El sacerdote gordo de Tal Verrar
Como Locke yacía boca arriba, lo primero que vio cuando se despertó y levantó la mirada fue un mural mugriento y desvaído que alguien había pintado en el enlucido de un techo. El mural representaba a unos hombres y mujeres ataviados con ropa de la época del Trono de Therin que se habían reunido alrededor de un barril de vino, con copas en la mano y sonrisas en sus rostros despreocupados y coloradotes.
—Y aquí le tenemos de nuevo —decía una voz que no le resultaba familiar—, como te dije, exactamente como te dije. La cataplasma le ha salvado; es una excelente medicina para la enervación de los canales corporales.
—¿Y quién diablos es usted? —Locke acababa de descubrir que acababa de despertarse con un temperamento muy poco diplomático—. ¿Y dónde me encuentro?
—Estás a salvo, aunque yo no diría que muy cómodo —Jean Tannen le puso una mano en el hombro y sonrió. Por lo general muy atildado, llevaba varios días sin afeitarse y su rostro se veía desaseado—. Supongo que algunos de los antiguos pacientes del renombrado maese Ibelius no compartirían lo último que te he dicho.
Jean hizo a Locke un par de señas secretas que querían decir: Estamos a salvo, puedes hablar libremente.
—Bah. Jean, tus pequeños arreglos han pagado con creces el trabajo de los últimos días —la voz, que no le era familiar, procedía sin duda de un hombre arrugado con cara de pájaro y piel tan gastada que parecía la de un tapete marrón; sus ojos oscuros y nerviosos miraban a Locke por detrás de los cristales de sus antiparras, los más gruesos que jamás hubiese visto. Vestía una camisa de algodón barata, salpicada con lo que sin duda eran manchas secas de salsa o de sangre, debajo de un chaleco de color amarillo mostaza que no se llevaba desde hacía veinte años. Unos rizos de cabello gris parecían salir en línea recta por detrás de su cabeza para recogerse en una coleta—. He conseguido que tu amigo regrese a las costas de la consciencia.
—¡Oh, Ibelius, por el amor de Perelandro, que no tenía un dardo de ballesta alojado en la cabeza: sólo necesitaba descansar!
—Sus humores cálidos se hallaban muy menguados; los canales de su cuerpo estaban completamente drenados de energía. Se encontraba pálido, insensible, magullado, deshidratado y mal nutrido.
—¿Ibelius? —Locke intentó incorporarse y sólo lo consiguió a medias; Jean le tomó de los hombros y le ayudó a terminar lo que había empezado. La habitación le dio vueltas—. ¿El mismo Ibelius que ejerce como matasanos en el distrito de Agua Roja?
Los «matasanos» venían a ser el equivalente en medicina de los alquimistas negros; sin tener credenciales ni sentarse en el Cónclave de los Físicos, trataban las heridas y enfermedades de la Buena Gente de Camorr. Un físico genuino miraría de soslayo al paciente a quien estaba curando de un hachazo a las dos y media de la madrugada, y luego avisaría a la Guardia de la ciudad. Un matasanos no haría ninguna pregunta siempre que hubiese cobrado su minuta de antemano.
El problema con los matasanos se debía a que había que confiar en sus habilidades y credenciales. Algunos eran realmente físicos (médicos) que habían pasado una mala racha o que habían sido expulsados de la profesión por algún crimen, como la profanación y el robo de tumbas. Otros eran simples improvisadores que aplicaban los años de conocimientos prácticos adquiridos en reyertas de bar y atracos. De éstos, unos cuantos estaban completamente locos o eran unos homicidas, o (y esto último resultaba encantador) ambas cosas.
—Mis colegas del Agua Roja son matasanos —dijo Ibelius con un sorbetón—, yo soy físico. Con estudios universitarios. Su propia recuperación lo certifica.
Locke recorrió la habitación con la mirada; yacía (sin nada encima excepto un taparrabos) en un jergón dispuesto en el rincón de lo que, sin duda, era una de las casas de campo abandonadas del distrito de Lluvia de Ceniza. Una cortina de cañamazo ocultaba la única puerta de la habitación; dos linternas alquímicas de tonos anaranjados la llenaban con su luz. Locke tenía seca la garganta, aún le dolía todo el cuerpo y olía bastante mal, aunque no todo aquel mal olor fuera debido a su falta de aseo. Un extraño residuo traslúcido que le cubría el estómago y el esternón comenzaba a formar escamas. Le dio un capirotazo con los dedos.
—¿Qué es esta porquería que tengo encima del pecho? —preguntó.
—La cataplasma, señor, la cataplasma. La cataplasma de Varagnelli, para ser exactos, aunque no creo que se encuentre familiarizado con la terminología. La empleé para concentrar la energía de los canales de su cuerpo, que estaba a punto de desvanecerse; para confinar el movimiento de sus humores cálidos en la región más apropiada… es decir, su abdomen. No queríamos que se quedara sin fuerzas.
—¿De qué estaba hecha?
—La cataplasma sólo es un excipiente, ya que la esencia de su principio es el resultado de una mezcla de ayudantes del jardinero y de trementina.
—¿Ayudantes del jardinero?
—Lombrices de tierra —dijo Jean—. Quiere decir lombrices de tierra molidas con trementina.
—¿Y tú le dejaste que me pusiera eso encima? —se lamentó Locke, dejándose caer de nuevo en el jergón.
—Sólo se lo puse encima del abdomen, señor, de su muy castigado abdomen.
—El físico es él —dijo Jean—. Yo sólo sirvo para zurrar a la gente, no para hacer que se recupere.
—Bueno, ¿y qué me ocurría?
—Enervación… enervación completa, como pude descubrir —mientras hablaba con Locke, Ibelius le levantó la muñeca izquierda y le tomó el pulso—. Jean me dijo que el Día del Duque, por la tarde, se tomó un emético.
—Sí.
—Y que después no tomó alimentos ni bebida. Que le secuestraron, que le dieron una fuerte paliza y que estuvo a punto de morir ahogado en un barril lleno de orina de caballo… ¡que fantástica ignominia! Y que recibió una profunda herida en el antebrazo izquierdo, una herida que ahora se está cicatrizando perfectamente, pero no a causa de sus penosas experiencias: mantener la actividad en el transcurso de la noche a pesar de sus heridas y de su agotamiento; proseguir con lo que tenía que hacer a la mayor prontitud, sin tomarse un descanso.
—Me suena vagamente familiar.
—Así que, simplemente, se desmayó, señor. En términos legales, su cuerpo revocó el poder que le había dado para que siguiera abusando de él —Ibelius finalizó con una cuchufleta.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Dos días enteros —dijo Jean.
—¿Qué? Por todos los diablos. ¿Y he estado inconsciente todo este tiempo?
—Completamente inconsciente —dijo Jean—. Te vi caer. No estaba ni a treinta metros de ti, acurrucado en un escondrijo. Tardé varios minutos en descubrir por qué aquel viejo mendigo barbudo me sonaba familiar.
—Le he mantenido sedado —dijo Ibelius— por su propio bien.
—¡Maldición!
—Es evidente que hice bien, porque no se hubiera quedado aquí de otro modo. Y eso me permitió administrarle una serie de cataplasmas muy desagradables para reducir la hinchazón y las abrasiones de su rostro. Si hubiera estado despierto, estoy por asegurar que se hubiese quejado del olor.
—¡Aggh! —exclamó Locke—. Dígame si hay algo a mano que pueda beber.
Jean le pasó un pellejo de vino tinto; estaba caliente, agrio y tan aguado que más que tinto parecía clarete, pero Locke se bebió la mitad de su contenido en una rápida sucesión de tragos muy poco elegantes.
—Tenga cuidado, maese Lamora, tenga cuidado —dijo Ibelius—, pues me temo que tiene un conocimiento bastante escaso de sus propias limitaciones. Que se tome la sopa, Jean. Necesita recobrar la fuerza animal antes de que sus humores vuelvan a debilitarse. Está demasiado delgado para su constitución, tanto que poco le falta para quedarse anémico.
Locke devoró la sopa que le ofrecieron (tiburón y patatas hervidas en leche: todo blando, con cuajarones y cocinado desde hacía varias horas, pero, a buen seguro, la cosa más espléndida que jamás se había tomado) y luego se estiró.
—Por los dioses, dos días. No habremos tenido la suerte de que en ese tiempo Capa Raza se cayera por alguna escalera y se rompiera el cuello, ¿verdad?
—Pues no —dijo Jean—. Todavía sigue entre nosotros. Y también su mago mercenario. Ambos han estado muy atareados. Te interesará saber que los Caballeros Bastardos han sido declarados proscritos de modo oficial, y que yo soy el único que se supone aún con vida. Le valdré quinientas coronas al hombre que me lleve ante él, preferiblemente si ya he dejado de respirar.
—Hmmm —dijo Locke—. ¿Puedo preguntarle, maese Ibelius, por qué se tomó las molestias de ponerme encima esas lombrices para que me curara, cuando cualquiera de nosotros dos hubiera sido la llave del favor en metálico de Capa Raza?
—Yo te lo explicaré —dijo Jean—; al parecer había otro Ibelius que trabajaba para Barsavi, era uno de los guardias de la Tumba Flotante. Y uno de sus hombres leales, debo añadir.
—Oh —dijo Locke—, mis condolencias, maese Ibelius. ¿Hermano suyo?
—Era mi hermano pequeño. Pobre idiota. Le dije que se dedicara a otra cosa. Por lo que veo, todos compartimos grandes penas por cortesía de Capa Raza.
—En efecto —dijo Locke—, en efecto, maese Ibelius. Voy a meter a ese cabrón en un agujero y lo voy a cubrir con mierda; y estará más abajo que cualquiera de los hombres a los que asesinaron desde el comienzo de los tiempos.
—Ahhh —dijo Ibelius—, algo parecido comentó Jean. Ése es el motivo de que no le haya cobrado por mis servicios. La verdad, no creo que sus probabilidades sean muy grandes, pero cualquier enemigo de Capa Raza es bienvenido, tanto en lo que se refiere a mis cuidados como a mi discreción.
—Es muy amable —dijo Locke—. Y si, en alguna otra ocasión, debo tener lombrices de tierra y trementina encima del pecho, será un placer que usted… supervise la operación.
—A su servicio, señor —dijo Ibelius.
—Bueno, Jean —dijo Locke—, al parecer, éste es un buen lugar para que se oculten un físico y dos como nosotros. ¿A cuánto asciende nuestro activo?
—A diez coronas, quince solones y cinco cobres —respondió Jean—. El jergón en el que estás echado. El vino y la sopa que te has tomado. Las Dos Hermanas, que, por supuesto, aún siguen en mi poder. Unas cuantas capas, unas botas, tu ropa. Y todo el estuco a medio caer y las paredes rotas que te puedas imaginar.
—¿Y eso es todo?
—Sí, excepto una pequeña cosa —Jean mantuvo en alto la máscara de aleación de plata de uno de los sacerdotes de Aza Guilla—. La ayuda y el consuelo de la Señora del Largo Silencio.
—¿Cómo demonios has conseguido eso?
—Justo después de que te dejara en uno de los extremos del Caldero —dijo Jean—, decidí volver remando al distrito del Templo y hacer algo provechoso.
El fuego que había consumido el interior de la Casa de Perelandro ya estaba apagado cuando Jean Tannen llegó medio vestido a la puerta de servicio de la Casa de Aza Guilla, dos manzanas al noreste del templo que los Caballeros Bastardos llamaban su casa.
Por supuesto que el cristal antiguo y la piedra no podían arder, pero sí lo que se encontraba dentro de la Casa de Perelandro. Debido al cristal antiguo, que reflejaba y concentraba el calor de las llamas, todo lo que había dentro de la madriguera se convirtió en cenizas, y poco le faltó al templo que se encontraba más arriba para que le sucediera lo mismo. Los casacas amarillas de una brigada contra incendios acordonaban el templo, esperando a que el calor y el repugnante humo que olía a muerte dejaran de salir por sus puertas, porque no podían hacer otra cosa.
Jean dio un golpecito en la puerta de madera del templo de la diosa de la muerte, que tenía echado el pestillo, y rezó para que el Guardián Avieso le ayudase a hablar con el acento de Tal Verrar que había practicado tan poco en los últimos meses. Luego se arrodilló delante de ella para parecer más patético.
Minutos después sonó un chasquido y la puerta se abrió unos centímetros. Un iniciado que llevaba unos hábitos negros sin adornos y la máscara de plata más sencilla de la Orden, tan familiar a Jean, se le quedó mirando.
—Me llamo Tavrin Callas —dijo Jean— y requiero vuestra ayuda.
—¿Te estás muriendo? —preguntó el iniciado—. Poco podemos hacer por los que tienen buena salud; si necesitas alimento y socorro, te sugiero la Casa de Perelandro, aunque creo que esta noche… tienen algunas dificultades.
—No me estoy muriendo, y requiero ayuda y socorro. Soy un siervo ordenado de la Dama Más Afable, un iniciado al Quinto Misterio Oculto.
Jean había preparado aquella mentira con sumo cuidado; el cuarto grado de la Orden de Aza Guilla era el sacerdocio. El quinto grado sonaba más real para alguien encargado de llevar asuntos importantes de ciudad en ciudad. Al no atribuirse un grado más alto evitaba hablar con los sacerdotes y sacerdotisas superiores, que podían haber oído hablar de él.
—Me enviaron desde Tal Verrar a Jeresh por asuntos de nuestra Orden, pero unos piratas de Jerem asaltaron mi nave durante el viaje. Me robaron los hábitos, los sellos, la documentación y el Rostro Afligido.
—¿Cómo? —la iniciada, pues era una joven, se agachó para ayudarle a levantarse; como pesaba casi la cuarta parte que él, su esfuerzo resultó cómico—. ¿Se atreven a entrometerse en los asuntos de un enviado de la Señora?
—Los jeremitas no profesan la fe de los Doce, pequeña hermana —dijo Jean mientras se levantaba por sus propios medios—. Se complacen en atormentar a los piadosos. Me encadenaron a un remo durante varios días. Durante la pasada noche, la galera que me había capturado ancló en la bahía de Camorr; a mí me obligaron a vaciar los orinales por la borda, mientras los oficiales desembarcaban para satisfacer sus impulsos más bajos. Vi en el agua las aletas de nuestros Hermanos Negros; recé a la Señora y aproveché la oportunidad.
Los hermanos y hermanas de Aza Guilla no solían informar a los extraños (sobre todo en Camorr) de que creían que la diosa de la muerte amaba a los tiburones; que sus misteriosas idas y venidas y sus súbitos y brutales ataques eran una muestra perfecta de la naturaleza de la Dama Más Afable. Para el clero de la máscara de plata, los tiburones eran un augurio hecho carne; el Alto Prefecto no bromeaba al anunciar a Jean que nadaría de noche en el océano, pues en la Casa de la Revelación se decía que sólo quienes no tenían fe eran atacados en las aguas que se encontraban bajo ella.
—Los Hermanos Negros —dijo la iniciada, cada vez más excitada—, ¿te ayudaron a escapar?
—No debes suponer que me ayudaron —dijo Jean—, pues la Señora no ayuda sino que consiente. Y eso fue lo que sucedió con los Hermanos Negros. Me sumergí en el agua y sentí su presencia a mi alrededor; los sentí nadando bajo mis pies y vi sus aletas cortando la superficie del agua. Mis captores dijeron a gritos que estaba loco, así que cuando vieron a los Hermanos supusieron que no tardarían en devorarme y rieron. Yo también reí… cuando me arrastré por la orilla, incólume.
—Da las gracias a la Señora, hermano.
—Las di, las doy y las daré —dijo Jean—. Ella me ha librado de mis enemigos; ella me ha dado una segunda oportunidad para cumplir mi misión. Te lo ruego, llévame hasta el mayordomo de vuestro templo. Permíteme que me reúna con tu Padre Divino o con tu Madre Divina. Solamente necesito un Rostro y unos hábitos, así como una habitación para pasar unas cuantas noches mientras voy poniendo en orden mis asuntos.
—¿No era ése el nombre que tenías cuando, hace ya tantos años, te hiciste pasar por aprendiz? —dijo Locke.
—Lo era.
—¿Y si envían un mensaje? ¿Y si investigan y descubren que Tavrin Callas, movido por la curiosidad de las cosas divinas, se arrojó desde un acantilado?
—Claro que investigarán —dijo Jean—. Pero les llevará semanas enviar el mensaje y recibir la contestación… y yo no pienso proseguir con esta farsa durante tanto tiempo. Además les resultará divertido porque, cuando descubran, si es que lo descubren, que Callas está supuestamente muerto, proclamarán toda suerte de visiones y milagros. Algo así como una manifestación salida de la tierra de las sombras.
—Un manifestación salida del culo de un excelente mentiroso —dijo Locke—. Bien hecho, Jean.
—Supongo que sé cómo hablar con los sacerdotes de la Muerte. Todos tenemos algún talento oculto.
—Con vuestro permiso —le interrumpió Ibelius—. ¿Es correcto eso que haces? ¿Pavonearte con los hábitos de los sacerdotes de la mismísima diosa de la muerte? ¿Pellizcarle en la nariz a la Dama Más Afable? —Ibelius se llevó las manos a los ojos, luego a los labios y, finalmente, entrelazó los dedos de ambas sobre su corazón.
—Si la Dama Más Afable se siente ofendida por mi pavoneo —dijo Jean—, puede echar mano de una gran gama de posibilidades para dejarme más plano que una hoja de oro.
—Además —intervino Locke—, Jean y yo hicimos los votos al servicio del Benefactor, el Padre de los Pretextos Necesarios. ¿Aprueba al Guardián Avieso, maese Ibelius?
—Mi experiencia me demuestra que jamás resulta dañino el tener a alguien que se preocupe por uno. Quizá no le haya dedicado ninguna vela ni haya entregado monedas para su culto, pero… jamás he hablado groseramente del Benefactor.
—Bien —dijo Locke—, pues nuestro mentor nos dijo en cierta ocasión que los iniciados del Benefactor eran extrañamente inmunes a las consecuencias de hacerse pasar por miembros de las restantes órdenes sacerdotales.
—Diría que tengo la extraña sensación de hallarme de nuevo en casa —añadió Jean—. Además, en las presentes circunstancias, hay que agradecer cualquier disfraz que le venga bien a un hombre de mi talla.
—Ah, ya veo adónde quieres llegar, Jean.
—Parece que la diosa Muerte ha estado últimamente muy atareada —dijo Locke— con más gente, aparte de con nosotros. Jean, ahora me encuentro completamente bien y, maese Ibelius, me siento muy cómodo aquí. Ya no tengo ganas de levantarme… mi pulso era muy bueno la última vez que lo sentí, excepto dentro de mi muñeca. ¿Qué más puedes contarme, Jean?
—La situación es tensa y complicada por culpa de Capa Raza. Ha corrido la voz de que todos hemos muerto, excepto yo, ya sabes el bonito precio que han puesto a mi cabeza. Se supone que nos negamos a jurarle fidelidad a Raza, que intentamos defender a Barsavi y que nos mataron en la refriega. Todos los demás garristas le juraron fidelidad. Y Raza no esperó tres días a que los demás hicieran lo mismo. A los más recalcitrantes les ha rajado el cuello esta misma noche, eran cinco o seis. Ha sucedido hace apenas unas horas.
—Dioses. ¿Cómo te has enterado?
—En parte por Ibelius, que salió a darse un paseo por los alrededores sin que lo vieran. En parte por mi trabajo de sacerdote, ya que me encontraba en la Desolación de Madera cuando llegó un montón de gente en busca de alguien que rezara por sus muertos.
—Entonces Raza tiene a la Buena Gente en el bolsillo.
—Eso creo. Se están amoldando a la nueva situación. Y aunque todos estén dispuestos a desenvainar el cuchillo a la menor oportunidad que se les presente, ya sea el pinchazo de un alfiler o la picadura de un mosquito, Raza les hará entrar en razones. Sigue operando desde la Tumba Flotante, como Barsavi. Y está cumpliendo la mayor parte de las promesas que hizo. La gente no ve la necesidad de discutir si todo sigue igual.
—Y ¿qué hay de nuestro… otro asunto? —Locke hizo la seña que se refería a la Espina de Camorr—. ¿Has oído algo? ¿Ha aparecido alguna, hum, grieta en la fachada?
—No —dijo Jean en voz baja—. Da la impresión de que Raza se limitó a matarnos como a simples ladrones, sin hacer ningún comentario al respecto.
Locke suspiró aliviado.
—Pero han pasado cosas extrañas —prosiguió Jean—. La pasada noche, Raza apresó a media docena de hombres y mujeres de diferentes bandas y distritos. La gente dice que eran agentes de la Araña.
—¿En serio? ¿Crees que lo eran o que se trata de otro de sus retorcidos planes?
—Pienso que podían serlo —dijo Jean—. Cuando Ibelius me dijo sus nombres, estuve meditando bastante sobre este asunto y no encontré nada que los relacionara entre sí. Nada que tuviera un significado especial. Raza les perdonó la vida y los envió al exilio… les dio un día para que pusieran en orden sus asuntos y se marcharan de Camorr.
—Interesante. Me gustaría saber qué significado puede tener.
—Quizá ninguno.
—No estaría mal.
—¡Y luego está el barco infectado, maese Lamora! —dijo Ibelius, muy vehemente—. ¡Un navío singular! Jean no ha tenido tiempo de contárselo.
—¿Un navío infectado, Jean?
—Una nave negra de Emberlain, una nave preciosa y cara. Tan hermosa como el infierno, aunque ya sabes que apenas entiendo nada de barcos —Jean se rascó la barbilla, bastante oscura por la falta de aseo, y prosiguió—: Le ordenaron fondear en la zona reservada a las plagas la misma noche en que Capa Raza le daba a Capa Barsavi sus lecciones de dientes.
—Es una coincidencia… muy interesante.
—¿Tú crees? A los dioses les gusta hacer cosas que parezcan presagios. Se supone que hay veinte o treinta cadáveres a bordo. Pero ahora viene lo más extraño: Capa Raza se ha mostrado caritativo y piensa encargarse del suministro de provisiones.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Sus hombres escoltan los suministros desde que salen de los muelles; ha entregado dinero a la Orden de Sendovani para que compren pan y carne. Llenan el hueco dejado por la Orden de Perelandro desde que sucedió… lo que tú sabes.
—¿Y por qué diablos tienen que escoltar sus hombres los suministros de agua y comida?
—A mí también me extrañó —dijo Jean—. Así que anoche fui a echar un vistazo, investido con mis atributos sacerdotales, como puedes suponer. Y descubrí que lo que les están enviando no sólo es agua y comida.
La madrugada del Día del Trono, veinticuatro horas después del ascenso al poder de Capa Raza, caía la más suave de las lluvias, apenas un cálido y húmedo beso que el cielo le daba a la tierra. Un sacerdote de Aza Guilla más rollizo de lo acostumbrado, cuyos hábitos flotaban al viento, miraba fijamente el barco de la plaga que había fondeado en la bahía de Camorr. Bajo el brillo amarillento de las luces del barco, su máscara relucía con el color del bronce sobredorado.
Una barquichuela decrépita se mecía en las tranquilas aguas que se encontraban a uno de los lados del larguísimo embarcadero que se proyecta desde las Heces; de la barquichuela salía una soga que llegaba hasta el barco de la plaga. La Satisfacción, anclada a una distancia de un tiro de flecha, parecía un esqueleto de extraña factura a causa de las velas que llevaba recogidas. En algunas partes de su puente podían verse las sombras de unos cuantos hombres.
En el embarcadero, un pequeño equipo de estibadores muy atareados descargaban en la barquichuela el contenido de una carreta, bajo la atenta mirada de media docena de hombres y mujeres cubiertos con capotes, evidentemente armados. Sin ningún género de dudas, aquella operación podía ser vista con un catalejo desde cualquiera de los puestos de guardia que rodeaban el Puerto Viejo; pero, aunque la mayoría de dichos puestos estaban llenos de guardias (y lo seguirían estando mientras el barco infectado siguiera en las proximidades), ninguno de ellos se preocupaba por lo que pudiera llegar al barco, sino por lo que pudiera salir de él.
Por otra parte, Jean sentía gran curiosidad por el súbito interés que Capa Raza parecía mostrar por el bienestar de aquellos pobres navegantes llegados de Emberlain.
—Eh, tú, date la vuelta y menea el culo… Oh, os pido perdón, santidad.
Jean se concedió unos momentos para disfrutar del evidente malestar pintado en el rostro de los hombres y mujeres vueltos hacia él, al acercarse al extremo del embarcadero. Aunque eran chicos y muchachas duros, luchadores de verdad, acostumbrados a dar y a recibir dolor, sólo con ver su Rostro Afligido se sintieron tan culpables como unos niños a los que hubieran pillado merodeando muy cerca de un tarro de miel.
No reconoció a ninguno de ellos, lo cual significaba que debían formar parte de la banda personal de Raza. Intentó catalogarlos con una mirada para ver si descubría algo incongruente o inusual que pudiera arrojar alguna luz sobre su procedencia, pero no vio nada. Llevaban encima mucha bisutería, sobre todo pendientes… siete u ocho en cada oreja, como era el caso de una joven. Aquella moda era más náutica que criminal, así que no probaba nada.
—Sólo he venido a pedir —dijo Jean— la intercesión de la Dama Más Afable para esos infortunados que flotan ahí a lo lejos. No os preocupéis por mí; proseguid con vuestro trabajo.
Y Jean subrayó aquellas palabras dándoles la espalda; pero mientras miraba al barco, no perdía detalle de los sonidos que hacían los que trabajaban a su espalda. Gruñidos de esfuerzo al levantar algo que no veía, de pisadas, el crujido de maderas gastadas por la intemperie y por el agua. La carreta estaba llena de pequeñas sacas, cada una de ellas del tamaño de un odre de cuatro litros. Y aunque aquella gente las manejaba con cuidado, al cabo de unos pocos minutos…
—¡Maldición, Mazzik! —una de aquellas sacas acababa de hacer un extraño ruido metálico al golpear el embarcadero. El capataz de los estibadores se retorció las manos y miró a Jean—. Perdón, santidad. Os juramos… uh, os prometemos que todos estos suministros llegarán sanos y salvos al barco de la plaga.
Jean se volvió lentamente para que aquel hombre acusara el efecto dramático de su mirada sin rostro.
—Hacéis una labor muy sufrida. Vuestro señor es muy caritativo al tomar para sí una obligación que, de ordinario, hubiera recaído en la Orden de Perelandro.
—Sí, pero… realmente fue muy malo. Me refiero, uh, a la tragedia.
—La Dama Más Afable cuida su jardín humano según su voluntad —dijo Jean—, recogiendo las flores que desea. No te encolerices con tus subordinados. Es muy natural sentirse desconcertado por la presencia de algo… tan poco corriente.
—Oh, os referís al barco de la plaga —dijo aquel hombre—. Sí, a todos nos da escalofríos.
—Os dejaré para que prosigáis con vuestro trabajo —dijo Jean—. Venid a buscarnos a la Casa de Aza Guilla si, por casualidad, los hombres del barco precisan nuestros servicios.
—Sí… seguro. Gra-gracias, santidad.
Mientras Jean caminaba despacio por el muelle, de regreso a la playa, los estibadores terminaron de cargar la barquichuela y soltaron sus amarras.
—¡Tirad! —exclamó uno de los que se encontraban en el extremo del embarcadero.
La soga se tensó lentamente y entonces, mientras las negras siluetas a bordo de la Satisfacción cumplían rítmicamente su trabajo, la barquichuela comenzó a cruzar el Puerto Viejo y se dirigió hacia la fragata a velocidad constante, dejando una ondulante estela plateada en las oscuras aguas.
Jean se dirigió al norte, hacia las Heces, empleando el digno y mesurado paso de un sacerdote para seguir dándole vueltas a la pregunta que no dejaba de obsesionarle.
¿Qué sentido podía tener el enviar bolsas llenas de monedas a un barco lleno de muertos y de moribundos?
—¿Bolsas llenas de monedas? ¿Estás completamente seguro?
—Eran monedas contantes y sonantes, Locke. Y permíteme que te recuerde que no hace mucho teníamos una cripta entera llena de ellas. Ambos tenemos un oído muy acostumbrado al sonido que hacen las monedas al chocar las unas contra las otras.
—Hum. A menos que al Duque se le haya ocurrido meter coronas en el pan, esas provisiones tienen la misma caridad que mi mal humor.
—Saldré a dar una vuelta para husmear y ver si me entero de algo, Locke.
—Hazlo… Bueno, bueno, ahora tenéis que levantarme de esta cama para que haga algo.
—¡Maese Lamora, no está en condiciones de abandonar el lecho para hacer lo que le venga en gana! —exclamó Ibelius—. ¡Ha sido justamente su manía de cumplir siempre su santa voluntad lo que le ha traído hasta aquí, llevándole a este estado de enervamiento!
—Con el debido respeto, maese Ibelius, ahora que ya estoy despierto tengo que preparar algún plan contra Capa Raza, aunque para ello tenga que arrastrarme por la ciudad con manos y pies. Y esta guerra comenzará aquí mismo.
Se levantó por sus propias fuerzas del jergón e intentó quedarse de pie; una vez más, la cabeza le dio vueltas, las rodillas se le doblaron y cayó al suelo.
—¿Ahí mismo? —comentó Jean—. Parece algo un tanto incómodo.
—Ibelius —refunfuñó Locke—. Esto es intolerable. Tengo que moverme. Necesito recobrar las fuerzas.
—Mi querido maese Lamora —dijo Ibelius, agachándose para ayudarle a levantarse mientras Jean le cogía por el otro lado y entre ambos le devolvían al jergón—. Acaba de enterarse de que lo que usted necesita y lo que su organismo puede soportar son dos cosas completamente diferentes. ¡Si tuviera un solón por cada uno de los pacientes que me han dicho lo mismo que usted, sería rico! «Ibelius, he estado fumando el polvo de Jerem durante veinte años y ahora me sangra la garganta, ¡cúreme!» «Ibelius, he estado bebiendo y peleándome toda la noche, y me han dado una cuchillada en un ojo, ¡devuélvame la vista que tenía en él, maldito!» Aunque no me hubieran dado un solón sino un barón de cobre por cada uno de esos arranques de ira… ¡hubiera podido jubilarme en Lashain y vivir como un señor!
—Poco daño podré hacerle a Capa Raza si sigo mordiendo el polvo de este cuchitril —repuso Locke, nuevamente de mal humor.
—¡Pues entonces descanse, señor mío, descanse, y haga el favor de dejar de fustigarme con su lengua porque el poder de los dioses no aflore por las yemas de mis dedos! —masculló Ibelius, poniéndose colorado—. Descanse y recobre las fuerzas. Y mañana, cuando haya disminuido el peligro de moverse por ahí fuera, le daré más de comer; un buen apetito será señal de que se encuentra mejor. Con comida y descanso, dentro de uno o dos días habrá conseguido un nivel aceptable de vigor. ¡Acaba de caerse al suelo! No espere salir de un agotamiento nervioso dando brincos y riendo. Descanse y tenga paciencia.
Locke suspiró.
—Muy bien. Sólo que… me duele saber que estoy a punto de poner fin al corto reinado de Capa Raza.
—Yo también quiero que usted, maese Lamora, esté pronto a punto —Ibelius se quitó las gafas y las limpió con la camisa—. Si pensara que ahora podría matarle con poco más que las fuerzas de un gatito medio ahogado, yo mismo le metería en una cesta y le llevaría hasta él. Pero no es el caso, y ninguna de las cataplasmas de mis libros de medicina podrá conseguirlo.
—Escucha a maese Ibelius, Locke, y deja la murria a un lado —dijo Jean, dándole una palmadita en el hombro—. Piensa que tendrás la oportunidad de ejercitar la mente. Yo recogeré toda la información que pueda y seré tu hombre fuerte. Prepárame un plan para destripar a ese cabrón y enviarlo al infierno. Por Calo, Galdo y Bicho.
A la noche siguiente Locke ya había recobrado la fuerza suficiente para pasearse por la habitación sin ayuda de nadie. Sentía los músculos como si fueran de gelatina y movía los miembros como si los controlara desde una lejanísima distancia… como a través de mensajes que transmitiera por heliógrafo antes de que se convirtieran en movimientos de las articulaciones y los tendones. Pero no volvió a caerse hacia delante cuando se levantó del jergón y pudo comerse medio kilo de salchichas asadas junto con media hogaza de pan untada con miel, lo primero que se comía desde la sopa de tiburón.
—Maese Ibelius, usted y yo tenemos la misma talla —dijo al físico cuando éste le tomó el pulso, según Locke, por trecemilésima vez—. ¿No tendrá casualmente algo de ropa en buen estado? ¿Con calzas a tono, chaleco y adornos de caballero?
—Ah —dijo Ibelius—, tuve todas esas cosas cuando me vestía a la moda, pero me temo… me temo que Jean no se lo ha contado…
—Ibelius, lo mismo que nosotros, vive aquí —dijo Jean—, doblando la esquina, en otra habitación de esta casa.
—Mis aposentos, desde donde cuidaba de mis asuntos… —Ibelius frunció el ceño y a Locke le dio la impresión de que una niebla muy sutil comenzaba a formarse en los cristales de sus gafas—, ardieron a la mañana siguiente de que Raza se hiciera con el poder. A ninguno de los que teníamos lazos de sangre con los hombres de Barsavi, muertos por ellos, nos animaron, precisamente, a quedarnos en Camorr. Todo lo contrario. Ya han matado a varios de nosotros. Yo aún puedo ir y venir si tengo cuidado, pero… he perdido la mayor parte de los bienes más preciados que tenía. Y a mis pacientes. ¡Y mis libros! He aquí otra razón más para desear fervientemente que a Raza le suceda algo malo.
—Condenación —dijo Locke—. Maese Ibelius, ¿podría dejarme unos minutos a solas con Jean? Tenemos que tratar un asunto… con la mayor discreción y por una buena razón. Le ruego que me perdone.
—No es necesario, señor, no es necesario —Ibelius se levantó de su asiento y se quitó un poco de polvo de yeso de encima del chaleco—. Me ocultaré fuera hasta que sea necesario. El aire de la noche revigorizará la acción de los capilares y devolverá a su punto preciso el equilibrio de mis humores.
En cuanto se hubo marchado, Locke se pasó los dedos por el cabello y gimió al sentirlo grasiento.
—Por los dioses, me daría un baño. Incluso ahora mismo no me importaría quedarme media hora bajo la lluvia. Jean, necesitamos algún recurso más si queremos atacar a Raza. El muy cabrón nos robó cuarenta y cinco mil coronas, y aquí estamos sentados con diez. Hay que reactivar el juego de Don Salvara, aunque me temo que no vaya muy bien, después de llevar tanto tiempo sin preocuparnos por él.
—No lo creo —dijo Jean—, porque el día antes de que recobraras la consciencia me gasté un poco de dinero en papel y tinta. Envié a los Salvara una carta, firmando como Graumann, en la que les notificaba que estabas ocupado con ciertos asuntos delicados y que no podrías verlos durante unos días.
—¿Eso hiciste? —Locke le miró como si fuera un individuo al que van a ajusticiar y que en el último minuto consigue no sólo el perdón sino un saco de oro—. ¿De veras que lo hiciste? Que los dioses bendigan tu corazón, Jean. Te besaría, pero tienes encima tanta mugre como yo.
Locke se movió en círculos por la habitación, muy furioso, o al menos todo lo furioso que se lo permitían las circunstancias, porque aún sufría espasmos y se estremecía. Ocultándose en aquel maldito tugurio, apartado súbitamente de las ventajas que siempre había pensado que serían eternas… sin la madriguera, sin la cripta llena de monedas, sin el guardarropa, sin la caja de maquillaje… sin banda. Raza se lo había quitado todo.
Embalado con las monedas de la cripta había un paquete de documentos y de llaves envuelto en papel encerado. Aquellos documentos tenían que ver con las cuentas abiertas en las oficinas del Meraggio a nombre de Lukas Fehrwight, de Evante Eccari y de las demás identidades falsas que los Caballeros Bastardos habían adoptado a lo largo de los años. Aunque en aquellas cuentas había montones de coronas, sin los documentos no estaban a su alcance. En aquel paquete también se encontraban las llaves de la suite del Bauprés, en el Hogar Vacilante, donde numerosos trajes extra, confeccionados para Lukas Fehrwight, le esperaban cuidadosamente alineados en un armario de madera de cedro, protegidos por una cerradura tan buena que ni siquiera un ladrón que dispusiera del décuplo de la destreza de Locke (que, por otra parte, éste jamás había poseído) podría abrir.
—Maldición —dijo Locke—. No podemos hacer nada. Necesitamos dinero. Podría pedírselo a los Salvara, pero no puedo ir a verlos con esta facha. Necesito ropa de caballero, aceite de rosas, chorreras… Fehrwight tiene que parecerse a Fehrwight. Y no puedo conseguirlo con diez coronas.
Por otra parte, las ropas y accesorios que había llevado encima cuando se hizo pasar por el mercader de Vadran (sin contar las gafas, que simplemente eran de adorno) habían costado cuarenta coronas… una suma que no podría conseguir robando a la gente que iba por la calle… Además, los pocos sastres capaces de proporcionarle las prendas tan peculiares que necesitaba habían convertido sus talleres, situados en las mejores partes de la ciudad, en poco menos que fortalezas, custodiadas no por escuadras de casacas amarillas sino por batallones.
—Hijo de puta —dijo Locke—, qué disgustado estoy. Todo se reduce a lo mismo. Ropa, ropa, ropa. Qué cosa tan ridícula el verse frenado por la ropa.
—Puedes disponer de las diez coronas como mejor te convenga —dijo Jean—. Con las monedas de plata que nos quedan, podremos ir tirando algún tiempo.
—Bueno —dijo Locke—, algo podremos hacer —se echó en el jergón, no sin cierto esfuerzo, y se quedó sentado en él con la barbilla apoyada en ambas manos. Las cejas y la boca se le enarcaron hacia abajo con aquella expresión de concentración tensa que Jean había visto cien veces desde que ambos eran pequeños. Pocos minutos después, Locke suspiró y alzó la mirada hacia Jean.
—Si pudiera levantarme, mañana cogería siete u ocho coronas y me iría a la ciudad.
—¿A la ciudad? ¿Tienes algún plan?
—No —dijo Locke—, ni siquiera un esquema. Ni la más puñetera idea. Pero ¿acaso no comienzan así los planes que luego me salen mejor? Encontraré una salida… algo, y luego, supongo, tendremos que escapar a toda prisa.