Tres invitaciones
—¡Oh, Lukas! —el rostro de doña Sofía se iluminó con una sonrisa cuando salió a recibirle a la puerta de la mansión de los Salvara. La luz amarilla que brotaba de la puerta se derramó sobre la noche; pasaban unos pocos minutos de las once. Después de lo sucedido en el Meraggio, Locke había pasado oculto la mayor parte del día, aunque no antes de enviarles una nota a los Salvara en la que les notificaba que los visitaría a última hora—. ¡Han pasado varios días! A pesar de recibir la nota de Graumann, ya comenzábamos a preocuparnos por nuestros negocios en común… y por usted, desde luego. ¿Se encuentra bien?
—Mi señora de Salvara, es un placer volver a veros. Y sí, me encuentro muy bien, gracias por preguntarlo. La semana pasada tuve que tratar con ciertos individuos de mala reputación, pero todo marcha bien; ya disponemos del primer barco y del correspondiente cargamento, a bordo del cual podremos emprender viaje la próxima semana. Y estamos a punto de hacernos con el segundo.
—Pero no se quede aquí en la escalera, como si fuera un mensajero. ¡Conté!, unos refrescos. Trae unas cuantas naranjas de las mías, las más recientes. Estaremos en el reservado.
—Al momento, mi señora —Conté miró fijamente a Locke con ojos entornados y sonrisa torva—. Maese Fehrwight, espero que goce de buena salud.
—Muy buena, Conté.
—Espléndido. Estaré de vuelta enseguida.
La mayor parte de las mansiones de Camorr poseen cerca del vestíbulo dos cuartos de estar; a uno de ellos lo llaman el «cuarto de los negocios», que es donde tienen lugar los encuentros con gente desconocida y donde se tratan los asuntos que requieren la mayor seriedad posible; debe poseer un aire impersonal y hallarse inmaculadamente limpio y amueblado con gran profusión; las alfombras deben estar lo suficientemente limpias para, incluso, comer en ellas. El «reservado», en cambio, se destina a las amistades íntimas y a los conocidos de confianza, por lo que su mobiliario, que sólo busca el bienestar de quienes lo ocupan, debe reflejar la personalidad de los señores de la casa.
Doña Sofía condujo a Locke hasta el reservado, donde se encontraban cuatro sillones de cuero muy mullido con respaldo alto, los cuales venían a ser una especie de caricaturas de tronos. Mientras que los cuartos de estar suelen tener unas mesitas al lado de las sillas, en aquella sala había cuatro arbolillos metidos en otros tantos tiestos, cada uno de ellos una pizca más alto que el asiento de la correspondiente silla. Los arbolillos olían a cardamomo, cuyo aroma bañaba la habitación.
Locke observó de cerca los arbolillos; no eran pimpollos, como hubiera pensado en un principio, sino una especie de miniaturas de árbol; sus hojas apenas eran más grandes que la uña de su pulgar; sus troncos no más gruesos que el brazo de un hombre, y sus ramas tan delgadas como dedos. Bajo la retorcida bóveda de sus ramas, cada árbol tenía una pequeña repisa de madera y una linterna alquímica. Sofía dio unos golpecitos a las linternas para activarlas, de suerte que la habitación se llenó de luz ambarina y de sombras teñidas de verde; los juegos de sombras que las hojas hacían sobre las paredes eran tan fantásticos como relajantes. Locke pasó un dedo por las hojas, tan tersas como menudas, del árbol que tenía más cerca.
—¿Lo habéis creado vos, doña Sofía? —preguntó—. Incluso para aquellos de nosotros que estamos familiarizados con el trabajo de nuestros maestros plantadores, es sorprendente… Para nosotros se reduce a negocios, suelos y cosechar la uva. Pero vos poseéis una aptitud natural.
—Gracias, Lukas. Tome asiento, por favor. El reducir alquímicamente de tamaño especies botánicas que son bastante grandes es un antiguo arte del que disfruto muchísimo, una especie de afición. Y, como puede ver, los resultados también suponen un adorno muy bonito. Pero en esta habitación hay maravillas mejores… Vaya, por lo que veo se ha puesto ropas de Camorr.
—¿Éstas? Creo que uno de sus sastres se apiadó de mí y me hizo una oferta que no pude rechazar. Y como en esta ocasión no estoy de paso en Camorr, pensé que sería una buena idea fundirme con el paisaje.
—¡Espléndido!
—Sí, lo es —dijo Salvara, que acababa de llegar y se abotonaba los puños—. Mucho mejor que esa ropa negra de Vadran que le tenía aprisionado. No me malinterprete, está muy bien para un clima más septentrional, pero aquí da la impresión de que quiera estrangular al que la lleva. Dígame, Lukas, ¿cómo andan las cuentas de todo el dinero que hemos invertido?
—Un galeón es definitivamente de nuestra propiedad —dijo Locke—. Ya tengo la tripulación y el cargamento apropiado; yo mismo supervisaré cómo lo llevan a la bodega dentro de unos días. Estará listo para partir la próxima semana; tengo una interesante opción sobre un segundo que estará dispuesto para zarpar cuando el otro, más o menos.
—«Una interesante opción» no es lo mismo que «definitivamente de nuestra propiedad» —dijo doña Sofía—, a menos que haya entendido mal.
—Habéis entendido bien, doña Sofía —Locke suspiró mientras intentaba aparentar que se sentía un tanto avergonzado por lo que iba a decir—. Pero hay un problema… El capitán del segundo barco ha recibido una jugosa oferta para llevar un cargamento especial hasta Balinel; aunque se trata de un viaje relativamente largo, parece muy bien pagado. Así que aún sigue sin decidirse a aceptar mi oferta.
—Y supongo —dijo don Lorenzo, mientras tomaba asiento al lado de su esposa— que unos cuantos miles de coronas más, arrojadas a sus pies, le harían entrar en razón.
—Mucho me temo, mi buen señor de Salvara, que tal sea el caso.
—Hmmm. Tendremos que discutirlo. Ahí llega Conté; permítame la libertad de mostrarle lo último que ha logrado hacer mi esposa.
Conté llevaba una fuente con tres cuencos de plata; cada uno de ellos contenía media naranja, cortada de tal manera que su carne pudiera ser cogida con un pequeño tenedor de dos dientes. Conté depositó un cuenco, un tenedor y una servilleta de lino en la repisa del árbol que estaba a la derecha de Locke. Los Salvara le miraron expectantes mientras a cada uno de ellos se les servía la media naranja.
Locke se esforzó para reprimir cualquier nerviosismo que pudiera delatarle; tomó el cuenco en una mano y pescó con el tenedor que tenía en la otra un gajo de naranja. Cuando se lo llevó a la lengua, le sorprendió la comezón ardiente que le inundó toda la boca. La fruta estaba saturada con algo alcohólico.
—¿Le han inyectado licor? —preguntó—. Algo con un sabor muy agradable… ¿brandy de naranja? ¿Una pizca de limón?
—No se le ha inyectado nada, Lukas —dijo don Lorenzo con una mueca infantil que era completamente genuina—, las naranjas se encuentran en su estado natural. El árbol de Sofía prepara por sí mismo el licor y se lo añade a la fruta.
—¡Por los Compañeros Sagrados! —exclamó Locke—. ¡Vaya híbrido tan curioso! Por lo que yo sé, ya se había hecho algo parecido con los cidros…
—Di con la fórmula precisa hará apenas unos meses —dijo Sofía—, por lo que algunos de los árboles que crecieron antes no dieron frutos apropiados para la mesa. Pero éste salió bien. Después de varias pruebas más y de unas cuantas cosechas, podremos ponerlas a la venta con cierta fiabilidad.
—Me gustaría llamarlas «Sofías» —dijo don Lorenzo—, la variedad Sofía de las naranjas de Camorr, una maravilla alquímica que hará que los vinateros de Tal Verrar llamen a gritos a sus madres.
—A mí me gustaría ponerles otro nombre —dijo Sofía, dándole un golpecito amistoso a su marido en la muñeca.
—Mi señora, los maestros plantadores —dijo Locke— descubrirán que sois tan maravillosa como vuestras naranjas. Como ya se comentó… quizá nuestra sociedad pueda ofrecer más posibilidades de las contempladas hasta ahora. Vuestro, ah, don… la manera en que convertís a todo lo verde que os rodea en algo maleable… Me atrevo a profetizar que, en el siglo venidero, el carácter de la casa de Bel Auster acusará más vuestra impronta que todo lo que le viene de nuestras antiguas tradiciones de Emberlain.
—Me adula, maese Fehrwight —dijo Sofía—, pero no hay que contar los barcos antes de que lleguen a puerto.
—Ciertamente —apuntó don Lorenzo—. Y tras este descanso, volvamos a los negocios… Lukas. Me temo que no puedo darle buenas noticias. Y no sólo no son buenas, sino un tanto embarazosas. He sufrido… ciertos contratiempos en los últimos días. Uno de mis acreedores, que vive río arriba, me ha devuelto una cuantiosa factura; algunas de mis inversiones han resultado ser demasiado optimistas. Así que, hoy por hoy, no tenemos la liquidez que sería de esperar. La posibilidad de inyectar unos cuantos miles de coronas a nuestro proyecto común se ha convertido en una duda razonable.
—Oh —comentó Locke—, eso que decís es… una desgracia.
Llevó a su boca otro gajo de naranja y bebió su licor dulzón, empleándolo como un estímulo natural para que, después de aquellas palabras, las comisuras de sus labios vencieran su inclinación natural y siguieran derechas.
En la fachada de las Heces que daba al mar, un sacerdote de Aza Guilla salía de una sombra para entrar en otra, moviéndose con una gracia tan lenta y paciente que desentonaba con su tamaño.
La bruma de aquella noche era poco espesa, y el calor pegajoso del verano especialmente opresivo. Por detrás de la aleación de plata del Rostro Afligido, el sudor caía a chorros por la cara de Jean. Suelen decir en Camorr que las semanas comprendidas entre el Día de Mediados del Verano y el Día de los Cambios son las más calurosas del año. Más a lo lejos, por encima del agua, aún brillaban las linternas amarillas que habían llegado a serle familiares; a medida que los hombres a bordo de la Satisfacción tiraban de otro bote lleno de «provisiones de caridad», sus gritos y chapoteos llegaban a sus oídos.
Jean pensaba que no conseguiría enterarse de lo que contenían aquellos botes a menos que hiciera algo obvio, como atacar a quienes los aprovisionaban… algo que, ciertamente, no podía hacer. Así que aquella noche decidió concentrar toda su atención en cierto almacén que se encontraba a una manzana de los muelles.
Aunque las Heces no estaban tan deterioradas como la Lluvia de Ceniza, llevaban camino de convertirse en lo mismo.
Los edificios se caían o se deformaban hacia cualquier lado; toda aquella área parecía estar hundiéndose en una especie de pantano de maderas podridas y tejas caídas. Cada año, aquel pantano devoraba un poco más del mortero que unía entre sí las piedras, de suerte que los negocios legítimos abandonaban el distrito para irse a otro lugar y cada vez más aparecían nuevos cadáveres, apenas ocultos por los montones de escombros… o expuestos al aire libre.
Mientras rondaba por allí con aquellas ropas negras, Jean había observado en el transcurso de varias noches cómo varios de los hombres de Raza entraban y salían en fila del almacén; aunque su estructura estuviera abandonada, aún era habitable, lo que no podía decirse de los edificios cercanos, a punto de derrumbarse. Jean había visto detrás de sus ventanas luces encendidas hasta el alba, grupos de trabajadores que iban y venían con sacos pesados al hombro e incluso una o dos carretas tiradas por caballos.
Pero aquella noche no vio nada; si el almacén había estado antes tan activo como una colmena, en aquellos momentos se encontraba oscuro y silencioso. Pero aquella noche suscitaba su curiosidad, así que mientras Locke degustaba un té con la nobleza, Jean hizo lo posible para descubrir los negocios que Capa Raza se traía entre manos.
Podría conseguirlo siempre que se armara de paciencia y vigilara y caminara lo más despacio que le fuera posible. Ya había estado merodeando por el almacén varias veces, evitando el contacto con la gente que pasaba por la calle y ocultándose en cualquier parte oscura que tuviera a mano. Disponiendo de un buen número de sombras, incluso un hombre del tamaño de Jean podía caminar de modo furtivo, pues había la luz suficiente para ver dónde poner los pies.
Moviéndose en círculos cada vez más pequeños, Jean comprobó para su satisfacción que ninguno de los tejados de los edificios circundantes albergaba ningún observador y que nadie le vigilaba desde la calle. Aunque, por supuesto, también pueden ser mejores que yo, pensó, mientras apoyaba la espalda sobre la pared sur del almacén.
—Aza Guilla, te recuerdo —murmuró mientras se dirigía hacia una de las puertas— que si esta noche no me ayudas, jamás podré devolverles a tus siervos estos hábitos y esta máscara, todos ellos excelentes. Sólo es una humilde observación que te ruego tengas a bien considerar.
La puerta no tenía cerradura; de hecho estaba ligeramente entreabierta. Jean se llevó las dos hachas a la mano derecha y dejó que se deslizaran por la manga de sus hábitos; quería tenerlas cerca por si las necesitaba, pero no tanto que fueran visibles, pues podía toparse con alguien que sintiera respeto por sus ropajes.
Abrió la puerta con un crujido y entró en el almacén, apoyando la espalda en la pared que estaba junto a la puerta, observando y escuchando. La oscuridad era muy grande, apenas atenuada por el brillo de la máscara que incidía en sus ojos; un extraño olor se sobreponía al de la suciedad y de la madera podrida que cabía esperar en un lugar como aquél… algo que olía como a metal fundido.
Mantuvo aquella posición durante varios minutos, inmóvil, para percibir cualquier sonido. No escuchó nada aparte de los crujidos y gemidos lejanos de los barcos que estaban anclados y del sonido que hacía el Viento del Ahorcado soplando sobre el mar. Hurgó por debajo de sus hábitos con la mano izquierda y sacó un globo de luz alquímica similar al que había llevado cuando la peripecia del Agujero del Eco. Le dio una serie de sacudidas rápidas y el globo se volvió incandescente.
Bajo la pálida luz del globo comprobó que el almacén sólo tenía las cuatro paredes y que era muy amplio; un montón de tabiques caídos y rotos, junto a la pared que se encontraba enfrente de él, debía de haber sido, en alguna ocasión, una oficina. El suelo estaba lleno de mugre apelmazada, y aquí y allá, apilados en los rincones o contra las paredes, había montones de escombros, algunos de ellos cubiertos con lonas.
Jean ajustó cuidadosamente la posición del globo al apretarlo con fuerza sobre su pecho y proyectar su luz hacia delante en un arco de pocos grados. Aquello ocultaría su presencia, pues no pensaba invertir más que unos pocos minutos en registrar aquel lugar.
Mientras caminaba lentamente hacia el extremo norte del almacén distinguió otro olor, un olor que le erizó el vello del cogote… habían tirado algo en aquel sitio y se estaba pudriendo… pero el olor era demasiado dulzón. Jean no necesitó verlo para saber que se trataba de cadáveres.
Eran cuatro, ocultos bajo una pesada lona en el rincón noreste del edificio, tres hombres y una mujer. Eran muy musculosos y vestían camisa y calzas, botas pesadas y guantes de piel. Aquello le desconcertó a Jean hasta que miró sus brazos y descubrió los tatuajes. Era la costumbre de Camorr que los oficiales artesanos se tatuaran las manos o los brazos con algún símbolo relacionado con su profesión. Respirando por la boca para evitar el mal olor, Jean movió los cadáveres hasta estar seguro de que los símbolos eran lo que le habían parecido ser.
Alguien había asesinado a una pareja de artesanos del cristal y a otra de orfebres. Tres de los cadáveres habían sido obviamente apuñalados, y el tercero, el de la mujer… tenía un par de moratones de color púrpura en una de las mejillas de su rostro cerúleo y exangüe.
Jean suspiró y dejó caer la lona encima de los cadáveres. Mientras lo hacía, captó un reflejo que provenía del suelo. Se agachó y recogió una mota de cristal con forma de gota aplanada. Debía de haber caído al suelo en estado de fusión y luego solidificarse en él. Un breve movimiento del globo de luz le permitió descubrir docenas de gotas similares entre la suciedad que rodeaba la lona.
—Aza Guilla —susurró Jean—, aunque haya robado estos atavíos, no creo que pueda valerme de ellos ante esta gente. Si acaso soy el único que puede rezar por ellos tras su muerte, te pediré que no los juzgues con severidad, teniendo en cuenta el dolor de su tránsito y la indignidad del lugar en que descansan. Guardián Avieso, si pudieras hacer algo por ellos te lo agradecería muchísimo.
Se escuchó un crujido cuando alguien empujó la puerta de la fachada norte del edificio y la abrió. Jean se dispuso a retroceder de un salto, pero se lo pensó mejor; puesto que alguien había visto la luz, lo mejor sería comportarse como un dignísimo sacerdote de Aza Guilla. Así que las hachas siguieron ocultas dentro de su manga derecha.
Las hermanas Berangias eran las últimas personas a las que hubiera esperado ver entrar por la puerta norte del almacén.
Cheryn y Raiza llevaban unos capotes encerados con la capucha bajada, de suerte que la luz del globo de Jean se reflejó en los dientes de tiburón que llevaban a modo de brazaletes. Cada una de las hermanas llevaba también un globo, así que cuando los agitaron, una poderosa luminosidad roja inundó el interior del almacén, como si cada una de ellas llevara fuego en la palma de la mano.
—Buenas noches, sacerdote metomentodo —dijo una de las hermanas.
—No es el tipo de lugar —siguió la otra— por el que vuestra Orden suela rondar sin ser invitada.
—Mi Orden tiene que ver con la muerte bajo cualquiera de sus formas —Jean apuntó hacia la lona su globo de luz—. Aquí se ha cometido un acto execrable; estaba rezando una oración fúnebre, que es lo que se merecen todas las almas antes de entrar en el Largo Silencio.
—Oh, un acto execrable. ¿Le dejamos proseguir con sus asuntos, Cheryn?
—No, Raiza, pues, curiosamente, sus asuntos se han inmiscuido en los nuestros durante estas últimas noches, ¿no es así?
—Tienes razón, hermana. Fisgonear una o dos veces puede disculparse. Pero este sacerdote ha sido persistente, ¿o no?
—Inusualmente persistente —las hermanas Berangias habían comenzado a acercársele lentamente, sonriendo como gatas que se acercaran a un ratón lisiado—. Agravantemente persistente. En nuestro embarcadero y en nuestro almacén.
A Jean le latía deprisa el corazón cuando dijo:
—¿Tenéis el atrevimiento de sugerir que vais a inmiscuiros en los planes de un emisario de la Señora del Largo Silencio? ¿De Aza Guilla, la mismísima diosa de la muerte?
—Inmiscuirnos es algo que solemos hacer profesionalmente —dijo la hermana de la derecha—. Dejamos la puerta abierta por si acaso decidías meter la cabeza por ella.
—Suponíamos que no lo resistirías.
—Y también sabemos una o dos cosillas sobre la Dama Más Afable.
—Los servicios que le hacemos son un poquitín más directos que el tuyo.
Y con estas palabras, la luz roja refulgió sobre el acero desnudo; cada una de las hermanas acababa de desenvainar una espada curva cuya hoja tenía una longitud de un brazo… «los dientes del ladrón», la misma que Maranzalla le había mostrado hacía tantos años. Las gemelas Berangias siguieron acercándose a él.
—De acuerdo —dijo Jean—, si ya se os han terminado las ocurrencias, permitidme a mí terminar con esta mascarada —dejó el globo de luz en el suelo, se enderezó, se echó hacia atrás la capucha y se quitó la máscara.
—Tannen —dijo la hermana de la derecha—. Vaya cagada. Así que, después de todo, no escapaste por la Puerta del Vizconde —las hermanas Berangias se detuvieron y se quedaron mirándole. Luego comenzaron a rodearle por la izquierda, moviéndose de un modo muy concertado y no exento de belleza, apartándose la una de la otra.
—Tienes mucho descaro —dijo la otra— al hacerte pasar por un sacerdote de Aza Guilla.
—¿Tú crees? Vosotras ibais a matar a un sacerdote de Aza Guilla.
—Ah, sí. Pero creo que nos has librado de incurrir en tan espantosa impiedad, ¿o no?
—Hay que hacerlo —dijo la otra hermana—. Jamás supuse que fuera fácil.
—Pase lo que pase —dijo Jean—, os aseguro que no lo será.
—¿Te gustó lo que hicimos en tu pequeña bodega de cristal? —la que hablaba era la hermana de la izquierda—. Tus dos amigos, los gemelos Sanza. Gemelos muertos por gemelas, la misma herida en la garganta, la misma posición en el suelo. Nos pareció apropiado.
—¿Apropiado? —Jean sintió que una furia que jamás había sentido se agolpaba en su nuca. Rechinó los dientes—. Apunta mis palabras, zorra. He estado preguntándome cómo me sentiría cuando llegase este momento, y ahora tengo que deciros que creo que me siento cojonudamente.
Las hermanas Berangias arrojaron sus capotes al mismo tiempo, haciendo casi el mismo movimiento; mientras las telas enceradas caían revoloteando al suelo, arrojaron los globos de luz y desenvainaron un cuchillo más. Dos hermanas, cuatro hojas. Miraron a Jean sin apartar de él la vista, bajo la luminosidad mezclada de rojo y blanco, y se agacharon, como habían hecho cientos de veces en la Fiesta Cambiante delante de una multitud de miles de gargantas que gritaban, como habían hecho cientos de veces en la corte de Capa Barsavi delante de las víctimas que pedían clemencia.
—Hermanas malvadas —dijo Jean, dejando caer hasta su mano las hachas que llevaba escondidas en la manga—, tengo el gusto de presentaros a las Hermanas Malvadas.
—Pero no se lo tome tan a mal —dijo doña Sofía mientras dejaba la piel de la media naranja en la repisa de su arbolillo—, seguro que podremos remediarlo.
—Sólo estaremos sin efectivo unos días —añadió don Lorenzo—. Puedo recurrir a otras instancias; conozco a ciertos pares míos que se sentirían encantados de prestarme unos cuantos miles de coronas. Incluso algunos me deben favores desde hace mucho. Puedo llamarlos.
—Es… un alivio, mis señores de Salvara. Me agrada saber que vuestra… situación no va a echar por tierra nuestros planes. Y no diría que esta situación es embarazosa… porque si alguien conoce lo que son las dificultades económicas, ésa es la Casa de Bel Auster.
—Hablaré con algunos de los que pueden prestarnos dinero el próximo Día Ocioso que cae, ciertamente, en el Día de los Cambios. Lukas, ¿ha asistido alguna vez a la celebración?
—Me temo que no, don Lorenzo. Jamás había estado en Camorr por esta época.
—¿De veras? —doña Sofía enarcó las cejas, mirando a su marido—. ¿Por qué no le invitamos a la fiesta de cumpleaños del Duque?
—¡Excelente idea! —dijo don Lorenzo, sonriendo a Locke—. Lukas, puesto que no podremos viajar hasta no disponer de los miles de coronas que precisamos, ¿por qué no nos acompaña? Todos mis pares de Camorr estarán en ella, así como la gente importante de la ciudad baja…
—Al menos —intervino doña Sofía—, los que gozan del favor del Duque.
—En efecto —dijo Lorenzo—. Vamos, véngase con nosotros. La celebración tendrá lugar en el Alcance del Cuervo; el Duque sólo abre sus puertas una vez al año, que es, precisamente, ésa.
—Mis señores de Salvara, es… un honor inesperado. Pero me temo que no puedo aceptar vuestra hospitalidad, pues podría interferir con la marcha de nuestros negocios.
—Oh, vamos, Lukas —dijo Lorenzo—. Es dentro de cinco días, y ha dicho que usted mismo supervisará la carga del primer galeón dentro de muy poco. Tómese un descanso… venga con nosotros y disfrute de una oportunidad ciertamente singular. Sofía puede acompañarle mientras yo intento sacarles a algunos de mis amigos los fondos que precisamos. Con ese dinero en la mano, podremos disponer de unos cuantos días más, asumiendo que no haya omitido ninguna posible complicación que vaya a manifestarse súbitamente.
—No, mi señor de Salvara, lo del segundo galeón es la única complicación, sin hablar de la otra, vuestra falta de, ah, efectivo. De cualquier manera, el cargamento que hay que llevar a Balinel no llegará a la ciudad hasta la próxima semana… si la Fortuna y los Compañeros nos ayudan una vez más.
—¿Entonces, de acuerdo? —doña Sofía dejó una mano entre las de su marido y sonrió—. ¿Será nuestro invitado en el Alcance del Cuervo?
—Supone un honor para el anfitrión —le confesó Salvara— el invitar al cumpleaños del Duque a personas interesantes y que se salen de lo corriente. Así que, como ve, estamos impacientes de que venga con nosotros.
—Si os place que así sea, así será —dijo Locke—. Y aunque… me temo que no estoy para muchas fiestas, el trabajo podrá esperar por una noche.
—No tiene que sentirse mal, Lukas —dijo doña Sofía—; estoy segura de que, cuando comience nuestro viaje, todos recordaremos la fiesta con alegría.
Por muchos motivos, a la hora de luchar en un lugar cerrado es muy difícil hacerlo contra dos contrincantes; pues es casi imposible conseguir que uno de ellos se acerque al otro para que interfiera en lo que hace, sobre todo si ambos están acostumbrados a luchar en pareja. Si alguna pareja de luchadores estaba acostumbrada a combatir de esa manera, era la formada por las hermanas Berangias.
Jean contó con aquella desventaja mientras daba vueltas a sus hachas en espera de que una de las gemelas iniciara el primer movimiento; las había visto en acción una docena de veces, tanto en la Fiesta Cambiante como en la Tumba Flotante. Y aunque la pelea no acabara bien para él, pues no era un tiburón, haría todo lo que estuviera en su mano.
—Hemos oído que eres bastante bueno —dijo la hermana de la izquierda y, entonces, mientras decía aquellas palabras, la que estaba a la derecha saltó hacia delante, con uno de los cuchillos en posición de parada y el otro bajo, para herirle con él. Jean se echó a un lado para evitar la estocada, bloqueó el cuchillo con el hacha que tenía en la mano izquierda y dirigió la otra hacia los ojos de la joven. Pero como ella levantó el cuchillo que tenía en posición de parada, el hacha rebotó en la guarda. Era tan increíblemente rápida como se había imaginado. Mucho mejor: no pararía la patada que pensaba darle en la rodilla izquierda, un sencillo truco con el que, a lo largo de los años, había roto una docena de rótulas.
De algún modo, la joven presintió el golpe que se le venía encima y dobló la pierna para evitarlo. Así que lo recibió en la pantorrilla, perdiendo el equilibrio, pero poco más. Jean apartó las hachas para dirigirlas al lugar donde ella debía caer, pero la joven convirtió su caída en una fulminante patada: basculó sobre su cadera izquierda de un modo tan rápido que él no la pudo seguir con sus ojos, y giró la pierna derecha para describir un arco que Jean apenas percibió. El pie se estrelló contra su frente, justo encima de los ojos, y todo lo que le rodeaba se estremeció.
Chasson. Claro. En realidad odiaba ese arte.
Cayó de espaldas; sólo su instinto bien entrenado le salvó de lo que siguió, un golpe frontal que hubiera debido alcanzarle en el plexo solar y clavarle el cuchillo hasta la empuñadura. Jean giró sus hachas hacia atrás y hacia delante, una maniobra a la que Maranzalla había dado el jocoso nombre de «las pinzas del cangrejo»; atrapó la hoja del cuchillo con el hacha de la mano derecha y tiró de ella hacia un lado. Como aquel movimiento la sorprendió, Jean aprovechó aquella fracción de segundo llena de dudas para dirigir el botón de la otra hacha hacia la base de su cráneo; aunque no tenía tiempo de lanzar un golpe lateral, podía hacerle bastante daño. Ella cayó hacia atrás, tambaleándose, y entonces volvió a haber entre ambos un metro de distancia. En la lucha cuerpo a cuerpo aquellos cuchillos eran muy superiores a sus hachas. Necesitaba poder darle un gancho.
La Berangias de la izquierda avanzó hacia delante cuando la de la derecha cayó hacia atrás, y Jean lanzó una palabrota. Con la espalda en la pared no podrían atacarle de flanco, pero él no podría salir corriendo, de modo que se alternarían para atacarle, una recuperándose y la otra atacando, hasta que cometiera algún error.
La ira volvió a dominarle; con un bramido lanzó las dos hachas a su nueva contrincante. La tomó por sorpresa; ella se echó a un lado con la misma rapidez que había mostrado su hermana, mientras las hachas le pasaban a ambos lados, una de ellas cortándole un mechón de pelo. Luego cargó contra ella con las manos extendidas… las manos desnudas eran lo mejor contra los dientes del ladrón cuando la distancia del oponente era inferior a la de un beso. La hermana que se encontraba delante de él esgrimió los cuchillos, confiando en que no tardaría en matarle, pero era muy fácil subestimar la velocidad de Jean cuando uno no la había sufrido de cerca. Jean agarró con sus manos los puños de la joven y luego recurrió a su peso y a sus músculos para separarle los brazos por la fuerza. Tal y como había esperado, ella levantó una de las piernas para darle una patada.
Hundiendo con fuerza sus dedos en los músculos de los antebrazos de la joven para mantener alejadas de él las hojas de los cuchillos, tiró de ella tan fuerte como pudo. Salió disparada hacia delante y su nariz chocó con la frente de Jean, haciendo un ruido de aplastamiento que reverberó en las paredes del almacén. Escupió sangre caliente que le manchó los hábitos. Jean deseó que Aza Guilla le perdonara por aquella pequeña iniquidad. Antes de que su oponente pudiera recobrarse, Jean adelantó los brazos y cogió el rostro de la joven con una de sus manos, haciendo fuerza como si quisiera levantarla del suelo, como si fuera uno de los lanzadores de los antiguos juegos del Trono de Therin. Ella salió volando hacia su hermana, que apenas tuvo tiempo de apartar sus cuchillos para no herir a su gemela, de suerte que ambas cayeron encima de la lona que cubría el montón de cadáveres.
Jean corrió hasta el centro del almacén, donde sus hachas yacían entre la mugre. Las recogió, dio unos cuantos molinetes con ellas y, acto seguido, se llevó una mano al broche que mantenía sus hábitos en su sitio. Cuando las hermanas se recuperaron, Jean se quitó los hábitos y los dejó en el suelo.
Nuevamente las gemelas Berangias avanzaron hacia él hasta quedarse a una distancia de tres metros, lo que le permitió comprobar que se hallaban desconcertadas. ¡Por los dioses, la mayoría de los hombres tomarían una nariz rota como un presagio de que debían escapar a toda prisa!, pensó Jean. Pero las gemelas seguían acercándose a él, sus negros ojos relucientes de malicia, la extraña luz roja y blanca enmarcando sus siluetas con un resplandor sobrenatural a medida que abrían los brazos para abarcar más espacio entre sus cuchillos.
Al menos tenía espacio para maniobrar.
Sin decirse una palabra, las hermanas Berangias se precipitaron contra él, cuatro hojas que brillaban. Aquella vez a Jean le salvó su profesionalidad; sabía que una haría una finta y que la otra le atacaría de frente. La hermana de la izquierda, la de la nariz rota, atacó un segundo antes de que lo hiciera la que estaba a su derecha. Con el hacha que tenía en la mano izquierda levantada en posición de defensa, Jean siguió el camino que tomaba la que le atacaba por la izquierda. La otra hermana, los ojos muy abiertos por la sorpresa, lanzó una estocada en el lugar que Jean acababa de abandonar, lo que él aprovechó para girar el hacha que llevaba en la mano derecha justo hacia atrás, con la bola por delante, alcanzándola en la coronilla. Hubo un sonido húmedo y ella cayó inmediatamente al suelo, soltando los cuchillos de sus dedos insensibles.
La hermana que quedaba en pie lanzó un grito, y Jean pagó las consecuencias del error que había cometido, pues cualquier finta puede convertirse fácilmente en un golpe mortal. Las hojas de ella le alcanzaron, precisamente, cuando levantaba de nuevo el hacha que llevaba en la mano derecha; pudo atrapar y desviar una con el hacha, pero la otra se deslizó dolorosamente entre sus costillas, justo debajo del pecho derecho, dejando expuestos piel, grasa y músculo. Dio una boqueada y ella le propinó una patada en el estómago, haciéndole perder el equilibrio. Cayó de espaldas.
Ella estaba encima de él, chorreando sangre por la cara y el cuello, los ojos dominados por la ira; él le dio patadas con ambas piernas. Ella expulsó el aire de sus pulmones y retrocedió. Jean sentía un dolor agudo en el bíceps derecho, y una línea de fuego parecía recorrerle el muslo derecho. Maldición, le había clavado los cuchillos cuando la obligó a echarse hacia atrás… ¡la herida del muslo se ha había hecho él mismo! Gimió; aquello tenía que terminar enseguida o la pérdida de sangre sería más dañina que los cuchillos de la hermana sobreviviente.
Ella acababa de levantarse; dioses, era rápida. Jean se puso de pie con un esfuerzo, acusando el dolor de una cuchillada en las costillas de la parte derecha del tórax. Sintió un calor húmedo que caía en cascada de su estómago y de sus piernas; aquella humedad la llevaba sintiendo un buen rato. Ella le atacaba de nuevo; la hoja relucía bajo la luz roja, y Jean hizo su última jugada.
Como no creía que a su brazo derecho le quedara la fuerza suficiente para propinar con él un golpe contundente, le arrojó el hacha directamente a la cara. No llevaba la suficiente velocidad para herirla gravemente, menos aún para matarla, pero fue suficiente para que vacilara durante una fracción de segundo, y aquello le bastó. Jean dirigió el hacha que tenía en la otra mano hacia la rodilla derecha de ella, que se rompió con un sonido que a Jean le pareció el más agradable de todos los que había escuchado en su vida. La joven se tambaleó; un tirón rápido y un giro hacia atrás y el filo de su hacha mordió profundamente la parte delantera de la otra rodilla. Entonces le atacó con los cuchillos, pero él los apartó; el acero silbó al pasarle cerca de una oreja, mientras quien manejaba los cuchillos caía hacia delante, sus rodillas incapaces de soportar su peso. Gritó una vez más.
Jean se lanzó al suelo y dio varias vueltas hacia su derecha… sabia decisión. Cuando se puso en pie, agarrándose el costado derecho, vio que la hermana sobreviviente se arrastraba hacia él, un cuchillo aún en alto.
—Estás sangrando mucho, Tannen. No sobrevivirás a esta noche, jodido bastardo.
—Es Caballero Bastardo —dijo Jean—. Y creo que tengo alguna probabilidad de sobrevivir. ¿Y tú qué? Calo y Galdo ahora se ríen de ti, zorra.
Levantó el brazo izquierdo y dejó que el hacha que le quedaba emprendiera el vuelo al lanzarla con toda la fuerza y todo el odio que le era posible. El filo dio en el blanco, justo entre los ojos de la hermana Berangias, que cayó hacia delante con una expresión de sorpresa y desconcierto en el rostro, quedándose tirada en el suelo como una muñeca rota.
Jean no perdió tiempo en reflexionar sobre lo sucedido. Se arrodilló y comprobó el estado de la primera de las hermanas que había caído; la sangre negra que brotaba de nariz y oídos le confirmó que el golpe asestado había hecho su trabajo. Luego recogió las hachas y se puso uno de los capotes encerados de las hermanas, cubriéndose la cabeza con la capucha. Precisamente comenzaba a darle vueltas; reconoció todos los síntomas de la pérdida de sangre que, desafortunadamente, ya había experimentado en carne propia mucho antes.
Dejando los cuerpos de las hermanas bajo la luz de los globos alquímicos, salió tambaleándose a la noche. Debía evitar el Caldero, porque era seguro que allí le amenazaba alguna emboscada, así que cruzó de un tirón la parte norte de la Desolación de Madera; si podía llegar hasta el escondrijo de la Caída de Ceniza, encontraría a Ibelius, y seguro que Ibelius era capaz de sacarse algún truco de la manga.
Y Jean decidió que si el matasanos intentaba aplicarle una cataplasma, le rompería los dedos.
En su solario situado en la cima de la torre Cristal de Ámbar, doña Angiavesta pasaba la primera hora de la madrugada sentada en su silla favorita, leyendo los informes de la tarde. En ellos se le notificaba el número creciente de ajustes de cuentas, resultado de la subida del Rey Gris al trono de Barsavi: más cadáveres de ladrones degollados en edificios abandonados. Vorchenza denegó con la cabeza; tanta confusión era lo último que necesitaba para llevar a buen fin el asunto de la Espina. Raza había identificado y enviado al destierro a la media docena de espías que ella había infiltrado en sus bandas, lo cual era muy inquietante. Ninguno de ellos conocía la existencia de los demás. Así que una de tres… o sus agentes eran más torpes de lo que pensaba… o Raza tenía una percepción fantástica… o había algún fallo en la seguridad a un nivel superior al de los agentes de campo.
Condenación. ¿Y, por qué los había desterrado, en lugar de matarlos por las buenas? ¿Intentaba que no se enfadase? Pues era evidente que no lo había conseguido. Ya era tiempo de enviarle un mensaje… Prepararía una entrevista entre el tal Capa Raza y Stephen, que acudiría acompañado por unos cuarenta o cincuenta casacas negras para hacer énfasis en los puntos de vista de ella, la Araña.
La complicada cerradura de la puerta del solario chasqueó con un sonido metálico y se abrió. No suponía que Stephen regresara tan pronto. Una afortunada coincidencia. Podría exponerle sus propios puntos de vista respecto a la situación de Capa Raza…
El hombre que acababa de entrar en el solario no era Stephen Reynart.
Era un hombre de aspecto rudo, mejillas enjutas y ojos oscuros; comprobó que su cabello negro se entreveraba de gris en sus sienes cuando se paseó por el más privado de sus aposentos como si le perteneciera. Vestía casaca, calzas, medias y zapatos, todo de color gris; también eran grises sus guantes y su camisa, y sólo las corbatas de seda que sobrepasaban su barbilla tenían un color más animado, pues eran tan rojas como la sangre.
El corazón de doña Angiavesta se aceleró; se llevó una mano al pecho y le miró con desconfianza. No sólo aquel intruso había conseguido abrir la puerta sin recibir el dardo que siempre la protegía, sino que otro hombre acababa de entrar con él… más joven y de mirada penetrante, vestido de gris como él, excepto por los puños de su casaca, que eran de un escarlata muy llamativo.
—¿Quién diablos es usted? —exclamó y, durante unos momentos, aquella voz debilitada por la edad recobró algo del timbre agudo que antes poseyera. Se levantó del asiento, con los puños cerrados—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Somos vuestros servidores, mi señora de Vorchenza, vuestros servidores, llegados hasta aquí para presentaros, por fin, sus respetos. Disculpad la descortesía de hace un momento, pero las cosas se han complicado últimamente en mi pequeño reino.
—Habla como si le conociera, señor. Dígame su nombre.
—Tengo varios —dijo el hombre de mayor edad—, pero ahora me llaman Capa Raza. Os presento a mi socio, que se hace llamar «el halconero». Y respecto al asunto que nos trae a vuestro muy apreciado solario…
Hizo un gesto al halconero y éste alzó la mano izquierda, con la palma hacia arriba. Cuando la manga cayó hacia abajo, los tres círculos negros que tenía tatuados en la muñeca quedaron al descubierto.
—Dioses —susurró doña Angiavesta—, un mago de la Liga.
—Ciertamente —dijo Capa Raza—, por lo que habréis de disculparme; pero sus artes me parecieron la única manera de evitar que vuestros sirvientes nos impidieran la entrada, para así poder llegar hasta vuestro refugio sin molestaros.
—Pues ahora me molestan —la dama escupió las palabras—. ¿Qué se proponen?
—A mí y a mi socio —dijo Raza— nos agradaría mantener una charla con la Araña del Duque.
—Por los dioses, ¿de qué está hablando? Ésta es mi torre; aparte de los criados no hay nadie más.
—Cierto —dijo Capa Raza—, así que ya no es necesario que, al menos ante nosotros, sigáis haciendo teatro.
—Usted —dijo doña Angiavesta con voz fría y equilibrada— se confunde sobremanera.
—Y esos estantes que tenéis detrás de vos, ¿qué contienen? ¿Recetas de cocina? Y esos pergaminos que tenéis al lado de la silla, ¿qué son? ¿Acaso los informes que os envía regularmente Stephen Reynart se refieren a la moda y a los peinados que van a llevarse este año, de los cuales se entera por la gente que desembarca? Vamos, mi señora. Dispongo de medios poco usuales para recoger información y no soy estúpido. Cualquier disimulo por vuestra parte lo consideraré un insulto.
—Pues exactamente lo mismo que yo considero su presencia en este lugar, adonde no han sido invitados —replicó doña Angiavesta tras un momento de reflexión.
—Si os he causado alguna molestia —dijo Raza— ya me he disculpado por ello. Mas ¿acaso sois capaz de evitar esta molestia con el uso de la fuerza? Vuestros criados duermen apaciblemente; vuestro Reynart y todos sus Merodeadores de la Medianoche andan por ahí, fisgoneando en mis asuntos. Así pues, encontrándonos vos y yo a solas, ¿por qué no hablar como personas civilizadas? He venido para hablar seria y civilizadamente.
Ella le miró con frialdad durante un largo momento y luego indicó con una mano uno de los sillones del solario.
—Siéntese, maese Venganza. Me temo que no dispongo de una silla más cómoda para su socio…
—No importa —dijo el halconero—, me encantan las mesas de escritorio —y se sentó delante del pequeño escritorio que estaba cerca de la puerta, mientras Raza cruzaba la habitación y se sentaba enfrente de doña Angiavesta.
—Hmmm. Venganza, ciertamente. ¿Ya la ha conseguido?
—Sí —dijo un Capa Raza muy contento—. Hice todo lo que tenía que hacer.
—¿Estaba resentido con Capa Barsavi?
—¡Ja! Sí que lo estaba. Puede decirse que ése fue el motivo de que matara a sus hijos delante de él y de que a él le entregara como pasto a los tiburones que tanto amaba.
—¿Algún antiguo asunto entre él y usted?
—Estuve pensando durante veinte años la manera de causarle la ruina a Vencarlo Barsavi —confesó Raza—. Y ahora lo he conseguido y me he puesto en su lugar. Lamento que este asunto haya sido… un tanto inconveniente para vos. Por eso os digo ahora que lo siento.
—Barsavi no era un hombre amable —dijo Angiavesta—, sino un criminal despiadado. Pero era muy perceptivo; sabía muchas cosas que los capas de rango inferior ignoraban. El acuerdo que hice con él fue beneficioso para ambos.
—Y sería una pena no mantenerlo —dijo Raza—. Admiro muchísimo la Tregua Secreta, doña Angiavesta. La admiro tanto como odiaba a Barsavi; me gustaría que siguiera vigente. Por mi parte, di órdenes al respecto la misma noche en que ocupé el puesto de Barsavi.
—Eso mismo me contaron mis agentes —dijo doña Angiavesta—, aunque debo confesar que llevaba varios días esperando oírlo de sus propios labios.
—Mi retraso es imperdonable —dijo Raza—, pero aquí estamos; confieso que mis maneras son terribles. Permitidme hacer las paces con vos.
—Usted dirá.
—Pues me gustaría muchísimo —dijo Raza— tener la oportunidad de asistir a la fiesta que el Duque celebra el Día de los Cambios; puedo vestirme y comportarme bastante bien. Podríais presentarme como un caballero que vive de las rentas… os aseguro que nadie de los que se encuentren en el Alcance del Cuervo me reconocerá. Siempre he admirado las torres de Camorr desde que era pequeño. Y así le presentaría mis respetos a la aristocracia de Camorr al menos una vez. No iría con las manos desnudas, pues he estado pensando en un regalo que podría haceros a todos.
—Eso es mucho pedir —dijo doña Angiavesta, arrastrando las palabras—. Nuestros mundos, Capa Raza, no deben mezclarse; yo no asisto a las fiestas de los ladrones.
—Pero vuestros agentes sí —repuso él, muy divertido.
—Ya no lo harán. Dígame, ¿por qué les ordenó que se exiliaran? Si, entre su gente, la pena por chaquetear es la muerte, ¿acaso no se merecían un tajo en la garganta?
—¿Acaso hubierais preferido que los matara, doña Angiavesta?
—Claro que no —replicó ella—, pero siento mucha curiosidad por su forma de proceder.
—Yo, por mi parte, creo que mi forma de proceder es bastante transparente. Necesitaba tener seguridad; no podía permitir que vuestros agentes conocieran todos mis planes, como hizo Barsavi. Y como no quería enemistarme con vos más de lo necesario, supuse que dejarlos con vida sería un gesto de buena voluntad.
—Hmmm.
—Señora de Vorchenza —dijo Raza—, estoy seguro de que no tardaréis en poneros manos a la obra para infiltrar nuevos agentes entre los míos. No me importa: que venza el mejor. Pero hemos dejado a un lado el motivo de esta conversación.
—Capa Raza —dijo la aristócrata—, como me parece usted hombre que necesite que le presenten las cosas con suma delicadeza para no herir sus sentimientos, hablaré claro. Una cosa que debe quedar absolutamente entre nosotros es que nuestra relación, exclusivamente de trabajo, tiene como fin el preservar la Tregua Secreta por el bien de toda Camorr. Incluso hubiera disfrutado si se hubiese reunido conmigo en este lugar después de ser debidamente invitado y escoltado. Pero lo que no puedo hacer es llevarle ante el Duque; no puedo llevar a su presencia a un hombre de su condición.
—Me decepcionáis —dijo Capa Raza—, pues, si estoy en lo cierto, habéis invitado a Giancana Meraggio, un hombre que utilizó los servicios de mi predecesor en más de una ocasión. Y a muchos otros capitanes de las navieras y de las finanzas que se han aprovechado de los arreglos pactados con las bandas de Barsavi. La Tregua Secreta enriquece a todos los nobles de Camorr, mientras que, en efecto, yo sigo siendo su siervo. Y, mientras mi indulgencia les llena los bolsillos de dinero, ¿aún sigo siendo una criatura de tan baja condición que ni siquiera puedo sentarme a tomar un refresco en la mesa donde ellos se sientan, teniéndome que quedar entre bambalinas y contentarme con mirar mientras se enriquecen? ¿Ni siquiera vagabundear por el Jardín Celeste para satisfacer mi curiosidad?
—Capa Raza —dijo doña Angiavesta—, está pulsando las cuerdas de una conciencia que no sonarán. No me he convertido en la Araña del Duque por tener buen corazón. De veras que no quiero insultarle, pero permítame que me exprese con claridad. Lleva de Capa sólo una semana. Apenas he comenzado a formarme una opinión de usted, así que, señor mío, sigue siendo un extraño para mí. Si consigue gobernar durante un año a partir de ahora y consigue que la Buena Gente se mantenga tan estable como hasta ahora, entonces… es posible que tome en consideración su propuesta.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo, por ahora.
—Ay —dijo Capa Raza—, esa negativa me duele más de lo que podéis imaginar; he dispuesto regalos para todos los nobles de esta bella ciudad que no pueden esperar un año. Así que, lamentándolo muchísimo, debo rechazar vuestra negativa.
—¿Qué diantre quiere decir?
—Halconero…
El mago mercenario se levantó del escritorio de doña Angiavesta; llevaba en una mano una pluma y en la otra una hoja de pergamino.
—Angiavesta, ¿no? —dijo, mientras escribía con una letra llena de curvas—. Angiavesta Vorchenza. Qué nombre tan bonito… muy, muy bonito… es vuestro nombre auténtico…
Comenzó a mover el hilo de plata que llevaba en la mano izquierda hacia delante y hacia atrás, y entonces comenzó a formarse un resplandor de color azul y plata en la hoja de pergamino; cuando el nombre, ANGIAVESTA VORCHENZA, quedó aureolado por aquel fuego azulado, la aristócrata gimió en el otro extremo de la habitación y se llevó las manos a la cabeza.
—Lamento tener que presentar mi caso de un modo tan poco amable, doña Angiavesta —dijo Capa Raza—, pero veo que no comprendéis la gran ventaja que supondrá para el Duque el tenerme de invitado. Seguro que no queréis que le niegue los regalos que, con el mayor de los respetos, pienso dejar a sus pies.
—No… puedo… decir…
—Sí —dijo el halconero—, claro que sí. Os agrada muchísimo lo que os está proponiendo; os agrada que Capa Raza sea invitado a la fiesta del Día de los Cambios, dando así muestra de la cordialidad que debe presidir una buena amistad.
Las palabras escritas en el pergamino brillaron con más intensidad.
—Capa Raza —dijo doña Angiavesta muy despacio—, le ruego… que acepte la hospitalidad del Duque.
—No aceptaréis un «no» como respuesta —dijo el halconero—. Capa Raza tiene que aceptar vuestra invitación; no aceptaréis un «no» como respuesta.
—No lo aceptaré… como… respuesta.
—Y yo no lo daré —dijo Raza—. Sois muy amable, mi señora de Vorchenza. Muy amable. En cuanto a mis regalos, tengo cuatro esculturas exquisitas que me gustaría regalar al Duque; no tengo necesidad de molestarle; mi gente puede dejarlas en cualquier lugar de la celebración, si vos me ayudáis a ello. Podemos enseñároslas cuando tengáis un momento libre.
—Qué amable —dijo el halconero—. Os encanta ese detalle.
—Nada me gustaría más… Capa Raza. Es muy… propio de usted.
—Sí —dijo Capa Raza—, es muy propio de mí. Sólo lo justo —se rió, luego se levantó de su asiento y le hizo una seña al halconero.
—Mi señora de Vorchenza —dijo el halconero—, esta conversación os ha agradado sobremanera. Haréis todo lo preciso para ver a Capa Raza el Día de los Cambios y para prestarle cualquier ayuda en lo concerniente a que esos regalos tan importantes lleguen al Alcance del Cuervo —dobló el pergamino y se lo guardó en uno de los bolsillos del chaleco, manipulando después el hilo de plata.
Doña Angiavesta parpadeó varias veces seguidas y respiró profundamente.
—Capa Raza —dijo—, ¿ya tiene que irse? Ha sido realmente muy agradable poder hablar con usted esta noche.
—Y yo, por mi parte, he descubierto en vos a la más encantadora de las anfitrionas, mi señora doña Angiavesta —le hizo una reverencia adelantando el pie derecho, en el estilo más perfecto de la corte—. Pero los asuntos me acucian; debo atender los míos y dejaros a vos los vuestros.
—Así sea, querido muchacho —dijo ella, haciendo ademán de levantarse, pero él le indicó con un gesto que siguiera sentada.
—No, no os molestéis por nosotros. Podremos encontrar el camino que conduce al exterior de vuestra preciosa torre; os ruego que volváis a lo que estuvierais haciendo antes de nuestra llegada.
—Apenas me interrumpisteis —dijo doña Angiavesta—. ¿Entonces os veré el Día de los Cambios? ¿Aceptáis la invitación?
—Sí —dijo Capa Raza; se volvió y le dedicó una sonrisa antes de salir por la puerta del solario—. Acepto vuestra invitación muy gustoso. Y os veré el Día de los Cambios, en el Alcance del Cuervo.