La Falsa Luz
El decimoctavo de Parthis, en el septuagésimo octavo año de Aza Guilla; un húmedo verano camorrí. Toda la ciudad tiene resaca, también el cielo.
La cálida lluvia cae formando cortinas de agua, salpicando y desprendiendo vapor. En esas capas que son como espejos traslúcidos a la deriva, el agua captura el trémulo arrebol de la Falsa Luz y crea obras de arte en el aire que apenas duran unos segundos, mientras los hombres echan pestes porque se mojan la cabeza.
—¡Sargento de la Guardia! ¡Sargento Vidrik!
El hombre que gritaba cerca del puesto de guardia que se encuentra en el extremo sur del Estrecho era otro guardia. Vidrik pegó su macilento y gastado rostro a la ventana que se encontraba al lado de la puerta de la chabola, y recibió como premio una bocanada de vapor en la frente. Un trueno resonó en lo alto.
—¿Qué sucede, hijo?
El guardia se acercó bajo la lluvia; era Constanzo, el nuevo reemplazo que había llegado de la Esquina Norte. Llevaba un asno apaciguado que tiraba de una carreta descubierta, seguido por otros dos casacas amarillas. Se cubrían con unos capotes encerados y tenían un aspecto miserable, lo cual indicaba que eran gente sensata.
—Hemos encontrado algo, sargento —dijo Constanzo—, algo que es muy extraño.
Varios equipos de casacas amarillas y de casacas negras llevaban peinando el sur de Camorr desde la noche anterior; había corrido el rumor de un intento de asesinato en el Alcance del Cuervo. Sólo los dioses sabían por qué la Araña y sus muchachos habían comenzado a levantar las piedras de los distritos de las Heces y de la Lluvia de Ceniza, pues Vidrik no se había enterado de «por qué» ni de «para qué».
—Define «muy extraño» —exclamó mientras se ponía un capote encerado y se cubría con su capucha. Salió bajo la lluvia y se acercó a donde estaba la carreta con el asno, haciendo una seña con la mano a los dos hombres que se encontraban detrás de él. Uno de ellos le debía dos barones de la partida de dados de la semana anterior.
—Eche un vistazo —dijo Constanzo, recogiendo la manta mojada que cubría la carga. Debajo de ella se encontraba un hombre bastante joven y muy pálido, con calvicie prematura y algo de pelusa en las mejillas. Estaba muy bien vestido con una casaca gris de puños rojos, toda manchada de sangre.
Aunque el hombre estaba vivo, apretaba sus manos sin dedos contra sus mejillas mientras miraba a Vidrik con ojos de loco.
—¡Mahhhhh! —gimió cuando la lluvia cayó sobre su cabeza—. ¡Maaaaaaaaah!
Le habían cortado la lengua; una cicatriz oscura delimitaba el muñón que tenía en el fondo de la boca, el cual aún rezumaba sangre.
—¡MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
—Joder, por el amor de Perelandro —dijo Vidrik—. Dime qué tiene en las muñecas, porque no lo veo bien.
—Es un mago mercenario, sargento —explicó Constanzo—, o lo era —volvió a cubrir el rostro del hombre con la manta y se arrebujó en su capote—. Había más cosas dentro. ¿Quiere echarles un vistazo?
Vidrik condujo a Constanzo al interior de su chabola. Los dos hombres se echaron las capuchas hacia atrás pero no se quitaron los capotes. Constanzo extrajo del suyo un pergamino doblado.
—Encontramos a este tipo en la Lluvia de Ceniza, lo habían dejado atado al suelo —dijo—. Era algo endiabladamente extraño. El pergamino estaba encima de su pecho.
Vidrik tomó el pergamino y lo abrió para leerlo. Decía así:
A LA ATENCIÓN PERSONAL DE LA ARAÑA DEL DUQUE:
DEVOLVER A KARTHAIN.
—Por los dioses —dijo—. Un auténtico mago mercenario de Karthain. Es como si el mensaje quisiera desanimar a sus amigos para que visitaran Camorr.
—¿Qué hacemos con él, sargento?
Vidrik suspiró, dobló el pergamino y se lo devolvió a Constanzo.
—Pasar la pelota, muchacho —dijo—. Le pasaremos la pelota al escalón superior de la cadena de mando y olvidaremos lo que hemos visto. Llevadlo al Palacio de la Paciencia y que otro decida lo que hay que hacer.
La Falsa Luz brillaba sobre las aguas de la bahía de Camorr, agitadas por la lluvia, mientras doña Angiavesta Vorchenza, Condesa Viuda del Cristal de Ámbar, estaba de pie en los muelles, cubierta con un capote encerado forrado de piel, observando cómo, debajo de donde se encontraba, varios equipos de hombres armados con pértigas de madera sondeaban una barcaza llena de porquería que se había empapado de agua. El hedor llamaba poderosamente la atención.
—Lo siento, mi señora —dijo el sargento de la Guardia, que se encontraba a su izquierda—, podemos asegurar que no hay nada en las otras dos barcazas, y con ésta llevamos ya seis horas. Dudo sinceramente que podamos dar con algo, aunque, por supuesto, seguiremos intentándolo.
Doña Angiavesta suspiró profundamente y se volvió para mirar el carruaje que, tirado por cuatro garañones negros y provisto de luces alquímicas de posición con los colores de la casa de Vorchenza, se encontraba detrás de ella. Tenía abierta la puerta… los Salvara y el capitán Reynart, sentados dentro, la miraban. Les hizo una seña para que se reunieran con ella.
Reynart fue el primero que llegó a su lado; como de costumbre no llevaba capote y, con gran estoicismo, soportaba la fuerte lluvia sin pestañear. Los Salvara sí se habían protegido de lo que les caía encima; Lorenzo sujetaba una sombrilla de seda para que su esposa no se mojase.
—Dejadme adivinarlo —dijo Reynart—, sólo han encontrado mierda.
—Me temo que así sea —dijo doña Angiavesta—. Gracias por el tiempo que le hemos hecho perder, sargento; puede irse. Y dígaselo a los suyos que están fuera de la barcaza. No creo que vayamos a necesitarlos por ahora.
Cuando los casacas amarillas abandonaron el muelle, sujetando con mucho cuidado las pértigas de madera que llevaban al hombro y muy aliviados por poder irse, dio la impresión de que doña Angiavesta se sobresaltaba y se quedaba sin aliento. Se llevó las manos a la cara y se inclinó hacia delante.
—¡Doña Angiavesta! —exclamó Sofía, casi saltando hacia ella para evitar que se cayera. Cuando todos la rodearon de cerca, ella se irguió repentinamente y rió, aspirando bocanadas de aire en medio de las carcajadas que le sobrevenían. Aún temblando, golpeó el aire que tenía ante sí con sus pequeños puños.
—Oh, dioses —dijo, atragantándose—, oh, es demasiado.
—¿Qué es demasiado, doña Angiavesta? ¿Qué os sucede? —Reynart la acababa de coger del brazo y la escrutaba con la mirada.
—El dinero, Stephen —dijo, riendo entre dientes—. El dinero jamás estuvo en este lugar. Ese pequeño bastardo nos ha hecho escarbar en las barcazas llenas de mierda por pura diversión. El dinero estaba a bordo de la Satisfacción.
—¿Cómo habéis llegado a esa suposición?
—¿No es evidente? No sé cómo no he podido comprenderlo a tiempo. Que los dioses bendigan, y también maldigan, la perspicacia de las primeras intenciones. Capa Raza envió suministros de caridad al barco de la plaga, ¿estamos de acuerdo?
—Sí.
—Pero no se trataba de un acto de caridad sino de llevar toda su fortuna a la fragata.
—¿A un barco que estaba en cuarentena? —comentó doña Sofía—. Eso no le habría hecho ningún bien.
—No, si no sufría la plaga —dijo doña Angiavesta—. Lo de la plaga sólo era un cuento.
—Pero ¿por qué insistió tanto Lukas en que hundiéramos el barco? ¿Sólo por resentimiento? ¿Si no podía ser para él, que no fuera para nadie? —preguntó don Lorenzo.
—Se llamaba Callas, querido Lorenzo, Tavrin Callas.
—Se llamara como se llamase, cariño —replicó Lorenzo—. Cincuenta y cinco mil coronas más la fortuna de Barsavi. Es muchísimo dinero para que se pierda definitivamente.
—En efecto —dijo doña Angiavesta—, y él nos reveló sus intenciones cuando le teníamos preso. No sé cómo he podido ser tan necia.
—Me temo —dijo doña Sofía—, y hablo por todos nosotros, que no la seguimos.
—La Espina confesó que era sacerdote del Decimotercero —dijo Angiavesta—, una herejía, el Decimotercero Sin Nombre, el Guardián Avieso, el dios de los ladrones y de los malhechores. «Por amor al decoro», dijo él, «por amor al decoro». Lo dijo a propósito.
Y lanzó otra risotada y se mordió los nudillos para contenerse.
—Oh, dioses. Anatolius mató a tres de sus amigos, ¿no lo comprendéis? Ese barco no suponía ningún peligro, no hacía falta hundirlo para salvar a Camorr. Era una ofrenda de muerte, Stephen, una ofrenda de muerte.
Reynart se golpeó en la frente con la palma de una de sus manos, salpicando agua.
—Sí —prosiguió doña Angiavesta—, una ofrenda de muerte. Y yo, ni corta ni perezosa, hundí el barco por él, y ahora se encuentra a una profundidad de sesenta brazas, en unas aguas infestadas de tiburones.
—¿Entonces… todo nuestro dinero se encuentra a ciento veinte metros de profundidad, en el fondo del Puerto Viejo?
—Me temo que así sea —respondió doña Angiavesta.
—Ah… ¿y qué vamos a hacer ahora?
Doña Angiavesta suspiró y meditó durante unos segundos.
—Lo primero —respondió cuando volvió a mirar a los Salvara—, declarar secreto del Ducado de Camorr todo lo relacionado con este asunto; os conmino a que guardéis silencio. La Espina de Camorr es un mito; el dinero supuestamente robado, jamás existió; la Araña del Duque jamás se interesó formalmente en este asunto.
—Pero, cuando entraron en nuestra casa disfrazados de Merodeadores de la Medianoche, le dijeron a Lorenzo que así era como la Espina mantenía a salvo su existencia —dijo doña Sofía.
—Sí —corroboró su marido—. Uno de los falsos Merodeadores me dijo específicamente que la Espina aprovechaba la vergüenza de sus víctimas para que sus potenciales víctimas no se enteraran de su existencia, y no creo que, al menos esa parte, fuera mentira.
—Seguro que no lo era —dijo doña Angiavesta—. Pero eso es justamente lo que vamos a hacer. A su debido tiempo comprenderéis que, por amor a la honestidad, un estado como el nuestro no puede permitirse el mostrar ninguna debilidad; el duque Nicovante me encomienda su seguridad, no su conciencia.
Los Salvara se la quedaron mirando, sin decir nada.
—Oh, no os deprimáis —añadió—, vuestro auténtico castigo por haberos inmiscuido en este desbarajuste aún no ha comenzado. Regresad conmigo al Cristal de Ámbar y discutiremos la pena.
—¿Nuestro castigo, doña Angiavesta? —dijo Lorenzo, bastante enfadado—. ¡Nuestro castigo asciende a casi diecisiete mil coronas! ¿No es suficiente?
—Creo que no —dijo doña Angiavesta—; ya he decidido quién heredará el título de Condesa del Cristal de Ámbar cuando su actual titular pase a mejor vida —hizo una pausa y luego añadió—: O mejor debiera decir quiénes serán el Conde y la Condesa del Cristal de Ámbar.
—¿Cómo? —Sofia chilló como una niña de ocho años, una niña particularmente chillona de ocho años que estuviera acostumbrada a chillar muy alto.
—No es una bendición —dijo doña Angiavesta—, sino un trabajo.
—No podéis hablar en serio —dijo don Lorenzo—. Hay dos docenas de familias en las Alcegrante con mayores rangos y honores que nosotros; el Duque jamás aceptará que seamos vuestros herederos.
—Creo que conozco al duque Nicovante un poco mejor que tú, muchacho —dijo doña Angiavesta—, y considero que debo ser yo quien nombre a mis herederos.
—Pero… el trabajo —dijo Sofía—, os referís a…
—Claro, Sofía. No viviré para siempre. Cada vez que un asunto como éste aterriza encima de mi regazo, caigo rápidamente en la cuenta de que no quiero vivir para siempre. Que otro juegue a ser la Araña; durante todos estos años hemos dejado que todo el mundo creyera que este oficio estaba a cargo de un hombre. Ahora seguiremos engañándolos al pasárselo a dos personas.
Acercó su brazo al de Reynart y permitió que éste la llevara a su carruaje.
—Dispondréis de Reynart para que os ayude y dirija vuestras operaciones; será el enlace entre vosotros dos y los Merodeadores de la Medianoche. Ambos tenéis una inteligencia aceptablemente maleable. Con unos pocos años más puedo asegurar que le habré dado la forma que necesito.
—¿Y entonces? —preguntó doña Sofía.
—Entonces, querida, los que tengan que enfrentarse a estas malditas crisis seréis vosotros —doña Angiavesta suspiró—. Los viejos pecados jamás se entierran tan profundo que no vuelvan cuando uno menos se lo espera. Y de tal suerte, el bienestar de Camorr lo pagaréis con la moneda de vuestra propia conciencia, que irá menguando año tras año hasta que al final ya no quede nada de ella.
—¡Maese Lamora, esto es de todo punto inaceptable!
Bajo la Falsa Luz, el mar era un campo de gris y de verde, azotado por las mismas olas que azotaban el galeón Ganancia Dorada, con rumbo a Tal Verrar después de hacer escala en Talisham, uno de los dos navíos que aquella tarde habían zarpado de Camorr. El viento gemía en los obenques y en las velas del viejo navío, y los marineros enfundados en capotes encerados se apresuraban yendo y viniendo, musitando oraciones a Iono, Señor de las Aguas Codiciosas.
Locke Lamora descansaba sobre un montón de cajas cubiertas con lonas, encima de la parte del puente de popa que se proyectaba hacia fuera, arropado con unas mantas cubiertas por telas enceradas que a su vez estaban cubiertas por unas lonas, lo cual le hacía parecer un rollito de salchicha. Nada de él era visible, excepto su rostro anormalmente pálido (y muy magullado) que sobresalía de tantas capas de tela. Jean Tannen se sentaba a su lado, cubriéndose de la lluvia, aunque no tan inmóvil como él.
—Maese Ibelius —dijo Locke con voz muy débil y nasal, a causa de la nariz rota—, siempre que abandoné Camorr lo hice por tierra. Así que esto es una novedad… Me gustaría verla por última vez.
—Casi se está muriendo, maese Lamora —dijo Ibelius—; es una locura que ande haciendo travesuras por el puente con este tiempo.
—Ibelius —dijo Jean—, si Locke estuviera haciendo travesuras por aquí, los cadáveres buscarían trabajo como acróbatas. ¿Podemos tener un momento de paz?
—¿Para librarse de las atenciones que ayer le mantuvieron con vida? Claro que sí, mis jóvenes señores…, disfruten de la perspectiva del mar ¡y aténganse a las consecuencias!
Y, con estas palabras y pisando muy fuerte, Ibelius abandonó el puente que no dejaba de moverse, inhabituado como estaba a vivir en el mar.
Camorr decrecía de tamaño ante ellos, desvaneciéndose gradualmente entre las cortinas de agua que se movían de un lado para otro. La Falsa Luz se elevó por encima de la ciudad baja como si un aura cabalgara las olas; las Cinco Torres resplandecían espectrales bajo los cielos revueltos. Fue como si la estela del galeón se volviera fosforescente, como si generase por sí misma la Falsa Luz.
Ambos se sentaron en el puente de popa y vieron cómo el oscuro horizonte engullía la ciudad que dejaban atrás.
—Lo siento, Locke —dijo Jean—, lamento no haber podido serte de más ayuda al final.
—¿De qué puñetas hablas? Mataste a Cheryn y a Raiza; yo jamás hubiera podido hacerlo. Me sacaste de la Tumba Flotante. Me llevaste a rastras ante Ibelius para que me aplicara otra asquerosa cataplasma por todo el cuerpo. Si descontamos lo de la cataplasma, ¿de qué tienes que disculparte?
—Me encuentro en desventaja —dijo—. Por mi nombre. He estado empleando mi auténtico nombre toda mi vida sin pensar que podía pasarme algo malo por usarlo.
—¿Te refieres al mago mercenario? Jean, por los dioses. Adopta un nombre falso en cuanto lleguemos a donde vayamos. Tavrin Callas no está mal. Deja que el bastardo aparezca repentinamente en el lugar donde desembarquemos; la Orden de Aza Guilla se sentirá muy contenta de explicar el milagro.
—Intenté matarte, Locke. Lo siento… pero no podía hacer nada por evitarlo.
—No intentaste matarme, Jean. Fue el halconero. No podías hacer nada por evitarlo. Dioses, soy el único de los dos que tiene el brazo abierto y el hombro taladrado y tú eres el que está alicaído. ¡Es demasiado!
Un trueno retumbó por encima de las nubes, seguido por unas órdenes que alguien daba a gritos desde el puente de proa.
—Jean —dijo Locke—, eres el amigo más grande que jamás me hubiera imaginado que tendría; te debo tantas veces la vida que ya he perdido la cuenta. Antes preferiría morirme que perderte, pues eres todo lo que yo no soy.
Jean no dijo nada durante varios minutos; ambos miraron hacia el norte del Mar de Hierro mientras las crestas de las olas se azotaban las unas a las otras cada vez más deprisa.
—Lo siento —dijo Jean—, siempre me pierde la boca. Gracias, Locke.
—Bueno, celebrémoslo —dijo Locke—. Al menos tienes más movilidad que un jodido renacuajo en tierra firme. Mira mi pequeño castillo de tela encerada —y suspiró. No tenían dinero—. Así que ésta es la sensación que trae la victoria.
—Sí —dijo Jean.
—Pues vaya mierda —dijo Locke.
Y pasaron otro minuto más en silencio, bajo la lluvia.
—Locke —dijo Jean al fin, un tanto vacilante.
—¿Sí?
—Si no te molesta mi pregunta…, ¿cuál es tu auténtico nombre?
—Oh, dioses —Locke sonrió casi sin fuerzas—, ¿es que uno no puede tener secretos?
—Tú sabes el mío.
—Sí, pero es que tú sólo tenías ése.
—No es justo.
—Oh, vaya —dijo Locke—. Ven aquí.
Jean se dejó caer en la pila de cajas sobre la que descansaba Locke y se agachó. Locke le susurró cinco sílabas al oído y Jean abrió unos ojos como platos.
—Ya lo comprendo —dijo—, yo también me hubiera cambiado ese nombre por el de Locke.
—Dímelo a mí.
El galeón siguió hacia el sur, adelantándose a los vientos de la tormenta, y los últimos resplandores de la Falsa Luz se desvanecieron tras él. Las luces se sumieron en la oscuridad y, cuando hubieron desaparecido para siempre, la lluvia corrió un telón sobre la superficie del mar.