Interludio

El cuento de los antiguos jugadores de balonmano

El balonmano es un deporte de Therin tan apreciado por la gente de las ciudades-estado del sur como denostado por los vadraníes en su reino del norte (aunque a los vadraníes que viven en el sur también les guste). A los estudiosos les desagrada la hipótesis de que el juego fuera creado en la era del Trono de Therin, cuando el emperador loco Sartirana quiso divertirse jugando con las cabezas cortadas de sus víctimas. Pero no la niegan rotundamente, porque no suele ser aconsejable el subestimar los excesos cometidos en la era del Trono de Therin sin disponer de pruebas que lo avalen.

El juego del balonmano es un deporte tosco para gente tosca, que dos equipos juegan en la superficie más plana que consigan encontrar. La pelota es una masa elástica de látex vegetal, forrada con piel, de quince centímetros de diámetro; el campo tiene una longitud comprendida entre los veinte y treinta metros, con unas líneas rectas marcadas (con tiza, por lo general) en sus extremos. Ambos equipos intentan llevar la pelota hasta la línea de gol del contrario; la pelota siempre tiene que estar entre las dos manos del jugador mientras éste corre, camina o avanza deprisa hacia el extremo del campo.

La pelota puede ser pasada de uno a otro jugador, pero no puede ser tocada con ninguna parte del cuerpo que se encuentre de cintura para abajo, y no puede caer al suelo, pues entonces su posesión pasaría al otro equipo. Un juez imparcial, conocido como el Justicia, intenta hacer respetar las reglas en el transcurso de los partidos, aunque su labor no sea reconocida unánimemente.

Los partidos suelen jugarse entre los equipos que representan a los barrios o a las islas de Camorr, y las bebidas, las apuestas y las pendencias que los rodean comienzan varios días antes y terminan cuando el partido ya sólo es un recuerdo. A pesar de esto, el partido suele ser frecuentemente una isla de calma relativa y de buena voluntad en un mar de caos.

Se cuenta que, en cierta ocasión, durante el reino del duque Andrakana el Viejo, se concertó un partido entre el Caldero y el Fuego Encendido. Un joven pescador, Markos, era considerado el mejor jugador del Caldero, mientras que de su amigo íntimo Gervain se decía que era el mejor Justicia de la ciudad. Es evidente que a Gervain se le adjudicó el arbitraje del encuentro.

Éste tuvo lugar en una de las polvorientas plazas abandonadas del distrito de Lluvia de Ceniza, en medio de los mil gritos que los espectadores medio borrachos lanzaban desde las casas derruidas y callejas que rodeaban la plaza. Fue un encuentro desagradable en el que se combatió todo el tiempo. Cuando faltaba muy poco para que terminara y caían los últimos granos de arena del reloj que marcaba el tiempo del partido, el Caldero perdía por un punto.

Markos, la pelota entre las manos, gritó como un loco furioso y se abrió paso entre las filas de los jugadores del Fuego Encendido. Con un ojo morado, las manos de color púrpura por los golpes, chorreando sangre por codos y rodillas, intentó desesperadamente llegar a la línea de meta en el mismo segundo en que se terminaba el encuentro.

Markos quedó tirado encima de las piedras, con los brazos extendidos y la pelota tocando la línea de tiza, pero sin sobrepasarla. Gervain echó a un lado a los jugadores que se arremolinaban a su alrededor, se quedó mirando a Markos durante unos segundos y dijo:

—No ha cruzado la línea. No se anota el punto.

El tumulto y la alegría que siguieron a aquellas palabras se confundieron entre sí; algunos dicen que los casacas amarillas mataron a una docena de hombres al intentar reprimirlos, aunque otros afirman que fueron cerca de cien. Al menos tres de los capas de la ciudad murieron en el transcurso de la pequeña guerra que aconteció entre los apostadores que no quisieron pagar, y Markos juró que jamás volvería a hablar a Gervain. Los dos habían pescado juntos en el mismo barco desde que eran niños; después de aquello, el Caldero en pleno advirtió a toda la familia de Gervain de que sus vidas valdrían menos que una piel de salchicha si alguno de ellos volvía a poner el pie en aquel distrito.

Pasaron veinte, treinta, treinta y cinco años. Andrakana el Viejo murió y llegó al poder el primero de los Nicovantes. Markos y Gervain no se habían hablado durante todo ese tiempo; Gervain llevaba viviendo muchos años en Jeresh, paseando a la gente en barco y cazando calamares gigantes por encargo. Sintiendo nostalgia de su tierra, casualmente compró un pasaje para Camorr. Al llegar al muelle le causó una extraña impresión el hombre que acababa de salir de un pequeño barco de pesca, un hombre marcado por el paso de los años, canoso y con barba, igual que él, en el que reconoció a su viejo amigo Markos.

—¡Markos! —exclamó—. ¡Markos, del Caldero! ¡Markos! ¡Benditos sean los dioses! ¿No te acuerdas de mí?

Markos se volvió para observar al viajero que se encontraba ante él; le miró durante unos segundos. Y luego, sin previo aviso, desenvainó el largo cuchillo de pescador que llevaba al cinto y se lo clavó hasta la empuñadura a Gervain en el estómago. Mientras Gervain doblaba el cuerpo por el dolor, Markos le empujó hacia un lado, y el que antaño fuera Justicia se hundió en las aguas de la bahía de Camorr para no volver jamás a su superficie.

—No ha cruzado la línea. Y una mierda —masculló Markos.

La gente de Tal Verrar, Karthain y Lashain asentía con la cabeza cuando escuchaba aquella historia. Y aunque suponían que era apócrifa, les servía para confirmar algo de lo que estaban muy seguros en lo más hondo del corazón: que los de Camorr estaban todos muy locos.

Los camorríes, por otra parte, la consideraban como una valiosa advertencia contra el aplazamiento en materia de venganza… o acerca del mérito que supone el no olvidar jamás las cosas cuando uno no puede darles satisfacción inmediata.