Capítulo 16

La justicia es roja

1

Cuando el halconero movió los dedos, Locke Lamora cayó de rodillas al suelo, presa de aquel dolor sobradamente familiar que le quemaba los huesos. Luego se vino abajo y cayó al lado de Jean.

—Ha sido un placer —dijo el brujo— descubrir que logró sobrevivir a todo lo que le hicimos en el Agujero del Eco. Estoy impresionado. Siempre pensé, a pesar de su reputación, que éramos demasiado listos para usted. Esta misma tarde creía que sólo tendría que buscar a Jean Tannen; pero así será mucho más entretenido.

—Eres un maldito cabrón retorcido —Locke escupía las palabras.

—No —replicó el mago de la Liga—, sólo obedezco las órdenes del cliente que me paga. Que consisten en asegurarme de que quien asesinó a sus hermanas tarde en morir —el halconero chasqueó los nudillos—. A usted lo consideraré como llovido del cielo.

Locke gritó e intentó acercarse hasta el mago de la Liga, haciendo de tripas corazón por el dolor que sentía; pero el halconero murmuró algo y entonces el dolor se multiplicó por diez. Locke arqueó la espalda para respirar mejor, pero los músculos que rodeaban sus pulmones estaban tan rígidos como si fueran de piedra.

Cuando el mago mercenario dejó de atormentarle, cayó nuevamente al suelo, ahogándose; y fue como si la habitación diera vueltas a su alrededor.

—Cuán extraño es —comentó el halconero— que la notoriedad de nuestras propias victorias acabe convirtiéndose en el instrumento de nuestra propia caída. Por ejemplo, usted, Jean Tannen… tiene que ser un luchador extraordinario para haber vencido a las hermanas de mi cliente, aunque acabo de ver que le costó bastante el conseguirlo. Y ahora ellas le llaman desde el otro lado de la tierra de las sombras. La adivinación nos resulta muy fácil siempre que podemos tocar algún residuo físico de la persona… los recortes de las uñas, por ejemplo. Un mechón de cabellos. La sangre del filo de un cuchillo.

Jean gimió, incapaz de responderle.

—Sí —prosiguió el halconero—, me sorprendí muchísimo al comprobar que esa sangre me conducía hacia usted; si yo hubiera estado en su pellejo, hubiese tomado la primera caravana que se dirigía al otro extremo del continente. Es posible que incluso le hubiese dejado en paz.

—Los Caballeros Bastardos —intervino Locke— no se abandonan unos a otros y no echan a correr cuando aún tienen que vengarse.

—Es cierto —dijo el mago de la Liga—, y por eso también mueren a mis pies en sitios tan infectos como este cuchitril.

Vestris echó a volar desde lo alto de su hombro y se posó en una repisa que se encontraba al otro lado de la habitación, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado, evidentemente excitado. El halconero introdujo una mano en el interior de su casaca y extrajo una hoja de pergamino, una pluma y un frasquito de tinta. Abrió el frasquito y lo depositó encima del jergón; introdujo en él la pluma y sonrió a Locke.

—Jean Tannen —dijo el halconero—. Es un nombre sencillo; y escribirlo es aún más fácil que bordarlo.

La pluma recorrió el pergamino; escribía con muchas curvas, y su sonrisa fue en aumento a medida que delineaba cada una de las letras. Cuando hubo terminado, el hilo de plata apareció entre los dedos de su mano izquierda, que comenzó a mover con un ritmo casi hipnótico. Un resplandor plateado brotó del pergamino que sostenía en la mano, resaltando sus facciones.

—Jean Tannen —dijo—, levántate, Jean Tannen. Levántate. Tengo un trabajo para ti.

Estremeciéndose, Jean se levantó, aún medio agachado, y luego se irguió, quedándose inmóvil delante del halconero. Por su parte, Locke seguía sin poder moverse.

—Jean Tannen —prosiguió el halconero—, recoge tus hachas. Nada deseas más en este momento que recoger tus hachas.

Jean se inclinó sobre el jergón y tomó las Hermanas Malvadas con ambas manos, frunciendo las comisuras de la boca.

—Ahora te apetecería hacer algo con ellas —el halconero movió el hilo de plata que seguía en su mano izquierda—. Te gustaría sentir cómo se hunden en la carne… Te gustaría ver cómo derraman sangre. Claro que sí… Pero no te preocupes; gracias al trabajo que voy a encomendarte, podrás usarlas.

El halconero señaló a Locke con el pergamino que tenía en la mano derecha.

—Mata a Locke Lamora —dijo.

Jean se estremeció; avanzó un paso hacia Locke y se detuvo, dudando. Frunció el ceño y cerró los ojos.

—He pronunciado tu nombre, Jean Tannen —dijo el mago de la Liga—. He pronunciado tu nombre, el verdadero, el nombre del espíritu. He pronunciado tu nombre. Mata a Locke Lamora. Empuña tus hachas y mata a Locke Lamora.

Jean dio un paso más hacia Locke; comenzó a levantar las hachas poco a poco; apretaba las mandíbulas. Una lágrima cayó de su ojo derecho; respiró profundamente y dio otro paso más. Gimió y levantó las Hermanas Malvadas por encima de sus hombros.

—No —dijo el halconero—. Aún no. Aguarda. Retrocede.

Jean obedeció y se situó a más de un metro de distancia de Locke, que rezó en silencio una plegaria de agradecimiento, sólo interrumpida por el miedo a lo que podría seguir.

—Aunque Jean dé la impresión de ser el débil —dijo el halconero—, el débil es usted. Fue usted quien me imploró que dejara en paz a sus amigos, sin importarle lo que pudiera hacerle; fue usted quien se metió en el tonel sin despegar los labios, cuando hubiera podido traicionar a sus amigos y quizá salvarse… Oh, no. Sé cómo hacer esto mucho más entretenido. Jean Tannen, deja caer las hachas.

Las Hermanas Malvadas golpearon el suelo con un sonido sordo, quedándose al lado de los pies del halconero. Momentos después, el mago mercenario habló en un lenguaje muy extraño y movió el hilo que tenía en la mano izquierda. Jean Tannen lanzó un alarido y cayó al suelo, estremeciéndose débilmente.

—Creo que será mucho más entretenido —dijo el halconero— si usted mata a Jean, maese Lamora.

Vestris chirrió mientras miraba a Locke, a quien le pareció que aquel sonido encerraba un tono de burla.

Oh, joder; oh, dioses, pensó Locke.

—Por supuesto que ya sabemos que su apellido es falso. Pero no necesito el nombre completo, pues me basta con sólo un fragmento del nombre verdadero. Ya lo verá, Locke. Le prometo que lo verá —el hilo de plata desapareció. Volvió a mojar la pluma y escribió algo en el pergamino.

—Sí —dijo—, puede moverse —y era cierto; la parálisis había desaparecido, tal y como descubrió Locke al mover los dedos para comprobarlo. Entonces el mago de la Liga volvió a juguetear otra vez con el hilo; Locke sintió que algo cobraba forma en el aire que le rodeaba, ejerciendo una extraña presión, y el pergamino volvió a relucir.

—Ahora —dijo el halconero— pronuncio tu nombre, Locke. Pronuncio tu nombre, tu nombre auténtico, el nombre del espíritu. Pronuncio tu nombre, Locke —el halconero empujó las Hermanas Gemelas hacia donde estaba Locke—. Levántate. Levántate y recoge las hachas de Jean Tannen. Levántate y mata a Jean Tannen.

Locke se puso de rodillas y se apoyó con las manos durante un momento.

Mata a Jean Tannen.

Con mano temblorosa, alcanzó una de las hachas de Jean, la acercó hasta sí y se arrastró hacia delante, con ella en la mano derecha. Respiraba con mucha dificultad. Jean Tannen seguía a los pies del mago de la Liga, a poco más de un metro de Locke, el rostro pegado al polvoriento suelo del refugio.

Mata a Jean Tannen.

Locke se detuvo a los pies del halconero y movió lentamente la cabeza para mirar a Jean. El grandullón tenía abierto un ojo y no lo movía, auténticamente aterrorizado. Jean intentó mover los labios para formar con ellos una palabra, pero no lo consiguió.

Locke se levantó y alzó el hacha, rugiendo para sus adentros.

Lanzó un golpe con la pesada bola del hacha por delante que alcanzó al halconero entre las piernas. El hilo de plata y el pergamino cayeron volando de sus manos mientras daba una boqueada y caía hacia delante, agarrándose la ingle.

Locke giró hacia la derecha, aguardando el ataque del halcón-escorpión; para su sorpresa, descubrió que el ave acababa de caerse del lugar donde se había encaramado y se retorcía en el suelo, aleteando; una serie de chirridos débiles salían de su pico.

—¿Así que era eso? —hizo una mueca feroz al mago de la Liga mientras alzaba lentamente el hacha, la bola apuntando al suelo—. Ves lo que ella ve; cada uno de vosotros siente lo que el otro siente.

Aquellas palabras le llevaron a un estado de feroz exultación que estuvo a punto de hacerle perder el combate; el halconero acababa de disponer de la concentración suficiente para formular una sílaba y para doblar sus dedos como si fueran garras. Locke se quedó sin aire y retrocedió, tropezando. Sintió como si una daga al rojo le atravesara los riñones; el dolor era tan grande que no podía moverse, ni siquiera pensar.

El halconero intentó levantarse, pero entonces Jean Tannen se echó a rodar por el suelo y llegó hasta él para agarrarle por las solapas de la casaca. El hombretón tiró fuerte de él y el halconero quedó boca abajo en el suelo, aplastado por el peso de Jean. El dolor que Locke sentía en las tripas desapareció y Vestris volvió a chirriar desde el suelo, muy cerca de sus pies. No perdió el tiempo en contemplaciones.

Golpeó con el hacha hacia abajo y alcanzó a Vestris en el ala izquierda, que se rompió con un crujido seco.

El halconero gimió y se retorció, debatiéndose con la fuerza suficiente para librarse momentáneamente de Jean. Se agarró el brazo izquierdo y emitió un gran baladro, los ojos abiertos como platos por la conmoción. Locke le dio una fuerte patada en el rostro que le envió a rodar por el suelo, escupiendo la sangre que brotó de repente de su nariz.

—Sólo una cuestión, maldito y arrogante chupapollas —dijo Locke—. Puedo estar de acuerdo contigo en que era fácil de descubrir que el apellido Lamora era falso; la verdad es que ignoraba su significado cuando me lo puse. Lo tomé prestado de un antiguo vendedor de salchichas que cierta vez, antes de la Plaga, cuando yo vivía en el Fuego Escondido, se mostró amable conmigo. Me gustaba cómo sonaba.

»Pero ¿de dónde coño sacaste la estúpida idea de que me pusieron el nombre de Locke? —añadió, hablando muy despacio.

Volvió a levantar el hacha con el filo hacia el suelo, y la dejó caer con toda la fuerza que podía sobre la cabeza de Vestris, que quedó separada de su cuerpo.

El sonido de los últimos chirridos del ave, interrumpidos para siempre, resonó en la habitación mientras se mezclaba con los gritos del halconero, que se agarró la cabeza pataleando salvajemente. Sus gritos eran pura locura, y fue toda una bendición para los oídos de Locke y de Jean que cesaran poco después, cuando él se sumió, gimiendo, en la inconsciencia.

2

Cuando el halconero de Karthain se despertó, no tardó en descubrir que se encontraba en el suelo del escondite, con los miembros extendidos. El aire olía a sangre, la de Vestris. Cerró los ojos y comenzó a llorar.

—Está firmemente sujeto, maese Lamora —dijo Ibelius, quien después de despertarse, libre ya del encantamiento, fuera el que fuese, que le había echado el brujo, se dio buena maña en atar al khartainí. Luego de que él y Jean se hicieran con unas estacas metálicas sacadas de algún sitio, las clavaron en el suelo para, acto seguido, atar a ellas las muñecas y tobillos del mago de la Liga con ayuda de unas largas tiras de tela hechas con unas sábanas. Otras tiras más pequeñas sujetaban y separaban sus dedos, para que no pudiera moverlos.

—Magnífico —comentó Locke.

Jean Tannen se sentaba en el jergón, mirando al mago de la Liga con ojos cansados y profundamente sombríos. Locke se acercó hasta el mago y le miró sin reprimir el asco que le daba.

Un pequeño fuego ardía en un bote de cristal; Ibelius se sentaba a su lado, calentando lentamente un puñal. El delgado penacho de humo se enroscaba al llegar al techo.

—Estáis locos —dijo el halconero entre sollozos— si habéis decidido matarme. Mi Hermandad me vengará; pensad en las consecuencias.

—No voy a matarte —dijo Locke—, sólo voy a jugar contigo a un jueguecito que se llama «Grita de dolor hasta que respondas a mis malditas preguntas».

—Haz lo que quieras —dijo el halconero—. El código de mi Orden me prohíbe traicionar a mi cliente.

—Ahora no trabajas para tu cliente, capullo —dijo Locke—. De hecho jamás volverás a trabajar para él.

—Ya está listo, maese Lamora —dijo Ibelius.

El mago de la Liga estiró el cuello para mirar a Ibelius; tragó saliva y se humedeció los labios con la lengua, mirando frenético a su alrededor.

—¿Qué ocurre? —Locke se acercó a Ibelius y le quitó con mucho cuidado el puñal de las manos; la hoja estaba al rojo—. ¿Te asusta el fuego? ¿Y por qué tendría que asustarte? —Locke hizo una mueca desprovista de humor—. El fuego es lo único que impedirá que te desangres hasta morir.

Jean se levantó del jergón y puso una de sus rodillas encima del brazo izquierdo del halconero. Mientras la tenía sujeta, Locke se acercó lentamente hasta situarse encima de él, el hacha en una mano y el cuchillo candente en la otra.

—Es evidente que apruebo esto en teoría —dijo Ibelius—, pero no en la práctica… creo que no lo presenciaré.

—Como quiera, maese Ibelius —dijo Locke.

La cortina suscitó un sonido áspero por el roce, al levantarla el médico para irse.

—Acabo de comprender —dijo Locke— que no sería buena idea matarte. Así que, cuando te deje volver a rastras a Karthain, te habrás convertido en un ejemplo andante que siempre recordará a los miembros de tu consentida, retorcida y arrogante Hermandad lo que puede pasarles si joden a los amigos de alguien de Camorr.

La hoja del hacha de Jean silbó cuando le cortó al mago el dedo meñique de la mano izquierda. El halconero gritó.

—Esto por Nazca —dijo Locke—. ¿Te acuerdas de Nazca?

Y volvió a bajar el hacha; el dedo anular rodó por la mugre del suelo, salpicando sangre.

—Y esto por Calo.

Otro golpe y el dedo medio había desaparecido de la mano. El halconero se retorció para librarse de sus ataduras, agitando la cabeza de un lado para otro a causa del dolor.

—También por Galdo. ¿Te suenan estos nombres, maese mago de la Liga? ¿Estas notas a pie de página de tu cochino contrato? Para mí eran espantosamente reales. Y ahora le toca a este dedo… por Bicho. Quizá a Bicho le hubiera debido tocar el dedo meñique, pero qué diablos —el hacha volvió a caer; el dedo índice de la mano izquierda del Halconero acompañó a sus hermanos en su sangriento exilio.

—Y ahora el resto —dijo Locke—, los demás dedos, pues los dos pulgares son por mí y por Jean.

3

Fue un trabajo tedioso; tuvieron que volver a calentar el puñal varias veces para cauterizar todas las heridas. Para cuando acabaron, el halconero estaba medio loco a causa del dolor; tenía los ojos cerrados y los dientes le castañeteaban. El aire del interior de la habitación cerrada olía a carne quemada y a sangre recalentada.

—Ahora —dijo Locke, sentándose encima del pecho del halconero—, ha llegado el momento de hablar.

—No puedo —dijo el mago de la Liga—. No puedo… traicionar los secretos de mi cliente.

—Ya no tienes cliente —dijo Locke—. Ya no estás al servicio de Capa Raza; él contrató a un mago de la Liga, no a una rareza sin dedos cuyo mejor amigo es un ave muerta. Cuando te dejé sin dedos, también terminé con tus obligaciones para con Capa Raza… o así lo entiendo yo.

—Vete al infierno —le espetó el halconero.

—Vaya, has escogido el camino difícil —Locke sonrió una vez más y le entregó el puñal a Jean, que lo dejó encima de la llama para que se fuera calentando—. Si pertenecieras a otra clase de hombres, ahora les llegaría el turno a tus pelotas. Ya sabes que circulan muchos chistes de eunucos, y supongo que podrías soportarlo. Pero la mayor parte de vosotros no sois hombres. Así que creo que lo único que podría dolerte de verdad, hasta el alma, sería que te cortara la lengua.

El mago de la Liga se le quedó mirando con labios temblorosos.

—Por favor —musitó al fin—. Apiádate de mí, por el amor de los dioses, apiádate de mí; mi Orden sólo existe para servir… yo cumplía un contrato.

—Cuando aquel contrato se convirtió en mis amigos —dijo Locke—, te excediste en tu cometido.

—Por favor —susurró el halconero.

—No, te la voy a cortar, y luego te la cauterizaré mientras te retuerces en el suelo. Te convertiré en un mudo… supongo que podrías hacer algo de magia sin dedos, pero no sin lengua.

—Por favor.

—¡Habla! —dijo Locke—. Dime lo que necesito saber.

—Dioses —gimió el halconero—, que los dioses me perdonen. Hablaré. Contestaré a tus preguntas.

—Si te pillo en una mentira —dijo Locke—, primero les tocará a las pelotas y luego a la lengua. No abuses de mi paciencia. ¿Por qué quería Capa Raza acabar con nosotros?

—Por dinero —dijo el halconero—. Monedas. Vuestra cripta. La descubrí cuando os espié por primera vez. Él quería servirse de vosotros sólo para distraer a Capa Barsavi, pero cuando descubrió todas las monedas que habíais robado, quiso hacerse con ellas… para pagarme. Un mes más disponiendo de mis servicios, para ayudarle a concluir lo que aún le quedaba por hacer en la ciudad.

—¿Asesinaste a mis amigos e intentaste asesinarnos a Jean y a mí por el dinero que teníamos en la cripta?

—Tú parecías de ese tipo de personas que jamás perdona —susurró el halconero—. ¿No es divertido? Así que pensamos que lo mejor es que todos estuvierais bien muertos.

—Pensasteis bien —dijo Locke—. Y ahora Capa Raza, el Rey Gris o como cojones se llame…

—Anatolius.

—¿Ése es su nombre auténtico? ¿Luciano Anatolius?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Jódete, halconero, y responde a mis preguntas. Anatolius. ¿Qué deuda era ésa que tenía con Barsavi?

—La Tregua Secreta —contestó el mago de la Liga—. La Tregua Secreta se firmó con grandes dificultades y un gran baño de sangre. Había un comerciante bastante poderoso que disponía de los recursos necesarios para descubrir lo que Barsavi y la Araña del Duque habían tramado juntos; pero al no ser de sangre azul fue eliminado.

—Barsavi le mató —dijo Locke.

—En efecto. Se llamaba Avram Anatolius, un comerciante del Recodo de la Fontana. Barsavi le asesinó junto con su esposa y sus tres hijos más pequeños… Lavin, Ariana y Maurin. Pero los tres mayores escaparon con una de las doncellas. Ella les protegió, haciéndoles pasar por hijos suyos, y los condujo a Talisham, donde vivieron a salvo.

—Luciano, Cheryn y Raiza.

—Sí, el chico mayor y las gemelas. La obsesión de la venganza les consumió. Maese Lamora, tus preparativos a la hora de timar a alguien no pueden ni compararse con los suyos. Invirtieron veintidós años en preparar lo sucedido en los últimos dos meses. Cheryn y Raiza regresaron hace ocho años con nombre falso; se labraron una buena reputación como contrarequialla y se convirtieron en las súbditas más leales de Barsavi.

»Mientras tanto, Luciano… Luciano se hizo a la mar para aprender las artes de la guerra y del mando y amasar una fortuna. Una fortuna con la que comprar los servicios de un mago mercenario.

—¿Capa Raza se hizo capitán de un barco mercante?

—No —contestó el mago—, se hizo bucanero. No uno de esos piratas idiotas que recorren el Mar de Bronce, sino uno tranquilo, eficiente y profesional. Atacaba raras veces, pero cuando lo hacía, obtenía grandes beneficios; se apoderaba del cargamento de los galeones de Emberlain y luego los hundía, sin dejar a nadie con vida para que pudiera revelar su nombre.

—¡Maldición! ¡Por todos los dioses! ¡Es el capitán de la Satisfacción!

—En efecto, a la que llaman el barco de la plaga —dijo el halconero—. Cuán extraño es lo fácil que resulta tener a la gente alejada de tu barco y lo difícil que es entrar en él.

—Así que está cargando toda su fortuna en él, disfrazada como «provisiones de caridad» —dijo Jean—. Seguro que es todo lo que nos robó a nosotros y todo lo de Barsavi.

—Sí —dijo el mago mercenario con voz triste—, ahora pertenece a mi Orden, por los servicios cumplidos.

—Eso lo veremos. Otra cosa, hace unas horas vi a tu amo Anatolius en el Alcance del Cuervo, ¿qué puñetas trama ahora?

—Hmmm —el mago mercenario guardó silencio unos instantes. Locke le empujó en el cuello con el hacha de Jean, mientras sonreía de un modo muy siniestro—. ¿Piensas matarle, Lamora?

Ila justica vei cala —dijo Locke.

—Tu sintaxis de la lengua del Trono de Therin es pasable —dijo el mago mercenario—, pero tu fonética me produce colitis. «La justicia es roja», ciertamente. Así que no sólo quieres apresarle, también quieres ver cómo grita cuando le amenaces con ese cuchillo.

—Será un buen comienzo.

Entonces el halconero echó hacia atrás la cabeza y comenzó a reír… Su risa, muy aguda, estaba teñida de locura. Su pecho se estremeció por la risa mientras las lágrimas se derramaban de sus ojos.

—¿Qué haces? —Locke volvió a amagarle con el hacha—. Deja de portarte como un anormal y contesta a mi jodida pregunta.

—Te daré dos respuestas —dijo el Halconero—, y entonces te verás ante un dilema que te causará dolor, eso te lo garantizo. ¿Qué hora es?

—¿Para qué coño quieres saberlo?

—Te lo contaré todo si me dices qué hora es.

—Creo que las siete y media —dijo Jean. Entonces el mago mercenario rompió a reír de nuevo. Sobre su rostro macilento se dibujó una sonrisa beatífica, incongruente en un individuo que acababa de quedarse sin dedos.

—¿Qué coño te pasa? Desembucha o te quedarás sin algo.

—Anatolius —dijo el halconero— debe de encontrarse ahora en la Tumba Flotante. Tiene amarrado un bote al lado del galeón, al que puede llegar por una de las escotillas de escape de Barsavi. Cuando llegue la Falsa Luz, la Satisfacción recogerá anclas y se hará a la mar; pero antes se dirigirá al este, para pasar rápidamente por el extremo sur de la Desolación de Madera y llegar a aguas profundas. Los que antes se encontraban en la ciudad ya han entrado a escondidas en el barco, metidos en el bote de aprovisionamiento. Como ratas que abandonan el barco que se hunde. Pero él se quedará en Camorr hasta el último momento: es su estilo. El último. Lo recogerán al sur de la Desolación.

—«Los que antes se encontraban en la ciudad» y que van a recogerlo son los hombres del Rey Gris, ¿no es así?

—Sí —dijo el mago mercenario—. Si te apresuras… aún podrás capturarlo antes de que llegue al barco.

—Eso no me ha causado dolor —dijo Locke— sino, más bien, placer.

—Aún queda la segunda respuesta. La Satisfacción se hará a la mar cuando el plan de Anatolius se haya cumplido en su práctica totalidad.

—¿Práctica totalidad?

—Piensa, Lamora, pues no eres duro de mollera. Cuando Barsavi mató a Anatolius, ¿quién no lo impidió? ¿Quién se hizo cómplice del asesinato?

—Vorchenza —dijo Locke muy despacio—. Doña Angiavesta Vorchenza, la Araña del Duque.

—Sí —dijo el halconero—. ¿Y quién poseía la autoridad suficiente para tomar tal decisión?

—El duque Nicovante.

—Muy bien —dijo el hechicero con un susurro, realmente animado por la conversación—. Muy bien, pero ahí no acaba la cosa. ¿A quiénes les beneficiaba la Tregua Secreta? ¿A quiénes les resultaba provechosa, aun a expensas de hombres como Avram Anatolius?

—A los nobles.

—Cierto. A los nobles de Camorr. Y Anatolius los quiere.

—¿Qué quieres decir con que «los quiere»? ¿A quiénes quiere?

—Los quiere a todos, maese Lamora.

—No me jodas, es imposible.

—De eso nada, mi querido maese Lamora. Las esculturas, las cuatro esculturas tan singulares que regaló al Duque. Dispuestas en varios puntos diferentes del Alcance del Cuervo.

—¿Las esculturas? Las he visto… unos trastos de oro y cristal, con luces alquímicas dentro. ¿Las hiciste tú?

—Yo no —dijo el halconero—, yo no fabrico esas cosas. Las luces alquímicas sólo son para llamar la atención… quedan muy bien, supongo. Pero aún queda dentro de esos trastos mucho espacio libre para la auténtica sorpresa.

—¿Qué sorpresa?

—Unas mechas alquímicas —respondió el halconero— dispuestas para que, a la hora señalada, prendan unos pequeños botes de cerámica llenos de aceite ardiente.

—No te creo.

—Pues créetelo, maese Lamora —el brujo sonreía con ganas—. Antes de contratarme, Anatolius gastó parte de su considerable fortuna en comprar grandes cantidades de una extraña sustancia.

—No más juegos, halconero… ¿de qué estás hablando?

—De la piedra fantasma.

Locke guardó silencio durante un largo momento; luego agitó la cabeza como para querer aclararse y dijo:

—No puedes estar hablando en serio.

—Hay cientos de kilos de esa sustancia dentro de las cuatro esculturas. Cuando llegue la Falsa Luz, toda la nobleza de Camorr ocupará las galerías… el Duque, su Araña y todos sus familiares y amigos, servidores y herederos. ¿Conoces las propiedades del humo de la piedra fantasma, maese Lamora? Apenas es más ligero que el aire. Subirá hasta ocupar todas las plantas en que se celebra la fiesta del Duque; saldrá por los respiraderos del tejado y se difundirá por el Jardín Celeste, donde ahora, mientras hablamos, juegan todos los hijos de la nobleza. Los que se encuentren en la plataforma de embarque podrán librarse —dijo con sorna—, aunque lo dudo mucho.

—A la llegada de la Falsa Luz —dijo Locke casi sin voz, una mano encima de la boca.

—Sí —dijo el hechicero, con voz más llena de silbidos que de siseos—. La Falsa Luz. Ahora te encuentras ante el dilema que te decía, tienes que elegir, maese Lamora. Cuando llegue la Falsa Luz, el hombre a quien, pase lo que pase, quieres matar, estará solo, aunque apenas unos instantes, en la Tumba Flotante. Al mismo tiempo, seiscientas personas en lo más alto del Alcance del Cuervo sufrirán un destino peor que la muerte. Tu amigo Jean no parece en muy buen estado, así que no creo que pueda ayudarte, decidas lo que decidas. La elección es tuya. Deseo que la disfrutes.

Locke se levantó y le quitó el hacha a Jean.

—No puedo elegir —dijo—. Que los dioses te maldigan, halconero, no puedo elegir.

—Vas a ir al Alcance del Cuervo —dijo Jean.

—Por supuesto.

—Perderás un tiempo precioso —dijo el halconero— en convencer de tu sinceridad a la nobleza y a los guardias; la propia Angiavesta está convencida de que las esculturas son completamente inocuas.

—Qué remedio —dijo Locke, haciendo una mueca siniestra mientras se rascaba la nuca—. Ahora soy bastante popular en el Alcance del Cuervo; seguro que se alegran de verme.

—¿Cómo piensas salir de allí? —preguntó Jean.

—No lo sé —respondió Locke—. No tengo ni puta idea; hay cierto asunto del que pude valerme hace tiempo. Me voy a toda prisa. Jean, por el amor de los dioses, si vas a acercarte a la Tumba Flotante, hazlo, pero escóndete cerca y no se te ocurra entrar en ella: no estás en condiciones de luchar —se volvió hacia el mago mercenario—. ¿Qué tal es Capa Raza con la espada?

—Mortal —respondió el halconero con una sonrisa.

—Jean, atiende. Primero me acercaré al Alcance del Cuervo y luego intentaré llegar, como sea, a la Tumba Flotante. Si no llego a tiempo, pues se acabó. Seguiremos el rastro de Capa Raza y le encontraremos donde se encuentre. Pero si llego a tiempo… si aún no se ha marchado…

—No puedes hablar en serio, Locke. Déjame, al menos, que te acompañe. Si realmente es diestro con una espada, entonces te hará morder el polvo.

—No quiero discutir más, Jean; estás demasiado maltrecho para poder ayudarme. Yo estoy bien, aunque furioso y, ciertamente, loco. Puede suceder cualquier cosa. Pero ahora tengo que irme —Locke le estrechó la mano a Jean, dio un paso hacia la cortina y se volvió—. Córtale la lengua a ese maldito bastardo.

—¡Lo prometiste! —exclamó el halconero—. ¡Lo prometiste!

—No te prometí una mierda. A mis amigos que están muertos… a ellos sí que les prometí muchas cosas.

Locke se volvió, apartó la cortina y salió por la puerta. Detrás de él, Jean calentaba una vez más el cuchillo en la llama. Los gritos del halconero siguieron a Locke mientras éste recorría la calle de baldosas levantadas, para luego perderse en la distancia cuando giró hacia el norte y comenzó a correr con zancada corta, aunque mantenida, en dirección a la Colina de los Susurros.

4

Pasaban las ocho de la tarde cuando Locke pisaba nuevamente las losas que se encuentran bajo las Cinco Torres de Camorr; no había sido fácil llegar hasta allí. Se sintió afortunado por haber hecho a salvo el trayecto, evitando tanto a las bandas de los que habían asistido a la Fiesta Cambiante, tan borrachos que habían perdido el sentido (y la sensibilidad), como a los guardias de los puestos de las Alcegrante (a quienes había podido convencer, tras muchos esfuerzos, de que era un secretario legal que iba al encuentro de uno de los invitados a la fiesta del Duque; era evidente que el «regalo del Día de Mediados del Verano», varios tirintos de oro provenientes del bolsillo oculto que tenía en la manga, había sido decisivo para que le dejaran pasar). Faltaba hora y cuarto para la llegada de la Falsa Luz; el cielo comenzaba a tornarse rojo por el oeste y azul oscuro por el este.

Avanzó entre las hileras e hileras de carruajes que se apretujaban entre sí. Los caballos pataleaban y relinchaban; muchos de ellos se habían aliviado encima de las preciosas piedras del patio más amplio de Camorr. Lacayos, guardias y criados, mezclados en grupos, compartían la comida y miraban hacia las cimas de las Cinco Torres, donde la gloria del crepúsculo a punto de llegar pintaba de extraños colores las superficies de cristal antiguo.

Como Locke estaba distraído, pensando lo que habría de decir a los hombres que manejaban los montacargas, no vio a Conté hasta que fue demasiado tarde. Aquel hombre, más alto y fuerte que él, le puso una mano en el pescuezo y uno de sus largos cuchillos en la espalda.

—Vaya, vaya —dijo—, si es maese Fehrwight. Los dioses se muestran amables. Chitón y venga conmigo.

Medio guiándole y medio tirando de él, Conté le llevó hasta un carruaje cercano; Locke lo reconoció: era el que le había llevado a la fiesta en compañía de los Salvara. El coche venía a ser una caja de madera laqueada en negro con una ventana enfrente de la puerta, cerrada y con las cortinillas echadas.

Locke cayó encima de uno de los mullidos asientos del carruaje. Conté echó el pestillo a la puerta y se sentó enfrente de él con el cuchillo en ristre.

—Conté, por favor —dijo Locke, ya sin el acento que empleaba cuando se hacía pasar por Fehrwight—, tengo que regresar al Alcance del Cuervo; todos los que están dentro se enfrentan a un grave peligro.

Locke jamás había pensado que nadie pudiera dar una patada con fuerza estando sentado, pero Conte, agarrándose al asiento con la mano que tenía libre, se lo dejó bien claro. La pesada bota del guardaespaldas le envió a un rincón del coche. Locke se mordió la lengua; la boca le supo a sangre mientras su cabeza iba de una a otra de las paredes entapizadas del coche.

—¿Dónde está el dinero, tío mierda?

—Me lo han quitado.

—No me joda. ¿Dieciséis mil quinientas coronas contantes y sonantes?

—Algo menos; olvidas el gasto adicional de la comida y los aperitivos de la Fiesta…

La bota de Conté salió disparada de nuevo, y Locke fue a parar al rincón de enfrente, donde se quedó tumbado.

—¡Joder, Conté! ¡No lo tengo! ¡No lo tengo! ¡Me lo han quitado! ¡Pero eso no tiene importancia en este momento!

—Permítame que le diga una cosa, maese Lukas-joder-Fehrwight. Yo estuve en la Colina de la Puerta de los Dioses; por aquel entonces era más joven que lo que usted es ahora.

—Mejor para ti, pero me importa una m… —dijo Locke, y, por aquella palabra que estaba a punto de decir, se tragó otra vez la bota.

—Estuve en la Colina de la Puerta de los Dioses —prosiguió Conté—, era un jodido crío, el más acojonado y bajito de los piqueros que el duque Nicovante tenía en aquella batalla. Lo estaba pasando mal; mi señor de la guerra estaba con la mierda hasta el cuello, rodeado por la caballería de Tal Verrar y del Conde Loco. La nuestra había retrocedido; mi posición estaba a punto de ser tomada. Nuestros nobles de Camorr habían emprendido la retirada, pensando sólo en salvarse… con una puñetera excepción.

—Es la cosa más irrelevante que jamás haya… —dijo Locke, moviéndose hacia la puerta; Conté levantó el cuchillo y le convenció de que regresara a su asiento.

—El barón Ilandro Salvara —dijo Conté—. Combatió hasta que su caballo cayó al suelo; siguió combatiendo hasta que recibió cuatro heridas y tuvieron que sacarlo a rastras del campo de batalla. Todos los demás nobles nos trataban como si fuéramos basura; Salvara estuvo a punto de morir por salvarnos. Cuando dejé de estar al servicio del Duque, probé con la Guardia durante unos años; cuando se convirtió en una mierda, solicité una audiencia al viejo señor de Salvara y le conté que le había visto pelear en la Colina de la Puerta de los Dioses; le dije que me había salvado la cochina vida y que estaba dispuesto a servirle por el resto de ella si me tomaba a su servicio. Y lo hizo. Y cuando dejó de estar entre nosotros decidí quedarme y servir a Lorenzo. Si vuelve a intentar acercarse una vez más a la puta puerta, tendré que sangrarle para que tanto entusiasmo no le haga daño a su organismo.

»Y Lorenzo —Conté no ocultaba el orgullo que sentía— es más negociante que su padre. Pero está hecho de la misma pasta; corrió hacia el callejón con la espada en la mano, y eso que no le conocía, pensando que le atacaban unos jodidos bandidos que eran reales y que iban a hacerle daño. ¿Se siente orgulloso, maldito cabrón? ¿Se siente orgulloso por lo que le ha hecho al hombre que intentaba salvar su asquerosa vida?

—Lo hecho, hecho está —dijo Locke con una amargura que le sorprendió incluso a él mismo—. Lorenzo no es un santo de Perelandro sino un noble de Camorr que se beneficia de la Tregua Secreta. Es muy posible que su tataratatarabuelo degollase a alguien para que le nombrasen noble. Lorenzo se beneficia de eso todos los días. En el Caldero, la gente hace té con pises y cenizas, mientras que Lorenzo y Sofía te tienen a ti para que les peles las uvas y les tires las pepitas. No me recuerdes lo que hice. Sólo te digo que tengo que volver al Alcance del Cuervo ahora mismo.

—Hablaba en serio cuando le preguntaba dónde está el dinero —dijo Conté—, así que dígame dónde está o le daré tantas patadas en el culo que hasta el más ínfimo trozo de mierda que le salga por él llevará de por vida la marca de mi bota.

—Conté —insistió Locke—, todos los que se encuentran en el Alcance del Cuervo están en peligro. Tengo que volver allí.

—No le creo —dijo Conté—. Y no le creería aunque me dijera que me llamo Conté o que el fuego quema y el agua moja. No conseguirá nada de lo que está buscando, sea lo que sea.

—Conté, atiende. De allí no podré escaparme ni de coña. Allí están todos los condenados Merodeadores de la Medianoche, la Araña, la Compañía del Cristal Nocturno… ¡y trescientos de los nobles de Camorr! Estoy desarmado. Llévame a rastras tú mismo, si quieres, pero ¡por el amor de los puñeteros dioses!, llévame hasta allí. Si no estoy antes de la Falsa Noche, será demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—No tengo tiempo para explicártelo; escucha mientras se lo cuento a Angiavesta y entonces mataré dos pájaros de un tiro.

—¿Y para qué diablos tiene que hablar con esa vieja bruja caduca?

—Es culpa mía —dijo Locke—, creo que estoy más enterado de las cosas que tú. Atiende, no voy a seguir jodiendo la marrana. Hazme caso, te lo ruego. No soy Lukas Fehrwight; soy un maldito ladrón. Átame las manos, ponme el cuchillo en la espalda. Haz lo que quieras. Pero déjame regresar al Alcance del Cuervo como sea. Sólo dime que vamos a volver.

—¿Cómo se llama de verdad?

—Eso no importa.

—Desembuche —dijo Conté— y quizá le ate las manos y llame a algunos guardias y le suba hasta lo más alto del Alcance del Cuervo.

—Me llamo —dijo Locke con un suspiro de resignación— Tavrin Callas.

Conté le miró muy serio durante unos instantes y dijo:

—Muy bien, maese Callas. Junte las manos y no se mueva. Voy a atárselas tan fuerte que le dolerán muchísimo, se lo garantizo. Y luego nos daremos un paseo.

5

Cerca de la entrada que llevaba a los ascensores, se encontraban tres soldados del Cristal Nocturno a quienes se había dado la descripción de Locke; ni que decir tiene que se sintieron encantados cuando Conté le llevó a empujones hacia ellos con las manos atadas por delante. Locke volvía a subir una vez más, con Conté a sus espaldas y dos casacas negras que le cogían por ambos brazos.

—Por favor, llévenme a presencia de doña Angiavesta —dijo Locke—. Si no consiguen encontrarla, llamen a uno de los Salvara. O incluso a un capitán de su compañía, apellidado Reynart.

—Cierra el pico —dijo uno de los casacas negras—. Irás a donde tengas que ir.

La jaula se encajó en sus alojamientos de la terraza de embarque; una muchedumbre de nobles y de sus invitados se fijó en Locke cuando éste salió escoltado por los tres hombres. Cuando pasaron por la puerta, para dirigirse a la primera de las galerías de la torre, se encontraron casualmente con el capitán Reynart, que tenía en las manos un plato de barquitos de dulce; abrió unos ojos como platos, le dio un último mordisco a una vela de mazapán, se limpió los labios y confió el plato a un camarero que pasaba cerca de él, el cual por poco no se cae del susto.

—Por los dioses —dijo—, ¿dónde le habéis encontrado?

—No le hemos encontrado —respondió uno de los casacas negras—. El hombre que va delante de nosotros dice que está al servicio de los señores de Salvara.

—Lo capturé cerca de los carruajes —dijo Conté.

—Fantástico —comentó Reynart—. Bajadlo a la planta de abajo, al ala este de las suites. Allí hay un almacén vacío sin ventanas. Registradle, desnudadle hasta la cintura y arrojadlo en él. Que todo el tiempo haya fuera dos guardias. Le sacaremos de allí después de la medianoche, cuando la fiesta esté a punto de concluir.

—No puede hacer eso, Reynart —se lamentó Locke, debatiéndose inútilmente contra los hombres que le sujetaban—. He vuelto por mi propia voluntad, por la mía propia, ¿no lo comprende? Todos los que se encuentran aquí, están en peligro. ¿Ayuda usted a su madre adoptiva en sus asuntos? ¡Necesito hablar con Angiavesta!

—Se me advirtió que fuera selectivo a la hora de escuchar sus propuestas —Reynart hizo un gesto a los casacas negras—. Al almacén con él.

—¡No, Reynart! ¡Reynart, las esculturas! ¡Mire en el interior de las malditas esculturas!

Locke estaba gritando; los invitados y los nobles comenzaban a mostrar gran interés por lo que se estaba diciendo, así que Reynart le tapó la boca con una mano. Varios casacas negras salieron de la muchedumbre.

—Pronuncie una palabra más alta que otra —dijo Reynart— y todos estos señores y señoras verán de qué color es la sangre —y agitó la mano.

—¡Sé quién es, Reynart! ¡Sé lo que hace la señora de Vorchenza! Lo diré a gritos por todas estas galerías. Voy a comenzar a dar patadas y a gritar para que todos los que están aquí dentro lo sepan. Eche un vistazo al interior de las malditas esculturas, por favor.

—¿Qué les pasa a las esculturas?

—Por todos los diablos, hay algo dentro de ellas. Es una conspiración. Las ha enviado Capa Raza.

—Se las han regalado al Duque —dijo Reynart—. Mis superiores las revisaron personalmente.

—Sus superiores —replicó Locke— tienen que estar implicados. Capa Raza contrató a un mago mercenario. Conozco sobradamente sus poderes mentales.

—Es ridículo —dijo Reynart—. No sé por qué le permito que siga con sus historias. Llevadlo abajo, pero antes dejadme que lo amordace —Reynart tomó una servilleta de lino de la bandeja de otro camarero que pasaba cerca y comenzó a doblarla.

—Reynart, por favor, se lo ruego, permítame hablar con Angiavesta. ¿Por qué puñetas iba a volver si no fuera importante? Si me encierra en el almacén, todos los que se encuentren aquí morirán. Permítame hablar con Angiavesta, por favor.

Stephen le miró con frialdad y luego apartó la servilleta. Le puso un dedo en la cara mientras decía:

—Voy a llevarle a presencia de doña Angiavesta. Si pronuncia una sola palabra por el camino, le amordazaré, le golpearé hasta dejarle sin sentido y le encerraré en el almacén. ¿Ha quedado claro?

Locke asintió vigorosamente.

Reynart indicó con un gesto a los casacas negras que los siguieran; Locke recorrió la galería y bajó por dos tramos de escalera, siempre escoltado por seis soldados y Reynart, cuyo ceño fruncido revelaba lo preocupado que se encontraba. Finalmente, llegaron al vestíbulo y a la habitación donde Locke viera por primera vez a doña Angiavesta. Se sentaba en la misma silla, su labor de punto caída a sus pies, y se llevaba una servilleta húmeda a los labios. Doña Sofía estaba arrodillada a su lado. Don Lorenzo miraba por la ventana con la rodilla apoyada en el antepecho; los tres parecieron muy sorprendidos cuando Reynart empujó a Locke al interior de la habitación y entró tras él.

—Nadie más puede entrar en esta habitación —dijo Reynart a sus guardias—. Lo siento, pero eso también es para usted —añadió, cuando Conté intentó entrar.

—Stephen, deja pasar al hombre de los Salvara —dijo doña Angiavesta—; puesto que ya sabe más de la mitad, puede enterarse del resto.

Conté entró en la habitación, saludó con una reverencia a Angiavesta y cogió a Locke del brazo derecho cuando Reynart cerró la puerta. Los Salvara obsequiaron a Locke con una mirada asesina.

—Hola, Sofía. ¿Qué tal, Lorenzo? Qué placer volver a veros —dijo Locke con la voz que era natural en él.

Doña Angiavesta se levantó de la silla y recorrió con dos pasos la distancia que la separaba de Locke para propinarle un bofetón en la boca; la cabeza se le fue hacia la derecha mientras su cuello se llenaba de pinchazos de dolor.

—Uff —dijo—. ¿Qué puñetas os pasa?

—Era una deuda pendiente, maese Espina.

—¡Me clavasteis en el cuello una maldita aguja envenenada!

—Era evidente que se lo merecía —dijo doña Angiavesta.

—Bueno, entonces tendré que dis…

Reynart acababa de agarrarle del hombro izquierdo para, una vez que se hubo girado, propinarle un puñetazo en la mandíbula. Si el de Angiavesta había sido sorprendente en alguien de su edad y su constitución, el de Reynart era pura fuerza. A Locke le dio la impresión de que la habitación desaparecía durante unos segundos, aunque después, cuando volvió a estar donde siempre, resultó que lo que había cambiado de sitio era él, pues yacía de costado, desmadejado en un rincón. Y fue como si unos herreros diminutos golpearan en unos yunques que, desafortunadamente para él, estaban justo encima de sus ojos; Locke se preguntó cómo podrían haber llegado hasta allí.

—Sabía que doña Angiavesta era mi madre adoptiva —decía Reynart.

—Vaya —dijo un Conté divertido—, ahora llegamos a la parte de la fiesta que me gusta.

—¿Ninguno se ha preguntado por qué diablos regresé al Alcance del Cuervo cuando ya había conseguido poner tierra de por medio?

—Saltó desde uno de los saledizos y después se dejó caer encima de uno de los ascensores cuando pasó cerca de usted, ¿fue así, verdad?

—Sí, porque cualquier otra manera de llegar al suelo hubiera sido excesivamente perjudicial para mi salud.

—¿Ves? Ya te lo había dicho, Stephen.

—Quizá pensaba que fuera posible, pero no quería reconocer que lo había logrado —dijo el vadraní.

—A Stephen no le gustan las alturas —comentó Angiavesta.

—Y tiene mucha razón —dijo Locke—, pero les ruego que me escuchen. He vuelto para advertirles… de esas esculturas. Capa Raza trajo cuatro. Todos los de esta torre se encuentran en un peligro tremendamente mortal.

—¿Unas esculturas? —doña Angiavesta le miró con aire pensativo—. Un caballero vino a dejarnos cuatro esculturas de oro y cristal; eran un regalo para el Duque —miró a Stephen—. Puedo asegurar que los propios hombres del Duque comprobaron que eran inocuas. Pero de hecho no lo sé, porque mi papel en este asunto fue el de interceder a favor de uno de mis pares.

—Eso me dijeron mis superiores —dijo Reynart.

—Vamos, déjenlo ya —dijo Locke—. Vos sois la Araña. Y yo la Espina de Camorr. ¿Os entrevistasteis con Capa Raza? ¿Le acompañaba un mago mercenario que se dice halconero? ¿Os hablaron de las esculturas?

Los Salvara se quedaron mirando a doña Angiavesta, que tartamudeó y tosió.

—Vaya —dijo Locke—, no se lo había contado a Sofía y a Lorenzo. Siempre jugando al amigo-del-amigo. Lo siento. Pero necesito hablar con la Araña. Cuando llegue la Falsa Luz todos los del Alcance del Cuervo estaremos jodidos.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —dijo Sofía, agarrando a su marido del brazo y apretándoselo con tanta fuerza que suscitó en él una mueca de dolor—. ¿No te lo había dicho?

—Yo aún no estoy seguro —dijo Lorenzo.

—No —dijo doña Angiavesta con un suspiro—. Sofía tiene razón. Soy la Araña del Duque. Ya lo he dicho. Si sale de esta habitación, rodarán cabezas.

Conté la miró con ojos de sorpresa, pero también con asentimiento; Locke volvía a caerse al suelo.

—Y en lo concerniente a las esculturas —dijo doña Angiavesta—, yo misma supervisé su entrada; son un regalo para el Duque.

—Forman parte de una conspiración —dijo Locke—. Son una trampa. ¡Abrid una de ellas y lo comprobaréis! Capa Raza quiere arruinar la vida de cada hombre, mujer y niño de esta torre… sería mucho peor que si los asesinara.

—Capa Raza —dijo doña Angiavesta— es el perfecto caballero; cuando le invité a la fiesta, aceptó a regañadientes y apenas estuvo unos instantes. Es otra más de sus fabulaciones con la que quiere obtener alguna ventaja.

—Mierda, claro que sí. Después de escaparme de aquí, regresé por las buenas para que me ataran y me empujaran todos los de la Compañía del Cristal Nocturno. Y ahora vamos a llegar a donde quería llegar. Esas esculturas están repletas de piedra fantasma. ¡Angiavesta, piedra fantasma!

—¿De piedra fantasma? —Sofía estaba horrorizada—. ¿Cómo lo sabe?

—No lo sabe —dijo Angiavesta—. Miente. Las esculturas son inocuas.

—Abran una —dijo Locke—. Podemos comprobarlo de una manera muy sencilla. Por favor, la Falsa Luz está a punto de llegar. Abran una. Se prenderán cuando llegue la Falsa Luz.

—Esas esculturas —dijo Angiavesta— son una propiedad ducal que cuesta miles de coronas. No voy a estropearlas por el capricho enloquecido de un notorio criminal.

—Miles de coronas —dijo Locke— a cambio de cientos de vidas. Todos los nobles de Camorr se convertirán en tontos de baba, ¿no lo comprenden? ¿Pueden imaginarse a todos esos niños del jardín con los ojos igual de blancos que los de un caballo apaciguado? Pues eso es lo que va a sucederles —en ese momento subió la voz—: ¡Apaciguados! ¡Esa mierda se comerá nuestras jodidas almas!

—¿Acaso puede hacernos algún daño el comprobarlo?

Locke miró agradecido a Reynart.

—Claro que no puede hacerles daño, Reynart. Compruébelo, por favor.

Doña Angiavesta se dio un masaje en las sienes.

—Es imposible —dijo—. Por favor, Stephen, encierra a este hombre en algún lugar seguro mientras dure la fiesta. Una habitación sin ventanas, si eres tan amable.

—Doña Angiavesta —dijo Locke—, ¿el nombre de Avram Anatolius significa algo para vos?

Ella le miró fríamente.

—No podría decirle, ¿qué se supone que significa para usted?

—Capa Barsavi asesinó a Avram Anatolius hace veintidós años —dijo Locke—, y vos lo sabíais. Sabíais que suponía un obstáculo para la Tregua Secreta.

—No consigo comprender qué importa eso ahora —dijo doña Angiavesta—. Cállese o ahora mismo le haré callar.

—Anatolius tenía un hijo —dijo Locke muy deprisa, movido por la desesperación, mientras Stephen daba un paso hacia él—. Un hijo que le sobrevivió, doña Angiavesta. Luciano Anatolius. Luciano es Capa Raza. Luciano se vengó de Barsavi por matar éste a sus padres y hermanos, ¡y ahora quiere vengarse de vos! De vos y de todos los nobles.

—No —dijo doña Angiavesta, llevándose nuevamente las manos a la cabeza—. No, eso no es cierto. Mientras estuve charlando con Capa Raza disfruté de su conversación. No puedo ni imaginar que quisiera hacer algo semejante.

—El halconero —dijo Locke—, ¿os acordáis del halconero?

—El socio de Raza —dijo Angiavesta, como si se hallara muy lejos—. También disfruté de su conversación. Era un hombre muy tranquilo y educado.

—Os hizo algo, doña Angiavesta —insistió Locke—. Yo le he tenido delante de los ojos. ¿Pronunció vuestro auténtico nombre? ¿Le visteis escribir algo en un trozo de pergamino?

—No… puedo… Es… —doña Angiavesta se encogió; las arrugas de su rostro se acentuaron como si le doliese algo—. Tengo que invitar a Capa Raza… Sería una falta de educación no invitarle… a la fiesta… —se dejó caer en la silla y gritó.

Lorenzo y Sofía intentaron ayudarla; Reynart agarró a Locke por la casaca y lo levantó con fuerza, apoyándolo en la pared. Sus pies se quedaron bamboleándose a treinta centímetros del suelo.

—¿Qué le ha hecho? —aulló Reinart.

—Nada —dijo Locke, atragantándose—. Un mago mercenario le hizo un conjuro. Piense, ¿acaso se está comportando racionalmente con el asunto de las esculturas? El muy bastardo debió de hacerle algo a su mente.

—Stephen —dijo doña Angiavesta casi sin voz—, baja a la Espina. Él tiene razón. Tiene razón… Raza y el halconero… Lo había olvidado hasta ahora. Yo no estaba dispuesta a aceptar la petición de Raza… entonces el halconero se acercó al escritorio y yo… yo…

Volvió a ponerse en pie, ayudada por Sofía.

—Dijo que es Luciano Anatolius, que Capa Raza es el hijo de Anatolius. ¿Cómo ha podido saberlo?

—Porque hasta hace menos de una hora he tenido a ese mago mercenario atado en el suelo —dijo Locke, mientras Reynart le bajaba al suelo—. Le tuve que cortar todos los dedos para que hablara, y cuando me hubo revelado todo lo que yo quería oír, le corté la maldita lengua y cautericé la herida.

Todos los de la habitación se le quedaron mirando.

—También le dije que era un capullo —añadió Locke—, y no le gustó.

—Matar a un mago mercenario es una suerte peor que la muerte —dijo doña Angiavesta.

—No ha muerto; sólo está hecho un maldito desastre.

Doña Angiavesta denegó con la cabeza y dijo:

—Stephen, las esculturas. Creo que hay una en esta misma planta, junto al bar.

—Sí —dijo Reynart, dirigiéndose hacia la puerta—. ¿Qué más sabe de este asunto, Espina?

—Que tienen unas mechas alquímicas y unos recipientes de aceite ardiente. Cuando llegue la Falsa Luz se inflamará el aceite y toda la torre se llenará con el humo de la piedra fantasma. Ahora Anatolius se dispone a hacerse a la mar mientras se ríe de todos nosotros.

—¿El tal Luciano Anatolius es el individuo que vimos en la escalera? —preguntó Sofía.

—El mismo —dijo Locke—, Luciano Anatolius, alias Capa Raza, alias el Rey Gris.

—Si esas cosas son alquímicas —dijo Sofía—, no estaría de más que les echase un vistazo.

—Si puede haber peligro, yo iré contigo —dijo Lorenzo.

—Y yo —dijo Conté.

—¡Genial! ¡Vayamos todos! ¡Será divertido! —Locke señaló la puerta con sus manos atadas—. Pero si no vamos enseguida, la fastidiaremos.

Conté le tomó del brazo y le empujó a la retaguardia de la procesión; Reynart y Angiavesta iban en cabeza, mientras los casacas negras los miraban atónitos. Reynart les ordenó que los siguieran. Dejaron el vestíbulo y regresaron a la galería principal.

La muchedumbre de invitados, todos ellos con el rostro más que encendido, desapareció de la galería cuando la extraña procesión entró por ella. Reynart avanzó a zancadas hacia el casaca negra que se encontraba al lado de la reluciente pirámide de vasos de vino.

—Esta parte del bar se halla cerrada temporalmente. Haz que se cumpla la orden —y volviéndose hacia los demás soldados, dijo—: Acordonad esta área cinco o siete metros por ese lado. No dejéis que se acerque nadie, en nombre del Duque.

Doña Sofía pasó por debajo del cordón de terciopelo y se agachó al lado de la escultura con forma de pirámide. Las lucecitas seguían encendidas, cambiando de color por debajo de las ventanillas de cristal dispuestas en las caras; cada una de las pirámides tenía setenta y cinco centímetros de base y un metro de altura.

—Capitán Reynart —dijo Sofía—. Me parece que lleva un par de guantes al cinto, ¿tiene la amabilidad de dejármelos?

Reynart le pasó los guantes de piel negra y ella se los puso.

—No es aconsejable ser demasiado confiado; los venenos de contacto son un juego de niños —dijo para sí, mientras pasaba los dedos por la superficie de la escultura, al tiempo que la observaba con todo detalle. Cambió de posición varias veces, frunciendo el ceño cada vez que lo hacía.

»No consigo ver ninguna abertura en la cubierta exterior —dijo, poniéndose de pie—. No he descubierto ninguna junta; el trabajo es muy bueno. Si el mecanismo ha sido ideado para generar humo, no sé por dónde puede salir —y dio un golpecito con uno de sus dedos enguantados en una de las ventanillas de cristal.

»A menos… —y repitió el golpecito—. Este cristal es del tipo que llamamos ornamental; es muy delgado y frágil. No suele emplearse en escultura ni en el laboratorio, porque no resiste el calor…

Volvió la cabeza hacia Locke; sus rubios rizos del color de las almendras brillaron como si los envolviese un halo cuando le preguntó:

—¿Ha dicho usted que ahí dentro puede haber recipientes de aceite ardiente?

—Eso me dijo cierto hombre que sentía mucho apego por su lengua.

—Entonces es posible —dijo Sofía—. El aceite ardiente generaría mucho calor en el interior de este recipiente de metal. El cristal estallaría… ¡y dejaría escapar el humo! Capitán, desenvaine su estoque, por favor. Me gustaría servirme de él.

Desechando cualquier escrúpulo que aquella petición hubiera podido ocasionarle, Reynart desenvainó su estoque y se lo tendió con la empuñadura por delante. Ella examinó el pomo dorado del arma, asintió y golpeó con él el cristal, que se rompió con un sonido muy agudo. Luego le dio la vuelta al estoque y empleó su punta para apartar de la ventanilla los fragmentos de cristal, devolviéndoselo luego a Reynart. Hubo murmullos y exclamaciones en la muchedumbre que observaba, la cual fue contenida con mil disculpas por el tenue arco formado por los casacas negras de Reynart.

—Mucho cuidado, Sofía —dijo don Lorenzo.

—No digas a un marinero cómo cagar en el océano —replicó ella con voz muy baja mientras miraba por la ventanilla, cuya base medía unos veinte centímetros, y daba unos golpecitos en su extremo superior. Luego metió por ella una de sus manos enguantadas y tocó una de las lamparillas alquímicas; acto seguido, retorció el puño y la extrajo.

—No está conectada con nada —dijo, dejándola en el suelo—. Oh, dioses —susurró cuando vio lo que había debajo de la lamparilla. Se llevó la mano a la boca y se levantó, muy agitada.

—¿Y bien? —doña Angiavesta acababa de llegar hasta ella.

—Es piedra fantasma —dijo doña Sofía muy asustada—. Toda la escultura está llena de esa sustancia; acabo de verla e incluso de olerla —se estremeció lo mismo que las personas que se asustan de las arañas, sobre todo de las grandes que se cruzan en su camino—. Dentro de esta escultura hay la cantidad suficiente para apaciguar a todos los de esta torre. Da la impresión de que vuestro Capa Raza no quería dejar nada al azar.

Doña Angiavesta observó por la ventana la parte norte de Camorr; el cielo estaba mucho más oscuro que cuando habían llevado a Locke a su presencia.

—Sofía —dijo la condesa del Cristal de Ámbar—, ¿qué sabes de esos chismes? ¿Puedes impedir que ardan?

—No lo creo —dijo la baronesa de Salvara—, no consigo ver dónde están las mechas alquímicas; deben de encontrarse debajo de la piedra fantasma. Y también es posible que se prendan si alguien las toca; si estuviera en mi laboratorio podría hacer algo. Creo que intentar desmontar el mecanismo será tan peligroso como dejar que se prenda sin hacer nada.

—Tenemos que sacar las esculturas de la torre —dijo Reynart.

—No —disintió Sofía—. El humo de la piedra fantasma siempre sube hacia arriba; es más ligero que el aire. No podremos librarnos de ellas antes de que llegue la Falsa Luz; si las encerráramos en los sótanos del Alcance del Cuervo, aún podría salir algo de humo. Lo mejor que podemos hacer es ponerlas bajo el agua; cuando la piedra fantasma se moja, pierde su actividad en pocos minutos. El aceite seguiría ardiendo, pero sin que la piedra fantasma despidiera humo. ¡Si pudiéramos arrojarlas al Angevino!

—No podemos —dijo Angiavesta—, pero sí podríamos arrojarlas a la cisterna del Jardín Celeste; tiene tres metros de profundidad y cinco de diámetro. ¿Funcionaría?

—¡Sí! Sólo necesitamos echarlas dentro.

—Stephen… —dijo doña Angiavesta, pero el capitán Reynart ya se le había adelantado.

—Mis señoras, mis señores —Reynart hablaba lo más fuerte que podía—, el duque Nicovante requiere con premura vuestra ayuda. A mí el Cristal de la Noche. Necesito un camino despejado hasta las escaleras, así que, mis señoras, mis señores, lamento deciros que no podremos comportarnos gentilmente con aquellos que nos impidan el paso.

»Necesitamos sacar esas malditas cosas hasta las galerías y luego subirlas hasta el Jardín Celeste —Reynart cogió por el hombro a uno de sus hombres—. Echa a correr hacia la terraza de embarque y busca al teniente Razelin. Dile que despeje el Jardín Celeste bajo mi propia responsabilidad. Dile que dentro de cinco minutos no quiero ver allí a ningún niño. Él sabrá lo que hay que hacer. Primero la acción, luego las disculpas.

—Desáteme las manos —dijo Locke—. Esas cosas son pesadas; aunque no tenga mucha fuerza, puedo echar una mano.

Doña Angiavesta le miró con curiosidad.

—¿Por qué regresó para ayudarnos, maese Espina? ¿Por qué no aprovechó para fugarse?

—Soy un ladrón, doña Angiavesta —dijo Locke muy serio—. Soy un ladrón y puede que también un asesino, pero esto me sobrepasa. Además, intento matar a Raza, así que debía frustrar todos sus planes —abrió las manos y ella asintió, moviendo despacio la cabeza.

—Puede echar una mano, pero luego tendremos que hablar.

—Es algo que deseo mucho, pero esta vez sin agujas, por favor —dijo Locke—. Conté, pórtate como un amigo y quítame estas cuerdas.

El delgado guardaespaldas cortó las ataduras de Locke con uno de sus cuchillos.

—Si intenta fastidiarla, le echaré a la cisterna para que las esculturas le caigan encima.

Locke, Conté, Reynart, don Lorenzo y varios casacas negras se arrodillaron para levantar la escultura; Sofía esperó unos segundos con el ceño fruncido y entonces se situó al lado de su marido para sostener la escultura por la misma arista que él había elegido.

—Voy a ver si encuentro al Duque —dijo Angiavesta— para informarle de lo que está sucediendo —y cruzó la galería a toda prisa.

—Bueno, con ocho no resulta tan difícil —dijo Reynart—, pero será tan molesto como el infierno. Aún nos quedan unos cuantos escalones por subir.

Tropezando todos entre sí, subieron la escultura por el primer tramo de escaleras. Varios casacas negras los esperaban en la galería.

—¡Buscad las demás esculturas! —la voz de Reynart era como un bramido—. ¡Ocho hombres para cada una! ¡Buscadlas y llevadlas hasta el Jardín Celeste! ¡Y, en el nombre del Duque, dadle un buen empujón a cualquiera que se cruce en vuestro camino! ¡Y, por los dioses, que no se os vayan a caer!

Instantes después, varios equipos de soldados afanosos y empapados de sudor imitaban al grupo de Reynart y cargaban con las esculturas. Locke estaba jadeante y sudoroso; quienes le rodeaban no se encontraban mejor que él.

—¿Qué pasará si esto se activa mientras lo llevamos? —preguntó uno de los casacas negras.

—Pues que primero nos quemaremos las manos —respondió Sofía, el rostro encendido por el esfuerzo— y luego nos quedaremos sin sentido antes de haber dado seis pasos, y entonces estaremos apaciguados. Y nos sentiremos muy tontos.

Después de subir hasta la última galería y de dejarla atrás, ya no escucharon el bullicio de la fiesta. Camareros y criados salían corriendo a medida que ellos entraban por los pasillos de servicio. En el mismísimo tejado del Alcance del Cuervo, una gran escalera de caracol hecha de mármol subía hasta el Jardín Celeste, contorneando con su trazado helicoidal la cara interior de paredes que eran tan transparentes como el humo. Toda Camorr giraba a su alrededor a medida que la recorrían; el sol no era más que la mitad de un medallón de color pálido, hundido cada vez más en el curvo horizonte; Locke tuvo que fijarse repetidas veces antes de comprender que lo que estaba viendo eran las ondulantes viñas del Jardín Celeste, agitadas por el viento del exterior.

Docenas de niños corrían en sentido contrario al suyo, gritando mientras los soldados los perseguían y los criados los regañaban. La escalera terminó por desembocar en el jardín del tejado, que realmente era un bosque en miniatura; bajo el cielo púrpura y desprovisto de nubes, olivos, naranjos e híbridos alquímicos con hojas del color de la esmeralda movían entre susurros sus hojas por el cálido viento.

—¿Dónde está la maldita cisterna? —preguntó Locke—. Jamás he subido hasta aquí.

—En el borde este del jardín —dijo Lorenzo—. Yo solía venir a jugar aquí.

La cisterna se encontraba debajo de las caedizas ramas de un sauce llorón, y venía a ser un estanque de cinco metros de diámetro, como les había anunciado doña Angiavesta. Sin ningún tipo de preámbulos, arrojaron la escultura al agua, la cual, en su despertar, les roció con una buena salpicadura de agua que empapó a dos casacas negras. Se hundió rápidamente con una estela de color lechoso y golpeó sonoramente el fondo de la cisterna.

Una tras otra, las esculturas restantes fueron llevadas allí, hasta que las cuatro descansaron bajo la superficie de las, para entonces, lechosas aguas de la cisterna, mientras el Jardín Celeste se llenaba de casacas negras.

—¿Y qué pasará ahora? —pregunto Locke, casi sin resuello.

—Ahora despejaremos el tejado —dijo doña Sofía—. Aún sigue activa una gran cantidad de piedra fantasma; nadie puede acercarse a ella, ni siquiera aunque esté bajo el agua, durante varias horas.

Y ni que decir tiene que todos los que se encontraban en el tejado se sintieron muy felices de cumplir su sugerencia.

6

Cuando la Falsa Luz acababa apenas de comenzar, doña Angiavesta se reunió con ellos en la galería más elevada del Alcance del Cuervo. A través de la alta puerta que daba a la plataforma de embarque podían verse los centelleantes gallardetes de espectral colorido que eran las torres de cristal antiguo. La reunión estaba dominada por el ruido que hacían los casacas negras mientras subían y bajaban, disculpándose con todos los nobles con quienes se tropezaban.

—Es como una guerra —comentó cuando los Salvara, Locke y Reynart se sentaron a su alrededor—. Intentar algo semejante es peor que un asesinato en masa. ¡Por los dioses! Nicovante está llamando al Cristal Nocturno; Stephen, os aguarda una noche atareada.

—¿A los Merodeadores de la Medianoche? —preguntó.

—Llévatelos a todos fuera de aquí —contestó ella—, en silencio y lo más rápido que puedas. Que se reúnan en el Palacio de la Paciencia; que se preparen para el combate. Los llevaremos a donde Nicovante decida que son más necesarios.

»Maese Espina, le estamos muy agradecidos por todo lo que ha hecho, lo cual va a suponerle un excelente trato por nuestra parte. Pero la suya en este asunto ha terminado; voy a conducirle escoltado al Cristal de Ámbar. Aunque estará bajo arresto, disfrutará de ciertas comodidades.

—Tonterías —dijo Locke—. Me debéis más que todo eso. Raza es mío.

—Raza —replicó doña Angiavesta— se ha convertido en el hombre más buscado de toda Camorr; el Duque quiere aplastarlo como a un insecto. Vamos a ocupar sus dominios y a entrar por la fuerza en la Tumba Flotante.

—¡No sean idiotas, Raza no manda sobre la Buena Gente, sólo los utiliza arteramente para sus planes! —exclamó Locke—. La Tumba Flotante está vacía; ahora mismo, mientras hablamos, Raza emprende la fuga. No quería ser Capa, sino aprovechar su puesto para acabar con Barsavi y barrer a todos los nobles de Camorr.

—¿Cómo sabe tanto de los asuntos de Raza, maese Espina?

—Cuando Raza aún seguía llamándose el Rey Gris, me obligó a engañar a Capa Barsavi. El trato fue que después me dejaría en paz, pero me hizo una mala faena: mató a tres amigos míos y se llevó mi dinero.

—¿Su dinero? —dijo don Lorenzo, cerrando una mano y convirtiéndola en un puño—. Creo que se refiere al nuestro.

—Sí —dijo Locke—, el suyo y todo el que le quité a la señora de Marre, a don Javarriz y a los Feluccia. Más de cuarenta mil coronas… una fortuna. Raza me la robó. Así que no mentía cuando dije que ya no tenía dinero.

—¿Entonces no tiene nada de valor con lo que poder negociar? —preguntó doña Angiavesta.

—He dicho que me había quedado sin el dinero, no que no supiera dónde estaba —dijo Locke—. Raza lo tiene con la fortuna de Barsavi, y ahora se dispone a abandonar a hurtadillas la ciudad. Se supone que iba a emplearlo para pagar al mago mercenario.

—Entonces díganos dónde está.

—Raza es mío —dijo Locke—. Quiero acabar con él y seguir en libertad. Raza mató a tres amigos míos, por eso quiero atravesar con un puñal su maldito corazón; así que negociaré con todo el hierro blanco de Camorr.

—En esta ciudad se ahorca a la gente por robar unas pocas monedas de plata —dijo doña Angiavesta— y usted, culpable de haber robado decenas de miles de coronas, nos propone que le dejemos en libertad. Creo que no.

—Es la hora de la verdad, doña Angiavesta —insistió Locke—; ¿queréis recuperar el dinero? Pues yo puedo deciros dónde está. Os diré donde se encuentra, junto con la fortuna de Barsavi, que debe ser considerable. A cambio, lo único que quiero es a Raza. Seguiré en libertad y mataré al hombre que intentó acabar con vos y con todos vuestros pares. Sed razonable… ahora que conocéis mi voz y mi rostro, los días de mi antigua profesión se han terminado, al menos en Camorr.

—Supone demasiado.

—¿Acaso la Araña de Camorr evitó que Capa Raza reuniera en el Alcance del Cuervo la suficiente piedra fantasma para apaciguar a toda esta puñetera ciudad? No, porque quien lo evitó fue la Espina de Camorr, muchas gracias. Esta noche, todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad se encuentran a salvo porque tengo un corazón demasiado blando, y no porque vos hayáis hecho vuestro trabajo. Así que me lo debéis, Angiavesta. Por vuestro honor que me lo debéis. Dadme a Raza y tendréis el dinero.

Ella le lanzó una mirada capaz de convertir el agua en hielo.

—Por mi honor, maese Espina —dijo finalmente—, y por los servicios rendidos al Duque y a mis pares, le dejo ir en libertad; y si nos conduce hasta Raza podrá hacer con él lo que quiera, aunque si no lo hace, no se lo echaré en cara. Y si vuelve a sus antiguas actividades y si nuestros caminos vuelven a cruzarse de nuevo, le ejecutaré sin juicio previo.

—Me parece justo. Necesitaré una espada —dijo Locke—. Casi lo olvido.

Para su sorpresa, el capitán Reynart se quitó el cinturón del que colgaba su estoque y se lo tendió a Locke.

—Que no siga seco —dijo—; con mis cumplidos.

—¿Y bien? —dijo doña Angiavesta mientras Locke se ajustaba el cinturón encima de las excelentes calzas azules de Meraggio—. El dinero, ¿dónde está?

—Al norte de los Dientes de Camorr —respondió Locke—, en el fondeadero privado, hay tres barcazas llenas de porquería; vos las conocéis; sacan de la ciudad toda la suciedad y los excrementos y lo llevan a los campos del norte.

—Por supuesto —dijo doña Angiavesta.

—Raza ha escondido toda su fortuna dentro de una de ellas —dijo Locke—. En cofres de madera cubiertos con telas enceradas, por razones obvias. Su plan consiste, luego de escabullirse de Camorr, en abordar la barcaza más al norte y en recuperar el tesoro. Todo está allí, debajo de todos esos montones de mierda.

—Eso es ridículo —dijo doña Angiavesta.

—No dije que lo que iba a revelaros fuese agradable —dijo Locke—. Pensadlo. ¿Cuál sería el último sitio en el que nadie miraría a la hora de buscar un escondrijo de monedas?

—Hmmm. ¿Y de cuál de las barcazas se trata?

—No lo sé —respondió Locke—. Sólo sé que es una de las tres.

Vorchenza miró a Reynart.

—Bueno —dijo el capitán—, los designios de los dioses son inescrutables.

—Oh, mierda —dijo Locke como si se atragantase, mientras pensaba Haz una buena representación. Haz una representación buenísima—. Doña Angiavesta, esto no se ha terminado.

—¿De qué está hablando?

—Barcos, barcazas, fuga. He estado pensando. El halconero estuvo haciendo juegos de palabras mientras se encontraba bajo mi cuchillo. Se burló de mí sin referirse a nada en particular y ahora acabo de caer en lo que era. El barco de la plaga. La Satisfacción; hay que hundirla.

—¿Y por qué?

—Es de Anatolius —dijo Locke—. Según el halconero, Anatolius se hizo pirata en el Mar del Hierro Blanco para amasar la fortuna suficiente con la que contratar a un mago mercenario y regresar a Camorr en busca de venganza. La Satisfacción es su nave. Pero Anatolius no planea escapar en ella… piensa abandonar la ciudad por el norte y remontar el Angevino.

—¿Por qué?

—El halconero comentó algo de un plan alternativo. El barco de la plaga es el plan alternativo. No está lleno de cadáveres, doña Angiavesta. Su tripulación fue escogida cuidadosamente… gente que sobrevivió al Susurro Negro, como los Gules del Duque. Una tripulación escogida y las bodegas llenas de animales: cabras, ovejas, monos. Pensé que el halconero se estaba mofando… pero ahora lo comprendo.

—Animales que pueden propagar el Susurro —dijo Reynart.

—Sí —dijo Locke—. No mueren por su causa, pero seguro que nos lo pueden contagiar. Hundid ese maldito barco, doña Angiavesta. Es otra jugada de Raza. Si descubre que no pudo acabar con los nobles, puede intentar vengarse de toda la ciudad. Es su última oportunidad.

—Qué locura —susurró doña Angiavesta, no muy convencida.

—Anatolius ya ha intentado barrer a todos los nobles de Camorr, incluidos los niños. Está loco, Condesa del Cristal de Ámbar. ¿Cómo suponéis que reaccionará al ver frustrado su primer intento? Lo único que tienen que hacer sus hombres es dirigir el barco hacia los muelles y soltar esos animales. O quizá lanzar unas cuantas ovejas a la ciudad con ayuda de una catapulta. Hundid ese maldito barco.

—Maese Espina —dijo doña Angiavesta—, aun siendo ese ladrón cuyos apetitos conocemos tan bien, no deja de sorprenderme que su corazón esté tan lleno de ternura.

—He hecho los votos que me ligan al Decimotercero Sin Nombre, el Guardián Avieso, el Benefactor —dijo Locke—. Soy sacerdote. No he salvado a la gente que se encontraba en esta torre para ver ahora cómo muere toda la ciudad. Por amor al decoro, doña Angiavesta, por amor al decoro, hundid ese condenado barco. Os lo ruego.

Ella se le quedó mirando por encima de los bordes de sus antiparras en forma de medialuna y se volvió hacia Reynart.

—Capitán —dijo muy despacio—, vaya al puesto de señales de la plataforma de embarque. Envíe el siguiente mensaje al Arsenal y a las Heces —cruzó las manos sobre su estómago y suspiró—: «Por la autoridad que me confiere el duque Nicovante, les ordeno que hundan a la Satisfacción y que disparen a cualquier sobreviviente que intente llegar a la costa».

Locke suspiró aliviado.

—Gracias, doña Angiavesta. ¿Y mi ascensor?

—Su ascensor, maese Espina… por mi honor que estará listo enseguida. Y si los dioses le conceden a Capa Raza antes de que mis hombres den con él… que también le concedan su fuerza.

—Os echaré de menos, doña Angiavesta —dijo Locke—, y tambien a vosotros, mi señor y mi señora de Salvara… y mis disculpas por el hecho de que la mayor parte de vuestra fortuna esté enterrada bajo la mierda. Espero que sigamos siendo amigos.

—Ponga un solo pie en nuestra casa —dijo Sofía— y se quedará para siempre en mi laboratorio.

7

Unas luces azuladas relampaguearon en la plataforma de embarque del Alcance del Cuervo; incluso bajo la luz trémula y cambiante de la Falsa Luz, tenían la suficiente potencia para ser vistas en la estación que se encontraba en lo más alto del Palacio de la Paciencia, la cual debía retransmitirlas. En unos instantes, los obturadores de las linternas se abrieron y cerraron rápidamente; el mensaje surcó el aire, por encima de los millares de personas que continuaban con la fiesta, y llegó a sus destinos… el Arsenal, la Aguja del Sur, las Heces.

—Vaya mierda —dijo el sargento de la Guardia que se encontraba en la torre de la mismísima cúspide de la Aguja del Sur, abriendo y cerrando los ojos para aclararse la vista, mientras se preguntaba si había interpretado correctamente el mensaje. Con bastante remordimiento, ocultó debajo de la silla el pellejo de vino con el que había estado celebrando, ilícitamente por cierto, el Día de los Cambios.

—Sargento —dijo su compañero más joven—, esa fragata está haciendo una cosa muy rara.

A lo lejos, sobre las aguas del Puerto Viejo, la Satisfacción acababa de girar lentamente hacia babor; podía verse a los marineros subidos a las vergas de los palos mayores y de los trinquetes, dispuestos a desplegar las gavias. Varias docenas de figuras negras más pequeñas se movían por el puente, iluminadas tanto por el resplandor de las linternas amarillas como por la claridad de la Falsa Luz.

—Está desamarrando, señor; va a hacerse a la mar. ¿De dónde ha salido toda esa gente? —dijo el guardia más joven.

—No lo sé —dijo el sargento—, pero acabo de recibir un mensaje. Por los dioses misericordiosos, quieren hundir a esa zorra iluminada de amarillo.

Unos puntitos de luz anaranjada comenzaron a encenderse por toda la periferia de las Heces; todas las torrecillas de los ingenios tenían lámparas de emergencia que se encendían para indicar que los artilleros se hallaban en sus puestos y listos para la acción. Los tambores comenzaron a sonar en el Arsenal; el sonido de los silbatos se extendió por toda la ciudad, sobreponiéndose al tenue murmullo de la multitud que celebraba el Día de los Cambios.

Con un fuerte chasquido, uno de los ingenios de la costa lanzó su carga. La piedra se convirtió en una sombra difusa que subió por el cielo; no acertó el blanco por metros, levantando un surtidor de agua cerca del costado de estribor de la fragata.

Lo siguió un segundo ingenio, del cual nació un arco de fuego naranja que se quedó suspendido unos instantes en el cielo, como si fuera un estandarte de luz ardiente capaz de hipnotizar con su sola contemplación. Los guardias de la Aguja del Sur lo miraron con respeto y temor mientras se estrellaba sobre el puente de la Satisfacción y salpicaba hilillos de fuego en todas las direcciones. Los hombres corrían frenéticamente, algunos de ellos ardiendo. Uno saltó por la borda, sumergiéndose en el agua como una carbonilla en un charco.

—Por los dioses, eso es aceite ardiente —dijo el guardia más joven—. Seguirá ardiendo hasta que lo haya quemado todo.

—No importa, a los tiburones también les gusta la carne asada —bromeó el sargento—. Pobres bastardos.

Una piedra se estrelló en uno de los costados de la fragata, aplastando las barandillas de madera y creando una lluvia de astillas; los marineros se retorcían, gritaban y caían al suelo del puente. El fuego prendía en las velas y en los aparejos, a pesar de los frenéticos esfuerzos de la tripulación para apagarlo con arena. Otra bola de fuego explotó en el alcázar; los hombres y mujeres que manejaban la rueda del timón fueron engullidos por un halo de llamas ardientes. Ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.

Más piedras alcanzaron el barco, cayendo entre las pocas velas que quedaban. El fuego ardía, descontrolado, por proa, popa y parte central. Unos dedos de colores naranja, rojo y blanco jugueteaban entre las cubiertas y se elevaban por el cielo, junto con una humareda multicolor. Situada dentro del radio de acción de una docena de ingenios, la fragata, desarmada y prácticamente inmóvil, no había tenido ninguna posibilidad de escapar al ataque. Cinco minutos después de que la señal fuera emitida desde el Alcance del Cuervo, la Satisfacción era una pira… una montaña de llamas blancas y rojas que emergía del agua encrespada, la cual era como un espejo de color rojo dispuesto bajo el casco del moribundo navío.

Los arqueros tomaron posiciones en la costa, listos para disparar contra cualquier sobreviviente que intentara llegar nadando hasta ella, pero no llegó nadie. Con el fuego, el agua y las cosas que acechaban en las profundidades de la bahía, las flechas eran superfluas.

8

Luciano Anatolius, el Rey Gris, el Capa de Camorr, el último miembro vivo de su linaje, se mantenía erguido en el puente superior de la Tumba Flotante, bajo los toldos de seda que se mecían al recibir el Viento del Ahorcado, bajo el cielo oscuro que reflejaba el irreal resplandor de la Falsa Luz, viendo cómo ardía su barco.

Miraba fijamente hacia el oeste mientras el rojo del fuego se reflejaba en sus ojos que no parpadeaban; miraba fijamente hacia el norte, contemplando la incandescencia del Alcance del Cuervo, donde se mezclaban destellos azules y rojos, donde ninguna nube de humo pálido ascendía al cielo.

Se mantenía erguido sobre el puente de la Tumba Flotante sin llorar, aunque su corazón lo desease ardientemente en aquellos momentos.

Cheryn y Raiza no lloraron, se dijo. Madre y padre no lloraron; no lloraron cuando, a medianoche, los hombres de Barsavi echaron abajo la puerta de su casa. Cuando su padre murió, intentando protegerlos el tiempo suficiente para que Gisella pudiera envolverlos a él y a las gemelas con unas ropas y sacarlos por la puerta de detrás.

La Satisfacción ardía ante su mirada mientras él volvía a verse corriendo por la oscuridad de los jardines, con sólo trece años, tropezando por caminos que le eran familiares mientras las ramas le azotaban el rostro y las lágrimas ardientes le corrían por las mejillas. En la casa de campo que habían dejado atrás, los cuchillos se alzaban y caían, un niño pequeño llamaba llorando a su madre… y luego, de repente, sólo se escuchó el silencio.

—Jamás lo olvidaremos —había dicho Raiza en la oscuridad de la bodega del navío que los conducía hasta Talisham—, jamás lo olvidaremos, ¿verdad, Luciano?

Y su manita apretaba con fuerza la suya; junto a su otro costado, Cheryn dormía con un sueño lleno de sobresaltos, murmurando y gritando.

—Jamás lo olvidaremos —contestó él—. Y volveremos. Te lo prometo, algún día volveremos.

Se mantenía erguido en el puente de la fortaleza que Barsavi tenía en Camorr, sin poder hacer nada mientras su barco teñía de rojo las aguas del Puerto Viejo al morir.

—¿Capa Raza?

Aquella voz temerosa se encontraba ante él; un hombre acababa de abrirse paso por el pasillo que conducía a las galerías de más abajo. Uno de los Sabuesos del Ron que formaba parte del extravagante círculo de jugadores creado en su salón del trono. Se volvió lentamente.

—Capa Raza, acaban de traer esto… Uno de los Tajadores de la Falsa Luz, señoría. Dice que en la Lluvia de Ceniza un hombre le entregó un tirinto y le pidió que os lo trajera.

Le tendió un saco de harpillera donde, con unas letras negras de trazo apresurado, había sido escrita la palabra RAZA. La tinta aún estaba fresca.

Luciano tomó el saco y despidió al hombre con un ademán de la mano; el Sabueso del Ron volvió al pasillo y desapareció por él, no muy contento de lo que había visto en los ojos de su maestro.

El Capa de Camorr abrió la bolsa y descubrió el cadáver de un halcón-escorpión… sin cabeza. Volcó su contenido encima del puente; la cabeza y el cuerpo de Vestris cayeron con un sonido seco sobre las planchas de madera. Un trozo de pergamino doblado y manchado de sangre cayó, revoloteando, instantes después. Lo cogió y lo abrió. Así decía:

YA ESTAMOS LLEGANDO

Luciano permaneció mirando aquellas palabras durante algún tiempo; quizá cinco segundos, aunque bien hubieran podido ser cinco minutos. Estrujó el pergamino entre sus manos y lo tiró al suelo; cayó al puente y rodó por él hasta detenerse al lado de los ojos de mirada inmóvil y vítrea de Vestris.

Si estaban llegando, que llegaran. Aún habría tiempo de huir después de haber satisfecho aquella última deuda.

Entró por el pasillo que conducía a la galería de más abajo, en medio de la luz y la algarabía de los jugadores. El olor a humo y a licor flotaba en el aire; sus botas hicieron crujir el maderamen cuando bajó corriendo por las escaleras.

Los hombres y las mujeres levantaron la vista de sus naipes y dados cuando pasó a su lado; algunos agitaron la mano y profirieron gritos de saludo, pero nadie recibió ninguna respuesta. Capa Raza abrió de golpe la puerta de sus aposentos privados (antaño de Barsavi) y permaneció en su interior varios minutos.

Cuando salió, llevaba las vestiduras del Rey Gris, la casaca y calzas de color gris-niebla, las botas grises de piel de tiburón con las brillantes hebillas de plata, los guantes grises de espadachín, dados de sí en los nudillos por el uso, la capa gris con la capucha echada. La capa ondeó a su alrededor cuando echó a caminar; las luces de la Tumba Flotante se reflejaban en el acero desnudo del estoque que llevaba desenvainado.

La partida se terminó en un instante.

—Largaos —dijo—, largaos y no volváis. Dejad abiertas las puertas. Nada de guardias. Largaos mientras tenéis la posibilidad de iros.

Los naipes cayeron al suelo formando una espiral; los dados repiquetearon al golpear la madera. Hombres y mujeres se levantaron de un salto, llevándose consigo a los camaradas borrachos; las botellas rodaron y el vino se derramó a medida que la desbandada fue generalizándose. En menos de un minuto, el Rey Gris se había quedado solo en el corazón de la Tumba Flotante.

Caminó lentamente hacia estribor, hacia un montón de cuerdas plateadas que colgaban del techo del viejo galeón. Tiró de una de ellas y las luces blancas de los candelabros murieron; tiró de otra y las cortinas que cubrían las altas ventanas del salón del trono se plegaron, rindiendo la estancia a la oscuridad de la noche. Un tirón de una tercera y unos globos alquímicos de color rojo, instalados en los oscuros nichos de las paredes, volvieron a la vida; el corazón de la fortaleza de madera se convirtió en una cueva bañada por una luz carmesí.

Se sentó en su trono con el estoque cruzado encima de sus piernas, y la luz rojiza hizo brillar sus ojos, ocultos por la sombra que proyectaba la capucha.

Se sentó en su trono y esperó a que los dos Caballeros Bastardos que aún vivían le encontrasen.

9

A las diez y media de la noche, Locke Lamora entró en el salón del trono y se quedó mirando, una mano sobre el estoque, al Rey Gris, que se sentaba en silencio a treinta metros de él. Locke tenía la respiración agitada, aunque no por el viaje, pues había cubierto la mayor parte del trayecto en un caballo robado.

El hecho de sentir bajo su mano la empuñadura de la hoja de Reynart era tan vigorizante como terrorífico. Sabía que en un combate limpio se encontraría en desventaja, pero le ardía la sangre. Y tenía el atrevimiento de pensar que la ira, la velocidad y la esperanza podrían valerle en lo que estaba a punto de acontecer. Se aclaró la garganta.

—Rey Gris —dijo.

—Espina de Camorr.

—Me siento complacido —dijo Locke—. Pensaba que quizá ya te hubieras marchado. Lo siento… necesitabas esa fragata, claro. Conseguí que mi buena amiga la Condesa del Cristal de Ámbar la enviase al fondo de la maldita bahía.

—Esa hazaña —dijo el Rey Gris con voz cansada— dejará de parecerte tan sabrosa dentro de breves minutos, te lo aseguro. ¿Dónde está Jean Tannen?

—Viene hacia aquí —dijo Locke—. Llegará en cualquier momento.

Locke comenzó a caminar lentamente hacia él, recortando la distancia que los separaba en más de la mitad.

—Le advertí al halconero que no bromeara con Jean Tannen —dijo el Rey Gris—, lo que, al parecer, él no tomó con la debida consideración. Os felicito a ambos por vuestro inimaginable poder de recuperación, pero creo que os haré un favor matándoos antes de que los magos mercenarios se venguen en vuestras personas.

—Estás dando por sentado que el halconero ha muerto —dijo Locke—, pero no es así. Aún respira, aunque es un lisiado que jamás podrá volver a tocar un instrumento musical.

—Interesante. Me pregunto cómo pudiste conseguirlo. Me pregunto por qué la diosa de la muerte se burla de ti al haberte dejado un soplo de vida. Me gustaría saberlo.

—A la mierda con tus deseos. ¿Por qué hiciste las cosas de esa manera, Luciano? ¿Por qué no intentaste llegar a un acuerdo honroso para todos? Seguro que hubiéramos podido encontrar alguno.

—«Hubiéramos podido» —dijo el Rey Gris—; ese «hubiéramos podido» era imposible, maese Lamora. Era una cuestión de necesidad. Vosotros teníais lo que yo necesitaba, y erais demasiado peligrosos para dejaros seguir con vida después de que yo os lo quitara… como tú mismo dejaste muy claro.

—Pero todo hubiera podido quedarse en un simple robo —dijo Locke—. Yo te lo hubiera entregado todo a cambio de las vidas de Calo, Galdo y Bicho. Yo te lo hubiera entregado todo si me hubieses dado la opción de elegir.

—¿Y qué ladrón no lucha para defender lo que es suyo?

—Uno que tiene algo mejor —dijo Locke—. Para nosotros, robar era más importante que atesorar; y estoy seguro de que hubiéramos acabado por malgastar el dinero de la peor manera.

—Eso es fácil de decir ahora, visto lo sucedido —suspiró el Rey Gris—. Seguro que habrías visto las cosas de manera diferente si todos hubiesen seguido con vida.

—Les robábamos a los nobles, capullo. Sólo a ellos. Nuestros juegos sólo eran para ellos… Tú ayudaste a la nobleza al querer dejarnos fuera de juego. Le entregaste a la gente a la que odiabas un regalo diabólico.

—Así que tú, maese Lamora, les ayudabas a que no les pesara tanto el dinero, intentando escrupulosamente que no se perdiera ninguna vida en el proceso… ¿tengo que aplaudirte? ¿Nombrarte mi hermano de armas? Siempre hay más dinero. El dinero no bastaba para que aprendierais la lección que debíais aprender.

—¿Cómo pudiste hacerlo, Luciano? ¿Cómo un hombre que perdió tanto, que sentía tanto odio por Barsavi, pudo hacerme lo mismo que le hicieron a él?

—¿Lo mismo? —el Rey Gris se levantó con el estoque en la mano—. ¿Lo mismo? ¿Acaso mataron a tus padres en la cama para ocultar una mentira, maese Lamora? ¿Acaso pasaron por el cuchillo a tus hijos pequeños para que no pudieran llegar a ser mayores y así vengarse?

—Yo perdí a tres hermanos por tu causa —dijo Locke—, casi a cuatro. No tenías necesidad de hacer lo que hiciste. Y cuando creíste que habías acabado conmigo, intentaste matar a cientos de personas. Entre ellos a niños, Luciano, a niños… nacidos mucho después de que Barsavi matara a tus padres y hermanos. Me gustaría ser honesto, pero sólo veo la peor de las locuras.

—Estaban protegidos por la Tregua Secreta —dijo el Rey Gris—. Eran parásitos, culpables por el simple hecho de nacer. Ahórrate tus argumentos, sacerdote. ¿Piensas que no pensé en todo eso durante los últimos veintidós años?

El Rey Gris dio un paso adelante, apuntando a Locke con la punta de su arma.

—Si hubiera estado en mi mano —añadió—, habría arrasado esta ciudad hasta sus cimientos para escribir los nombres de los míos en sus cenizas.

Ila justicca vei cala —dijo Locke con un susurro. Siguió avanzando hasta que ambos se encontraron a menos de dos metros de distancia el uno del otro. Desenvainó el estoque de Reynart y se puso en guardia.

—La justicia es roja —el Rey Gris se puso de rodillas mirando a Locke, el filo de su arma hacia el suelo, en la posición que los esgrimidores de Camorr suelen denominar «el lobo expectante»—. Es muy cierto.

Locke le atacó antes de que hubiera terminado de hablar; durante un instante, su acero cortó en el aire la imagen que había pertenecido al Rey Gris. El Rey esquivó el tajo de Locke, el fuerte contra el débil, y respondió con una velocidad superior a la empleada por él. Lamora evitó un golpe sesgado dando un salto hacia atrás que resultó muy poco elegante; aterrizó encogido, con la mano izquierda hacia delante para evitar dar con los codos y las posaderas en la dura madera del puente.

Cautelosamente, Locke se movió en círculo hacia la dirección de donde le había llegado el golpe, aún encogido. En su mano izquierda acababa de aparecer un puñal como por arte de magia, que él movió varias veces.

—Hmm —comentó el Rey Gris—. No me digas que vas a luchar al estilo de Tal Verrar. Lo encuentro insípido.

—Anímate —Locke movió rápidamente el puñal de un modo muy colorista—. Intentaré que la capa no se te manche mucho de sangre.

Suspirando de un modo muy teatral, el Rey Gris extrajo de su cinturón uno de los dos puñales que llevaba en él, de mango muy estrecho, y lo llevó hacia delante hasta que las hojas de sus dos armas se movieron en el aire que se encontraba ante él como si fueran mandíbulas. Entonces dio dos brincos muy exagerados.

Locke miró los pies del Rey Gris durante una fracción de segundo, comprendiendo demasiado tarde lo que iba a hacer. Se echó a la derecha y consiguió parar a duras penas con el puñal lo que le caía encima. La estocada del Rey Gris cortó el aire justo a pocos centímetros de su hombro izquierdo. Su respuesta se encontró con el puñal del Rey, que la estaba aguardando. Una vez más, el Rey era el más rápido, y con mucho.

Durante unos pocos segundos llenos de desesperación, ambos siguieron peleando… sus espadas tejían fantasmas de plata en el aire, cruzándose y apartándose, con fintas y falsas fintas, estocadas y paradas. Locke se mantenía a duras penas fuera del alcance de los golpes del Rey Gris, que eran más largos y poderosos, mientras que el Rey paraba y devolvía con facilidad todas las arremetidas de Locke. Finalmente, ambos se apartaron jadeantes, contemplándose el uno al otro con la mirada de odio resignada e implacable de los perros de lucha.

—Hmmm —dijo el Rey Gris—, un combate muy esclarecedor.

Y lanzó una estocada como quien no quiere la cosa; Locke se echó hacia atrás rápidamente y la paró con gran dificultad, punta contra punta, como si fuera un muchacho que se encuentra en su primera semana de aprendizaje. Los ojos del Rey Gris brillaron.

—De lo más esclarecedor —y lanzó otra estocada; y Locke volvió a retroceder—. Tengo la impresión que no dominas este arte, ¿no te parece?

—¿No te parece que quizá quiera que pienses eso?

Al escucharlo, el Rey Gris rió:

—Oh, no. No, no, no —y, con un gesto muy teatral, arrojó la capa al suelo. Su rostro macilento se llenó de surcos por la mueca salvaje que presagiaba lo que iba a suceder—. Basta de engaños, basta de juegos.

Y entonces se lanzó sobre Locke, moviendo rápidamente los pies, con una brutalidad que Locke jamás había visto; detrás de su hoja se encontraban no sólo veinte años de experiencia sino veinte años dominados por el odio más feroz. Alguna parte perdida de la mente de Locke aceptó con frialdad el hecho de que no servía para aquello, mientras paraba con gran dificultad golpe tras golpe y evitaba con la mirada y con las manos golpes fantasmales, incluso cuando el acero del Rey Gris le atravesaba las ropas y la carne.

Una, dos, tres… en tres suspiros, la hoja del Rey Gris cantó para morder la muñeca, el antebrazo y el bíceps de Locke.

El frío del acero sorprendió a Locke más que el dolor de las estocadas; luego su sangre cálida se mezcló con el sudor de su piel y le escoció muchísimo, mientras sentía una náusea en lo más profundo de su estómago. El puñal se le cayó de la mano izquierda, rojo por una sangre que no era la que debía mancharlo.

—Ya hemos llegado a donde no querías llegar, maese Lamora —el Rey Gris sacudió la sangre de Locke de la punta de su estoque y observó cómo se estrellaba en la madera después de describir un arco—. Adiós.

Entonces se dispuso a lanzar un nuevo ataque y, bajo la luz de los globos alquímicos que tenían el color del vino, su hoja relució todo lo larga que era con tonos de escarlata.

—Aza Guilla —dijo Locke con voz muy baja—, te pido justicia por la muerte de mis amigos. ¡Que pueda vengar con sangre la muerte de mis hermanos!

Y elevando la voz hasta que se convirtió en un grito, lanzó un golpe que no llegó al blanco, y luego otro, cargando todo su odio y su desesperación en cada uno de ellos, moviendo la hoja con mayor rapidez de lo que había hecho en su vida, y el Rey Gris los paró uno tras otro y los devolvió, y el Rey Gris se sintió molesto con ellos porque le parecía estar peleando con un niño.

—Creo que la diferencia entre tú y yo, maese Lamora —dijo el Rey Gris entre ataques y paradas—, es que cuando me quedé aquí a esperarte, sabía lo que podría hacer.

—No —replicó Locke, atragantándose—. La diferencia entre ambos es que yo voy a conseguir la venganza que busco.

Un dolor frío explotó en el hombro izquierdo de Locke mientras contemplaba horrorizado cómo la hoja del Rey Gris se hundía más de siete centímetros en la carne que se encontraba encima de su corazón. El Rey la retorció salvajemente al extraerla, arañando el hueso, y aquella sensación llevó a Locke a caer de rodillas y a proyectar hacia delante el brazo izquierdo, ya inservible, para evitar la caída.

Pero el instinto también le traicionó, porque cuando su mano chocó contra el puente con la palma hacia arriba, se le dobló de un modo atroz hacia dentro, debido al peso, y la muñeca se le rompió con un crujido espantoso. Tan grande fue la conmoción que le embargó, que no pudo ni gritar. Una fracción de segundo después, el Rey Gris le propinaba una tremenda patada en una mejilla, de suerte que el mundo se convirtió para él en un calidoscopio de agonía que daba vueltas sin parar mientras el escozor de las lágrimas llenaba sus ojos. El estoque de Reynart cayó al suelo con un ruido metálico.

Locke era consciente de la presión que la madera hacía sobre su espalda. Era consciente de la sangre y de la sal que nublaban su vista. Era consciente de los ardientes e intensos latidos de dolor que irradiaba su muñeca rota, así como de la agonía húmeda que sentía en la articulación del hombro. Pero también era consciente, y eso le molestaba aún más, de su propia vergüenza, del miedo de fallar y del lastre de tres amigos muertos que yacerían sin hallar la paz y sin conseguir la venganza porque Locke Lamora había perdido.

Tomó aire con una boqueada enorme que suscitó nuevas punzadas de dolor en su pecho y en su espalda, aunque ya sólo sentía un dolor, una sola sensación de verlo todo rojo que le hizo levantarse del suelo. Gritando como un poseso, arrastró las piernas hacia delante e hizo un esfuerzo para levantarse, con la esperanza de agarrar al Rey Gris por el estómago.

La estocada asesina que se dirigía hacia el corazón de Locke le alcanzó en el brazo izquierdo; impulsada por todo el peso de la ferocidad de que hacía gala el Rey Gris, taladró la carne del magro antebrazo de Locke y salió por detrás. Loco de dolor, Locke alargó el brazo hacia delante y hacia arriba mientras el Rey Gris intentaba liberar su hoja; aunque los filos del estoque causaron un terrible destrozo en la carne de Locke, siguió clavado en ella, aserrando el músculo hacia uno y otro lado mientras los dos hombres se debatían.

El puñal del Rey Gris apareció en el campo de visión de Locke, obligando a su instinto animal a emplear la única arma de que podía disponer. Sus dientes se hundieron en los tres primeros dedos de la mano que sujetaba la empuñadura; sintió el sabor de la sangre y el roce del hueso. El Rey Gris gritó y el puñal cayó, rebotando en el hombro izquierdo de Locke antes de caer al suelo con un sonido metálico. El Rey liberó su mano de un tirón y Locke le escupió la sangre y la piel que había mordido.

—¡Ríndete! —exclamó el Rey Gris, golpeando a Locke en la coronilla y luego en la nariz. Con su mano buena, Locke agarró el puñal que su contrario aún no había desenvainado. El Rey la apartó, riendo—. ¡No puedes vencer! ¡No puedes vencer, Lamora! —Y a cada grito que daba, lanzaba una lluvia de golpes sobre Locke, que seguía agarrado a él desesperadamente, como el hombre que se ahoga y se aferra a un madero flotante. El Rey rió salvajemente mientras le daba de puñetazos en el cráneo, en las orejas, en la frente y en los hombros, incluso en las heridas que sangraban—. ¡No… puedes… golpearme!

—No necesito golpearte —susurró Locke mientras dedicaba una mueca de locura al Rey Gris, el rostro surcado por las líneas que formaban la sangre y el sudor; la nariz rota y los labios partidos, la vista que se iba, orlada de negrura—. No necesito golpearte, hijo de la grandísima puta. Sólo tengo que retenerte aquí… hasta que llegue Jean.

Al oír aquello, el Rey Gris sintió auténtica desesperación, y sus golpes se hicieron más numerosos, pero poco le importaban a Locke, que, más que reír, rebuznaba como si estuviera completamente loco:

—¡Sólo tengo que retenerte aquí… hasta que llegue Jean!

Siseando de furia, el Rey Gris zarandeó a Locke lo suficiente para poder coger su puñal. Cuando liberó su mano izquierda de la presa que Locke había hecho en ella con su mano derecha, éste dejó caer en la palma de su mano un tirinto de oro que llevaba escondido en la manga; con un giro desesperado de su muñeca, lanzó la moneda hasta la pared que se encontraba a espaldas del Rey Gris, la cual hizo un sonido bastante fuerte.

—¡Ya está aquí, cabronazo! —exclamó Locke, escupiendo sangre en la pechera de la camisa del Rey—. ¡Jean! ¡Ayúdame!

Entonces el Rey Gris se dio la vuelta, medio arrastrando consigo a Locke; se volvió por el miedo que le daba Jean Tannen, antes de comprender que Locke estaba mintiendo; se volvió justo durante el medio segundo que Locke debió de haber implorado a cualquier dios que se dignara escuchar su súplica; se volvió durante el medio segundo que valía lo que toda la vida de Locke.

Se volvió lo suficiente para que Locke Lamora lanzase su brazo derecho hacia la cintura del Rey Gris, desenvainara el puñal que llevaba enfundado en ella y lo sepultara con un grito final de dolor y de triunfo en su espalda, justo a la derecha de su columna vertebral.

El Rey Gris arqueó la espalda y se quedó boquiabierto, helado por el dolor que se había apoderado de él; tomó la cabeza de Locke entre sus manos como si quisiera pedir a aquel hombre más bajo que él que deshiciera lo que había hecho, pero Locke guardó la calma y, con una voz tan serena que resultaba increíble, susurró:

—Calo Sanza. Mi hermano y amigo.

El Rey Gris cayó hacia atrás, pero Locke consiguió sacar el puñal de su espalda antes de que llegara al suelo. Locke volvió a levantar el puñal y se lo clavó al Rey Gris en mitad del pecho, justo debajo de la caja torácica. Brotó un chorro de sangre y el Rey Gris se debatió como un escarabajo al que acabaran de clavar en la caja de una colección de insectos. Locke levantó la voz mientras movía el puñal dentro de la herida:

—¡Galdo Sanza, mi hermano y amigo!

Con una última convulsión y un último esfuerzo, el Rey Gris lanzó a Locke un escupitajo de sangre (caliente y de tonos cobrizos) que le dio en el rostro, y agarró el puñal que le traspasaba el pecho. Locke le respondió dejándole caer encima la parte izquierda de su cuerpo, que no podía mover, para que apartara las manos. Con un sollozo, Locke extrajo el puñal del pecho del Rey, lo empuñó con su brazo derecho, que temblaba de un modo indecible, y se lo clavó en la garganta. Luego lo movió de un lado para otro en la tráquea hasta que poco le faltó al cuello para separarse del tronco, mientras el suelo que se hallaba bajo los dos contendientes comenzaba a llenarse con la sangre que manaba a chorros de la herida. El Rey Gris tuvo un estremecimiento final y murió, los ojos abiertos desmesuradamente, fijos en Locke.

—Bicho —susurró Locke—, cuyo auténtico nombre era Bertilion Gadek. Mi aprendiz. Mi hermano. Y mi amigo.

Entonces le abandonaron las fuerzas y cayó encima del cadáver del Rey Gris.

—Mi amigo.

Pero el hombre que tenía debajo no dijo nada y entonces Locke fue consciente de que el pecho que auscultaba, de que el corazón que hubiera debido latir al apoyar sobre él una de sus orejas, guardaban silencio. Y entonces lloró… y sus sollozos, salvajes e ininterrumpidos, hicieron que todo su cuerpo se estremeciera y que sus músculos y nervios torturados sintieran una vez más los calambres del dolor de la agonía. Enloquecido por la pena y el triunfo, por la niebla roja del dolor que sentía y por cien sensaciones más que no hubiera podido describir, permaneció echado encima del cadáver de su mayor enemigo, lloriqueando como un niño, mezclando la sal de sus lágrimas con la cálida sangre que cubría el cadáver del Rey Gris.

Y así permaneció, estremeciéndose bajo la luz roja de las lámparas, en aquel salón silencioso, a solas con su triunfo, incapaz de moverse y de impedir la pérdida de sangre que le conducía irremisiblemente hacia la muerte.

10

Jean lo encontró uno o dos minutos más tarde. El hombretón lo colocó boca arriba y lo apartó del cadáver, arrancando un aullido de dolor de su amigo que aún seguía semiinconsciente.

—Oh, dioses —se lamentó Jean—. Oh, dioses; maldito idiota, maldito y miserable idiota —hizo presión con las manos en el pecho y el cuello de Locke hasta que la sangre volvió a circular correctamente por su cuerpo—. ¿Por qué no esperaste? ¿Por qué no esperaste a que llegara?

Locke le miró con ojos de borracho y sus labios formaron una «O» de disculpa.

—Jean —dijo Locke muy serio, con voz queda—, has llegado corriendo. No estabas… en condiciones… de luchar. El Rey Gris… lo decidió. No podía negarme.

Jean lanzó un bufido a su pesar.

—Maldito seas, Locke Lamora. Le envié un mensaje. Pensaba que eso le detendría lo suficiente.

—Bendito seas. Le… vencí, a pesar de todo. Le vencí y conseguí que quemaran su barco.

—Así que era eso —dijo Jean con mucha dulzura—. Lo vi. Vi cómo ardía desde el otro lado de la Desolación de Madera; vi cómo te dirigías a la Tumba Flotante y entrabas en ella, llegué en cuanto pude. Pero no me necesitaste en ningún momento.

—No es cierto —Locke tragó saliva y luego hizo una mueca al sentir el sabor de su propia sangre—. Hice un uso excelente… de tu reputación.

Aunque Jean no hizo ningún comentario al escuchar aquellas palabras, la mirada triste de sus ojos fue más expresiva que cualquier cosa que hubiera podido decir.

—Nos hemos vengado —murmuró Locke.

—Así es —susurró Jean.

Pocos segundos después, las lágrimas comenzaron a manar nuevamente de los ojos de Locke, que cerró los ojos y movió la cabeza de un lado para otro.

—Todo esto ha sido una mierda —dijo.

—Lo ha sido.

—Tienes que dejarme… en este sitio.

Al escucharlo, Jean, que seguía arrodillado, se balanceó como si acabara de recibir una bofetada.

—¿Qué dices?

—Déjame, Jean. Moriré… dentro de pocos minutos. No sacarán nada más de mí. Aún puedes marcharte. Por favor… vete.

Jean se ruborizó, y el color rojo de su rostro prevaleció sobre la luz rojiza de los globos alquímicos, y enarcó las cejas, y todos los rasgos de su rostro se pusieron tan tensos que hasta Locke se alarmó. Jean cerró las mandíbulas y apretó los dientes, y las líneas de sus pómulos se convirtieron en las crestas dominantes de la montaña de grasa que era su rostro.

—Hay un montón de cosas que tienes que contarme —dijo, finalmente, con la voz más monocorde y siniestra que Locke jamás hubiera escuchado de sus labios.

—¡Metí la pata, Jean! —graznó un Locke desesperado—. Realmente no podía luchar contra él. Estuve a su merced antes de que pudiera descubrir la manera de ganarle con alguna artimaña. Sólo prométeme… prométeme que si alguna vez encuentras a Sabetha, tú no…

—Podras encontrarla tú mismo, so idiota, después de que ambos salgamos pitando de aquí.

—¡Jean! —Locke se agarró con la mano buena a las solapas de la casaca de Jean, pero sin fuerza—. Lo siento, estoy acabado. Por favor, no te quedes, porque te atraparán; los casacas negras no tardarán en llegar. No puedo permitir que te apresen. Por favor, déjame. No puedo caminar.

—Idiota —murmuró Jean, secándose las lágrimas que le quemaban el rostro con la mano buena—. No van a capturarte.

Y con poca maña, aunque con mucha prisa, recogió la capa del Rey Gris y se la ató alrededor del cuello, haciéndose un cabestrillo para el brazo derecho. Luego paso éste por debajo de las rodillas de Locke y levantó su cuerpo menudo, acercándoselo luego hasta el pecho, donde quedó sujeto. Locke se quejó.

—Deja de lloriquear, maldita nenaza —musitó Jean, mientras comenzaba a andar a zancadas—, aún debe quedarte medio vaso de sangre por algún sitio. —Pero Locke se había desmayado, y Jean no sabía si por el dolor o por la pérdida de sangre, pues su piel estaba tan blanca que parecía vidrio. Aunque tenía los ojos abiertos, su mirada era fija, y de su boca abierta caía un hilillo de sangre y baba.

Jadeando y estremeciéndose, ignorando el angustioso dolor de sus propias heridas, Jean echó a correr todo lo deprisa que pudo.

El cuerpo del Rey Gris quedó a su espalda, olvidado, y la luz roja iluminó el vacío salón.