En la corte de Capa Raza
Por haber dispuesto Locke del bote de una manera tan liberal, tuvieron que robar otro. Cualquier otra noche se hubiera reído a gusto por aquel disparate.
Y pensó que también lo hubieran hecho Bicho, Calo y Galdo.
Locke y Jean se dirigieron hacia el sur, entre el Estrecho y la Mara Camorazza, encorvados bajo unas viejas capas que habían encontrado tiradas en el guardarropa y apartados del resto de la ciudad a causa de la bruma que los envolvía. Las tenues luces que chispeaban en la distancia y las voces apagadas que llegaban a sus oídos le parecieron a Locke los artefactos de una vida tan extraña como ajena, abandonada hacía mucho, y no los elementos de la ciudad donde vivía desde que podía recordar.
—He sido tan necio —murmuró. Estaba echado encima de la borda y la cabeza le daba vueltas al sentir los calambres que le subían desde lo más hondo de su castigado estómago.
—Si vuelves a repetirlo sólo una vez más —dijo Jean—, te arrojaré al agua y te pasaré la quilla por encima de la cabeza.
—Tenía que haber permitido que nos fuéramos.
—Es posible —dijo Jean—, pero también es posible, hermano, que no todas las desgracias que nos abruman sean consecuencia directa de tu decisión. Es posible que hubieran sucedido, hiciéramos lo que hiciésemos. Es posible que, si hubiéramos huido, ese mago mercenario nos hubiera dado caza en la carretera y hubiese dispersado nuestros huesos entre Camorr y Talisham.
—Y, no obstante…
—Seguimos con vida —dijo Jean con mucho aplomo—. Seguimos con vida y podremos vengarlos. Al hombre del Rey Gris que dejamos en la madriguera le hiciste lo que había que hacer. Las preguntas que ahora debemos hacernos son éstas: ¿Por qué? ¿Qué pasará ahora? Y dejar de comportarte como si respiraras los vapores de la piedra fantasma. Necesito todo tu ingenio, Locke. Necesito a la Espina de Camorr.
—Pues avísame cuando lo encuentres. Es un estúpido cuento de hadas.
—Se sienta en este bote, a mi lado. Y, si no eres la Espina, tendrás que serlo. Sólo la Espina puede vencer al Rey Gris. Yo no puedo hacerlo solo. Lo sé. ¿Por qué nos ha hecho esto el Rey Gris? ¿Qué beneficios le ha reportado? ¡Piensa, maldita sea!
—Es pensar demasiado —dijo Locke. Su voz recobró algo de vigor cuando comenzó a hacer suposiciones—. Afinemos la pregunta y pensemos en los recursos de que dispone. Hemos visto a uno de los suyos en el templo. Yo vi a otro cuando me secuestró la primera vez. Así que sabemos que, al menos, dispone de dos hombres, sin contar al mago de la Liga.
—¿No querría impresionarte para que te convirtieras en uno de sus agentes infiltrados?
—No —Locke juntó las manos—. No, todo lo que ha hecho me parece tan complicado como un reloj de Tal Verrar.
—Pero sólo mandó un hombre a la madriguera.
—Sí… los Sanza ya estaban muertos; se suponía que yo también lo estaba y que tú ibas a ser presa de lo que había dejado para ti el mago mercenario; así que sólo había que reservar un dardo de ballesta para Bicho y asunto terminado. Rápida y cruelmente.
—Pero ¿por qué no envió a dos hombres? ¿O a tres? ¿Por qué no asegurarse absolutamente del resultado? —Jean dio unos pequeños impulsos para vencer la corriente y seguir hacia delante—. No puedo creer que se volviera descuidado de repente, justo cuando sus planes estaban a punto de tener éxito.
—Quizá —dijo Locke—, quizá necesitara al resto de los suyos en algún otro sitio con mucha urgencia. Quizá sólo podía prescindir de uno —Locke jadeó y golpeó la palma de su mano izquierda con la derecha, que acababa de cerrar en un puño—. Quizá, después de todo, porque no éramos la meta final de su plan.
—¿Y cuál era entonces?
—No cuál, sino quién. ¿A quién ha estado atacando todos estos meses? Jean, si Barsavi cree que el Rey Gris ha muerto, ¿qué crees que hará esta noche?
—Dará… una fiesta. Lo mismo que suele hacer el Día de los Cambios. Lo celebrará.
—En la Tumba Flotante —dijo Locke—. Dejará sin vigilar todos los accesos, llevará toneles… ¡por los dioses!, reales esta vez. Convocará a toda su corte. A toda la Buena Gente, todos borrachos como cubas por todos los arrecifes y los muelles de la Desolación de Madera. Igual que en los viejos tiempos.
—Entonces, ¿el Rey Gris fingió su propia muerte para obligar a Barsavi a dar una fiesta?
—No se trata de que se distraiga con la fiesta —dijo Locke—, sino de la gente. De toda la Buena Gente. ¡Eso es, por los dioses, es eso! Esta noche Barsavi aparecerá delante de los suyos por primera vez en muchos meses. ¿No lo comprendes? Delante de todas las bandas, y los garristas verán todo lo que suceda.
—¿Y eso qué importancia tiene para el Rey Gris?
—El maldito cabrón siente debilidad por lo dramático. Barsavi está con la mierda hasta el cuello. Rema Jean, llévame hasta el Caldero. Puedo cruzar la Desolación por mi propio pie. Tengo que llegar cuanto antes a la Tumba Flotante.
—¿Has perdido la cabeza? Si el Rey Gris y sus hombres todavía siguen merodeando por ahí, te matarán, tenlo por seguro. Y Barsavi hará lo mismo, pues se supone que estabas a punto de morir de un flujo estomacal. ¡Morirás de la peor manera!
—No verán a Locke Lamora —dijo Locke, manoseando algunos de los artículos que había conseguido salvar de la caja del maquillaje. Se puso una barba postiza encima de la barbilla e hizo una mueca que envió oleadas de dolor a su mandíbula—. Aún tendré los cabellos grises durante unos días, pues el ungüento que anulaba su efecto arde mientras hablamos. Me tiznaré con un poco de hollín y me pondré la capucha, convirtiéndome en otro don nadie demacrado con la cara llena de cardenales que quiere tomarse unos vinos a cuenta del Capa.
—Deberías descansar; ya has estado a punto de perder tu cochina vida. Eres un completo desastre. Y no creo que tengas que salir corriendo en este mismo instante.
—Tengo dolores en sitios que ni siquiera sabía que tenía —dijo Locke, aplicándose con los dedos una pasta adhesiva en la barbilla—. Pero no puedes ayudarme. Éstos son los únicos aditamentos de maquillaje que nos quedan; no tenemos dinero, ni ropa, ni templo, ni amigos. Y sólo dispones de unas pocas horas, a lo más, para encontrar algún escondrijo donde guarecernos antes de que el Rey Gris eche de menos a uno de sus hombres.
—Pero aún…
—Abulto la mitad que tú, Jean. Esta vez no puedes hacer nada por mí. Puedo ir sin que me vean; tú serás inconfundible en cuanto salga la luz del sol. Te sugiero que te agencies un cuchitril en el distrito de Lluvia de Ceniza, lo limpies de ratas y dejes por los alrededores unos cuantos de nuestros signos secretos. Sólo tienes que garrapatear alguno con hollín en las paredes. Yo te encontraré cuando haya acabado.
—Pero…
—Jean, buscabas a la Espina de Camorr. Pues ya la tienes —Locke colocó la barba postiza encima de su barbilla e hizo presión sobre ella hasta que la pasta adhesiva dejó de abrasarle, y luego esperó a que se secara—. Acércame hasta el Caldero y déjame allí. Va a ocurrir algo en la Tumba Flotante y tengo que ver qué es. Todo lo que ese bastardo nos ha hecho tendrá su desarrollo lógico en las próximas horas… si es que no lo está teniendo ya.
Hubiera podido decirse, y ello hubiese sido absolutamente cierto, que Vencarlo Barsavi se había excedido a sí mismo en las celebraciones de la victoria lograda contra el asesino de su hija.
La Tumba Flotante estaba abierta a todos; aunque los centinelas seguían en sus puestos, se notaba una agradable falta de disciplina. Unas enormes linternas alquímicas, dispuestas bajo los toldos de seda que cubrían el puente superior del galeón varado, iluminaban como faros en la niebla la Desolación de Madera dominada por el cielo oscurecido.
Como habían despachado corredores al Último Error en busca de comida y alimento, la taberna no tardó en quedarse sin provisiones, tanto en lo concerniente a sus barriles como a sus parroquianos. Ebrios o sobrios, unidos por la curiosidad y la expectación, formaban una fila que se dirigía hacia la Desolación de Madera.
Los centinelas del muelle los observaron sin poder hacer nada más; hombres y mujeres armados de manera más que evidente pasaron ante ellos sin sufrir más que un registro precipitado. Colorado por la victoria, el Capa había decidido mostrar su magnanimidad de varias maneras. Aquello beneficiaba a Locke; con la capucha por encima, la barba postiza y completamente tiznado el rostro, se coló en medio de una muchedumbre de degolladores del Caldero que se abría paso por la pasarela hacia el galeón de Barsavi, iluminado como las galeras de recreo citadas en los cuentos fantásticos de los bajás del Mar de Bronce.
La Tumba Flotante estaba atestada de hombres y mujeres; Capa Barsavi se sentaba en su silla de respaldo alto, rodeado por sus íntimos: sus hijos, tan colorados como él, que no dejaban de gritar; los más poderosos de sus garristas que habían sobrevivido; las silenciosas y siempre en guardia gemelas Berangias. Locke tuvo que apretujarse, dar empellones y maldecir para poder llegar al corazón de la fortaleza; se encajonó en uno de los rincones que estaban cerca de la puerta principal de la sala de baile y desde allí se puso a vigilar, dolorido e incómodo, aunque bastante contento por haber conseguido un buen observatorio.
Los miradores seguían vomitando tipos duros de todas las bandas de Camorr… las disputas parecían crecer minuto a minuto. El calor era increíble, lo mismo que los olores; Locke sintió como si los olores le apretasen contra la pared. Lana húmeda y algodón sudado, vino y aliento a vino, aceites para el pelo y cuero curtido.
Cuando era, precisamente, la una de la madrugada, Barsavi se levantó bruscamente de su asiento e hizo una señal con la mano.
La expectación corrió como una ola; la Buena Gente se daba codazos para guardar silencio y señalaba al Capa. En menos de un minuto, los caóticos ecos de la fiesta se convirtieron en débiles murmullos. Barsavi asintió en señal de agradecimiento.
—Espero que estéis disfrutando.
Hubo entonces un estallido general de vítores, aplausos y pataleos. Locke se preguntó si realmente se encontraba en un barco. Y tuvo la precaución de aplaudir con la muchedumbre.
—¿No es maravilloso ver que las nubes se han disipado por completo?
Otra ovación. Locke se rascó la barba provisional, mojada para entonces de sudor. Acababa de sentir una punzada en el estómago, precisamente en el mismo sitio en que uno de los hijos de Barsavi le había dedicado un puñetazo. El calor y los olores comenzaban a producirle un cosquilleo extraño por detrás de la garganta, como si fuera a vomitar. Ya había tenido más que suficiente de aquella sensación para el resto de su vida. Muy incómodo por ella, tosió, cubriéndose el rostro con las manos, y rezó para que las fuerzas le acompañasen unas pocas horas más.
Una de las hermanas Berangias se acercó al Capa, sus pulseras de dientes de tiburón brillando bajo la luz de los candelabros de la sala, y le dijo algo al oído. Él la escuchó atentamente durante unos segundos y después sonrió.
—Cheryn —exclamó— me propone que les permita a ella y a su hermana que nos entretengan. ¿Qué os parece?
Los vítores de respuesta fueron el doble de estruendosos (y el doble de genuinos, pensó Locke) que los anteriores. Las paredes de madera retumbaron al acusar su impacto; Locke retrocedió acobardado.
—¡Entonces tendremos un Espectáculo de los Dientes!
Los siguientes minutos fueron un caos; docenas de hombres de Barsavi hicieron retroceder a los bulliciosos para despejar un área cuadrada en el centro del suelo de unos diez metros de lado. La gente alborotada subió por las escaleras y ocupó los miradores hasta que éstos crujieron bajo su peso; habían practicado unos agujeros en el techo para que quienes se encontraban en el puente superior pudieran mirar por ellos y observar lo que pasaba más abajo. A Locke lo apabullaron contra el rincón con más fuerza.
Unos hombres provistos de pértigas rematadas en un gancho corrieron con ellas unos paneles de madera del suelo, revelando las negras aguas de la bahía de Camorr; un estremecimiento de anticipación y de alarma recorrió la muchedumbre ante el simple pensamiento de lo que podía estar rondando más abajo. En primer lugar, los espíritus inquietos de ocho Coronas Enteras, pensó Locke.
Cuando hubieron corrido los últimos paneles del centro de la abertura, casi todos los allí presentes pudieron ver los pequeños soportes sobre los que descansaban las plataformas, no más anchos que una palma. Se encontraban a una distancia de metro y medio unos de otros. El espacio que Barsavi se reservaba para su propio Espectáculo de los Dientes; un desafío para cualquier contrarequialla, incluso para dos tan experimentadas como las hermanas Berangias.
Cheryn y Raiza, viejas en el oficio de cautivar a las multitudes, comenzaron a despojarse de sus jubones de cuero, brazales y collares. Lo hicieron con parsimonia, mientras los súbditos del Capa mostraban su aprobación con aullidos, copas y vasos en alto y, en algún momento, alguna que otra proposición deshonesta.
Anjais salió corriendo con un pequeño envoltorio de polvo alquímico en las manos que arrojó al agua, para luego dar, prudentemente, un paso atrás. Era la «citación», una potente mezcla de sustancias capaces de enfadar al tiburón y de mantenerlo en dicho estado durante todo el tiempo que durase la contienda. Aunque la sangre también podía atraer y encolerizar a un tiburón, la citación le hacía sentir el ansia de atacar… de saltar, de dar vueltas y de destrozar a las mujeres que saltaban de un lado para otro sobre aquellas plataformas tan pequeñas.
Las hermanas Berangias se acercaron al borde de la piscina artificial llevando en sus manos las armas tradicionales: las hachas terminadas en pico y las jabalinas cortas. Anjais y Pachero se situaron detrás de ellas, justo a su izquierda; el Capa seguía sentado en su silla, aplaudiendo y haciendo muecas.
Una aleta negra rompió la superficie de la piscina; resonó un látigo y entonces la muchedumbre se sintió electrizada. Locke pudo apreciarlo en su persona… una mezcla de lascivia y de terror, una sensación profundamente animal. Aunque los espectadores se habían apartado dos metros de los bordes de la piscina, algunos de los que se encontraban en las primeras filas aún seguían nerviosos, y unos cuantos intentaban abrirse camino entre la muchedumbre para poner suelo por medio, entre la complacencia y la irrisión de quienes los rodeaban.
En realidad, aquel tiburón no debía de medir más de metro y setenta o dos metros; algunos de los que intervenían en la Fiesta Cambiante alcanzaban el doble de tamaño. Pero uno de aquellos peces podía mutilar al saltar y, si conseguía arrastrar hasta el agua a alguien, poco importaba su tamaño en tan desigual situación.
Las hermanas Berangias alzaron en alto los brazos y luego se volvieron al unísono hacia el Capa. La hermana de la derecha (¿Rayza? ¿Cheryn?, lo cierto era que Locke jamás había conseguido diferenciarlas; al pensar en aquello sintió gran pesar por los Sanza) le hizo una seña. Acostumbrado a jugar con las masas, Barsavi levantó ambas manos y miró en derredor a su corte; cuando le vitorearon se acercó a las dos mujeres, parándose entre ambas, y cada una de ellas le dio un beso en la mejilla.
El agua acababa de agitarse justo delante de los tres; una sombra negra y tersa pasó junto al borde de la piscina y luego se sumergió en las profundidades sin luz. Locke pudo sentir que quinientos corazones detenían sus latidos y que quinientas gargantas contenían la respiración; era como si tuviera problemas para concentrarse, porque apreciaba los detalles de cada momento como si se congelasen ante su vista, desde la sonrisa vehemente del rostro redondo y colorado de Barsavi hasta las ondulaciones de los reflejos sobre el agua producidos por la luz de los candelabros.
—¡Camorr! —exclamó la gemela que se encontraba a la derecha del Capa. Y de nuevo murió el ruido del gentío, como si hubieran rajado con un cuchillo la tráquea gigante por donde salía. Quinientos pares de ojos estaban fijos en el Capa y sus guardaespaldas.
—Dedicamos esta muerte —prosiguió la joven— al Capa Vencarlo Barsavi, ¡nuestro señor y patrón!
—Que bien se lo merece —dijo su hermana.
Entonces el tiburón saltó del agua con una explosión, justo delante de ellos, una cosa diabólica y de negrura tersa, de negros ojos sin párpados y blancos dientes en sus enormes fauces; un surtidor de agua de tres metros brotó de la superficie junto con él; y en mitad del aire hizo una contorsión y se impulsó hacia delante, cayendo… directamente hacia Capa Barsavi.
Barsavi levantó los brazos para protegerse; las abiertas fauces del tiburón quedaron enfrente de uno de ellos. El más que musculoso cuerpo del pez golpeó sonoramente el suelo de madera y se llevó a Barsavi. Aquellas mandíbulas implacables se cerraron con fuerza, y el Capa gritó cuando la sangre comenzó a brotar a borbotones de su costado derecho, yendo y viniendo de un lado para otro a medida que el tiburón movía su chato morro.
Sus hijos corrieron precipitadamente en su ayuda. La gemela de la derecha miró al tiburón, adoptó una postura de combate, levantó la reluciente hacha y la lanzó, cargando en el golpe toda la fuerza de su torso.
La hoja hendió la cabeza de Pachero Barsavi justo encima de su oreja izquierda; las gafas de aquel hombre tan alto salieron volando mientras titubeaba y caía hacia delante, el cráneo partido, muerto antes de que sus rodillas tocaran el suelo.
La muchedumbre gritó y se agitó, mientras Locke pedía al Benefactor que le mantuviese con vida el tiempo suficiente para comprender el sentido de lo que aún tenía que suceder.
Anjais se quedó boquiabierto mirando a su padre que se debatía y a su hermano que acababa de caer. Pero antes de que pudiera articular una sola palabra, la otra Berangias se acercó a él por detrás, lo suficiente para aprisionar su barbilla con el asta de la jabalina y, acto seguido, clavarle ésta por detrás en la nuca. Anjais escupió sangre y cayó hacia delante para quedarse inmóvil.
El tiburón se retorcía mientras tiraba del brazo derecho del Capa, que gritaba y le golpeaba en el morro con la mano izquierda, en carne viva por la piel abrasiva de la criatura. Con un tirón final, que fue espantoso de ver, el tiburón le arrancó el brazo de cuajo y se deslizó hacia el agua, dejando en el suelo de madera un gran reguero de sangre a su paso. Barsavi se dio la vuelta, salpicando sangre del muñón de su brazo, y se quedó mirando los cadáveres de sus hijos, dominado por un terror cuyo origen no podía comprender. Intentó ponerse en pie.
Una de las hermanas Berangias le dio una patada para que siguiera en el suelo.
Entonces todo fue confusión entre los que se encontraban delante del Capa caído; unos cuantos Manos Rojas saltaron hacia donde se encontraba, las armas en la mano, lanzando incoherencias a las hermanas Berangia. Lo que sucedió después fue un misterio tan violento como borroso para Locke; lo cierto es que las semidesnudas hermanas Berangias trataron a la media docena de hombres armados que se enfrentaron a ellas con una brutalidad que ya hubiera querido para sí el tiburón. Las jabalinas volaron, las hachas giraron, las gargantas se abrieron y la sangre se derramó por doquier. El último Mano Roja caía desmadejado al suelo, el rostro convertido en una ruina escarlata llena de heridas, quizá cinco segundos después de que el primero de su banda atacase a las hermanas.
Entonces la lucha llegó a los miradores. Locke divisó a unos hombres que se abrían camino entre la muchedumbre, unos hombres ataviados con pesados capotes encerados y armados con ballestas y cuchillos largos. Algunos de los guardias de Barsavi se apartaron y no hicieron nada, otros intentaron huir, otros fueron emboscados por los asaltantes cubiertos con capotes y muertos al instante. Las cuerdas de las ballestas cantaron; los dardos zumbaron en el aire. A la izquierda de Locke resonó un golpe seco; los grandes batientes de la puerta de la sala de baile se cerraron de golpe, al parecer por sí mismos, y los mecanismos de su interior giraron y se detuvieron con un ruido seco. La muchedumbre intentó abrirlos en vano.
Uno de los hombres de Barsavi se abrió paso en medio de la asustada muchedumbre, empujando a la Buena Gente, y apuntó con una ballesta a las hermanas Berangias, que permanecían al lado del Capa herido como leonas que guardaran una presa muerta. Una sombra oscura, proveniente de los sombríos rincones del techo, se abatió sobre él; entonces se escuchó un chillido inhumano, y el dardo salió muy desviado y siseó por encima de las cabezas de las Berangias para clavarse en la pared de enfrente. El guardia se debatió furiosamente contra la sombra, que retrocedió en el aire con ayuda de sus largas alas curvas… se llevó una mano al cuello, vaciló y cayó de cara al suelo.
—Quedaos donde estáis —retumbó una voz con aires de autoridad indiscutible—. Quedaos donde estáis y aguardad.
La orden tuvo mayor efecto de lo que Locke había esperado; incluso él mismo sintió cómo su miedo se hacía menos acuciante, cómo se le quitaban las ganas de salir corriendo de aquel lugar. Los lamentos y gritos del gentío fueron decreciendo hasta que una calma sobrenatural reinó en lo que, apenas dos minutos antes, había sido la exultante corte de Capa Barsavi.
A Locke se le erizó la nuca; el cambio que había sufrido toda aquella gente no era natural. Aunque quizá estuviera confundiéndose, estaba por asegurar que ya había sufrido antes aquel influjo… había brujería en el aire. A su pesar, sintió un escalofrío.
Por los dioses, espero que el haber venido siga siendo tan buena idea como me pareció en un principio, pensó.
Y, de repente, el Rey Gris ya se encontraba entre ellos.
Fue como si acabara de salir por una puerta que acabara de formarse en el aire que estaba al lado de la silla del Capa. Llevaba la capa con capucha de siempre y caminaba entre los cadáveres de los Manos Rojas con el aplomo y la confianza del cazador; y el halconero iba a su lado, con su guantelete levantado en alto. Vestris se acomodó en él, extendió las alas y emitió un chillido de triunfo. Hubo toses entrecortadas y murmullos entre la muchedumbre.
—No sufriréis daño alguno —dijo el Rey Gris—, esta noche ya he hecho todo el que tenía que hacer —se acercó a donde estaban las hermanas Berangia y bajó la mirada hacia el Capa Barsavi, que seguía retorciéndose y gimiendo en el suelo—. Hola, Vencarlo. Por los dioses, te he visto con mejor aspecto.
Luego se echó la capucha hacia atrás y Locke volvió a ver aquellos ojos tan expresivos, aquellos rasgos de su cara, aquel cabello negro con hebras grises, aquel semblante enjuto y reseco. Y entonces tragó saliva, porque acababa de descubrir lo que, durante todo el tiempo que había durado su primer encuentro con el Rey Gris, le había estado machacando el cerebro, la extraña sensación de que le conocía de algo.
Todas las piezas de aquel singular rompecabezas acababan de juntarse delante de él. Cuando el Rey Gris se detuvo al lado de las hermanas Berangias, fue evidente, al menos a ojos de Locke, que los tres eran hermanos y… casi trillizos.
—¡Camorr! —exclamó el Rey Gris—. ¡El reinado de la familia Barsavi toca a su fin!
Sus hombres habían terminado por controlar completamente a la muchedumbre; quizá fueran dos docenas, sin contar a las hermanas Berangias y al halconero. Éste dobló, retorció y flexionó los dedos de su mano izquierda mientras murmuraba para sí y recorría la gran sala con la mirada. Aunque el encantamiento que estaba ejecutando consiguiera calmar a la multitud, era evidente que la sola visión de los tres anillos negros que llevaba en la muñeca que tenía al aire, también debía de calmar a quienes hubieran pensado en armar jaleo.
—De hecho —proseguía el Rey Gris—, el reinado de la familia Barsavi ha terminado. Ya no te quedan hijos ni hijas, Vencarlo. Antes de morir quiero que sepas que he barrido de la faz de este mundo la depravación que engendraron tus riñones.
»En el pasado —dijo con fuerte voz— me conocisteis con el nombre de Rey Gris. Pero ahora que he salido de la sombra… no volveréis a llamarme por ese nombre. A partir de ahora me llamaréis… Capa Raza.
Raza. La palabra del Trono de Therin para «venganza». Poco sutil, pensó Locke.
Muy pocas cosas relacionadas con el Rey Gris lo eran, como iba descubriendo poco a poco.
Capa Raza, como acababa de autodenominarse, se inclinó sobre Barsavi, que se encontraba muy débil por la sangre perdida y gemía. Raza se acercó hasta él y arrancó de la pálida mano que le quedaba su sortija de sello; la levantó en alto para que toda la muchedumbre la viera y se la puso en el dedo anular de su mano izquierda.
—Vencarlo —dijo Capa Raza—. He tenido que esperar muchos años para verte en el estado en que ahora te encuentras. Ahora tus hijos han muerto y tu oficio ha pasado a mí, junto con tu fortaleza y tu tesoro, y cualquier legado que pensaras dejar a alguien de tu sangre se encuentra ahora en mis manos. Te he borrado de la historia. ¿Cuadra bien eso con tu fantasía, estudioso? Te he borrado como si fueras una marca de tiza perdida en medio de una pizarra.
»¿Recuerdas la muerte tan larga de tu esposa? ¿Cómo confiaba también en tus hermanas Berangias? ¿Cómo le llevaban la comida? No murió a causa de un tumor en el estómago. Fue alquimia negra. Sólo quería calmar mi apetito durante los largos años invertidos en preparar esta muerte para ti —Capa Raza esbozó una mueca cargada de alegría diabólica—. Creo que tardó mucho en morir, ¿no es así? He oído que su muerte fue muy dolorosa. Bueno, pues no fue una decisión de los dioses, Vencarlo. Como le ha sucedido a todos los que amabas… ella murió por tu culpa.
—¿Por qué? —dijo Barsavi con una vocecita apenas audible.
Capa Raza se arrodilló a su lado, tomó casi con ternura la cabeza de Barsavi entre sus manos, y le habló al oído durante varios minutos. Cuando terminó, Barsavi le miró boquiabierto, los ojos abiertos como platos, llenos de incredulidad, y Raza asintió lentamente.
Cogió con una mano la cabeza de Barsavi, tirándole de las barbas, y la movió arriba y abajo. Apoyando el estilete que acababa de aparecer en su otra mano, y que evidentemente se le había caído de la manga, contra sus desprotegidas papadas, lo apretó y se lo clavó hasta la empuñadura. Barsavi pataleó sin fuerzas y se quedó inmóvil.
Capa Raza liberó la hoja del estilete y se puso en pie. Las hermanas Berangias agarraron por las solapas a quien había sido su amo y señor y lo arrojaron a las negras aguas de la bahía, que acogió su cadáver de la misma forma que antes, durante todos los años de su largo reinado, acogiera a sus víctimas y a sus enemigos.
—Un solo Capa gobierna en Camorr —dijo Raza—, y soy yo. ¡Ahora soy yo! —levantó el ensangrentado estilete por encima de la cabeza y recorrió con la vista la gran sala, como si invitara a todos a expresar su descontento. Cuando nadie lo hizo, prosiguió—: No era mi intención acabar con todo lo que había hecho Barsavi, sino, simplemente, reemplazarle. Y tengo mis propias razones. Así pues, nada impide que sigamos haciendo negocios, vosotros, la Buena Gente, y yo —y, muy despacio, siguió recorriendo con la vista a todos los que le miraban, los brazos cruzados sobre el pecho, la barbilla erguida, como los generales victoriosos de las antiguas esculturas de bronce—. Escuchad mis palabras y luego decidid.
—Nada de lo que conseguisteis os será arrebatado —prosiguió—. Nada de aquello que conseguisteis con vuestro trabajo o vuestro esfuerzo será revocado. Admiro los acuerdos que consiguió Barsavi tanto como odio al hombre que los logró. Os doy mi palabra.
»Todo quedará como estaba. Los garristas y sus bandas seguirán controlando los mismos territorios y pagando el mismo tributo el mismo día de la semana. La Tregua Secreta se mantiene, y si cualquier vulneración de la misma suponía la muerte bajo el gobierno de Barsavi, también sucederá lo mismo bajo el mío.
»Reclamo todas las facultades y poderes de Barsavi. Reclamo todos sus derechos. En justicia, también he de reclamar todas sus deudas y responsabilidades. Si alguno de vosotros puede demostrar que Barsavi estaba en deuda con él, Capa Raza será ahora su deudor. El primero será Eymon Danzier… Da un paso adelante, Eymon.
La muchedumbre que se encontraba a la derecha de Capa Raza se llenó de murmullos, y también de un movimiento como de ondulación, cuando el individuo delgaducho que Locke recordaba muy bien del Agujero del Eco fue empujado por los que le rodeaban hasta llegar al lado del Capa, obviamente aterrorizado. Sus huesudas rodillas temblaban tanto que se juntaban la una con la otra.
—Tranquilízate, Eymon —Raza adelantó la mano izquierda con la palma hacia abajo y extendió los dedos, como antes solía hacer Barsavi delante de todos—. Arrodíllate y di que soy tu Capa.
Estremeciéndose, Eymon dobló una rodilla, tomó la mano de Raza y besó el anillo que llevaba. Cuando terminó, sus labios estaban manchados con la sangre de Barsavi.
—Capa Raza —dijo en un tono casi de disculpa.
—Te comportaste con mucha valentía en el Agujero del Eco, Eymon. Algo que muy pocos hubieran hecho en tu lugar. Barsavi tenía razón al prometerte tantas cosas… y yo mantendré sus promesas. Dispondrás de mil coronas y de un aposento con muchas habitaciones, y de tantas comodidades que cualquier hombre con más años de servicio que tú rogará a los dioses estar en tu lugar.
—Yo… yo… —los ojos de aquel hombre comenzaban a anegarse de lágrimas—. No estaba seguro de que quisierais… Gracias, Capa Raza. Gracias.
—Deseo que disfrutes muchísimo del servicio que hiciste por mí.
—Entonces… si me permitís la pregunta, Capa Raza, ¿no erais vos… no erais vos el que estaba en el Agujero del Eco?
—Claro que no, Eymon —Raza rió con voz profunda y agradable—. No, eso sólo fue una ilusión.
En el lejano rincón de la sala de baile de la Tumba Flotante aquella particular ilusión echaba pestes en silencio contra sí mismo, abriendo y cerrando las manos.
—Esta noche habéis podido verme con sangre en las manos —Raza se dirigía ahora a la muchedumbre—, y también las habéis visto abiertas a lo que, espero que así lo hayáis considerado, era un gesto de auténtica generosidad. No soy un hombre con el que sea difícil tratar; quiero que todos consigamos juntos la prosperidad. ¿Puedo pediros, garristas, que inclinéis la rodilla ante mí y que beséis mi anillo para convertirme en vuestro Capa?
—¡Los Sabuesos del Ron! —exclamó una mujer bajita y delgada que se encontraba en la primera fila de la muchedumbre.
—¡Los Tajadores de la Falsa Luz! —exclamó otro hombre—. ¡Los Tajadores de la Falsa Luz decimos que sí!
Esto no tiene ni el más puñetero sentido, pensó Locke. El Rey Gris asesinó a los garristas más antiguos. ¿No estará jugando con éstos a algún juego que sólo él conoce?
—¡Los Chuchos Listos!
—¡Los Barones del Fuego Encendido!
—¡Los Ojos Negros!
—¡Los Coronas Enteras! —dijo otra voz, seguida por un coro de afirmaciones—. ¡Los Coronas Enteras están con Capa Raza!
De repente, a Locke le entraron ganas de reír. Así que se llevó una mano a la boca y convirtió la risa en una tos ahogada. Acababa de comprender lo evidente: el Rey Gris no sólo había eliminado a los garristas más leales de Barsavi, sino que, de antemano, debía de haber cortado los lazos que existían entre aquél y sus subordinados. En aquella sala había más hombres del Rey Gris que los que habían entrado con él vestidos con los capotes… esperando a que diese comienzo el auténtico espectáculo de la noche.
La media docena de hombres y de mujeres dieron un paso adelante y se arrodillaron ante Raza, muy cerca de la piscina donde el tiburón no había mostrado ni la aleta después de haberse llevado de un tirón el brazo de Barsavi. Es evidente que el maldito mago de la Liga tiene un don con los animales, pensó Locke con una mezcla de ira y de celos. Cada vez que el halconero daba nuevas muestras de su arte se sentía como empequeñecido.
Uno tras otro, los garristas se arrodillaron ante el Capa y le rindieron pleitesía, besando su anillo y diciendo «Capa Raza» con auténtico entusiasmo. Otros cinco los siguieron y repitieron lo mismo que habían hecho los anteriores, posiblemente para que lo sucedido y lo que estaba por suceder no les desbordase. Locke hizo un cálculo rápido: Raza ya podía decir que contaba con trescientas o cuatrocientas personas entre los suyos. El poder de coacción del que disponía había aumentado considerablemente.
—Entonces ya nos conocemos todos —dijo Raza a todo el gentío—. Ya nos hemos conocido y ya os he contado mis intenciones. Sois libres para volver a vuestros quehaceres.
El halconero hizo unos cuantos movimientos con la mano que tenía desocupada; los mecanismos que cerraban la puerta de la sala se desplazaron una vez más con un sonido metálico y quedó lista para abrirse.
—A partir de ahora, concedo tres noches a los indecisos —prosiguió Raza—, tres noches para que vengan a mí y me rindan pleitesía, doblando la rodilla y haciendo el juramento tal y como hicieron con Barsavi. Deseo con todas mis fuerzas no ser severo… pero os advierto de que no es el momento de enfurecerme. Ya habéis visto lo que he hecho. Ya sabéis que dispongo de medios de los que Barsavi no disponía. Ya sabéis que puedo ser implacable cuando algo me desagrada. Si no os contenta el servir bajo mis órdenes, si pensáis que puede ser más interesante o más excitante el oponerse a mí, entonces escuchad la siguiente sugerencia que os doy. Llevaos toda vuestra fortuna y abandonad la ciudad por vía terrestre. Si deseáis iros, los míos no os harán ningún daño. Tres noches, os lo garantizo.
»Después de esas tres noches —añadió, bajando la voz—, después de eso, haré algo ejemplar. Marchaos y hablad con vuestros pethons. Hablad con vuestros amigos y con los demás garristas. Contadles lo que he dicho y decidles que aguardo su sumisión.
Algunos de los presentes comenzaron a salir por la puerta; otros, quizá más inteligentes, comenzaron a alinearse ante Capa Raza. Quien antaño fuera el Rey Gris recibió la pleitesía de cada uno de ellos en medio de un círculo de cadáveres; los Manos Rojas y los hijos de Barsavi seguían sangrando en los lugares donde habían caído.
Locke aguardó varios minutos para poder moverse con desahogo, a que aquel torrente compacto que daba tanto calor y olía a humanidad se convirtiera en unas pocas hileras de personas que no se dieran tantos achuchones como antes; sólo entonces avanzó hacia la puerta. Los pies le dolían tanto como la cabeza, y sintió que la fatiga comenzaba a vencerle.
Había cuerpos desperdigados por el suelo: los guardias que habían permanecido leales a Barsavi. Locke pudo verlos cuando la muchedumbre dejó de apelotonarse. Justo al lado de los altos batientes de la puerta yacía Bernell, que se había hecho viejo al servicio de Barsavi. Le habían rajado la garganta; yacía encima de un charco formado por su propia sangre, sus cuchillos de combate enfundados en sus vainas. No había tenido tiempo de desenvainarlos.
Locke gimió. Se detuvo un momento en el umbral y volvió la cabeza para mirar a Capa Raza y al halconero. Le pareció que el mago mercenario se le quedaba mirando y, por un instante, el corazón se le encabritó, pero el brujo no dijo ni hizo nada. Simplemente siguió observando el ritual del beso del anillo de Capa Raza por parte de sus nuevos súbditos. Vestris bostezó, abriendo y cerrando el pico brevemente, como si aquellos asuntos de la gente sin alas le aburrieran terriblemente. Locke salió a toda prisa.
Todos los guardias que vigilaban a los invitados a la fiesta que salían del galeón para entrar en la pasarela eran hombres de Raza; no se habían molestado en apartar los cadáveres que aún yacían en el suelo, a sus pies. Unos se limitaban a mirar con frialdad, otros asentían con camaradería. Locke reconoció a unos cuantos.
—Tres noches, damas y caballeros, tres noches —decía uno de ellos—. Decídselo a vuestros amigos. Ahora sois de Capa Raza. No debéis alarmaros, sino seguir haciendo lo que siempre hicisteis.
Por lo menos ahora tenemos algunas respuestas, pensó Locke. Perdóname una vez más, Nazca. No hubiera podido hacer nada aunque hubiese tenido el valor de intentarlo.
Se llevó una mano al estómago, que le dolía muchísimo, mientras caminaba con la cabeza gacha. Ningún guardia se molestó en mirar dos veces a aquel ladrón anciano barbudo, canijo y lleno de mugre; en Camorr había mil más como él, mil perdedores intercambiables entre sí, sin esperanza ni dinero, en el nivel más bajo de la miseria que sólo los bajos fondos podían ofrecer.
Y ahora a ocultarse y a preparar un plan, pensó Locke, que, murmurando en voz baja, cuando dejó atrás al último de los guardias, añadió:
—Disfruta de todo lo que has arrebatado esta noche, hijo de puta. Disfruta todo lo que puedas… para que así aprecies mejor cómo tus ojos se quedan sin luz cuando te clave mi maldito puñal en el corazón.
Pero uno no puede hacer grandes planes de venganza cuando está solo. Los fuertes dolores que había sentido en el estómago volvieron cuando, solo y con paso cansino, se hallaba a mitad de camino del distrito de Lluvia de Ceniza.
El estómago le dolía, se agitaba y rugía; era como si la noche se hiciese más oscura a su alrededor, mientras la estrecha silueta de la ciudad, opacada por la niebla, titilaba de un modo extraño, como si él estuviera bebido. Locke titubeó y se agarró el pecho, sudando y murmurando.
—Maldito drogata de la Mirada Fija —dijo una voz en la oscuridad—, quizá esté cazando dragones y arcos iris o buscando el tesoro perdido de Camorr.
A aquellas palabras le siguieron unas risas mientras Locke daba un tropezón, preocupado por si, casualmente, se había convertido en un blanco. Jamás se había sentido tan agotado. Era como si todo su vigor hubiese ardido en su interior, convirtiéndose en un montón de rescoldos que a cada segundo que pasaba se fueran enfriando, haciéndose más grises.
El distrito de Lluvia de Ceniza, jamás acogedor, le pareció a Locke, que cada vez podía concentrarse menos en lo que hacía, una infernal aglomeración de formas sombrías… Cada vez respiraba con mayor dificultad y cada vez sudaba más copiosamente. Sintió como si alguien le estuviera introduciendo, cada vez con mayor celeridad, bolas de algodón seco detrás de los globos oculares. Sus pies eran cada vez más pesados, pero él les obligaba a seguir adelante, paso a paso, aunque le escocieran, hacia la negrura y las sombras altas y melladas de los edificios derruidos. Unas cosas que no conseguía distinguir se movían asustadas por la noche; unos observadores que tampoco podía ver murmuraban a su paso.
—¿Qué…? Por los dioses, yo… tengo… Jean —murmuró al tropezar con un montón de ladrillos tan altos como un hombre y volcarlos en medio de las sombras; aquel lugar olía a piedra, al humo de los fuegos hechos para cocinar y a orina. No tenía fuerzas para levantarse.
—Jean —musitó una vez más; y luego cayó de cara, inconsciente aún antes de llegar al suelo.
Avistaron las luces a las tres de la mañana, quizá a una milla náutica al sur de las Heces, donde un núcleo de oscuridad mayor se deslizaba a muy poca altura por encima del agua, virando lentamente como a trompicones. Las velas blancas y espectrales del navío ondeaban bajo las brisas mientras se dirigía hacia el Puerto Viejo; los aburridos guardias que ocupaban la torre de tres pisos situada en el extremo de la Aguja del Sur fueron los primeros en divisarlo.
—Un poco chapucero ese marino —dijo el guardia más joven, con el catalejo en la mano.
—Quizá verrarí —dijo entre dientes el más viejo, que torturaba metódicamente un trozo de marfil con un cuchillito de tallar. Quería darle la forma que tenía la terraza esculpida del templo de Iono, repleta con los magníficos relieves y las fantásticas representaciones de los ahogados que el Señor de las Aguas Codiciosas se había llevado consigo. Pero lo que estaba consiguiendo se parecía más bien a un borujo blanco, a escala natural, de mierda de perro—. Antes confiaría un barco a un borracho ciego y manco que a un verrarí.
Aquel navío no mereció más atención por parte de los guardias hasta que, de repente, aparecieron las luces, cuyos profundos tonos amarillos serpentearon sobre la oscura superficie del agua.
—Luces amarillas, sargento —dijo el guardia más joven—. Luces amarillas.
—¿Qué? —el hombre más viejo dejó el trozo de marfil, arrebató el catalejo de las manos de su compañero y echó un largo vistazo al navío que llegaba—. Mierda. Son amarillas.
—Un barco infectado con la plaga —susurró el otro guardia—. Jamás había visto ninguno.
—Puede ser un barco infectado o algún gilipollas que no conoce los colores apropiados que hay que poner para entrar en puerto —cerró el catalejo y subió los peldaños que le condujeron hasta el cilindro de latón instalado en el extremo de la pared oeste de la estación, con el que apuntó hacia las torres débilmente iluminadas que se encontraban sobre la costa del distrito del Arsenal—. Toca la campana, muchacho. Toca la maldita campana.
El guardia más joven fue al otro lado del parapeto de la torrecilla para coger una soga que colgaba, y comenzó a hacer sonar la pesada campana de bronce de la estación en una rápida repetición de dos toques, ding-ding, ding-ding, ding-ding.
Una luz azulada y parpadeante se insinuó en una de las torres del Arsenal. El sargento manipuló el botón del cilindro de latón, abriendo y cerrando las ventanillas que ocultaban la luz del potentísimo globo alquímico instalado en su interior. Disponía de una lista de mensajes sencillos que podía mandar a los puestos del Arsenal, los cuales retransmitirían a su vez, rápidamente, la misma lista. Con suerte, podían llegar al Palacio de la Paciencia o incluso al Alcance del Cuervo en dos minutos.
Pasó algún tiempo y el barco infectado se hizo más grande y nítido.
—Vamos, idiotas —murmuró el sargento—. Despertaos. Muchacho, deja de tocar la maldita campana. Creo que nos han oído.
Reverberando entre los edificios de la ciudad cubierta por un sudario de bruma, acababan de llegarle los sonidos agudos de los silbatos de la Guardia de Cuarentena; a aquel sonido se le unió poco después otro de tambores… la revista nocturna de los casacas amarillas. Después de que unas luces blancas cobraran vida en las torres del Arsenal, el sargento distinguió las pequeñas siluetas negras de unos hombres que corrían por la costa.
—Bueno, por fin veremos algo —murmuró.
Otras luces más aparecieron por el noreste, las de las numerosas torrecillas que, entre la Aguja del Sur y las Heces, vigilan el Puerto Viejo, donde, por ley y por costumbre, Camorr confina los navíos que llegan infectados con la plaga. Cada una de dichas torrecillas poseía un ingenio de artillería capaz de lanzar por encima del agua veinticinco kilos de piedra o de aceite ardiente. El fondeadero de la plaga estaba a unos ciento cincuenta metros al sur de las Heces, sobre sesenta brazas de agua, dentro del radio de tiro de una docena de ingenios que podían hundir o quemar en minutos cualquier cosa que estuviera a flote.
Una galera salía de la puerta del Arsenal por entre sus dos torres brillantemente iluminadas, era uno de esos pequeños barcos rápidos que llaman «gaviotas», debido al rápido ritmo de sus remos. Una gaviota llevaba veinte remos a cada lado y estaba tripulada por ochenta hombres a sueldo; sobre el puente transportaba cuarenta espadachines, cuarenta arqueros y un par de los lanzadores pesados llamados scorpia. No cargaba ningún tipo de provisiones y tenía un solo mástil con una simple vela arriada. Estaba diseñada para cumplir una única función: acercarse a cualquier nave que amenazara a la ciudad de Camorr y matar a todos los hombres que se encontraran a bordo siempre que éstos no obedecieran sus señales.
Unos botes de menor tamaño, con linternas blancas y rojas que relampagueaban en sus proas, acababan de partir desde la parte norte de la Aguja del Sur, llevando a los prácticos y a los casacas amarillas.
En el lado opuesto del largo rompeolas, la gaviota comenzaba a tomar velocidad; las filas de airosos remos entraban y salían de las negras aguas del mar, levantando una espuma blanca. Una estela comenzó a formarse detrás de la galera: el sonido de un tambor cruzó las aguas, acompañado por varias órdenes emitidas a gritos.
—Más cerca, más cerca —murmuró el sargento—. Tenéis que acercaros más. Ese pobre bastardo no maniobra bien; van a acabar con una piedra en la proa antes de que aminoren la velocidad.
Unas cuantas siluetas oscuras se recortaban contra la pálida claridad de las velas del barco infectado… muy pocas para poder cumplir bien la maniobra. Pero cuando la nave se deslizó hacia el Puerto Viejo pudieron ver que ya no era tan veloz. Habían arriado las gavias, aunque de manera tosca y desmañada, disponiendo las demás velas para que no recibieran el impulso del viento. Fueron quedándose deshinchadas y, entre los crujidos de las poleas y las órdenes a voz en grito, comenzaron a subir hacia las vergas.
—Oh, tiene unas formas muy bonitas —comentó para sí el sargento—. Bonitas formas.
—No es un galeón —dijo el guardia más joven.
—Se parece a uno de esos barcos caros que se supone construidos en Emberlain; fragatas de moda, creo que así los llaman.
La nave de la plaga no sólo era negra porque fuera de noche; estaba laqueada en negro y adornada de proa a popa con filigranas de madera de álamo negro. No se apreciaba en ella ningún tipo de arma.
—Norteños chiflados. Incluso sus naves tienen que ser oscuras. Pero es endiabladamente elegante. Y rápida, estoy por apostar. Vaya montón de mierda que le ha caído encima. Ahora tendrá que guardar la cuarentena durante varias semanas. Los pobres bastardos ya pueden darse por contentos si logran salir de ésta con vida.
La gaviota contorneó el cabo de la Aguja del Sur, los remos hundidos profundamente en el agua. Gracias a sus luces de posición, los dos guardias pudieron apreciar que los scorpia estaban cargados y listos para disparar; que los arqueros, de pie en las plataformas ya levantadas, asían inquietos sus armas.
Pocos minutos después la gaviota interceptaba a la nave negra, cuya deriva le había llevado a un punto que se encontraba a cuatrocientos metros de la costa. Un oficial trepó hasta el largo espolón de la gaviota y se llevó un altavoz a la boca.
—¿Nombre de la nave?
—Satisfacción, de Emberlain —respondió una voz.
—¿Último puerto de escala?
—Jerem.
—No pinta bien —murmuró el sargento—. Es posible que los pobres bastardos no lleven nada.
—¿Cargamento? —preguntó el oficial de la gaviota.
—Sólo las provisiones para la nave; teníamos que recoger un cargamento en Emberlain.
—¿Tripulación?
—Sesenta y ocho. Veinte de ellos muertos.
—¿Dispusisteis, entonces, las luces de plaga por encontraros en grave necesidad?
—Sí, por el amor de los dioses. No sabíamos que… La tripulación tiene una fiebre muy alta. El capitán ha muerto; el físico murió ayer. Necesitamos ayuda.
—Dispondréis del fondeadero para plagas —exclamó el oficial camorrí—. Si os acercáis a nuestra costa a menos de ciento cincuenta metros, os hundiremos. Cualquier bote que echéis al agua será quemado o hundido. Cualquier hombre que intente llegar a nado hasta la costa recibirá una flecha… eso si consigue dejar atrás a los tiburones.
—Por favor, enviadnos un físico. Enviadnos un alquimista, por el amor de los dioses.
—No podréis arrojar los cadáveres por la borda —prosiguió el oficial—. Habréis de dejarlos a bordo. Cualquier bulto u objeto que arrojéis de vuestra nave y llegue hasta la costa será quemado sin mayor dilación. Cualquier intento de arrojar lo que sea, nos obligará a hundir o a quemar vuestra nave. ¿Lo habéis comprendido?
—Sí, pero, os lo ruego, ¿no podéis hacer nada más por nosotros?
—Podréis disponer de los sacerdotes que se encontrarán en la orilla, así como de agua fresca y provisiones de caridad que os enviaremos desde el muelle mediante unas sogas… uno de nuestros barcos cargará con ellas desde la orilla… las cuales serán cortadas después si es menester.
—¿Y nada más?
—No podréis acercaros a nuestras costas so pena de ser atacados, pero podréis dar media vuelta e iros cuando queráis. Que Iono y Aza Guilla os asistan en esta hora de penuria; rezo por vosotros y os deseo una rápida liberación en nombre del duque Nicovante de Camorr.
Pocos minutos después, el esbelto navío negro ancló en el lugar reservado a la cuarentena con las velas izadas, las luces amarillas reluciendo sobre las negras aguas del Puerto Viejo, y allí se quedó silencioso, mientras la ciudad dormía arropada por las plateadas brumas.