Interludio

La Señora del Largo Silencio

1

Jean Tannen entró al servicio de la diosa de la muerte medio año después de que Locke regresara de su estancia entre los sacerdotes de Nara, adonde había ido con las usuales instrucciones de aprender todo lo que pudiera y regresar al cabo de cinco o seis meses. Jean, bajo el nombre de Tavrin Callas, abandonó Camorr y recorrió el sur durante más de una semana hasta llegar al gran templo de Aza Guilla conocido por su sobrenombre de Casa de la Revelación.

A diferencia de las otras once (o doce) órdenes sacerdotales de la religión de Therin, los siervos de Aza Guilla recibían la iniciación en un único lugar. Las tierras altas del sur de Talisham se extendían hasta unos enormes acantilados blancos, a más de cien metros por encima de las olas del Mar de Hierro que se estrellaban contra ellos. La Casa de la Revelación, que miraba al mar, había sido tallada en uno de aquellos acantilados, y aunque su factura recordara a la de los Antiguos, sólo se debía a los hombres, que la habían construido poco a poco y con mucho esfuerzo.

Imaginaos cierto número de galerías, rectangulares y profundas, excavadas en el acantilado y con salida sólo al exterior. Para ir a cualquier parte de la Casa de la Revelación uno tiene que salir fuera y recorrer las pasarelas, las escaleras y los peldaños tallados en la roca sin preocuparse por el tiempo que haga. Y como las barandillas son desconocidas en la Casa de la Revelación, tanto los iniciados como sus profesores se mueven por el exterior, ya sea a plena luz del día o en medio de la oscuridad, llueva o haga un día esplendoroso, sin más barreras entre sus personas y el mar que su confianza en sí mismos y su buena fortuna.

Doce columnas altas y excisas, dispuestas al oeste de la Casa de la Revelación, sostienen en lo alto otras tantas campanas de bronce; aquellos cilindros de roca expuestos al viento, de dos metros de anchura y veintitrés de altura, tienen tallados por detrás pequeños asideros para las manos y los pies. Esto se debe a que, tanto al alba como al anochecer, los iniciados deben subir por ellos y comprobar que cada campana suena doce veces, una por cada uno de los dioses del panteón. Curiosamente, como al carillón siempre le pasa algo, cuando a Jean le tocó subir, la campana que tenía asignada tocó trece veces.

Antes de que Jean llevara un mes en el templo, tres iniciados habían muerto realizando aquel ritual. Dicho número le pareció sorprendentemente bajo, dado que la mayor parte de las tareas religiosas de los nuevos sirvientes de Aza Guilla (por no mencionar la arquitectura de su casa) estaban claramente pensadas para fomentar los encuentros prematuros con la diosa de la muerte.

—Nos encontramos aquí para hablar de los dos aspectos diferentes de la muerte: la muerte como transición y la muerte duradera —decía uno de los profesores, una sacerdotisa muy mayor que llevaba tres galones de plata en el cuello de sus vestiduras negras—. Si la muerte duradera es el reino de la Dama Más Afable, un misterio que no debemos intentar penetrar ni comprender desde este lado del velo de la Señora, la muerte como transición es lo único que puede permitirnos conseguir el máximo conocimiento de su sombría majestad.

»El tiempo que permaneceréis aquí, en la Casa de la Revelación, os acercará en muchas ocasiones a la muerte como transición, y es muy cierto que algunos de vosotros la trascenderéis antes de haber terminado vuestro aprendizaje. Eso puede suceder por la falta de atención, el cansancio, la mala fortuna o, incluso, por la inescrutable voluntad de la Dama Más Afable. Como iniciados de la Señora, quedaréis expuestos a la muerte como transición y a sus consecuencias el resto de vuestros días. Debéis acostumbraros a ello. Es natural para la carne viviente el retroceder espantada ante la presencia de la muerte y ante los pensamientos de muerte. Vuestra disciplina habrá de vencer lo que es natural.

2

Como sucedía en la mayor parte de los templos de la religión de Therin, los iniciados al Primer Misterio Oculto debían aprender gramática, aritmética y retórica para poder acceder a los niveles superiores de conocimiento sin distraer a los iniciados más adelantados. Jean, dada la ventaja que tanto su edad como sus conocimientos le daban sobre los demás iniciados del templo, se contó entre los aspirantes al Segundo Misterio Oculto apenas mes y medio después de su llegada al templo.

—De aquí en adelante —decía el sacerdote que oficiaba la ceremonia— os taparéis el rostro; no tendréis rostro de chico o de chica, de hombre o de mujer. El clero de la Dama Más Afable sólo tiene un rostro, y dicho rostro es inescrutable. No debemos ser considerados como individuos, como miembros masculinos o femeninos. El oficio de los sirvientes de la diosa de la muerte causaría desasosiego si quienes tuvieran que cumplirlo no se encontraran en sintonía con la propia diosa.

El Rostro Afligido era la máscara de plata de la Orden de Aza Guilla; la de los iniciados tenía un tosco parecido con un rostro humano, apenas un bulto por nariz y unos agujeros por ojos y boca. La de los sacerdotes ordenados venía a ser una semiesfera ligeramente ovoide de fina aleación de plata. Cuando Jean se cubrió con el Rostro Afligido, ansioso por seguir atesorando más secretos de la Orden, descubrió que sus tareas apenas habían cambiado desde que el primer mes se convirtiera en uno de los iniciados al Primer Misterio Oculto. Aún seguía llevando mensajes y rollos de pergamino, barriendo suelos y fregando cocinas, y todavía subía a toda prisa por los precarios asideros tallados en la roca que conducían hasta las Campanas de los Doce, con el mar hostil estrellándose muy por debajo y el viento tironeándole de la ropa.

La única diferencia consistía en que ya podía hacer todo aquello oculto bajo la máscara de plata, incluso con la visión periférica parcialmente bloqueada. Poco después de la promoción de Jean, dos iniciados al Segundo Misterio Oculto tuvieron un cálido encuentro con la muerte como transición.

3

—Cada vez más cerca —dijo la sacerdotisa con voz que sonaba amortiguada y lejana—. Cada vez más cerca de la muerte como transición, del mismísimo borde del misterio. Sentid cómo vuestros miembros se vuelven fríos. Sentid cómo vuestros pensamientos se hacen más lentos. Sentid cómo el latido de vuestros corazones parece detenerse. Los humores cálidos comienzan a sedimentarse; el fuego de la vida se apaga.

Les había dado a beber una especie de vino verde, un veneno que Jean no había podido identificar; y los doce iniciados al Segundo Misterio Oculto que asistían a la clase de la mañana estaban postrados en el suelo y se retorcían ligeramente, la máscara de plata mirando fijamente hacia arriba, ya que el cuello no les respondía.

Su instructora apenas les había hablado de los efectos del vino antes de que les ordenara que se lo bebieran; Jean sospechaba que la complacencia de que daban muestra los demás iniciados, a la hora de bailar alegremente al borde de la muerte como transición, era más teoría que realidad.

Por supuesto que me acercaré a quien sabe todas las cosas, dijo para sí, maravillándose de lo dormidas y lejanas que sentía sus piernas. Guardián Avieso… este clero está loco. Dame fuerzas para seguir vivo y regresar al lado de los Caballeros Bastardos… donde la vida sí tiene sentido.

Lo cierto era que vivía en una bodega de paredes de cristal antiguo que se encontraba bajo un templo ruinoso, pretendiendo ser uno de los sacerdotes de Perelandro mientras recibía las lecciones sobre el manejo de las armas que le daba el maestro de armas del propio Duque. Era muy posible que estuviera un poco borracho o que le estuviera haciendo efecto alguna droga, pensó Jean, un tanto divertido.

Daba la impresión de que el sonido reverberaba en el techo, por otra parte bastante bajo, de la sala de estudios; la sacerdotisa se dio la vuelta lentamente. Aunque el Rostro Afligido ocultase su auténtico rostro, la drogada mente de Jean le aseguraba que no le quitaba el ojo de encima.

—¿Alguna inspiración, Tavrin?

Otra vez le entró la risa al pensar que ni siquiera podía inspirarse a sí mismo. Era como si el veneno estuviese eliminando, sin que aquello le importase un pito, todas las inhibiciones que, para que no le descubrieran, se había impuesto a sí mismo al entrar en aquel templo.

—Vi cómo morían mis padres, quemados vivos —dijo—. Vi cómo morían mis gatos, quemados vivos. ¿Sabes el ruido que hace un gato al arder? —otra risita estúpida; estuvo a punto de morderse la lengua al comprobar, sorprendido, que las palabras se le escapaban de la boca—. Me quedé mirando y no hice nada. ¿Sabes dónde hay que apuñalar a un hombre para matarlo al momento o para que muera un minuto o dos horas más tarde? Yo sí —y se hubiera retorcido de risa si hubiese sido capaz de moverse; así que lo único que pudo hacer fue estremecerse y retorcer los dedos de sus manos—. ¿Una muerte lenta? ¿Dos o tres días de dolor? También puedo darla. ¡Ja! ¿La muerte como transición? ¡Pero si somos viejos conocidos!

La máscara de la sacerdotisa le miró fijamente, y así siguió durante varios segundos que a Jean le parecieron eternos a causa de la droga.

¡Oh, dioses! ¡Qué mierda! ¡Ahora sí que la he fastidiado!, pensó entonces Jean.

—Tavrin —dijo la sacerdotisa—, cuando se te hayan pasado los efectos del vino esmeralda, quédate aquí. El Alto Prefecto querrá hablar contigo.

El resto de la mañana lo pasó Jean con una mezcla de miedo y de diversión; aún le daban los ataques de risa, seguidos después por náuseas como de resaca. Demasiado para una sesión seguida de trabajo. Tengo que volver a poner cara de bueno.

Aquella noche, apenas se lo podía creer, se le confirmó su promoción al Tercer Misterio Oculto de Aza Guilla.

—Sabía que podíamos esperar algo excepcional de ti, Callas —dijo el Alto Prefecto, un viejo encorvado con voz resollante, al menos bajo la máscara—. Antes fueron la extraordinaria diligencia que mostraste en los estudios de las cosas mundanas y tu rápido dominio de los rituales exotéricos. Y ahora una visión… una visión en el transcurso de tu primera Congoja. ¡Estás marcado! ¡Marcado! Un huérfano que contempló la muerte de sus padres… Estabas predestinado a servir a la Dama Más Afable.

—¿Y cuáles, ah, son las tareas adicionales de un iniciado al Tercer Misterio Oculto?

—Pues la Congoja —dijo el Alto Prefecto—. Un mes de Congoja, un mes para explorar la muerte como transición. Volverás a tomar el vino esmeralda y luego experimentarás otras maneras de aproximarte al abrupto momento en que la Señora te abrace. Penderás de colgaduras de seda hasta que estés a punto de morir. Serás desangrado. Cogerás serpientes y nadarás por la noche en el océano, donde moran muchos servidores de la Señora. Te envidio, pequeño hermano. Te envidio, porque acabas de nacer a nuestros misterios.

Jean huyó de la Casa de la Revelación aquella misma noche.

Metió en un saco sus escasas pertenencias y saqueó la cocina en busca de alimentos. Antes de entrar en la Casa de la Revelación había enterrado una pequeña bolsa de monedas bajo un lugar reconocible que se hallaba a kilómetro y medio de los arrecifes, cerca del pueblo llamado Alivio del Dolor, que abastecía al templo del acantilado de las cosas materiales que precisaba. El dinero le bastaría y sobraría para llegar hasta Camorr.

Garrapateó una nota y la dejó encima del jergón de la solitaria celda que, debido a su nuevo rango, acababan de asignarle. Así decía:

«Muy agradecido por la oportunidad, pero no puedo esperar. He decidido buscar el estado de la muerte duradera; no puedo contentarme con los misterios menores de la muerte como transición. La señora me llama.

Tavrin Callas»

Escaló por última vez los peldaños tallados en la roca, mientras las olas se estrellaban más abajo, en la negrura; el suave resplandor rojo de las lámparas alquímicas, diseñadas para ver incluso en medio de la tormenta, le guió hasta más arriba de la Casa de la Revelación y desde allí hasta la cumbre de los acantilados, donde se desvaneció en la noche.

4

—Diantre —dijo Galdo, cuando Jean hubo terminado de referir lo sucedido—. No sabes lo que me alegra que me enviara a la Orden de Sendovani.

La noche en que volvió Jean, el padre Cadenas le interrogó en profundidad respecto a las experiencias que había tenido en la Casa de la Revelación y luego se llevó consigo a los cuatro al tejado, con sendas jarras de cerámica llenas con la tibia cerveza negra de Camorr. Y allí se sentaron bajo las estrellas y las dispersas nubes plateadas, degustando la cerveza con ostensible despreocupación. Saboreaban la ilusión de ser hombres que se reunieran en aquel sitio por su propia voluntad para pasar las largas horas nocturnas que aún les quedaban.

—Es cierto —dijo Calo—; en la Orden de Gandolo, cada dos semanas nos daban pastas y cerveza negra, y una moneda de cobre el Día Ocioso, para gastárnosla como quisiéramos. Ya sabéis, a la salud del Señor de la Moneda y del Comercio.

—Yo estoy particularmente contento de que pertenezcamos a la Orden del Benefactor —dijo Locke—, puesto que nuestras principales obligaciones consisten en sentarnos aquí y dar a entender que el Benefactor no existe… siempre, claro, que no estemos robando algo.

—Muy bien dicho —apuntó Galdo—, el sacerdocio de la Muerte es para imbéciles.

—Jean, ¿jamás te preguntaste si tenían razón? —Calo tomó un sorbo de cerveza y añadió—: ¿Que realmente estuvieras predestinado por el Hado para servir a la Dama Más Afable?

—Lo estuve pensando mientras regresaba a Camorr —dijo Jean—. Y creo que tenían razón. Aunque quizá no por lo que ellos pensaban.

—¿A qué te refieres? —preguntaron al unísono los Sanza, como era usual cuando algo les picaba la curiosidad al mismo tiempo.

A modo de contestación, Jean se levantó la ropa por detrás y extrajo un hacha que le había regalado Maranzalla. Sencilla y sin adornos, estaba perfectamente equilibrada y era muy fácil de empuñar por cualquiera que aún no hubiera llegado a convertirse en hombre. Jean la dejó encima de las piedras del tejado y sonrió.

—Oh —dijeron al unísono Calo y Galdo.