Orquídeas y asesinos
Al día siguiente, Locke Lamora se encontraba delante de los escalones que conducían a las oficinas del Meraggio justo en el momento en que el enorme reloj de agua de Tal Verrar, instalado en el interior del vestíbulo, daba las diez de la mañana. Caía un chaparrón a plena luz del sol, una lluvia cálida y en absoluto desagradable, bajo un cielo blanquiazul y despejado. Era hora punta en la Vía Camorazza, llena de barcazas de carga y barcos de pasajeros que se peleaban por un espacio libre con ese entusiasmo que sólo suele encontrarse en el campo de batalla.
Jean había empleado una de las coronas en vestir a Locke (que seguía llevando el cabello teñido de gris y la barba postiza, aunque recortada y convertida en una modesta perilla) con una ropa aceptablemente limpia, la misma que podía llevar cualquier correo o secretario; aunque, evidentemente, no tenía el aspecto de un hombre adinerado, sí que parecía el vivo retrato de un empleado respetable.
Las oficinas del Meraggio ocupaban un edificio de cuatro pisos, el híbrido de doscientos años de caprichos arquitectónicos, con columnas, ventanas de arco, fachadas de piedra y de madera laqueada, y galerías exteriores para sentarse, tanto para uso decorativo como funcional. Dichas galerías estaban cubiertas con toldos de seda de todos los colores de las monedas de Camorr: pardo por el cobre, amarillo por el oro, gris por la plata, y blanco lechoso por el hierro blanco. Fuera, en la plaza, había cien Lukas Fehrwight más: otros tantos hombres de negocios con casacas muy bien cortadas. Cualquiera de los trajes que vestían costaba lo que el sueldo de varios años de un trabajador.
Si Locke hubiera puesto sólo un dedo encima de cualquiera de ellos, aunque sólo hubiese sido para cogerle de una manga, los guardias del Meraggio habrían salido de golpe del edificio como las avispas de su nido. Hubiera habido, entonces, una auténtica competición entre ellos y las escuadras de la Guardia que patrullan aquel lado del canal, por el premio que consistía en sacarle a golpes de cachiporra los sesos por los oídos.
Siete coronas de hierro blanco, ocho tirintos de oro y unos cuantos solones de plata tintineaban en la bolsa de Locke. Estaba completamente a merced de los acontecimientos. Apenas tenía una vaga idea de lo que decir o hacer si aquel plan no tenía éxito.
—Guardián Avieso —murmuró—, voy a entrar en esas oficinas para salir de ellas con lo que necesito. Me gustaría que me ayudaras. Si no lo haces, puedes irte al infierno. De cualquier modo, saldré de ellas con lo que necesito.
Y, acto seguido, la cabeza alta y la barbilla fuera, comenzó a subir los escalones.
—Un mensaje privado para Koreander Previn —dijo a los guardias de servicio que se encontraban dentro del vestíbulo, pasándose una mano por los cabellos para eliminar parte del agua que les había caído encima. Los guardias eran tres, todos vestidos con casacas marrones de terciopelo, calzas negras y camisas negras de seda; si sus botones sobredorados brillaban, las empuñaduras de los largos cuchillos de combate y de las mazas que llevaban al cinto se veían mates por el uso.
—Previn… Previn… —musitó uno de los guardias mientras consultaba el directorio encuadernado en piel—. La galería pública, el cincuenta y cinco. No veo nada escrito que diga que no acepta visitas. ¿Sabe adónde tiene que ir?
—Ya he estado antes —dijo Locke.
—Muy bien —el guardia dejó el directorio y tomó la carpeta donde se apuntaban las visitas; luego cogió la pluma del tintero que se encontraba encima de una mesita y se dispuso a escribir—. ¿Nombre y distrito?
—Tavrin Callas —dijo Locke—. Esquina Norte.
—¿Puede escribir?
—No, señor.
—Entonces haga una señal aquí.
El guardia no soltó la carpeta mientras Locke garrapateaba una gran «X» negra al lado de «TEVRIN KALLUS». Era evidente que el guardia escribía peor de lo que hablaba.
—Adelante, pues —dijo el guardia.
El piso principal del Meraggio (la galería pública) era un campo de mesas de escritorio y de mostradores, ocho a lo largo y otros ocho a lo ancho. Cada mesa de escritorio estaba atendida por un comerciante, un agente de cambio, un secretario legal y un amanuense que debía de cumplir alguna función que desconocía; la mayor parte de ellas también contaban con un cliente que se sentaba delante, el cual solía hablar con mucha seriedad, esperar con mansedumbre o discutir acaloradamente. Los hombres y mujeres que se sentaban detrás de aquellas mesas se las alquilaban al Meraggio; algunos de ellos las usaban todos los días de la semana, mientras que otros sólo se podían permitir el alquilarlas un día sí y otro no, y eso con la ayuda de algún socio. La luz del sol entraba a raudales por la habitación a través de grandes claraboyas; el suave golpeteo de la lluvia se mezclaba con el furioso parloteo de los negocios.
A ambos lados, cuatro pisos de galerías protegidas con barandillas de latón subían hasta el techo. En la agradable penumbra del interior de dichas galerías se repantigaban los individuos más poderosos, acaudalados y mejor asentados en el mundo de los negocios. Aunque se decía que eran miembros del Meraggio, el Meraggio no compartía con ellos ni una pizca de su poder, pues sólo se limitaba a garantizarles una larga lista de privilegios que los situaban por encima (tanto literal como metafóricamente) de los hombres y mujeres que trabajaban en la galería pública.
En cada rincón del edificio había guardias que, aunque relajados, observaban todo lo que les rodeaba; unos camareros con chalecos y calzas negras y largas libreas marrones iban y venían de un lado para otro. Había una cocina muy amplia en la fachada posterior del Meraggio, así como una bodega de la que cualquier tabernero se hubiera sentido orgulloso. Con frecuencia, los asuntos de los hombres y mujeres de las oficinas eran demasiado acuciantes para andar perdiendo tiempo en salir a comer o en encargar comida. Algunos de los miembros secretos vivían prácticamente allí, pues sólo volvían a sus casas para dormir o cambiarse de ropa, lo cual explica que el Meraggio sólo cerrase sus puertas poco después de la Falsa Luz.
Moviéndose con confianza en sí mismo, Locke buscó el emplazamiento de la mesa 55 de la galería pública. Koreander Previn era el secretario legal que gestionaba desde hacía varios años las cuentas, perfectamente legales, de los Sanza. Locke le recordaba como un individuo con una estatura parecida a la suya; muy para sus adentros, rogó para que, con los años, aquel hombre no se hubiera aficionado a la buena comida.
—Sí —dijo Previn, que, gracias a los dioses, seguía tan delgado como siempre—, ¿en qué puedo ayudarle?
Locke estudió la casaca que aquel hombre llevaba desabrochada; era de color verde-pino con ribetes dorados en los puños, de un color púrpura muy vivo. El hombre tenía buen ojo para los puños de moda, aunque, al parecer, fuera tan ciego como una estatua de bronce en lo concerniente a la mezcla de colores.
—Maese Previn —dijo Locke—, soy Tavrin Callas, y me encuentro ante un problema de naturaleza muy singular, un problema que usted podría resolver perfectamente, aunque antes me permitirá advertirle de que excede un tanto sus obligaciones cotidianas.
—Soy secretario legal —dijo Previn— y mi tiempo es muy importante cuando me siento con un cliente. ¿Me está proponiendo ser cliente mío?
—Lo que le propongo —dijo Locke— le supondrá como mínimo cinco coronas de beneficios quizá antes del mediodía —pasó una mano por el borde de la mesa de Previn y una corona de hierro blanco apareció en ella como por prestidigitación; aunque su técnica dejaba mucho que desear, Previn no lo dio a entender, porque levantó las cejas.
—Ya veo… tiene toda mi atención, maese Callas —dijo Previn.
—Bien, bien. Espero tener también dentro de muy poco toda su cooperación. Maese Previn, represento a un grupo comercial cuyo nombre, seamos sinceros, preferiría no mencionar. Aunque soy nativo de Camorr, vivo y trabajo en Talisham. Esta noche he sido invitado a una cena a la que asistirán varios contactos muy importantes, entre ellos un noble, para discutir las cuestiones comerciales por las que he sido enviado a esta ciudad. Pero…, ah, ahora viene la cuestión más embarazosa, me temo que he sido víctima de un cuantiosísimo robo.
—¿Un robo, maese Callas? ¿A qué se refiere?
—A mi guardarropa —dijo Locke—. Me han robado todas mis ropas y pertenencias mientras dormía. El dueño de la taberna, los dioses confundan al muy bastardo, afirma que no tiene ninguna responsabilidad en semejante crimen e insiste en que yo dejé abierta la puerta de mi habitación.
—Puedo recomendarle a un abogado para que ponga una denuncia en su nombre —Previn abrió un cajón y rebuscó entre los pergaminos que se encontraban dentro—. Puede llevar al dueño de la taberna ante el Tribunal de Reclamaciones Comunes del Palacio de la Paciencia; sólo se demorará cinco o seis días, siempre que consiga que uno de los oficiales de la Guardia corrobore su historia. Y puedo preparar todos los documentos necesarios para…
—Maese Previn, discúlpeme. Lo que me propone es un procedimiento muy acertado que yo aceptaría gustoso en cualquier otra circunstancia, pidiéndole que preparara los documentos que fueran necesarios. Pero no dispongo de cinco o seis días; me temo que sólo tengo unas horas. La cena, señor, la cena es esta noche, como ya le he dicho.
—Hmmm —dijo Previn—, ¿no puede excusar su presencia? Seguro que sus socios lo comprenderán… en una situación tan extrema… en un vuelco tan desaforado de la fortuna.
—Oh, si fuera posible… Pero, maese Previn, ¿cómo podría presentarme ante ellos y pedirles que confíen cientos de miles de coronas al grupo que represento, cuando ni siquiera soy capaz de cuidar de mi propio guardarropa? Es… una situación muy embarazosa. Me temo que perderé este negocio, que se me escurrirá de los dedos. El noble en cuestión es… un tanto excéntrico. Me temo que no toleraría una irregularidad como la presente; si no asisto a ese encuentro, me temo que jamás querrá volver a verme.
—Interesante, maese Callas. Sus suposiciones pueden ser… válidas. Creo que conoce bien el carácter de sus socios. Pero, dígame, ¿cómo puedo ayudarle?
—Ambos somos de la misma complexión, maese Previn —dijo Locke—. Ambos somos de la misma estatura, y yo aprecio mucho la sutileza de su ojo para el corte del traje y los colores… tiene un gusto singular. Lo que le propongo es que me alquile un traje apropiado para la ocasión, con todos los adornos y complementos necesarios. Le entregaré cinco coronas en depósito, y cuando haya terminado mis asuntos y le devuelva las ropas podrá quedarse con ellas.
—¿Usted… usted quiere que le alquile mi ropa?
—Sí, maese Previn, y le daré mil gracias por ser tan considerado. Su ayuda será inconmensurable. Mi grupo se mostrará muy agradecido con usted, puedo asegurárselo.
—Hmmm —Previn cerró el cajón del escritorio y se acarició la barbilla, el ceño fruncido—. El dinero que se propone darme en depósito es la sexta parte del precio de las ropas que podría alquilarle al gusto de las exigencias de un aristócrata. La sexta parte, o quizá menos.
—Ah, yo le aseguro, maese Previn, que, si exceptuamos este desafortunado robo, siempre me he considerado como la precaución hecha carne. Cuidaré de su ropa como si mi vida dependiera de ella… como realmente así es. Si esta negociación fracasa, creo que me quedaré sin trabajo.
—Es… es algo muy fuera de lo corriente, maese Callas. Lo que me pide es algo muy irregular. ¿Cuál es el nombre del grupo para el que trabaja?
—Me da… cierto embarazo revelarle su nombre, maese Previn. Por miedo de que mi situación repercuta en ellos. Sólo intento comportarme con la lealtad que les debo, compréndame.
—Lo comprendo, lo comprendo, aunque también quiero que usted comprenda que ningún hombre con dos dedos de frente le entregaría a un completo desconocido treinta coronas a cambio de cinco, a menos… de poseer algo más que una garantía verbal. Le ruego que me disculpe, pero así tiene que ser.
—Muy bien —dijo Locke—. Trabajo para el Grupo Mercantil Occidental del Mar de Hierro, registrado en Tal Verrar.
—El Grupo Mercantil Occidental del Mar de Hierro… hmmm —Previn abrió otro cajón y rebuscó en unos cuantos documentos—. Aquí tengo el directorio del Meraggio para el año en curso, el septuagésimo octavo año de Aza Guilla, y en Tal Verrar… no aparece registrado ningún Grupo Mercantil Occidental del Mar de Hierro.
—Ah, el maldito problema de siempre —dijo Locke—. Nos registramos durante el segundo mes del año en curso; somos demasiado recientes para aparecer en ese listado. Eso ya me ha dado algún que otro problema, créame.
—Maese Callas —dijo Previn—, me cae simpático, de veras, pero esta situación es… perdóneme por lo que voy a decirle… es demasiado irregular para sentirme cómodo con ella. Me temo que no puedo ayudarle, aunque espero que dé con alguna solución para contentar a sus socios.
—Maese Previn, se lo ruego, por favor…
—Señor, la entrevista ha terminado.
—Entonces estoy condenado —dijo Locke—. No tengo ninguna esperanza. Le ruego, señor, que lo reconsidere…
—Soy un secretario legal, maese Callas, no un sastre. La entrevista ha terminado; le deseo buena suerte y buenos días.
—¿No hay nada que yo pueda hacer para, al menos, tener la posibilidad de…?
Previn cogió la campanilla que descansaba a un lado de su escritorio y la agitó por tres veces; los guardias comenzaron a insinuarse en medio de la muchedumbre. Locke recogió la moneda de hierro blanco de encima del escritorio y suspiró.
—Este hombre debe salir de aquí bajo escolta —dijo Previn cuando uno de los guardias del Meraggio posó su mano enguantada encima de los hombros de Locke—. Por favor, trátenle con la cortesía debida.
—Por supuesto, maese Previn. Por aquí, señor —respondió el guardia, mientras Locke era levantado de su asiento por no menos de tres individuos tan grandes como casas y, acto seguido, llevado hasta el pasillo principal de la galería pública, sacado del vestíbulo y devuelto a los escalones de la entrada. La lluvia había cesado y la ciudad, envuelta en el vapor que brotaba de sus piedras aún calientes, olía como si acabaran de lavarla.
—Será mejor que no volvamos a verle —dijo uno de los guardias. Los tres seguían mirándole mientras hombres y mujeres subían por los escalones, ignorándole. No podía decirse lo mismo de los casacas amarillas, que le miraban fijamente con cierto interés.
—Mierda —dijo en voz baja, y se dirigió hacia el sudeste a buen paso. Cruzaría uno de los puentes hasta llegar a Videnza y buscaría a uno de los sastres que vivían en aquel distrito…
El reloj de agua daba las doce del mediodía cuando Locke regresó al pie de los escalones del Meraggio. Las ropas de tonos claros de «Tavrin Callas» se habían esfumado; en su lugar, Locke vestía un grueso chaleco de algodón, unas calzas baratas y unas medias, todo de color negro; llevaba oculto el cabello bajo una gorra de terciopelo negro, y en lugar de la perilla (que había conseguido quitarse con mucho dolor… más adelante se acostumbraría a llevar siempre consigo un tubo de disolvente para desprender el adhesivo) lucía un espeso bigote. Tenía las mejillas encendidas y sudaba en más de un sitio. Con un rollo de pergamino (en blanco) en una mano, incluso se permitió una pizca de acento de Talisham cuando, después de subir por los escalones y de entrar en el vestíbulo, se dirigió a los guardias.
—Necesito un secretario legal —dijo Locke—. No tengo cita y tampoco negocios con ninguno de los bufetes de abogados de este lugar; no me importa esperar a que alguno quede libre.
—Secretarios legales a la derecha —el guardia al que ya conocía de antes consultó el directorio—. Puede intentarlo con Daniella Montagu, galería pública, mesa dieciséis; o quizá… con Etienne Acalo, mesa treinta y seis. De cual modo, hay un área reservada para las visitas.
—Es muy amable —dijo Locke.
—¿Nombre y distrito?
—Galdo Avrillaigne —dijo Locke—. Soy de Talisham.
—¿Puede escribir?
—Sí, casi siempre —dijo Locke—, excepto cuando me encuentro enfermo.
El guardia se le quedó mirando unos instantes hasta que otro de los guardias que se encontraba detrás de Locke lanzó una risita; entonces el guardia del directorio mostró en su rostro los síntomas evidentes de que acababa de comprender la chanza de Locke y, como no le hizo mucha gracia, se limitó a decir:
—Firme aquí o haga una señal, maese Avrillaigne.
Locke tomó la pluma que acababa de entregarle y escribió una firma muy fluida y elaborada al lado del «GALLDO AVRILLANE» que había puesto el guardia, tras lo cual se dirigió al interior de las oficinas, luego de saludarle cordialmente con la cabeza.
Locke entró rápidamente en la galería pública mientras fingía sentirse azorado por tanta gente; pero en vez de sentarse en el área de espera, que estaba señalizada con unas barandillas de latón, se dirigió directamente hacia el joven bien vestido que se sentaba en la mesa 22, el cual garrapateaba con furia en un trozo de pergamino, solo, sin ningún cliente. Locke se sentó en la silla que se encontraba delante de la mesa y carraspeó.
El hombre alzó la vista; era un camorrí delgado de cabellos negros echados hacia atrás y gafas que ocultaban unos ojos grandes y muy expresivos. Llevaba puesta una casaca de color crema con forro de color ciruela tirando a púrpura, tal y como podía apreciarse por los puños de la misma; el forro iba a juego con la camisa y el chaleco. Sus onduladas corbatas de seda estaban formadas por varias capas de colores crema y púrpura oscuro. El hecho de que aquel hombre vistiera con demasiada elegancia y fuera unos cinco o seis centímetros más alto que Locke no suponía ningún obstáculo insalvable.
Locke puso la voz de «no soy de tu ciudad», pero con el estilo más familiar y convincente, cuando dijo:
—¿Le gustaría tener esta tarde cinco monedas de hierro blanco en el bolsillo?
—Cinco… Señor, creo que me encuentro en desventaja con usted. ¿En qué puedo ayudarle y quién es usted?
—Me llamo Galdo Avrillaigne —dijo Locke—, y soy de Talisham.
—Lo último es evidente —comentó aquel hombre—. ¿Ha dicho cinco coronas? No suelo cobrar tanto por mis servicios, pero antes me gustaría escuchar qué necesita de mí.
—Sus servicios —dijo Locke—, sus servicios profesionales no son, precisamente, lo que necesito de usted, maese…
—Magris, Armand Magris —dijo aquel hombre—, pero si usted no me conoce y no necesita mis…
—He mencionado el hierro blanco —Locke mostró la misma moneda que, dos horas antes, había descansado encima del escritorio de Koreander Previn. Apareció por encima de sus nudillos y ahí se quedó, pues Locke jamás había conseguido aprender aquel arte de moverla entre ellos que tan bien practicaban, o habían practicado, los Sanza—. Cinco coronas de hierro blanco por un servicio insignificante, aunque un tanto inusual.
—¿Cómo de inusual?
—Recientemente he tenido una racha de mala suerte, maese Magris —dijo Locke—. Soy representante comercial de Strollo e Hijos, los pasteleros más célebres de toda Talisham y distribuidores de dulces y exquisiteces. Me embarqué en Talisham para entrevistarme en Camorr con unos clientes potenciales… clientes de alto rango, si me permite decirlo. Dos nobles y sus esposas llamaron a mis superiores para que animaran sus comidas con nuevas experiencias gustativas.
—¿Desea que le prepare algún tipo de documento para una eventual sociedad o para efectuar alguna venta?
—Nada tan mundano, maese Magris, nada tan mundano. Por favor, entérese de hasta dónde llega mi infortunio. Me enviaron a Camorr por vía marítima con cierto número de paquetes. Dichos paquetes contenían preparados azucarados de excelencia y delicadeza insuperables, exquisiteces que ni siquiera sus famosos cocineros de Camorr jamás hubieran imaginado: pastelillos rellenos de crema alquímica… tartas de cinamomo con brandy Austershalin de Emberlain glaseado… Maravillas. Iba a cenar con nuestros potenciales clientes y comprobar si las artes de mis superiores les habían llenado de entusiasmo. Las sumas implicadas en la celebración del festín… el contrato es muy cuantioso.
—No lo dudo —dijo Magris—, parece un trabajo muy agradable.
—Lo sería si no fuese por un hecho desafortunado —dijo Locke—. El navío que me conducía con la velocidad que habíamos estipulado… estaba infestado de ratas.
—Oh, amigo… ¿no me irá a decir que…?
—En efecto —dijo Locke—. Mis productos. Mis excelentes productos se hallaban protegidos por un embalaje muy sutil. El hecho de no guardarlos en la bodega debió de darles a las ratas más tiempo para disponer de ellos. Cayeron sobre mis productos como cuervos hambrientos; todo lo que llevaba quedó inservible.
—Lamento muchísimo enterarme de tan gran pérdida —comentó Magris—. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Mis productos estaban embalados junto con toda mi ropa —explicó Locke—. Y ahora viene la parte que es más embarazosa. Entre las depredaciones causadas por los dientes y, oh, los excrementos, perdón por la indelicadeza…, mi guardarropa quedó completamente destruido. Me había vestido de un modo sencillo para el viaje y ahora ésta es la única ropa que me queda.
—¡Por los Doce, vaya lío! ¿No tendrán abierta sus jefes alguna cuenta aquí, en el Meraggio? ¿Tiene usted algún tipo de crédito que le permita comprarse nuevas ropas?
—Por desgracia, no —dijo Locke—. Estuvimos discutiéndolo, y yo insistí en que la abrieran. Pero no disponemos de ninguna cuenta de la que ahora pueda valerme, y el compromiso de la cena de esta noche se va haciendo más acuciante a medida que pasa el tiempo. Y aunque no pueda presentarles nuestros productos, al menos puedo presentarme yo y disculparme… pues no quiero ofenderlos. Uno de nuestros clientes potenciales es, ah, un hombre muy particular y muy selecto. Muy particular y selecto. Y no quiero defraudarle por completo. Estoy por afirmar que haría correr la voz en su mundillo de que Strollo e Hijos no son de fiar. Y eso sería una imputación no sólo contra nuestros productos, sino contra nuestra propia cultura; creo que lo comprende.
—Sí, algunos de nuestros nobles se hallan firmemente asentados en sus… costumbres. Pero aún no consigo descubrir cuándo va a entrar en escena esa ayuda que me pide.
—Ambos somos de una talla similar, señor, de una talla curiosamente similar. Y su gusto, maese Magris, es superlativo; podríamos ser hermanos perdidos desde hace largo tiempo por lo que nos parecemos en el gusto por los colores y los trajes. Usted es un poco más alto que yo, pero creo que podré soportarlo el poco tiempo que será necesario. Así que, lo que le pido, señor, lo que le suplico… es que me alquile unas cuantas ropas suyas. Esta noche tengo que cenar con los nobles; ayúdeme a cumplir mi papel para que mis jefes puedan terminar este asunto con el nombre bien alto.
—¿Me pide… me está pidiendo que le alquile casaca y calzas, medias y zapatos, y todos los aditamentos necesarios?
—Eso mismo —dijo Locke—, con mi más seria promesa de que cuidaré de cada una de sus puntadas como si fuera lo último de este mundo. Y lo que es más, le propongo dejarle en prenda cinco coronas de hierro blanco. Guárdelas hasta que le haya devuelto la última hebra de tejido, y luego quédese con ellas. Creo que son la paga de uno o dos meses y las habrá ganado sin tener que trabajar.
—Realmente… es una bonita suma. No obstante —dijo Magris, mirándole como si intentara reprimir una sonrisa burlona— es…, creo que me comprende, una situación muy extraña.
—Le comprendo perfectamente, le comprendo no sabe cuánto. ¿No consigo inspirarle un poco de lástima? No me siento orgulloso de tener que pedírselo, maese Magris. Pero no sólo es mi trabajo lo que está en juego, sino la reputación de mis jefes.
—No lo dudo —dijo Magris—. No lo dudo. Es una pena que las ratas no hablen el therinés; estoy por apostar que su declaración sería interesante.
—Seis coronas de hierro blanco —insistió Locke—. Puedo estrujar mi bolsa hasta ese punto. Se lo imploro, señor…
—Criik-criik, criik-criik, dirían —se chanceó Magris—. Y eso sería todo lo que escucharíamos de esas gordas descreídas de ratas. Declararían y luego las meteríamos en un barco que fuera hasta Talisham para que siguieran dándose en él un festín. Sus Strollo e Hijos tendrían unos empleados que les serían leales de por vida, aunque demasiado pequeños, por supuesto.
—Maese Magris, eso es un completo…
—Realmente, usted no es de Talisham, ¿verdad que no?
—Maese Magris, por favor.
—Ésta es una de las pruebas del Meraggio, ¿no?, del estilo de la que le hicieron a la pobre Willa el mes pasado —Magris ya no pudo contener la risa; era evidente que se sentía muy contento consigo mismo—. Puede informar al buen maese Meraggio de que mi dignidad no echa a correr con sólo ver una monedita de hierro blanco. Jamás deshonraré a este establecimiento haciéndome cómplice de semejante broma. ¿Será tan amable, por supuesto, de darle los mejores saludos de mi parte?
Puesto que Locke ya había tenido antes ocasión de conocer lo que era la verdadera frustración, pudo reprimir con cierta facilidad las ganas que sentía de saltar por encima del escritorio de Magris y estrangularle. Gimiendo para sus adentros, recorrió la sala con la mirada durante un breve instante… y entonces, de pie en una de las galerías del segundo piso, descubrió al propio Meraggio.
Giancana Meraggio llevaba una levita a la última moda, muy elegante, amplia y desabotonada, con puños llamativos y brillantes botones de plata un tanto superfluos. Casaca, calzas y corbatas eran de un azul oscuro particularmente bonito, el color del cielo poco antes de la Falsa Luz… Aquella ropa, elegante y de excelente calidad, mostraba claramente que era cara, pero de un modo tan sutil que no resultaba ostentoso ni ofensivo. Aquel individuo tenía que ser Meraggio, porque en la solapa derecha de su casaca llevaba una orquídea prendida con un alfiler… aquella orquídea recién cortada, con la que diariamente adornaba la ropa que se ponía, era el único toque de afectación que solía permitirse.
Al compararlo con los contables y ayudantes que se encontraban a su lado, Locke estimó que su constitución y su estatura eran muy similares a las suyas.
El plan salió de la nada y barrió los pensamientos que llenaban su mente como si llegara al abordaje… En un abrir y cerrar de ojos se había hecho fuerte y se erguía ante él; era tan sencillo como caminar en línea recta. Locke abandonó el acento de Talisham y le devolvió la sonrisa a Magris.
—Vaya, maese Magris, veo que es demasiado astuto para mí. Demasiado astuto, y con mucho. Mis felicitaciones; hizo muy bien negándose a lo que le pedía. Y no tema… informaré personalmente al propio Meraggio. Su perspicacia no le pasará desapercibida. Y ahora, si me disculpa…
En la fachada trasera del Meraggio había una entrada de servicio que daba a un callejón bastante ancho, por la que entraba todo lo que iba a parar a las cocinas y a las despensas. También era el lugar donde los camareros se tomaban el almuerzo, que los recién incorporados al establecimiento debían despacharse en pocos minutos, nada comparable a la media hora que los miembros veteranos tenían para comer y repantigarse entre los cambios de turno. Un único guardia, con cara de aburrimiento, apoyaba la espalda en la pared donde se encontraba la puerta de servicio, los brazos cruzados; cuando Locke se le acercó, volvió a la vida.
—¿Asunto?
—Realmente ninguno —dijo Locke—. Sólo quería hablar con uno de los camareros o con alguien de la cocina.
—Esto no es un parque público. Haría mejor largándose.
—Sea amable —dijo Locke. Un solón apareció en una de sus manos, lo suficientemente cerca del guardia para que éste pudiera cogerlo—. Estoy buscando trabajo, eso es todo. Sólo quiero hablar con algún camarero o ayudante de cocina, ¿de acuerdo? Con los que no estén de servicio. No molestaré a nadie más.
—Si es así, adelante —el guardia hizo desaparecer la moneda en uno de sus bolsillos—. Pero no tarde demasiado.
Justo al lado de la entrada de servicio se encontraba el recibidor, que era pequeño, de techo muy bajo y poco ventilado. Media docena de camareros silenciosos apoyaban la espalda en la pared o se paseaban; uno o dos tomaban sorbos de té mientras los demás saboreaban el simple placer de no hacer nada. Locke los catalogó enseguida, escogió el que más se acercaba a su estatura y constitución, y se dirigió rápidamente hacia él.
—Necesito que me ayudes —dijo Locke—. Te daré cinco coronas; no nos llevará más que unos pocos minutos.
—¿Quién diablos eres?
Locke se le acercó aún más, agarró una de sus manos y deslizó en ella una moneda de hierro blanco. El hombre apartó la mano de un tirón y miró lo que había en ella. Sus ojos hicieron una interpretación bastante buena de cómo se les vería cuando quisieran salirse de sus órbitas.
—El callejón —dijo Locke—. Tenemos que hablar.
—Por los dioses —dijo el camarero, calvo, con cara de perro pachón y unos treinta y tantos años.
Ambos salieron por la puerta de servicio y entraron en el callejón, donde anduvieron un trecho hasta quedarse a más de diez metros de distancia del guardia, para que éste no pudiera escuchar lo que iban a decirse.
—Trabajo para el Duque —explicó Locke—, y tengo que entregarle este mensaje a Meraggio, pero no pueden verme en las oficinas con estas ropas. Hay ciertas… complicaciones —Locke agitó el rollo de pergamino (en blanco) delante del camarero.
—Yo, ah, podría entregarlo en tu nombre.
—Cumplo órdenes —repuso Locke—. Es una entrega en mano, ni más ni menos. Tengo que subir adonde está y pasar desapercibido; sólo necesito cinco minutos. Como ya te he dicho, te daré cinco coronas. Dinero contante y sonante para gastártelo al mediodía. Sólo tengo que hacerme pasar por un camarero.
—Mierda —dijo el camarero—. Por lo general, siempre hay algo de ropa sobrante… libreas negras y delantales. Podrías habértelas arreglado con eso, pero hoy toca lavandería. No queda nada de ropa.
—Claro que queda —dijo Locke—. La que llevas puesta es, exactamente, la que necesito.
—No, espera un minuto. No es posible…
Locke volvió a cogerle de una mano para deslizar en ella cuatro coronas de hierro blanco.
—¿Acaso has tenido alguna vez tanto dinero en tu vida?
—No, por los Doce —dijo el hombre con un susurro. Se humedeció los labios, miró a Locke durante uno o dos segundos y asintió con la cabeza—. ¿Qué tengo que hacer?
—Sólo seguirme —dijo Locke—. Será rápido y sencillo.
—Tengo unos veinte minutos —dijo el camarero—. Después tendré que estar de vuelta.
—Cuando haya terminado el asunto que me trae hasta aquí —dijo Locke—, eso no tendrá importancia. Le diré a Meraggio que nos has ayudado; saldrás de apuros.
—Uh, de acuerdo. ¿Adónde vamos?
—Justo al doblar esta esquina… necesitamos una posada.
La Sombra Acogedora estaba justo al doblar la manzana donde se encontraban las oficinas del Meraggio; estaba aceptablemente limpia, era barata y desprovista de todo lujo… el tipo de lugar donde se albergaban correos, estudiosos, secretarios, asistentes y funcionarios de categoría inferior, no las clases superiores del mundo de los negocios. Era un edificio cuadrado de dos plantas con un patio central a la manera de las casas de campo de la época del Trono de Therin. En el centro de dicho patio se encontraba un olivo bastante alto cuyas hojas susurraban de un modo muy agradable bajo la luz del sol.
—Una habitación —dijo Locke— exterior, sólo para un día —y dejó unas monedas encima del mostrador. El dueño salió llave en mano para acompañar a Locke y al camarero hasta una habitación del segundo piso con un «9» en la puerta.
La habitación número 9 tenía un par de catres plegables, una ventana de papel encerado, un pequeño servicio y nada más. El dueño de la Sombra Acogedora les hizo una leve reverencia y se fue sin más. Como la mayoría de los posaderos de Camorr, las preguntas que hubiera podido formular a sus clientes solían desvanecerse en cuanto el dinero caía en el mostrador.
—¿Cómo te llamas? —Locke cerró la puerta y echó la llave.
—Benjavier —dijo el camarero—. ¿Estás, ah, seguro… de que esto funcionará?
En respuesta, Locke sacó la bolsa de monedas de uno de sus bolsillos y se la puso a Benjavier en la mano.
—Aquí dentro hay más de dos coronas, sin contar lo que recibirás. Más unas pocas monedas de oro y de plata. Mi palabra es tan buena como el dinero… puedes quedarte con la bolsa hasta que regrese.
—Por los dioses —dijo Benjavier—. Todo esto… es muy extraño. Me pregunto qué habré podido hacer para merecer toda esta fortuna.
—La mayoría de los hombres no hacen nada para merecer lo que los dioses disponen según sus designios —dijo Locke—. ¿Cerramos el trato o no?
—Sí, sí —Benjavier se quitó el delantal y lo tendió a Locke; entonces comenzó a desabotonarse la librea y las calzas. Locke se quitó la gorra de terciopelo.
—Veo que tienes el pelo gris. No aparentas la edad que tienes… en la cara, quiero decir.
—Siempre he gozado de una apariencia jovial —dijo Locke—. Algo que me ha sido provechoso a la hora de servir al Duque. También necesito tus zapatos… los míos estarían fuera de lugar con estas ropas tan buenas.
Sin perder tiempo, los dos se quitaron la ropa y Locke se fue vistiendo hasta quedarse en el centro de la habitación convertido en uno de los camareros del Meraggio, con el delantal marrón en la cintura. Benjavier, en ropa interior, se tumbó en uno de los jergones, pasándose de una mano a otra la bolsa llena de tintineantes monedas.
—Bueno, ¿cómo me ves?
—Muy elegante —dijo Benjavier—. Todo te queda bien.
—Muy bien. Por mi parte, yo te veo rico. Quédate ahí y cierra la puerta; volveré enseguida. Llamaré cinco veces, ni una más. ¿Entendido?
—Entendido.
Locke cerró la puerta tras de sí, bajó deprisa las escaleras, cruzó el patio y salió a la calle. Recorrió el camino más largo para regresar al Meraggio, con intención de entrar por la puerta de la fachada principal y evitar al guardia de la entrada de servicio.
—Se supone que no debéis estar entrando y saliendo por aquí —dijo el guardia del directorio cuando Locke entró como una exhalación en el vestíbulo, las mejillas encendidas y sudando.
—Lo sé, perdón —Locke agitó el rollo de pergamino (en blanco) que llevaba en la mano—. Me envían para entregar esto a uno de los secretarios legales… uno de los miembros de la galería privada, en particular.
—Oh, lo siento. No te entretengas; adelante.
Por tercera vez, Locke se adentró en la muchedumbre que atestaba el piso principal del Meraggio, satisfecho de las pocas miradas que suscitaba su paso. Se movió con destreza entre los hombres y mujeres bien vestidos y se apartó del camino que seguían los camareros que llevaban bandejas de plata con sus tapaderas, teniendo la precaución de asentir familiarmente con la cabeza cuando pasaba cerca de ellos. En unos momentos se encontró con lo que había estado buscando… dos guardias apoyados en una de las paredes, las cabezas juntas mientras charlaban.
—Parecen muy animados, caballeros —dijo Locke cuando pasó ante ellos; cualquiera de los dos pesaba al menos treinta y cinco kilos más que él—. ¿No habrán visto a un hombre llamado Benjavier? Es uno de mis camareros.
—Le conozco de vista —dijo uno de los guardias.
—Pues está con la mierda hasta el cuello —dijo Locke—. Ahora se encuentra en la Sombra Acogedora y acaba de cagarla con una de las pruebas del Meraggio. Tengo que traerlo de vuelta, y se me había ocurrido que ustedes dos podrían ayudarme.
—¿Una de las pruebas del Meraggio?
—Ya saben —dijo Locke—, como la que le hicieron a Willa.
—Oh, sí, esa secretaria de la sección pública. ¿Dice que se llama Benjavier? ¿Y qué ha hecho?
—Venderse, y al Meraggio no le ha gustado. Cuanto antes le traigamos de vuelta, mejor.
—Uh… claro, claro.
—Salgamos por la puerta de servicio.
Locke se situó estratégicamente para dar la impresión de que caminaba al lado de los guardias, cuando la verdad era que los estaba siguiendo a través de las cocinas, los pasillos de servicio y, finalmente, el recibidor. Entonces los adelantó y los dos guardias que le seguían los talones se detuvieron a la entrada del callejón, moviendo ostensiblemente las manos en dirección al guardia que no estaba de servicio. Aquel hombre no dio muestras de haberle reconocido; el propio Locke ya había visto a docenas de camareros con sus propios ojos. Sin duda alguna, cualquier desconocido podía hacerse pasar por uno de ellos al menos por algún tiempo, que era lo único que necesitaba Locke.
Pocos minutos después, llamaba cinco veces a la habitación número 9 de la Sombra Acogedora. Benjavier abrió la puerta, pero sólo una pizca, hecho que Locke aprovechó para colarse por ella y comenzar a hablar de una manera que le era familiar, la misma que había empleado cuando, haciéndose pasar por uno de los Merodeadores de la Medianoche, había aleccionado a don Lorenzo Salvara.
—Era una prueba de lealtad, Benjavier —dijo Locke, mientras entraba con paso majestuoso en la habitación, la mirada fría—. Una prueba de lealtad. Y tú la cagaste. Cójanlo bien fuerte, compañeros.
Los dos guardias avanzaron para apoderarse del semidesnudo camarero que los miraba atónito.
—Pero… pero si yo no… pero si dijiste…
—Tu trabajo consiste en servir a los clientes del Meraggio y en mantener la confianza depositada en el Meraggio. El mío en localizar y tratar a la gente que no es digna de su confianza. Me vendiste tu maldito uniforme —Locke recogió del camastro las coronas de hierro blanco y la bolsa con las demás monedas, dejando caer aquéllas en la bolsa mientras hablaba—. Yo hubiera podido ser un ladrón. O peor, un asesino. Y tú me hubieras dejado acercarme hasta maese Meraggio llevando el mejor de los disfraces.
—Pero tú… ¡oh, dioses, no puedes hablar en serio! ¡Esto no puede estar sucediendo!
—¿Acaso no te parecen serias las caras de estos hombres? Lo siento, Benjavier. No es nada personal… tu decisión fue completamente desacertada —Locke había dejado la puerta abierta—. Vamos, fuera con él. Regresamos al Meraggio a toda prisa.
Benjavier pataleó, refunfuñó y lloriqueó.
—No, no, no pueden hacer eso, he sido completamente leal todo este tiempo…
Locke le agarró de la barbilla y le miró a los ojos, diciendo:
—Si te resistes, pataleas, gritas o sigues armando un escándalo de mil diablos, el asunto no se quedará en el Meraggio, ¿me comprendes? Te entregaremos a la Guardia. Y veremos cómo te llevan encadenado al Palacio de la Paciencia. Maese Meraggio tiene muchos amigos es ese sitio… A lo peor tu caso se traspapela y no aparece en varios meses. Y a lo mejor tú te quedas metido en una jaula de araña, pensando en la mala acción que hiciste mientras comienzan a caer las lluvias del invierno. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí —sollozó Benjavier—. Oh, dioses, lo siento, lo siento…
—No es conmigo con quien tienes que disculparte. Y ahora, como he dicho, lleváoslo enseguida. Maese Meraggio quiere hablar con él.
Locke encabezó el regreso a las oficinas, con Benjavier que sollozaba, pero sin protestar. Locke entró teatralmente en el recibidor, se cruzó con el guardia de la puerta de servicio, que se había quedado atónito, y dijo con voz tonante:
—Despejad la habitación. Ahora mismo.
Algunos de los camareros francos de servicio pusieron cara de ir a decir algo, pero entonces, descubrir a Benjavier semidesnudo y sujeto con fuerza por los dos guardias les convenció de que algo malo sucedía. Así que salieron corriendo de la habitación.
—Retenedlo aquí —dijo Locke—. Voy a avisar a maese Meraggio; estaremos de vuelta en muy pocos momentos. La habitación tiene que estar sin nadie hasta que regresemos. Que los camareros vayan a descansar a cualquier otro sitio.
—Eh, ¿qué está pasando? —el guardia de la puerta de servicio acababa de meter la cabeza por la puerta del recibidor.
—Si valora en algo su trabajo —amenazó Locke—, mantenga los ojos bien abiertos en el callejón, y no deje entrar a nadie. Meraggio no tardará en llegar y estará de mal humor, así que lo mejor que puede hacer es que no se fije en usted.
—Creo que tiene razón, Laval —dijo uno de los guardias que retenían a Benjavier.
—Uh… claro, claro —y el guardia de la puerta de servicio se esfumó.
—Y en cuanto a ti —dijo Locke, acercándose mucho a Benjavier—, como ya dije, no es nada personal. ¿Puedo darte un consejo? No juegues. No hagas chorradas. A Meraggio no puedes mentirle. Ninguno de nosotros puede, ni siquiera estando inspirados. Así que confiesa. Sé completamente honesto. ¿Me comprendes?
—Sí —dijo Benjavier, sorbiendo por la nariz—, sí, por favor, haré lo que sea…
—No tienes que hacer nada. Pero si quieres que maese Meraggio sea benévolo contigo, o incluso amable, entonces, desembucha de una puta vez, por los dioses, y de corrido. Y no juegues, ¿recuerdas?
—Sí, de acuerdo… lo que sea…
—Regresaré enseguida —dijo Locke y dio media vuelta en dirección a la puerta. Al dejar atrás el recibidor se permitió una sonrisita de satisfacción; había conseguido que los dos guardias se asustaran tanto de él como el camarero. Le extrañaba lo deprisa que unas cuantas baladronadas y disparates podían convertirse en un asomo de autoridad. Se abrió camino entre los pasillos de servicio y las cocinas hasta que llegó a la sala abierta al público.
—¿Puede decirme si maese Meraggio se encuentra en las galerías reservadas a los miembros? —preguntó al primer guardia con el que se cruzó mientras ondeaba el rollo de pergamino (todavía en blanco) como si tuviera que ver con algún asunto crucial.
—Por lo que yo sé —respondió el guardia—, debe de estar en la tercera planta, recogiendo informes.
—Muchas gracias.
Saludando con la cabeza a la pareja de guardias que se encontraba al comienzo de la gran escalera que llevaba a la galería de socios del primer piso, Locke comenzó a subir sus peldaños de hierro pavonado. Aunque le pareciera que su uniforme oscuro le otorgaba las garantías suficientes para poder llegar hasta las galerías, siguió mostrando con ostentación el rollo de pergamino, por si acaso. Escrutó la galería del primer piso y, al no encontrar a quien buscaba, tiró hacia el segundo.
Encontró a Giancana Meraggio en la tercera planta, tal y como le había indicado el guardia. Meraggio observaba fijamente las oficinas de acceso público, aunque con la mirada perdida, mientras escuchaba los comentarios de la pareja de contables que tenía tras él, acerca de unos gráficos grabados en unas tablillas de cera que a Locke no le dijeron nada. No daba la impresión de que Meraggio tuviera ningún guardaespaldas cerca, pues, sin duda, debía de sentirse a salvo dentro de los límites de su reino comercial. Mucho mejor. Locke fue a su encuentro, pero no de frente, para saborear la arrogancia de hacer lo que se disponía a hacer, y se detuvo antes de llegar, para dar tiempo a que Meraggio reparara en él.
Los contables y otros que se encontraban cerca, en la galería de los miembros, comenzaron a hablar entre sí en voz baja; unos segundos después, Meraggio se volvió y descargó todo el poder de su mirada, tan fuerte como la luz de una linterna sorda, sobre Locke. Tan sólo le llevó unos pocos segundos a aquella mirada pasar de la irritación a la sospecha.
—Tú —dijo Meraggio— no trabajas para mí.
—Le traigo saludos del Capa Raza de Camorr —dijo Locke con voz tranquila y respetuosa—. Tengo un asunto muy serio que someter a su atención, maese Meraggio.
El dueño de las oficinas se le quedó mirando, luego se quitó las gafas y las guardó en uno de los bolsillos de su casaca.
—Así que es cierto. Había oído que Barsavi había seguido el camino de todos los seres vivos… y ahora su maestro me envía un lacayo. Cuánta amabilidad. ¿De qué asunto se trata?
—Un asunto que no desentona con los suyos, maese Meraggio. Estoy aquí para salvarle la vida.
Meraggio lanzó un resoplido.
—No creo que mi vida peligre, mi querido e impropiamente vestido amigo. Estamos en mi casa, donde cualquiera de sus guardias le cortará las pelotas con sólo dos palabras que salgan de esta boca. Si yo fuera usted, comenzaría explicando de dónde ha salido ese uniforme.
—Se lo compré —dijo Locke— a uno de sus camareros, un individuo llamado Benjavier. Sabía que era maleable porque formaba parte de una conjura para acabar con la vida de usted.
—¿Ben? Por todos los dioses, maldita sea… ¿qué pruebas tiene de eso que me cuenta?
—Tengo a varios de sus guardias que ahora lo retienen, medio vestido, en la entrada de servicio.
—¿A qué se refiere con eso de que usted tiene a varios de mis guardias? ¿Quién diablos se cree que es?
—Capa Raza me ha dado la orden de salvarle la vida, maese Meraggio. Y es lo que intento hacer. Y, respecto a quién soy yo, es evidente que soy su salvador.
—Mis guardias y mis camareros…
—No son de fiar —comentó Locke con un siseo—. ¿Está usted ciego? No he comprado lo que tengo puesto en un ropavejero; me limité a entrar por la puerta de servicio y a ofrecer unas cuantas coronas, y su hombre, Benjavier, me vendió el uniforme así de fácil —y Locke chasqueó los dedos—. El guardia de la puerta de servicio me dejó pasar por mucho menos… un simple solón. Sus hombres no son de piedra, maese Meraggio; tengo grandes dudas en lo concerniente a su fidelidad.
Meraggio se le quedó mirando, las mejillas cada vez más encendidas; le miraba como si fuera a golpearle. Pero se limitó a toser y a levantar las palmas de las manos hacia arriba.
—Dígame lo que tenga que decirme —dijo Meraggio— y aquí mismo decidiré lo que debo hacer.
—Esos empleados suyos me están apabullando. Despáchelos para disponer de un poco de intimidad.
—No me diga lo que tengo que hacer en mi propia…
—Sí que le diré lo que tiene que hacer, por todos los diablos —masculló Locke—. Soy su maldito guardaespaldas, maese Meraggio. Usted se encuentra en peligro mortal; los minutos cuentan. Ya conoce, al menos, a un camarero comprometido y a un guardia negligente; ¿durante cuánto tiempo más continuará impidiéndome que le mantenga con vida?
—¿Por qué le preocupa tanto mi seguridad a Capa Raza?
—Su bienestar personal no significa nada para él —dijo Locke—. Sin embargo, la seguridad del Meraggio es de capital importancia. Ciertos sectores comerciales de Tal Verrar, que desean que el capital de Camorr vaya a menos, han firmado un contrato de asesinato. Raza lleva cuatro días en el poder, así que si a usted le asesinaran, la ciudad se conmovería hasta sus cimientos. La Araña y toda la ciudad harían trizas a toda la gente de Raza para encontrar respuestas. Simplemente, no puede permitirse que a usted le suceda ningún mal. Tiene que mantener la estabilidad en la ciudad, que es lo mismo que quiere el Duque.
—¿Y cómo se ha enterado su maestro de todo eso?
—Fue un regalo de los dioses —dijo Locke—. Cuando los agentes de mi maestro andaban en pos de cierto asunto, que no tiene que ver nada con el que ahora tratamos, interceptaron unas cartas. Por favor, despida a esos contables.
Meraggio meditó durante unos segundos y luego emitió un gruñido, despidiendo a sus ayudantes con un ademán de la mano no exento de enfado. Ellos retrocedieron con los ojos tan abiertos como platos.
—Alguien muy malvado va por usted —dijo Locke—. Es un trabajo que requiere una ballesta; el asesino es de Lashain. Se supone que sus armas han sido tratadas por un mago de la Liga de Karthain; es endiabladamente resbaladizo y siempre da en el blanco. Pero debe sentirse halagado, porque creo que su minuta es de diez mil coronas.
—Es un asunto difícil de digerir, maese…
—Mi nombre no es importante —dijo Locke—. Acompáñeme al recibidor que está detrás de las cocinas. Podrá hablar con el propio Benjavier.
—¿El recibidor que está detrás de las cocinas? —Meraggio frunció el ceño—. No tengo ningún motivo para pensar que no quiera llevarme hasta allí con intención de hacerme alguna jugarreta.
—Maese Meraggio —dijo Locke—, sigue llevando seda y algodón, no cota de malla. Ya han pasado varios minutos desde que se puso al alcance de mi puñal; si mi maestro deseara su muerte, sus entrañas ya estarían manchando la alfombra. No tiene que agradecérmelo, ni siquiera tengo que caerle bien, pero, por el amor de los dioses, hágame el favor de creer que me han ordenado que le proteja, pues nadie se niega a cumplir las órdenes del Capa de Camorr.
—Hmmm. Es algo a tener en cuenta. Y dígame, ¿ese Capa Raza es tan formidable como lo fue Barsavi?
—Barsavi murió llorando a sus pies —dijo Locke—, Barsavi y todos sus hijos. Saque sus propias conclusiones.
Meraggio volvió a ponerse las gafas encima de la nariz, se arregló la orquídea y se llevó las manos a la espalda.
—Vayamos al recibidor —dijo—. Usted primero.
Tanto Benjavier como los guardias pusieron cara de terror cuando Meraggio entró al asalto en el recibidor, detrás de Locke. Era evidente que estaban más acostumbrados que Locke a los malos humores de su jefe, y que lo que acababan de ver en su rostro tenía que ser algo realmente turbador.
—Benjavier —dijo Meraggio—, Benjavier, me resulta muy difícil de creer. Después de todo lo que he hecho por ti… después de acogerte y de aclarar todo ese asunto con tu antiguo capitán… ¡No tengo palabras!
—Lo siento, maese Meraggio —dijo el camarero, cuyas mejillas estaban más mojadas que un tejado bajo una tormenta—. Lo siento. No creía que tuviera importancia…
—¿Que no creías que tuviera importancia? ¿Es cierto lo que este hombre acaba de contarme?
—¡Oh, dioses, perdonadme! ¡Lo es, es cierto, maese Meraggio! Lo siento, lo siento muchísimo… Por favor, créame…
—¡Silencio, que los dioses te dejen sin luz!
Meraggio se quedó inmóvil y boquiabierto, como si acabara de recibir una bofetada. Miró a su alrededor como si fuera la primera vez que veía el recibidor, como si los guardias vestidos de librea fueran unos seres desconocidos. Parecía a punto de vacilar y de caerse de espaldas, pero se volvió hacia Locke con los puños apretados.
—Cuénteme todo lo que sepa —dijo con un rugido—. Por los dioses, todos los que se encuentren implicados en este asunto acabarán sabiendo hasta dónde llega mi brazo, lo juro.
—Lo primero es lo primero —dijo Locke—. Tiene que sobrevivir a este mediodía. Tiene unos aposentos privados encima de la galería del quinto piso, ¿es correcto?
—Lo es.
—Vayámonos ahora mismo a ellos —dijo Locke—. Arroje a ese pobre bastardo a un sótano; seguro que tiene alguno que sirva. Ya hablará con él cuando se haya terminado este asunto. Por ahora, el tiempo no está de nuestra parte.
Banjavier estalló en sollozos una vez más y Meraggio asintió con cara de disgusto.
—Encerrad a Benjavier en el almacén de las provisiones secas y echad la llave. Vosotros dos quedaos de guardia. Y en cuanto a ti…
El guardia de la puerta de servicio acababa de asomar la cabeza por el rincón. Se puso completamente rojo.
—Si esta tarde vuelve a pasar otra persona sin autorización por esa puerta, aunque sea un niño pequeño, te cortaré las pelotas y las sustituiré por unos carbones ardientes. ¿Está claro?
—Per-fectamente claro, m-maese Meraggio, señor.
Meraggio se volvió y salió de la habitación, y en aquella ocasión fue Locke quien tuvo que correr detrás de él.
Los aposentos privados, y fortificados, de Giancana Meraggio iban a juego con su ropa, pues estaban magníficamente provistos de todo lo que estaba de moda; a aquel hombre le gustaba mucho emplear materias primas y artesanía como adornos básicos.
La puerta reforzada con acero se cerró con un chasquido metálico tras ellos y la maquinaria de Tal Verrar rechinó mientras sus cilindros de seguridad se incrustaban en el marco. Meraggio y Locke estaban solos. La elegante clepsidra en miniatura que descansaba sobre el escritorio laqueado acababa de llenar el depósito que marcaba la una de la tarde.
—Por ahora, maese Meraggio —dijo Locke—, tendrá que quedarse dentro de estos aposentos hasta que hayamos liquidado a nuestro asesino. No es seguro, pero suponemos que atacará entre la una y las cuatro de la tarde.
—Eso me causará problemas —replicó Meraggio—. Tengo asuntos que atender; notarán mi ausencia en la casa.
—No necesariamente —dijo Locke—. ¿No se ha dado cuenta de que tenemos una constitución parecida? ¿Y no ha pensado que, en la sombra de las galerías de los pisos superiores cualquier hombre podría confundirse con otro?
—¿Me… está proponiendo hacerse pasar por mí?
—En las cartas que interceptamos —dijo Locke— encontramos una información que puede jugar mucho a nuestro favor. Al asesino no le han dado una descripción detallada de su persona, sino que le han dicho que habrá de disparar su dardo contra el único hombre de estas oficinas que lleva una orquídea muy grande en la solapa de su casaca. Si yo me vistiera como usted y ocupara el lugar que suele ocupar en la galería, y me pusiera en la solapa una orquídea sujeta con un alfiler… bueno, pues ese dardo volaría hacia mí y no hacia usted.
—Encuentro muy difícil de creer que posea la santidad necesaria para querer ponerse en mi lugar, si es que ese asesino es tan letal como afirma.
—Maese Meraggio —dijo Locke—, le ruego que me perdone por si acaso no me he expresado con suficiente claridad. Si no lo hago por usted, mi maestro me matará. Además, quizá yo esté más acostumbrado al abrazo de la Señora del Largo Silencio de lo que pueda imaginarse. Y, además, está la recompensa que se me ha prometido por llevar este asunto a buen fin… bueno, si usted estuviera metido en mi pellejo, seguro que no le importaba mirar de frente a ese dardo.
—Y, mientras tanto, ¿qué quiere que haga?
—Quedarse tranquilo en estos aposentos —dijo Locke—. Cerrar las puertas a cal y canto. Entretenerse durante estas pocas horas, pues sospecho que la espera no será larga.
—¿Y qué pasará si el asesino dispara su dardo?
—Me da cierto reparo tener que admitir —dijo Locke— que mi maestro dispone de media docena de hombres dentro de estas oficinas. Algunos de sus clientes no son, realmente, clientes, sino los tipos más listos y duros de Capa Raza, acostumbrados a trabajar deprisa y en silencio. Cuando su asesino dispare, se lanzarán sobre él. Y entre ellos y los guardias de usted, no llegará ni a enterarse.
—¿Y si usted no fuera tan rápido como cree? ¿Y si el dardo llegara a su objetivo?
—Entonces habría muerto, usted seguiría vivo y mi maestro estaría satisfecho —dijo Locke—. Los que hacemos este trabajo también cumplimos el juramento que hacemos, maese Meraggio. Yo sirvo a Raza hasta la muerte. ¿No es así como debe ser?
Locke Lamora abandonó los aposentos privados de Meraggio a la una y media, vestido con las mejores ropas (casaca, chaleco y calzas) que jamás se había puesto; todas ellas eran de color azul oscuro, el mismo del cielo antes de la Falsa Luz, y le sentaban muy bien. La camisa de seda blanca era tan fresca al tacto como el agua del río en otoño; estaba sin estrenar, lo mismo que las medias, los zapatos, las corbatas y los guantes. El cabello, echado hacia atrás, se lo había perfumado con aceite de rosas; en el bolsillo guardaba un frasco, junto con la bolsa de tirintos de oro sustraída de uno de los cajones del guardarropa de Meraggio. La orquídea de Meraggio, que llevaba en la solapa derecha sujeta con un alfiler, aún lanzaba al aire su fresca fragancia, tan agradable como el olor a frambuesa.
Los ayudantes de Meraggio habían sido informados de la mascarada, junto con unos cuantos de sus guardias, los mejores. Saludaron con la cabeza a Locke cuando éste salió a pasearse por la galería de la cuarta planta reservada a los miembros, con las gafas de Meraggio puestas. No tardó en comprobar que lo último era un error, porque todo lo que le rodeaba estaba borroso; así que se maldijo a sí mismo por no tener la cabeza donde debía tenerla y las devolvió al bolsillo de la casaca de donde habían salido… las que llevaba cuando se hacía pasar por Fehrwight no tenían graduación, mientras que las de Meraggio sí la tenían, y sólo le servían a él. Un detalle a tener en cuenta.
Con toda naturalidad, como si formara parte de su plan, Locke llegó a las escaleras de hierro pavonado y comenzó a bajar por ellas. A cierta distancia se parecía tanto a Meraggio que nadie lo pondría en duda; pero cuando llegó a la galería pública, aceleró el paso para evitar que le vieran. Y cuando se dispuso a entrar en la cocina, se arrancó la orquídea de la solapa y la guardó en un bolsillo.
A la entrada del almacén de las provisiones secas, mientras se quitaba una mota de polvo con un capirotazo, hizo una señal a los guardias.
—Maese Meraggio los quiere a los dos vigilando la puerta trasera. Échenle una mano a Laval. Que nadie pase por allí, so pena de, uh, los carbones ardientes. Ya oyeron al viejo. Ahora tengo que tratar un asuntillo con Benjavier.
Los guardias se miraron el uno al otro y asintieron; la autoridad que Locke les imponía era tan sólida que, si les hubiera ordenado que se vistieran con ropa interior de señora, hubiese obtenido la misma respuesta de ellos. Era muy posible que, en el pasado, Meraggio hubiera dispuesto de unos cuantos agentes especiales para llevar a buen término sus operaciones; bueno, pues si así había sido, Locke no les iba a la zaga.
Benjavier alzó la vista cuando Locke entró en el almacén y cerró la puerta tras de sí. Una genuina mirada de incomprensión se dibujó en su rostro; estaba tan sorprendido que cuando Locke le lanzó una bolsa de monedas, ésta le dio en un ojo. Benjavier gritó y chocó contra la pared, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—Mierda —dijo Locke—, no quería hacerte daño; deberías esconder esto.
—¿Qué quieres ahora?
—He venido a disculparme. No tengo tiempo para explicártelo; lamento haberte metido en esto, pero tenía motivos para hacerlo; y ahora tengo que resolver ciertos asuntos.
—¿Lamentas haberme metido en esto? —a Benjavier se le quebró la voz; sorbió por la nariz y escupió—. ¿De qué cojones hablas? ¿Qué sucede? ¿Qué cree maese Meraggio que he hecho?
—No tengo tiempo para contártelo. En esa bolsa hay seis coronas, algunas en tirintos, para que las puedas gastar con más facilidad. Tu vida no valdrá una mierda si te quedas en Camorr; sal por las puertas que dan al interior. Ponte la ropa que dejé en la Sombra Acogedora: aquí tienes la llave.
En aquella ocasión, Benjavier cazó la llave al vuelo.
—Y ahora —prosiguió Locke—, nada de más preguntas estúpidas: voy a cogerte de una oreja y llevarte hasta el callejón; y tú harás como si estuvieras cagándote de miedo. Cuando hayamos doblado la esquina y desaparecido de la vista, te dejaré ir. Si en algo amas la vida, saldrás cagando leches hacia la Sombra Acogedora, te vestirás y huirás a toda prisa de la ciudad. Vete a Talisham o a Ashmere; en la bolsa tienes más de un año de salario. Supongo que podrás hacer algo con todo ese dinero.
—No…
—O nos vamos ahora —dijo Locke—, o te dejo aquí dentro para que mueras; el conocimiento de las cosas que están pasando es un lujo que no te puedes permitir. Lo siento.
Momentos después, Locke llegaba al recibidor con el camarero, al que llevaba cogido de una oreja; aquella manera tan particular de llevar a alguien era sobradamente conocida por los guardias y vigilantes de la ciudad. Benjavier hizo un trabajo aceptable al gimotear, sollozar y rogar por su vida; los tres guardias de la puerta de servicio le miraron sin simpatía mientras Locke tiraba de él y ellos se quedaban atrás.
—Estaré de vuelta en tres minutos —explicó Locke—. Maese Meraggio quiere tener unas cuantas palabras con este pobre bastardo, pero en privado.
—Oh, dioses —se lamentó Benjavier—. ¡No le dejéis que se me lleve! ¡Va a golpearme!… ¡Por favor!
Los guardias se rieron al oírle, aunque el que había aceptado el solón de Locke no parecía tan alegre como los otros dos. Locke siguió tirando de Benjavier hasta llegar a la esquina y girar en ella; en cuanto dejaron de ver a los tres guardias, Locke le soltó.
—Vete —dijo—. Corre como si te persiguieran mil demonios. Quizá transcurran veinte minutos antes de que comprendan que se han comportado como unos asnos y manden a buscarte. ¡JODER, NO TE QUEDES AHÍ, LÁRGATE!
Benjavier se le quedó mirando, luego asintió con la cabeza y echó a correr hacia la Sombra Acogedora. Mientras veía cómo se alejaba, Locke jugueteó con una de las puntas de su bigote postizo, luego se dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Aunque el sol derramaba su luz y su calor con la intensidad acostumbrada, y Locke sudaba bajo sus nuevas y elegantes ropas, una sonrisa de satisfacción se insinuó en su rostro.
Se encaminó hacia el norte, hacia el Prado de las Dos Platas; había una tienda de complementos de caballero muy cerca de la entrada sur del parque, así como ciertos alquimistas negros a los que conocía de vista en algunos de los distritos cercanos. Con un poco de disolvente para despegarse el bigote y algún ungüento para devolver sus cabellos a su color natural, volvería a ser nuevamente Lukas Fehrwight, con lo que podría visitar a los Salvara y sacarles algunos miles más de coronas.