeza.
—Seh, lo sé. Si la gente deja de intentar matarme un momento, te hablaré de Françoise, al menos te contaré lo que sé.
Rápidamente expliqué lo que me había sucedido en mi segundo viaje, con todos los detalles que podía recordar sin mencionar que una bruja del siglo diecisiete aparecía vagando alrededor de Las Vegas. No quería que mi celda, si es que acababa metida en una, tuviese paredes acolchadas.
—Eso es aproximadamente lo que dijo Tomas —comentó Louis-César cuando terminé—. Pero no es eso lo que recuerdo yo.
—Lo cual nos deja tres posibilidades —apuntó Mircea señalándolas con sus dedos—. Que tanto Tomas como Cassandra estén mintiendo por no se sabe muy bien qué, que ambos tuvieran la misma alucinación al mismo tiempo, o que estén diciendo la verdad. Y lo cierto es que no huelo a mentira en ninguno de los dos —Mircea miró entonces a Louis-César, que asentía con la cabeza—. Y, ¿es preciso que señale lo absurdo de una alucinación dual con tal lujo de detalles sobre acontecimientos que ninguno de los dos podría conocer pues no estuvieron presentes en ellos?
—Lo que nos conduce a pensar que dicen la verdad —añadió Louis-César con un suspiro que sonó de alivio—. Lo cual significa…
—Que han cambiado la historia —concluyó Mircea por él.