Capítulo 15

La mordedura de la Araña

1

—¿Puede prometerme que se cuidará mejor que antes, mejor de lo que se cuidó su amigo Jean la semana pasada? —decía Ibelius.

—Usted es nuestro físico, maese Ibelius —le respondió Locke—, no nuestra madre, como ya le he dicho esta misma tarde una docena de veces. Estoy completamente preparado, en cuerpo y alma, para el asunto que me lleva al Alcance del Cuervo. Soy la precaución hecha carne.

—Entonces, señor mío, espero que dicha precaución no vaya a convertirse en temeridad.

—Ibelius —se lamentó Jean—, déjele solo; para sermonear tanto a un hombre antes hay que tener la decencia de casarse con él.

Jean se sentó en el jergón, ojeroso y bastante desaliñado; la negrura de su espesa cabellera resaltaba la palidez de su rostro. Sus heridas estaban curadas; una gran venda cubría su pecho desnudo, similar a la que llevaba bajo las calzas, rodeándole una rodilla, y a la que podía verse en su brazo derecho.

—Estos físicos son muy útiles —dijo Locke, ajustándose los puños de la casaca (anteriormente de Meraggio)—, pero creo que la próxima vez cogeremos la versión muda, aunque haya que pagar más.

—¡Y también podrían ponerse las vendas ustedes mismos y aplicarse las cataplasmas, aunque creo que acabarían antes si cavaran su propia tumba y se metieran en ella para esperar su inevitable tránsito hacia una condición más apacible!

—Maese Ibelius —dijo Locke, agarrando por los brazos a aquel hombre mayor—, Jean y yo le estamos más que agradecidos por su ayuda; sospecho que ambos estaríamos muertos si no hubiera sido por usted. Quiero resarcirle por el tiempo que ha pasado con nosotros en este agujero; espero recibir varios cientos de coronas en muy poco tiempo. Algunas serán para usted, para que pueda llevar una vida nueva lejos de aquí con los bolsillos bien llenos. Las demás las emplearemos en meter a Capa Raza bajo tierra. Anímese, recuerde lo que Jean le hizo a sus hermanas.

—Una proeza que no estoy en condiciones de repetir —dijo Jean—. Cuídate, Locke, porque esta noche no podré correr en tu ayuda si algo se tuerce.

—No tengo dudas de que lo intentaría —dijo Ibelius.

—No te preocupes, Jean, sólo será un asunto rutinario. Con el Duque y toda su puñetera corte metidos en una torre de cristal a doscientos metros de altura, ¿qué podría salir mal?

—Tanto sarcasmo no suena convincente —dijo Jean—; espero que lo tengas todo bajo control.

—Lo tendré, Jean. Cadenas se alegraría muchísimo si pudiera verme; voy a actuar como Lukas Fehrwight delante del maldito Duque, por no mencionar a ciertos nobles que conocemos de antaño: los De Marre, los Feluccia, el viejo Javarriz… Gloria al Guardián Avieso, porque ésta va a ser una representación buenísima. Suponiendo que la jugada termine bien. Y después… monedas en los bolsillos. Y después… venganza.

—¿A qué hora te esperan en la mansión de los Salvara?

—A las tres de la tarde, o sea, que no puedo entretenerme más. Jean, Ibelius… ¿qué tal estoy?

—Apenas podría reconocer al hombre que yacía en el lecho del dolor hace sólo unos días —dijo Ibelius—. Le confesaré que sus habilidades profesionales son sorprendentes; jamás hubiera pensado que se le daba tan bien el disfrazarse.

—Es una de nuestras mejores armas, maese Ibelius —dijo Jean—, por desgracia una de las pocas que nos quedan. Está listo para la velada, maese Fehrwight. Ahora supongo que se dirigirá a la isla de Durona por el camino más largo, ¿no?

—Claro que sí —dijo Locke—. Sólo estoy loco para algunas cosas. Me dirigiré al norte pasando por los túmulos y tiraré hacia el Silencio. Espero no ver ni a una sola alma cuando salga de la Lluvia de Ceniza.

Y a pesar del calor sofocante, se cubrió mientras hablaba con el capote encerado que Jean había dejado allí después de su encuentro con las hermanas Berangias. Hasta llegar a la Colina de las Sombras ocultaría sus finos ropajes de la vista de todos. Un hombre vestido con ropas elegantes atraería demasiado la atención de la gente que acecha por los lugares en penumbra de la Lluvia de Ceniza.

—Pues vayámonos al Alcance del Cuervo —dijo Locke—. Hasta mucho más tarde. Jean, descansa. Maese Ibelius, concédale a Jean su atención maternal; espero volver con buenas noticias.

—Con que simplemente vuelva, me daré por satisfecho —dijo Ibelius.

2

Nos encontramos a mediados del verano, en el Día de los Cambios, el decimoséptimo día de Parthis del septuagésimo octavo año de Aza Guilla, según el calendario de Therin. Y durante el Día de los Cambios, la ciudad de Camorr enloquece.

La parte central del mercado estaba invadida por la gente que asistía a una Fiesta Cambiante más pequeña y de inferior calidad que las que usualmente se celebraban cada mes; en su centro, a modo de patio, podía verse un espacio rectangular para jugar al balonmano, hecho de tablas que se apoyaban sobre cierto número de barcazas planas amarradas entre sí. Los jugadores sacaban banderas de un barril; después de formar dos equipos al azar, se sacudían unos a otros como borrachos, siendo aclamados por la multitud, formada exclusivamente por gentes del común. Cuando uno de los equipos se anotaba un tanto, tiraban de la barquichuela que transportaba un barril de cerveza para que contornease el recinto y entonces, con un cucharón, servían a cada uno de los miembros del equipo un buen trago de cerveza. Lógicamente, los partidos iban haciéndose más sucios y violentos a medida que pasaba el tiempo; unos jugadores que acababan de caer al agua estaban siendo pescados por los casacas amarillas que se dedicaban a tal menester, el único que podían hacer sin interferir en el juego.

Los plebeyos invadían las calles de la parte baja de Camorr durante el Día de los Cambios, haciendo meriendas, arrastrando barriles de cerveza negra y llevando consigo odres de vino. La gente formaba hileras que se entrecruzaban, se daban empujones, se juntaban y luego se separaban; cualquier dios que hubiese mirado a la ciudad sólo hubiera visto en ella una muchedumbre sin orden ni concierto que recorría las calles del mismo modo en que la sangre corre por las venas de un borracho.

En la Trampa los negocios se multiplicaban aquel día; como en una marea viva, la fiesta arrastraba hasta allí a marineros y visitantes llegados de costas extranjeras; unas cuantas horas de la hospitalidad camorrí y los invitados a la fiesta no serían capaces de distinguir sus traseros de sus tímpanos. Las ganas de beber, de jugar y de gastárselo todo eran como una marea que los anegase; se ahogaban en el libertinaje con sumo placer. Al día siguiente muy pocas naves saldrían del puerto; muy pocos de sus tripulantes dispondrían de la fuerza necesaria para izar un gallardete, no digamos una vela.

En el Caldero, el Estrecho y las Heces, la gente de Capa Raza celebraba la generosidad de su nuevo gobernante; por orden suya, docenas y docenas de barriles de vino tinto peleón habían llegado en carretillas; las bandas que eran demasiado pobres o estaban demasiado cansadas para acercarse hasta la encrucijada de maldad que era el Estrecho, bebían como idiotas en las aceras. Los garristas de Raza se desplazaban entre los suyos con cestas de pan, entregándole hogazas a cualquiera que las pidiese; daba la casualidad de que cada una de aquellas hogazas tenía dentro una moneda de cobre o de plata, de suerte que cuando aquellos regalos quedaron al descubierto (a costa de la mala fortuna de algunos dientes rotos), al sur del distrito del Templo ni una sola hogaza de pan se libró de la depredación.

La Tumba Flotante de Raza estaba abierta al público; varios garristas y sus bandas pasaban el rato con las cartas, de suerte que el juego no tardó en alcanzar proporciones épicas; en el culmen de la partida, cuarenta y cinco hombres y mujeres discutían, barajaban, bebían y se gritaban los unos a los otros por encima de las oscuras aguas de la Desolación, las mismas aguas que se habían tragado a Capa Barsavi y a toda su familia.

A Raza no se le veía por ningún sitio; aquella noche tenía cosas que hacer al norte de la ciudad, y nadie que no perteneciera al círculo de sus siervos más allegados sabía que se encontraría en la corte del Duque, mirándolos desde lo alto del Alcance del Cuervo.

En el distrito del Templo, el Día de los Cambios se celebraba de una manera más tranquila; todos los sacerdotes e iniciados de cada templo intercambiaban sus cometidos y luego volvían a intercambiarlos, y luego otra vez, ininterrumpidamente. Los hábitos negros de Aza Guilla celebraban un ritual muy vistoso en las escaleras del templo de Iono; los servidores del Padre de las Aguas Codiciosas también celebraban el suyo. La Dama Eliza y Azri, Morgante y Nara, Gandolo y Sendovani… todos los sacerdotes de dichas divinidades encendían velas y cantaban al cielo en diferentes altares, y luego hacían una procesión. Se ofrecieron plegarias especiales por la incendiada Casa de Perelandro, donde un hombre mayor con los hábitos blancos del Señor de los Vigilados, recientemente llegado de Ashmere, estudiaba los daños sufridos por el templo que acababa de quedar bajo su cuidado. No tenía ni idea de cómo comenzar a escribir el informe acerca de la destrucción acontecida en la bodega de cristal antiguo… que debía presentar al Jefe Divino de Perelandro, porque sólo había conocido los detalles al llegar a Camorr.

En la Esquina Norte y en el Recodo de la Fontana, las parejas de jóvenes acomodados se dirigieron al Prado de las Dos Platas, porque se suponía que daba buena suerte hacer el amor la víspera del Día de Mediados del Verano. Se decía que cualquier unión consumada antes de la Falsa Luz le daría al futuro niño todo lo que sus padres desearan; y aunque realmente aquello fuera un regalo, la mayor parte de los hombres y mujeres que se ocultaban entre los senderos de gravilla y las susurrantes paredes de verdor sólo se acordaban, llegado el momento, del deseo que sentían el uno por el otro.

Sobre las aguas del Puerto Viejo, la fragata Satisfacción seguía anclada, las banderas amarillas agitándose en sus mástiles, las linternas amarillas encendidas incluso durante el día. Una docena de figuras se movían silenciosas sobre su puente, haciendo subrepticiamente los preparativos para la acción de aquella noche; las ballestas quedaron junto a los mástiles, ocultas por unas lonas. Las redes contra el abordaje fueron dispuestas bajo los pasamanos del puente superior de la nave, para lanzarlas rápidamente sin que nadie las pudiera ver antes. También dejaron allí sacos de tierra para apagar las llamas; si los ingenios de la costa eran disparados, algunos de ellos lanzarían el fuego ardiente que el agua no sólo no apaga sino que reaviva.

En las oscuras bodegas que se encontraban bajo el puente, tres docenas de hombres y de mujeres tomaban una comida copiosa para tener el estómago lleno en el momento del combate. Entre ellos no había ningún enfermo… ni nadie con fiebre.

Al pie del Alcance del Cuervo, palacio y hogar del duque Nicovante de Camorr, cien carruajes estaban aparcados en espiral rodeando la base de la torre; cuatrocientos conductores y guardias de librea se arremolinaban a su alrededor, disfrutando de los refrigerios que, en todo momento, les llevaban los hombres y las mujeres vestidos todos ellos con los colores del Duque. Allí habrían de aguardar durante toda la noche a que sus señores y señoras bajaran de la torre… El Día de los Cambios era la única ocasión anual en que todos los nobles de Camorr, incluso los de rango inferior de las islas Alcegrante y los de las Cinco Familias que ocupaban las torres de cristal, se juntaban en un solo lugar para beber, conmemorar, conspirar, intrigar, saludarse e insultarse, y todo ello bajo la mirada del reumático Duque. A cada año que pasaba, la nueva generación de los gobernantes de Camorr se fijaba más en la vieja guardia encanecida; a cada año que pasaba, sus reverencias y cortesías eran un poco más exageradas; a cada año que pasaba, los susurros que decían al estrecharles la mano eran un poco más envenenados. Quizá el duque Nicovante llevara gobernando mucho tiempo.

El Alcance del Cuervo estaba provisto de seis ascensores de cadenas que subían y bajaban, subían y bajaban. A cada nueva apertura de las puertas de sus jaulas, un nuevo alud de gente con casacas de muchos colores y vestidos muy elaborados era regurgitado sobre la terraza de embarque para mezclarse con la parloteante marea de nobles y aduladores, de poderosos agentes de negocios y pretendientes, de comerciantes, de zánganos, de borrachos y de depredadores elegantes. Pajarracos que volaban en círculo, revoloteando indolentes mientras el sol los hería con todo su poder; era como si los nobles de Camorr se bañaran en un lago de plata fundida situado en lo más alto de una columna de ardiente fuego.

Fue como si el aire deformara las imágenes con sus ondas de calor cuando la jaula que llevaba a Locke Lamora y a los Salvara se detuvo, oscilando con un sonido metálico, en el soporte de la terraza del Duque que la acogió.

3

—¡Por los Santos Compañeros, jamás había visto nada parecido! —dijo Locke—. ¡Jamás había estado tan alto! ¡Por las Manos Bajo las Aguas, jamás me había encontrado en tan selecta compañía! Mi señor y señora de Salvara, disculpadme si me agarro a vosotros como un hombre que se está ahogando.

—Sofía y yo hemos estado viniendo un año tras otro desde que éramos niños —dijo Lorenzo—, precisamente este día. Uno sólo se siente abrumado las primeras diez u once veces, se lo aseguro.

—¡Tendré que confiar en su palabra, mi señor!

Unos criados con librea negra y plata, surcada por varias hileras de botones de plata que relucían a la luz del sol, les abrieron la puerta de la jaula. Locke siguió a los Salvara hasta la terraza de embarque. Una escuadra de casacas negras en traje de gala pasó ante ellos, los estoques a la espalda, en sus vainas nieladas con plata. Aquellos soldados llevaban un sombrero alto de piel con el escudo del Ducado de Camorr encima casi de los ojos; Locke intentó imaginarse cómo se encontraban tras varias horas de idas y venidas bajo el implacable sol. Él mismo sentía que sus ropas comenzaban a mojarse de sudor, aunque tanto él como sus anfitriones tenían la posibilidad de entrar al interior de la torre.

—¿Don Lorenzo y doña Sofía, mis señores de Salvara?

El hombre que acababa de acercárseles, dejando atrás la muchedumbre, era muy alto y ancho de hombros; les sacaba la cabeza a la mayor parte de los camorríes presentes, y su rostro anguloso y su cabello rubio poco frecuente denotaban en él la antigua sangre de Vadran en toda su pureza. Los antepasados de aquel hombre debían de provenir del lejano noreste, de Astrath o de Vintila, de las tierras interiores del reino de los Siete Compañeros. Curiosamente, llevaba el uniforme negro de la Compañía del Cristal Nocturno, con los distintivos de capitán al cuello; su acento era el neutro de la clase superior de Camorr, sin pizca de cualquier otro.

—En efecto —dijo don Lorenzo.

—A vuestro servicio, señor, señora. Soy Stephen Reynart; creo que la señora de Vorchenza ya os ha hablado de mí.

—Oh, en efecto —doña Sofía adelantó su mano; Reynart llevó el pie derecho hacia delante, dobló la cintura, le tomó la mano e hizo ademán de besársela—. No sabe lo que me complace haberle conocido al fin, capitán Reynart. ¿Cómo se encuentra esta tarde doña Angiavesta?

—Está haciendo punto —dijo Reynart con una mueca que debía de ocultar alguna broma privada—. Ha pedido para ella sola una de las salas de estar del Duque; ya sabéis lo poco que le agradan las reuniones largas y ruidosas.

—Lo sé demasiado bien —dijo Sofía—. Me gustaría hablar con ella.

—Seguro que ese sentimiento es mutuo, mi señora. ¿Puedo suponer que quien os acompaña es maese Fehrwight, el comerciante de Emberlain que dijisteis que traeríais con vos? —Reynart volvió a inclinarse, pero más en aquella ocasión, y dijo en la sonora lengua de Vadran—: Que los Compañeros corran con suavidad y los mares con calma, maese Fehrwight.

—Que las Manos Bajo las Olas os traigan buena fortuna —replicó Locke en la misma lengua, que él hablaba marcando menos las sílabas tónicas, realmente sorprendido. Luego, por cortesía, volvió a la de Therin—. Capitán Reynart, ¿un paisano mío al servicio del Duque? ¡Qué fascinante!

—Es evidente que mi sangre es de Vadran —dijo Reynart—; cuando era un niño, mis padres murieron en el transcurso de la misión comercial que les había traído hasta aquí. Fui adoptado y educado por doña Angiavesta, la Condesa del Cristal de Ámbar, esa torre de brillo dorado que puede ver a lo lejos. No tenía hijos; y puesto que no podía heredar su título y sus propiedades, se me permitió entrar en la Compañía del Cristal Nocturno del Duque.

—¡Asombroso! Debo decir que tiene usted un porte espléndido… muy parecido al de los reyes de los Compañeros. No me cabe duda de que el Duque debe de hallarse muy complacido por tenerle a su servicio.

—Espero con toda la fuerza de mi corazón que así sea, maese Fehrwight. Pero le estoy entreteniendo. Os pido perdón, mis señores de Salvara; no soy digno de convertirme en motivo de conversación. Si me lo permitís, os conduciré al interior de la torre.

—Por favor —dijo Sofía. Luego se situó muy cerca de Locke y le susurró al oído—: Doña Angiavesta es un ser muy querido, algo así como la abuela de todas nosotras, las damas de Alcegrante; es el árbitro de todas nuestras habladurías. No se encuentra bien… a cada mes que pasa se aleja más y más… aunque manteniéndose lo más cerca de nosotras que puede. Espero que tenga la suerte de llegar a conocerla.

—Lo intentaré, mi señora doña Sofía.

Reynart los condujo hasta las estancias del Alcance del Cuervo, y Locke se atragantó sin querer cuando su mirada se cruzó con la de él.

Desde fuera, el Alcance del Cuervo tenía la opacidad de la plata. Pero por dentro, al menos las plantas que podía ver, era casi transparente. El cristal parecía lleno de una calina humeante que eliminaba el calor del sol y reducía éste a un círculo blanco que podía ser contemplado a simple vista; por otra parte, a Locke le daba la impresión de hallarse colgado en el vacío. La campiña surcada de colinas y el caudaloso Angevino quedaban al norte, mientras que todas las islas de la ciudad baja las veía hacia el sur, extendidas como las ilustraciones de un mapa. Locke siguió mirando; incluso podía ver las negras siluetas de los mástiles de los barcos bamboleándose al otro lado de la ribera sur del río. El estómago le palpitó con la sensación del vértigo.

Justo encima de ellos comenzaba el Jardín Celeste; se decía que había cien toneladas de tierra fértil en las terrazas y conductos del tejado. Las viñas caían en cascada hacia abajo; numerosos arbustos y árboles completamente crecidos, y muy bien cuidados, brotaban del ápice de la torre, formando una floresta redonda y en miniatura. En las ramas de uno de aquellos árboles, que apuntaba al sur del Mar de Hierro, había sido dispuesta una silla de madera de la cual se decía que era el punto más alto de Camorr que cualquier persona en su sano juicio podía alcanzar. Cualquier otro día que no fuera precisamente aquél, el Jardín Celeste hubiera estado lleno de niños, pues cuando los nobles tenían que atender los asuntos de la corte que se encontraba más abajo, solían dejar en él a sus hijos para que se divirtieran y solazaran.

La habitación que pisaban no ocupaba toda la sección transversal de la torre, con un diámetro de treinta metros, sino sólo su mitad norte. Locke se agarró a una barandilla que se encontraba en la parte sur y miró hacia abajo; había otras cuatro galerías semicirculares, cada una a siete metros por debajo de la que la precedía, llenas a rebosar de hombres y mujeres. Volvía a sentir vértigo; el hecho de mirar lo que había más abajo, a casi treinta metros de donde se encontraba, unido a la transparencia del revestimiento de la torre y a la perspectiva de las tierras que se encontraban al sur, le hizo sentir que el mundo había comenzado a girar alrededor de la torre. La mano de don Lorenzo encima de su hombro le hizo volver a la realidad.

—Ha cogido el mal del Alcance del Cuervo —comentó con una sonrisa—. Se aferra a la barandilla como si fuera una amante. Tomemos algún refresco; sus ojos se acostumbrarán a esta nueva perspectiva y volverá a sentirse bien.

—Oh, mi señor don Lorenzo, espero que se trate de eso. Me apetecía visitar las mesas del banquete.

El noble le guió a través de los apretones de sedas, algodones, casimires y pieles exóticas, asintiendo y saludando con la mano a unos y otros. Sofía había desaparecido, junto con Reynart.

Las mesas del banquete, de casi veinte metros de un extremo a otro (aunque quizá hubiera sido más propio decir que eran «las mesas de los aperitivos», a pesar de que dichos aperitivos, ligeros, porque era por la tarde, pudieran rivalizar con los platos principales de cualquier banquete menos notorio que aquél), estaban cubiertas con manteles de lino bordados con plata. Los jefes del gremio de cocineros, los Maestros de las Ocho Bellas Artes de Camorr, estaban de pie junto a ellas, vestidos con sus hábitos ceremoniales de color amarillo crema y sus birretes negros de estudiosos, de los que pendían unos cordones dorados que les caían por detrás de las orejas. Cada uno de aquellos cocineros, ya fuera hombre o mujer, lucía intrincados tatuajes en cuatro de los dedos de cada mano, tantos como las Ocho Formas del Gastrónomo, cada uno de los cuales representaba la maestría conseguida en la correspondiente Forma.

En uno de los extremos de las mesas se encontraban los postres (la quinta bella arte): pasteles de crema de cereza envueltos en hoja de oro que se suponía comestible; tartas de cinamomo a las que, con mucho trabajo y pasta de miel, se les había dado la forma de veleros, una flotilla de barquitos de velas de mazapán y uvas pasas como tripulación. Había peras rellenas con pulpa de sandía y/o crema de brandy; había sandías sin corteza, peladas de tal guisa para que revelaran la carne rosada de su interior. Sobre la superficie de cada una de ellas había sido esculpido el escudo de armas de Camorr, realzado de manera muy agradable por la suave luminosidad rosada que desprendía un globo alquímico dispuesto en su interior.

En el otro extremo de las mesas se encontraba la comida propiamente dicha: cada uno de los platos de plata contenía una phantasmavola… un manjar imposible, una especie de quimera formada al juntar las mitades de dos criaturas diferentes en el transcurso de su elaboración y guisado. Locke vio un jabalí asado que tenía cabeza de salmón y descansaba sobre un lecho de caviar negro. A su lado se encontraba una cabeza de cerdo que tenía una manzana de pantano en la boca, cuyo cuerpo era el de un capón asado. La salsa oscura de caramelo e higos que lo cubría le dio a Locke una punzada en el fondo del estómago. Permitió a uno de los cocineros que le cortara una buena loncha del cerdo/capón, se la sirviera en un plato y le proporcionara un pequeño tenedor de plata; cuando se la llevó a la boca sintió que su textura era como la de la mantequilla, y su sabor le hizo casi marearse. No había probado nada tan excelente durante semanas; y supo que habría necesitado toda su arte culinaria y el concurso de los hermanos Sanza en su mejor momento para preparar algo tan exquisito en la pequeña cocina de cristal. Aquel pensamiento le estropeó la degustación del manjar y terminó por comérselo enseguida.

Se sintió muy contento de no tener que probar la cabeza de buey con cuerpo de calamar.

En el centro de cada una de las mesas se encontraba el culmen (de aquella planta en particular, por supuesto). Era una enorme sutileza que nada tenía de sutil: una maqueta comestible de la ciudad de Camorr. Las islas eran pan de azúcar dispuesto encima de unas pequeñas plataformas de metal; los canales que se encontraban entre dichas plataformas estaban llenos con el licor azul que el cocinero que se encontraba a la derecha del diorama se encargaba de verter y de agitar. Cada uno de los grandes puentes de la ciudad estaba representado por la correspondiente réplica en azúcar caramelizado; cada una de las construcciones de cristal antiguo era una miniatura, desde la Torre Rota del sur hasta la Casa de las Rosas de Cristal y las Cinco Torres, que lo dominaban todo. Locke se fijó en que incluso había un galeón de chocolate escarchado, apenas más grande que una almendra, flotando en una Desolación de Madera hecha con pudín marrón.

—¿Cómo vamos, Lukas?

Don Lorenzo estaba otra vez a su lado, con una copa de vino; un criado de librea negra le arrebató a Locke el plato de las manos en cuanto éste se volvió para responder al noble.

—Me siento abrumado —respondió Locke, sin necesidad de exagerar mucho—. No tenía ni idea de lo que me esperaba; por los Compañeros, veo que fue acertado el que no me hiciera una idea de antemano. La corte del rey de los Compañeros debe de ser muy parecida a ésta; no se me ocurre nada más para compararla.

—Ese pensamiento tan amable honra a nuestra ciudad —dijo Lorenzo—. Estoy muy contento de que se decidiera a venir con nosotros. He estado hablando con algunos de mis amigos. Dentro de una hora tendré una charla seria con uno de ellos; pienso que podrá darme unas tres mil coronas. Siento decirlo, pero es muy maleable y yo le agrado mucho.

—Lukas —doña Sofía acababa de aparecer con Reynart pegado a sus talones—, ¿Lorenzo se lo está enseñando todo como es debido?

—Mi señora doña Sofía, me encuentro anonadado por la fastuosidad de la celebración; creo que si vuestro marido me hubiera dejado sentado en un rincón para que me chupara el dedo, no me hubiese aburrido ni un solo instante.

—Por supuesto que yo hubiera sido incapaz de hacer tal cosa —dijo Lorenzo entre risas—. Cariño, acabo de hablar con don Bellarigio. Ha venido con el escultor al que protege desde hace varios meses, ese individuo de Lashain que lleva un parche en el ojo.

Un grupo de criados con librea pasó ante ellos, cuatro hombres que llevaban algo pesado en unas andas de madera. El objeto era una escultura de oro y cristal, una pirámide reluciente en cuya cima podían verse las armas de Camorr. Debía de tener en su interior alguna lámpara alquímica, porque el cristal relucía con un tono naranja muy agradable. Cuando Locke la miró, viró al verde, luego al azul, después al blanco y, finalmente, volvió al naranja.

—¡Huy, qué bonito! —era evidente que doña Sofía sentía gran cariño por todo lo alquímico—. ¡Los colores cambian! Hay que hacer algunos ajustes, ¡cómo me gustaría verlo por dentro! Decidme, ¿el escultor lashainí de don Bellarigio podría esculpir uno de esos para mí?

Tres grupos más de criados pasaron por delante de ellos, acarreando otras tantas esculturas; cada una de ellas poseía una cadencia diferente de colores cambiantes.

—Lo ignoro —dijo Reynart—. Son los regalos que uno de nuestros invitados menos… corrientes ha traído para el Duque. Tendríamos que discutirlo con mis superiores, a quienes realmente les parecen muy bonitos.

Locke se volvió hacia la mesa del banquete más próxima y de repente se encontró a menos de dos metros de Giancana Meraggio, que llevaba una orquídea sobre el pecho, un plato de fruta en una mano y una vistosa joven con una falda roja en la otra. Cuando Locke pasó ante la mirada de Meraggio, éste se fijó con un sobresalto en él; aquellos ojos penetrantes escrutaron su persona y la ropa que llevaba. El maestro de los cambistas abrió la boca, volvió a mirar a Locke y dijo, con voz helada:

—Señor. Le ruego que me disculpe, pero es que…

—¡Vaya, si es maese Meraggio! —don Lorenzo se puso a su lado; al ver a un aristócrata, Meraggio se calló e hizo una reverencia, aunque no muy marcada.

—Don Lorenzo; hermosa doña Sofía. ¡Qué placer veros! Mis saludos, capitán Reynart —despidió al espigado vadraní con una inclinación de cabeza y miró nuevamente a Locke.

—Maese Meraggio —dijo Locke—, ¡qué afortunada coincidencia! Es un placer poder conocerle al fin. No sabe cuántas veces he intentado verle en sus oficinas sin tener la fortuna de presentarle mis respetos

—¿De veras? Pues yo iba a preguntarle por su nombre, señor.

—Maese Meraggio —intervino don Lorenzo—, permítame presentarle a Lukas Fehrwight, al servicio de la Casa de Bel Auster. Ha llegado a la ciudad para discutir la importación de cierta cantidad de cerveza; me gustaría ver qué aceptación tienen las cervezas negras de Emberlain al compararlas con las nuestras. Lukas, le presento al honorable Giancana Meraggio, dueño de la empresa que lleva su nombre, a quien muchos conceden el título de Duque del Hierro Blanco por muy buenas razones. Todos los asuntos de las finanzas giran a su alrededor como las constelaciones en el cielo.

—A su servicio, señor —dijo Locke.

—¿De Emberlain? ¿De la Casa de Bel Auster?

—Sí —dijo doña Sofía—. Le hemos traído a la fiesta en condición de nuestro invitado especial.

—Maese Meraggio —dijo Locke—, no quiero parecer demasiado presumido, pero ¿le gusta el corte de mi casaca? ¿Y la tela?

—Es curioso —dijo Meraggio con el ceño fruncido—, porque tanto el uno como la otra me resultan familiares.

—Y tiene razón —dijo Locke—, porque, siguiendo el consejo de los señores de Salvara, mandé hacer estas ropas según la moda de Camorr; le pedí al sastre que me hiciera unas que fueran las más elegantes de la ciudad. Y como usted es el más elegante, copió estas ropas de otras que le había hecho. Espero que no piense que soy un descarado si le digo que las encuentro muy confortables.

—Oh, no —dijo Meraggio, terriblemente confundido—. Oh, no. En absoluto. Es muy halagador, señor, muy halagador. Y ahora, discúlpeme… No me encuentro muy bien; el calor, ya sabe. Creo que no debiera haberme tomado el ponche de algunas de esas exquisiteces. Ha sido un placer el conocerle, maese Fehrwight. Si me excusan, doña Sofía, don Lorenzo.

Y se fue, saludando a Locke con la cabeza.

Oh, Guardián Avieso, que tío más cachondo eres, pensó Locke.

—Lukas —dijo doña Sofía—, ¿ha probado la comida?

—Creo que me tomaría un poco más, mi señora de Salvara.

—¡Magnífico! Creo que voy a ir en busca de doña Angiavesta; se oculta en una de las galerías de más abajo, encorvada mientras hace punto. Si hoy se encuentra lúcida, ya verá lo encantadora que es, se lo aseguro.

—Doña Angiavesta —dijo Reynart— se encuentra en la habitación que da más al norte de la galería oeste, dos plantas más abajo. ¿Sabéis a qué sitio me refiero?

—Sí —respondió doña Sofía—. ¿Qué me dice, Lukas? Vayamos a ofrecerle nuestros respetos. Lorenzo puede darse una vuelta y terminar los asuntos importantes que le aguardan.

—No se me había olvidado, querida —dijo Lorenzo, como haciéndose el ofendido—. Maese Fehrwight, supongo que nuestra anciana señora hablará esta tarde en therinés; puede descubrir que quizá le presenten lo más parecido a una estatua de piedra, a menos que sólo se comportara así cuando fui a verla hace un momento.

—Me gustaría decir, mi señor de Salvara, que todo eso era simple afectación —dijo Reynart—. Y ahora tengo que irme a dar una vuelta para dar la impresión de que aún estoy de servicio. Saludad de mi parte a doña Angiavesta, mi señora doña Sofía.

—Por supuesto, capitán. ¿Me acompaña, Lukas?

La aristócrata le condujo hasta una de las grandes escaleras de cristal antiguo con barandillas de madera laqueada. Unas lámparas alquímicas situadas en unas hornacinas muy elaboradas iluminaban tenuemente la parte baja de las escaleras; al anochecer darían un espectáculo encantador. La disposición del suelo era la misma que el de más arriba; tenía otra mesa de banquete de la misma longitud, repleta de exquisiteces y maravillas culinarias; una de aquellas extrañas pirámides de cristal y oro descansaba cerca de ella.

Curioso, pensó Locke, que respondió en voz alta, sonriendo, mientras la señalaba con el dedo:

—Mi señora de Salvara, quizá podamos convencer a los criados de que os presten una de esas esculturas cuando haya acabado la fiesta, para poderle echar un vistazo por dentro.

—Oh, Lukas, cuánto me gustaría… pero no podemos agradecer la hospitalidad del Duque llevándonos prestada una de esas cosas sólo por capricho. Vamos, tenemos que bajar otro piso más. Lukas, ¿Lukas, qué sucede?

Locke acababa de quedarse helado al mirar a la escalera que conducía al piso de abajo. Alguien subía por ella, un hombre que vestía casaca, guantes y calzas a juego, todo de color gris; el chaleco y el sombrero de cuatro picos eran negros, las pañoletas del cuello de un vivo escarlata, y en la mano izquierda, puesto encima del guante, llevaba un anillo que a Locke le era muy familiar… el anillo de Barsavi con la perla negra del Capa de Camorr.

Locke Lamora cruzó su mirada con la de Capa Raza, el corazón latiéndole al ritmo del tambor de una galera de guerra. El señor de los bajos fondos de Camorr se detuvo en seco, pasmado; la extrañeza y el asombro cruzaron su rostro para alegría de Locke, cuya alma se regocijó en lo más profundo de su ser. Entonces el odio se manifestó en Capa Raza durante una fracción de segundo, en la que apretó los dientes y las líneas de su rostro quedaron en tensión. Luego recobró el control sobre sí mismo… ondeó el elegante bastón de ébano laqueado, rematado por un botón dorado, se lo puso debajo del brazo izquierdo y fue al encuentro de Locke y de doña Sofía como si nada hubiese pasado.

4

—Vos debéis de ser una aristócrata de Camorr —dijo Capa Raza—; no creo tener el placer de conoceros, graciosa dama —se despojó del sombrero e hizo una reverencia llevando su cintura al ángulo exigido y adelantando el pie derecho.

—Soy doña Sofía Salvara, de la isla de Durona —explicó ella y adelantó la mano; él la tomó e hizo como que la besaba.

—A vuestro servicio, mi señora de Salvara; soy Luciano Anatolius. Encantado, mi señora, completamente encantado. ¿Y vuestro acompañante? ¿Es posible que nos conozcamos?

—No lo creo, señor —dijo Locke—. Me suena muchísimo, pero creo que si nos hubieran presentado antes de ahora lo recordaría.

—Maese Anatolius, tengo el gusto de presentarle a maese Fehrwight, comerciante de Emberlain al servicio de la Casa de Bel Auster e invitado personal mío a esta fiesta del Duque —dijo doña Sofía.

—¿Un comerciante de Emberlain? Mis saludos, señor. Por lo que veo, tiene que disponer de grandes recursos para abrirse camino hasta tan selectos círculos.

—Hago lo que debo, señor, hago lo que debo. Curiosamente, tengo en Camorr buenos amigos que me brindan ventajas insospechadas.

—No lo dudo. ¿La Casa de Bel Auster, dice? ¿Los famosos comerciantes de licores? Completamente genial. Me gusta tanto la buena bebida como al que más. De hecho, prefiero meter en toneles todas mis inversiones.

—No me diga, señor mío —Locke sonrió—. Sí, ésa es la especialidad de mi firma; jamás sabe uno las cosas maravillosas y sorprendentes que pueden salir de un barril. Nosotros nos enorgullecemos de dar satisfacción… de dar completa satisfacción por todo lo que recibimos, tal por tal… si entiende lo que quiero decirle.

—Lo entiendo —dijo Capa Raza, haciendo una de sus típicas muecas—. Una práctica comercial admirable que me llega al corazón.

—Claro —dijo Locke—, ya sé por qué me sonaba su rostro, maese Anatolius. ¿No tendrá usted una hermana? ¿O quizá son dos? Creo haberlas visto en alguna ocasión… el parecido es realmente sorprendente.

—No —dijo Capa Raza, el ceño fruncido—. Me temo que está muy confundido; no tengo hermanas. Doña Sofía, maese Fehrwight, ha sido un enorme placer conocerles, pero ahora tengo unos asuntos importantes que atender. Les deseo que se diviertan muchísimo en la fiesta.

Locke le ofreció la mano con una sonrisa amistosa e inocente.

—Siempre es grato conocer a nuevas personas, maese Anatolius. ¿Volveremos a vernos?

Capa Raza se quedó mirando la mano extendida de Locke; luego recapacitó en que rechazar aquel signo de cortesía hubiera parecido extraño. Su fuerte mano apretó el antebrazo de Locke y éste apretó a su vez el suyo. Los dedos de la otra mano de Locke se retorcieron; si el estilete que llevaba no se hubiera encontrado oculto en una bota, inconvenientemente lejos de sus manos, no hubiera dudado en emplearlo, en contra de los dictados de la razón.

—Es usted muy amable, maese Fehrwight —dijo Capa Raza con el rostro tranquilo—, pero dudo que volvamos a vernos.

—Si he aprendido algo de esta ciudad, maese Anatolius —repuso Locke—, es que está llena de sorpresas. Que pase una buena velada.

—Y usted también —dijo Raza—, comerciante de Emberlain.

Y se dirigió lentamente hacia donde se congregaba la muchedumbre; Locke le siguió con la mirada. Raza se volvió y sus miradas volvieron a cruzarse. Instantes después había desaparecido por las escaleras que llevaban al piso de más arriba, y Locke sólo consiguió ver una parte de su casaca gris.

—Lukas —dijo doña Sofía—, ¿me he perdido algo?

—¿Que si os habéis perdido algo? —Locke sonrió inocentemente al estilo de Fehrwight—, no lo creo, mi señora. Es que ese hombre me recordó a alguien que conocí en cierta ocasión.

—¿Un amigo de Emberlain?

—Oh, no, todo lo contrario —respondió Locke—. No era un amigo. Y ahora está muerto… muy, pero que muy muerto —consciente de que le rechinaban los dientes, se contuvo y volvió a ser el de siempre—. ¿Vamos por fin a buscar a doña Angiavesta, mi señora?

—Claro —dijo Sofía—, dejemos ese asunto. Sígame.

Ella le condujo por las escaleras por donde había aparecido Raza y llegaron a otra galería que estaba llena de gente de alcurnia («sangre azul y sangre dorada», que hubiera dicho el padre Cadenas). En lugar de disponer de una tabla de banquete, en aquel piso habían instalado un bar: quince metros de brillante madera de álamo negro atendidos por dos docenas de hombres y mujeres, todos con la librea del Duque. Tras ellos, en mesas y anaqueles, se encontraban miles y miles de botellas; como entre éstas y la pared habían dispuesto unas lámparas alquímicas, la galería estaba bañada por una cascada de luces multicolores. Unas enormes pirámides de vasos de vino y de cerveza se amontonaban a ambos lados de la barra, protegidas por unos cordones de terciopelo: cualquier movimiento poco profesional hubiera roto contra el suelo cientos de coronas invertidas en tan excelente cristalería. Unos casacas negras que montaban guardia cerca de las pirámides de vidrio suponían una seguridad adicional para su integridad. Y, hablando de pirámides, otra de aquellas bonitas esculturas piramidales se encontraba a menos de un metro de la parte derecha de la barra, detrás de uno de los cordones de terciopelo.

Doña Sofía le llevó hacia la parte oeste, dejando atrás el bar y la larga fila de nobles que hacían cola para encontrar en el líquido el coraje que estaban buscando; algunos de ellos acababa de aprender el noble arte de esperar sentado. En la pared oeste de la galería había una pesada puerta de madera de álamo negro con la divisa plateada del propio Duque. Doña Sofía abrió la puerta y accedió a un vestíbulo curvo iluminado por la suave luz de varias linternas alquímicas. De las tres puertas que daban al vestíbulo, doña Sofía escogió la que estaba a un extremo, cerca de donde Locke pensaba que debía de hallarse la fachada norte de la torre.

—Y ahora —dijo doña Sofía, con un mohín divertido— o encontramos a doña Angiavesta o nos topamos con una parejita que está haciendo algo indebido…

Abrió la puerta y echó un vistazo a su interior, para, acto seguido, tirarle a Locke de una manga.

—Todo correcto —susurró—, es ella.

En la habitación sólo había una silla de madera de respaldo alto, y en ella una vieja dama un tanto encorvada; se inclinaba encima de un par de agujas de hacer punto mientras fijaba la vista en el objeto indiscernible de punto que descansaba en su regazo y que iba creciendo por virtud de su esfuerzo; varias madejas de lana negra yacían a sus pies. Se vestía de un modo excéntrico con una casaca negra de hombre y unos pantalones de púrpura oscura de los que suelen llevar los oficiales de caballería; sus chapines negros y curvados hacia arriba parecían salidos de un cuento de hadas. Daba la impresión de que los ojos que se encontraban al otro lado de las antiparras de media luna que llevaba eran claros, aunque no levantó la mirada del punto cuando doña Sofía llevó a Locke hasta el centro de la estancia.

—¿Doña Angiavesta? —Sofía se aclaró la garganta y alzó la voz—. ¿Doña Angiavesta? Soy Sofía, mi señora… os traigo a una persona que desea conoceros.

Clic-clic, le respondieron las agujas, clic-clic, sin que los ojos se apartaran de ellas para mirar a los recién llegados.

—Doña Angiavesta Vorchenza —Sofía se dirigía a Locke—, Condesa Viuda del Cristal de Ámbar. Ah… va y viene —dijo con un gemido—. ¿Es tan amable de quedarse con ella sólo un momento? Voy al bar; en ocasiones se toma un poco de vino. Quizá un vasito consiga hacer que vuelva.

—Claro que sí, doña Sofía —dijo Locke con muy buen humor—. Me sentiré muy honrado de atender a la Condesa. Tráigale cualquier cosa que considere necesaria.

—¿Le traigo algo a usted, Lukas?

—Oh, no. Sois muy amable, mi señora de Salvara. Ya tomaré algo después.

Sofía asintió y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un chasquido metálico. Durante unos momentos, Locke se paseó por la habitación, las manos a la espalda.

Clic-clic, seguían diciendo las agujas, clic-clic. Locke enarcó una ceja; lo que aquellas agujas tejían seguía siendo un misterio. Quizá le faltaba mucho para estar terminado. Suspiró, se dio otro paseo y miró por la ventana.

Las colinas marrones y verdes ocupaban el horizonte curvo del norte de la ciudad; Locke podía distinguir las carreteras, los tejados multicolores de los edificios pequeños y el color gris-azulado del Angevino, todo desdibujado por la calina del sol y la lejanía. El sol derramaba por doquier su blanca y tórrida luz; no había ni una nube a la vista.

Entonces sintió el súbito dolor de un pinchazo detrás del cuello, a la izquierda.

Locke se volvió mientras llevaba una de sus manos al sitio donde sentía el dolor. Doña Angiavesta Vorchenza, Condesa Viuda del Cristal de Ámbar, se encontraba de pie ante él, extrayendo la aguja de hacer punto que acababa de clavarle cerca de la nuca. Sus ojos se veían muy vivos tras las gafas de media luna, mientras su sonrisa rompía el entramado de arrugas que era su rostro enjuto.

—¡Huuuuuuuuuuuf! —se masajeó el cuello mientras intentaba hablar con el acento de Vadran, aunque no sin tremenda dificultad—. ¿Qué diablos ha sido eso?

—Sauce llorón, maese Espina —dijo doña Angiavesta—. El veneno del sauce llorón, del que estoy segura que habrá oído hablar. Sólo le quedan unos pocos minutos de vida… y me agradaría muchísimo que los pasara hablando conmigo.

5

—Vos… vos…

—Yo le he pinchado en el cuello. Sí, debo confesar, querido muchacho, que me ha gustado mucho. ¿Qué puedo decirle? Nos ha costado muchísimo darle caza.

—Pero… pero… doña Angiavesta, no os comprendo. ¿En qué he podido ofenderos?

—Puede dejar el acento de Vadran. Es excelente, pero me temo, maese Espina, que en esta ocasión no podrá sonreír y salirse de rositas.

Locke suspiró y se frotó los ojos.

—Doña Vorchenza, si es cierto que esa aguja está envenenada, ¿por qué tendría que molestarme en contaros nada?

—Es una pregunta razonable —llevó una mano al interior de su casaca y extrajo de ella una pequeña ampolla con un tapón de plata—. A cambio de su cooperación estoy dispuesta a entregarle el antídoto. Deberá venir conmigo sin resistirse, por supuesto. Se encuentra a varios cientos de metros sobre el suelo, y todos mis Merodeadores de la Medianoche se encuentran aquí, disfrazados de criados. Sería tratado con la mayor de las ignominias si intentase recorrer siquiera tres metros fuera del vestíbulo.

—Vuestros… Merodeadores… Quiere decir… tiene que ser una maldita broma. ¿Sois vos la Araña?

—Sí. Y por los dioses que me encanta poder decírselo a la cara a alguien capaz de apreciarlo.

—Pero si la Araña es… o al menos se suponía que la Araña era…

—¿Un hombre? Eso pensaba usted, junto con el resto de la ciudad, maese Espina. Siempre he sabido que lo que pensaba el resto de la gente era el mejor de los disfraces, ¿no le parece?

—Hmmm —Locke se sentía cansado. Una comezón que también tenía algo de entumecimiento comenzaba a extenderse alrededor de su herida; y no era producto de su imaginación—. Me he ahorcado con mi propia soga, doña Angiavesta.

—Es usted brillante, maese Espina —dijo la anciana—. Eso se lo concedo; todo lo que ha hecho, tener en vilo a toda mi gente estos últimos años… Por los dioses, no sabe cuánto me gustaría no tener que encerrarle en una de esas jaulas que cuelgan. Quizá podríamos llegar a un trato, después de que hubiera cumplido unos cuantos años para recapacitar en ello. Debe resultarle novedoso, también inusual, que alguien haya podido hacerle caer en una trampa.

—Oh, no —Locke gimió y escondió el rostro entre las manos—. Oh, doña Angiavesta, lamento tener que contradecirla, pero la lista de la gente que no me ha engañado a mí va haciéndose cada vez más pequeña a medida que corre el maldito tiempo.

—Bueno, ya sé que no resulta divertido y que ahora tiene que sentirse muy raro; no se tiene en pie. Dígame que sí. Dígame dónde se encuentra todo el dinero que ha robado y quizá podamos reducir el número de años que le esperan en el Palacio de la Paciencia. Deme los nombres de sus cómplices y podremos llegar a un acuerdo, se lo aseguro.

—Doña Angiavesta —dijo Locke con gran convicción—, no tengo cómplices, y si los tuviera no le diría dónde se encuentran.

—¿Y qué hay de Graumann?

—Graumann es un mercenario —dijo Locke— que cree sinceramente que soy un comerciante de Emberlain.

—¿Y los supuestos bandidos que se encontraban cerca del Templo de las Aguas Afortunadas?

—Mercenarios, que regresaron enseguida a Talisham.

—¿Y los falsos Merodeadores que fueron a visitar a los Salvara?

—Homúnculos —dijo Locke—, me salen por el ojo del culo cuando es luna llena; llevan molestándome desde hace años.

—Vamos, maese Espina… el sauce llorón no tardará en aplacar para siempre esa lengua suya. Sólo tiene que revelarme ahora mismo sus secretos; rendirse, para que pueda darle la ampolleta y proseguir esta conversación en un lugar más agradable.

Locke miró fijamente a doña Angiavesta durante bastantes segundos; enlazó su mirada con la suya y vio satisfacción en sus ojos; y entonces su mano derecha le propinó un gancho casi por iniciativa propia. Quizá doña Angiavesta estaba tan acostumbrada a su condición privilegiada que había olvidado los años que le sacaba; quizá no le entraba en la cabeza que un hombre aparentemente refinado, por muy criminal que fuese, pudiera hacer lo que Locke acababa de hacer.

Le dio un puñetazo en los dientes, un derechazo que hubiera resultado cómico si quien lo hubiera recibido hubiese sido un hombre hecho y derecho. Pero aun así, la cabeza de doña Angiavesta cayó hacia atrás, los ojos se le quedaron en blanco y sus rodillas se desmadejaron. Locke la recogió mientras caía, tomando el vial de sus dedos con mucho cuidado. Luego la devolvió a su silla, abrió el tapón de la ampolleta y se echó al coleto su contenido. El cálido fluido sabía a cidro; se lo tragó con ansia y arrojó el recipiente vacío al suelo. Después, con la mayor prisa que podía darse, se quitó la casaca y con ella ató a doña Angiavesta en la silla, haciendo varios nudos en las mangas por detrás.

Su cabeza cayó hacia delante mientras murmuraba algo; Locke le dio una palmadita en el hombro. Movido por un impulso invencible, le metió las manos rápidamente (y con toda la corrección que le era posible) por la casaca y gruñó de satisfacción al sacar una bolsita que tintineaba por las monedas que había en su interior.

—No era lo que estaba buscando —dijo—, pero digamos que es a cambio de la maldita aguja que me clavasteis en el cuello, ¿qué me decís?

Locke se quedó de pie y dio unos cuantos pasos. Se volvió hacia doña Angiavesta, se arrodilló ante ella y le dijo:

—Mi señora, lamento profundamente tener que tratar a alguien como vos de un modo tan cruel; la verdad es que os admiro muchísimo y que, en otras circunstancias, me hubiera gustado conocer por vuestros labios cuándo la fastidié y quién os advirtió de mi existencia. Pero debéis comprender que tendría que estar loco para acompañaros; lisa y llanamente, el Palacio de la Paciencia no está hecho para mí. Gracias por tan interesante velada; saludad de mi parte a los señores de Salvara.

Y, diciendo esto, abrió la contraventana todo lo que pudo y salió de la habitación.

Si se miraba de cerca la superficie exterior del Alcance del Cuervo, se apreciaba que estaba llena de irregularidades, pequeños salientes y rebordes que rodeaban cada uno de los pisos de la torre. Locke comenzó a caminar por uno de aquellos rebordes de menos de quince centímetros de ancho; aplastó el estómago contra el cálido cristal de la torre y aguardó a que los latidos de su corazón, que lanzaban tumultuosamente la sangre a sus sienes, dejaran de sonar como los puñetazos de un hombre fornido. Pero no lo hicieron, y él se lamentó con un quejido.

—Soy el Rey Idiota —murmuró— de todos los malditos idiotas del mundo.

El viento cálido le golpeó en la espalda mientras avanzaba palmo a palmo hacia su derecha; el reborde se ensanchó momentos más tarde y pudo agarrarse con una mano a un saliente. Estando seguro de que ya no corría peligro de caerse, al menos mientras siguiera allí, Locke miró por encima de su hombro y no tardó en lamentarlo.

El interior de la torre de cristal ofrecía una especie de mampara entre el ojo y lo que éste veía; pero allí fuera le daba la impresión de que podía ver a simple vista el mundo en el que se encontraba; no estaba a doscientos metros por encima del suelo, estaba a mil, a diez mil, a un millón… a una altura tan inconmensurable que sólo los dioses podían atreverse a subir hasta ella. Apretó los ojos y se aferró a la superficie de cristal como si pudiera entrar por ella como hace el mortero al meterse entre las piedras. Se estremeció. El cerdo y el capón que tenía en el estómago estaban investigando con mucho entusiasmo el modo de escaparse por su boca en un nauseabundo torrente; su garganta parecía estar a punto de dar por terminada aquella investigación.

Dioses, espero no estar encima de una de las secciones transparentes de la torre, porque parecería un consumado gilipollas, pensó.

Escuchó un crujido por encima de su cabeza; alzó la mirada y tragó saliva.

Una de las jaulas del ascensor bajaba hacia donde se encontraba; estaba alineada con él e iba a pasar a un metro de su posición.

Estaba vacía.

—Guardián Avieso —susurró—, voy a intentarlo, pero te pido, es lo único que te pido, que, si lo consigo, me hagas el puñetero favor de que lo olvide. Borra su recuerdo de mi memoria y jamás escalaré alturas de más de un metro hasta el día en que me muera. Te lo ruego.

La jaula bajó hasta él chirriando; estaba a tres metros por encima, después a metro y medio y luego su parte superior pasó por delante de sus ojos. Con una profunda boqueada de pánico, Locke se dio la vuelta y apoyó la espalda en la superficie de la torre. El suelo que estaba más abajo y el cielo le parecieron demasiado grandes para querer abarcarlos con la mirada; dioses, no tenía que pensar en ellos. La jaula comenzaba a alejarse; ahí estaban sus barrotes, a un metro de él, pero a más de cincuenta pisos por encima del suelo.

Gritó y abandonó de un salto la superficie cristalina de la torre. Cuando golpeó el hierro pavonado de la jaula, se agarró a ella con manos y pies, con la misma desesperación con la que cualquier gato suele aferrarse a la rama de un árbol. La jaula osciló de un lado para otro mientras él intentaba ignorar las cosas increíbles que hacían el cielo y el horizonte. La puerta de la jaula… tenía que pasar por la puerta. Estaba cerrada por seguridad, pero su cerradura no era de las difíciles.

Ayudándose con unas manos que le temblaban como si el aire estuviera helado, Locke consiguió abrir la cerradura de la puerta y la dejó abierta. Entonces se deslizó cuidadosamente hasta el interior y, con el estallido final del vértigo que hasta entonces había podido mantener lejos de sí, cogió el pomo de la puerta y la cerró con fuerza. Se sentó en el suelo de la jaula y respiró con profundas boqueadas, tembloroso por haber pasado ya lo peor y por los efectos del veneno.

—Uff —musitó—. Bueno, ha sido espantosamente peligroso.

Una jaula que subía, llena de invitados de la nobleza, quedó a la altura de Locke, unos siete metros a la derecha; sus ocupantes le miraron con cierta curiosidad y él les respondió agitando la mano.

Temiendo que la jaula donde se encontraba se detuviera antes de llegar al suelo para invertir su sentido e ir hacia arriba, decidió que, si pasaba tal cosa, no tendría más remedio que ingeniárselas mientras estuviera confinado en el Palacio de la Paciencia. Pero tal cosa no sucedió, la jaula siguió bajando. Vorchenza aún debía de seguir atada a la silla, fuera de combate. Locke se puso de pie cuando la jaula tocó el suelo; los hombres de librea que la abrieron le miraron con ojos como platos.

—Discúlpeme —dijo uno de ellos—, pero ¿estaba usted en esta jaula… cuando abandonó la plataforma de embarque?

—Claro que sí —respondió Locke—. ¿No vieron esa silueta que cayó en picado de la torre? Era un ave. El ave más enorme que jamás hayan visto. Y no me miren con esas caras de asustados. ¿Hay por aquí algún carruaje que pueda llevarme a donde sea?

—Diríjase a la fila exterior —dijo el hombre—. Busque los que llevan banderas blancas y faroles.

—Muchas gracias —Locke contó rápidamente el contenido de la bolsa de doña Angiavesta; contenía una satisfactoria cantidad de monedas de oro y plata. Mientras salía de la jaula, entregó un solón al hombre de librea que le había abierto la puerta—. Era un ave, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —dijo el otro, llevándose la mano a su sombrero negro—. El ave más enorme que jamás hayamos visto.

6

El cochero le llevó hasta la Colina de los Susurros. Luego de darle una propina generosa que significaba «olvidará que hizo esta carrera», caminó hacia el sur, atravesando la Lluvia de Ceniza. Serían las seis de la mañana cuando regresó al escondite, irrumpiendo a través de la cortina que hacía de puerta y gritando:

—¡Jean, tenemos un problema de cojones…!

El halconero estaba en el centro de la pequeña habitación, sonriendo a Locke, las manos cruzadas por delante. Locke observó la escena en un segundo: Ibelius yacía en el suelo, junto a la pared de enfrente, y no se movía; Jean estaba a los pies del mago mercenario, retorciéndose de dolor.

Vestris seguía posada en el hombro de su amo, mirándole con sus ojos de azabache y oro; luego abrió el pico y lanzó un chirrido triunfante. Locke hizo una mueca de dolor.

—Muy cierto, maese Lamora —dijo el halconero—. Sí, yo también diría que tienen un problema de cojones.