Lecciones de dientes
En la oscuridad que dominaba las profundidades del Agujero del Eco, apenas iluminada por el rojo resplandor de las antorchas de la gente de Barsavi, Jean Tannen había comenzado a moverse antes de que el tonel se estrellase en las oscuras aguas.
Por debajo del antiguo cubo de piedra había una red de traviesas suspendidas, construidas con madera de álamo negro y sujetas con cuerdas de cristal antiguo; las traviesas estaban cubiertas de moho y de todo tipo de plantas por lo viejas que eran, pero habían resistido tanto como las piedras que se encontraban más arriba y aún estaban enteras.
La cascada que caía del techo iba a parar a uno de los canales que se encontraban bajo las traviesas. La red de canales era un auténtico laberinto; algunos eran tan apacibles como una superficie de cristal, mientras que otros eran tan turbulentos como los rápidos de un río. Unas cuantas ruedas y otros aparatos, éstos más extraños, giraban lentamente en las intersecciones de las traviesas; Jean los estudió brevemente a la luz de una pequeña bola alquímica en cuanto se sentó por allí a esperar; Bicho, como no se quería alejar mucho de Jean, se había acurrucado encima de una traviesa, a menos de siete metros de Jean.
Por encima de ellos, en el techo de piedra del Agujero del Eco podían ver unos pequeños agujeros de forma cuadrada y de unos cinco centímetros de ancho, irregularmente dispuestos, que debían de servir para alguna función imposible de adivinar. Jean se había colocado entre dos de ellos, sabiendo que, con el ruido de la cascada cerca de sus oídos, sería imposible enterarse de lo que sucedía.
Puesto que su conocimiento de la situación era más que imperfecto, cuando pasaron varios minutos que le parecieron eternos y creció la luz de las antorchas, y Capa Barsavi y Locke comenzaron a hablar, la inquietud de Jean se convirtió en miedo. Escuchó gritos, maldiciones, pisadas de botas en el suelo… vítores. Habían cogido a Locke. ¿Dónde diablos se había metido el maldito mago mercenario?
Jean se deslizó por la traviesa, buscando la mejor manera de llegar hasta la cascada. Había cerca de dos metros desde las traviesas hasta el borde de la abertura de la roca por donde se vertía el agua, pero si se mantenía fuera del alcance del agua que caía, podría conseguirlo… era el camino más rápido para llegar hasta arriba, de hecho el único. Bajo la tenue luz roja que se filtraba por los agujeros del techo, Jean hizo señas a Bicho de que siguiera en su lugar.
Arriba sonó otra salva de vítores, y luego la voz del Capa se filtró, alta y clara, por uno de los agujeros:
—Llevaos a ese bastardo y que llegue al mar.
Que llegue al mar. A Jean le dio un salto el corazón. ¿Ya habrían degollado a Locke? Le escocieron los ojos por el simple pensamiento de que lo siguiente que iba a ver sería un cuerpo inerte cayendo en la espuma blanca de aquella agua borboteante, un cuerpo inerte vestido todo de gris.
Entonces cayó el tonel, un objeto enorme y pesado que, luego de producir un enorme chapoteo y una gran salpicadura, se sumergió en el negro canal que se encontraba en la base de la cascada; Jean abrió y cerró los ojos dos veces seguidas antes de comprender lo que acababa de ver.
—Oh, dioses —murmuró—. ¡Ojo por ojo! Barsavi siempre tiene que ser asquerosamente poético.
Más arriba prosiguieron los vivas, y el ruido de idas y venidas se incrementó. Barsavi gritaba a voz en cuello, y los suyos aullaban a modo de respuesta. Luego, las tenues hebras de luz roja comenzaron a titilar, cubiertas por sombras que no dejaban de pasar, y se dirigieron hacia la puerta que daba a la calle. Barsavi se movía; Jean decidió arriesgarse e ir en busca del tonel.
Hubo otro sonido de chapoteo, audible incluso en medio del silbido y retumbar de la cascada. ¿Qué diablos era aquello? Jean buscó entre sus ropas, sacó el globo de luz y lo agitó. Una tenue estrella blanca floreció en medio de la tiniebla. Agarrándose con la otra mano a la húmeda traviesa como mejor podía, Jean arrojó el globo hacia el canal donde había caído el tonel, situado a más de diez metros hacia su derecha. Golpeó el agua y se mantuvo a flote, dándole a Jean el tiempo suficiente para observar lo sucedido.
El canal tenía algo menos de tres metros de ancho, con unas aceras de piedra a ambos lados, y el tonel se mecía en él, sumergido en sus tres cuartas partes.
Bicho daba vueltas en el canal, visible sólo por los brazos que sacaba fuera del agua. El globo de Jean había caído a un metro de donde se encontraba; Bicho había saltado al agua por propia iniciativa.
Maldición, aquel chico debía tener algo en su constitución que le impedía estar mucho tiempo subido en cualquier lugar alto.
Jean miró frenético a su alrededor; le llevaría algún tiempo llegar hasta un lugar desde el que poder saltar al canal apropiado sin romperse las piernas por chocar contra una de las aceras de piedra que separaban los canales.
—¡Bicho! —exclamó Jean, seguro de que el jaleo de más arriba taparía sus palabras—. ¡Bicho! ¡Tu luz, enciéndela ahora! ¡Locke está en ese tonel!
Bicho rebuscó entre sus ropas para sacar el globo de luz, que luego agitó; gracias al súbito resplandor de aquella nueva luz, Jean pudo apreciar la silueta del bamboleante tonel negro. Calculó la distancia que le separaba de él, se decidió y alargó la mano para coger una de sus hachas.
—¡Bicho! —exclamó—. ¡No intentes abrirlo por los lados! ¡Prueba con la tapa del tonel, la parte plana!
—¿Cómo dices?
—¡Quédate donde estás!
Jean se inclinó hacia la derecha, sujetándose a la traviesa con la mano izquierda; levantó el hacha en su mano derecha, susurró un sencillo «Por favor» al Benefactor y la lanzó. El hacha se clavó con un estremecimiento en la oscura madera del tonel; Bicho retrocedió y nadó con toda la fuerza que podía, para coger el arma.
Jean comenzó a deslizar su corpachón por la traviesa, pero el nuevo movimiento que acababa de captar en medio de la oscuridad con el rabillo del ojo le obligó a detenerse. Escrutó las tinieblas que se encontraban a su izquierda; algo se movía en la superficie de uno de los canales del maldito laberinto. Varias cosas… unas siluetas negras del tamaño de un perro que se movían muy deprisa. Sus patas erizadas de cerdas se separaron aún más cuando se sumergieron en el agua oscura para luego salir a flote y caminar por encima de las piedras…
—Joder —murmuró—. Joder, no es posible.
Los diablos de la sal, a pesar de su terrorífico tamaño y aspecto, eran criaturas tímidas. Aquellas enormes arañas vivían acurrucadas en las anfractuosidades de las costas rocosas del sudoeste de Camorr, cazando peces y gaviotas y, ocasionalmente, siendo cazadas por los tiburones y los calamares gigantes cuando se aventuraban demasiado lejos de la orilla. Los marineros les arrojaban piedras y dardos, dominados por un temor supersticioso.
Sólo un loco se acercaría a una de ellas a causa de sus colmillos, que medían lo que uno de los dedos de una persona adulta, y de su veneno, que, aunque no siempre significara la muerte, podía llevar a desearla a quien lo recibía. Pero a los diablos de la sal no les gustaba enfrentarse a los humanos, eran cazadores solitarios que tendían emboscadas, incapaces de tolerar cerca de sí a otro de su especie. Cuando era más pequeño, Jean se había asustado muchas veces al leer las observaciones de los investigadores y naturalistas que habían estudiado aquellas criaturas.
Y allí había toda una manada de aquellas malditas cosas, unas al lado de las otras como si fueran perros, caminando por encima del agua y de la piedra hacia donde se encontraban Bicho y el tonel.
—¡Bicho! —exclamó Jean—. ¡Bicho!
Bicho se había enterado mucho menos que Jean de lo que sucedía más arriba, pero cuando, en medio de la oscuridad, escuchó que el tonel se estrellaba contra el agua, comprendió al momento que no acababa de caer por casualidad. Así que, al estar enfrente del canal que quedaba debajo de la cascada, se dejó caer cinco metros hasta sumergirse en la corriente.
Juntó las piernas y cayó con el trasero por delante como la piedra de una catapulta; aunque su cabeza se sumergió por el efecto de la caída, no tardó en descubrir que hacía pie; el canal tenía poco más de un metro de profundidad.
Ya con el hacha de Jean en la mano, golpeó frenéticamente la tapadera del tonel. Aunque había dejado su globo de cristal en la acera de piedra que estaba al lado del canal, el de Jean, que se encontraba bajo el agua, despedía la luz suficiente para poder ver lo que hacía.
—¡Bicho! —gritaba el grandullón, la voz seria de repente, con la entonación del auténtico peligro—. ¡Bicho!
El muchacho se volvió hacia su derecha y vislumbró lo que acababa de abandonar las sombras y se movía hacia él; un escalofrío de repugnancia invencible recorrió su columna vertebral, haciéndole mirar en todas las direcciones para asegurarse de que aquel espanto sólo llegaba por una de ellas.
—¡Bicho, sal del agua! ¡Ve por la parte de piedra!
—¿Y qué será de Locke?
—¡No va a salir del tonel en este puto momento! —bramó Jean—. ¡Confía en mí!
Mientras que Bicho gateaba por la acera de piedra para alejarse de aquella agua iluminada por la alquimia de los globos, el tonel comenzó a dirigirse, contoneándose, hacia el extremo sur del laberinto, donde el canal salía hacia algún lugar sólo conocido por los dioses. Demasiado desesperado para detenerse a pensar en su propia seguridad, Jean corrió en paralelo al canal para dirigirse a la cascada, patinando por la suciedad acumulada por los años y moviendo los brazos hacia uno y otro lado como molinos para equilibrar su avance. Pocos segundos después detenía su marcha al encontrar de frente una viga vertical; y aunque patinó durante un instante, se aferró a ella con fuerza. La alocada carrera le había llevado cerca de la cascada, así que, juntando las piernas y llevándolas hasta su pecho, saltó hacia delante; al caer levantó tanta agua como el tonel y chocó con el fondo.
Subió a la superficie farfullando algo, con la segunda hacha en la mano. Bicho estaba agachado sobre las losas de piedra que se encontraban junto al canal, agitando su globo alquímico en dirección a las arañas. Jean observó que los diablos de la sal estaban a cinco metros del chico, caminando sobre el agua, aunque no tan deprisa como antes. Sus caparazones tenían motas negras y grises, y sus ojos múltiples, del color de la noche más profunda, brillaban con reflejos siniestros ante la luz de Bicho. Agitaban sus pedipalpos velludos mientras movían, temblorosos, sus largos colmillos negros.
Cuatro de aquellas cosas infames. Jean sacó su corpachón del canal que se encontraba al lado de Bicho, escupiendo agua, mientras tenía la impresión de que unos cuantos de aquellos ojos inhumanos se volvían para mirarle.
—Jean —dijo Bicho con un quejido—. Jean, esas cosas parecen acojonadas.
—No es normal —dijo Jean, corriendo al lado de Bicho, que le entregó la otra hacha. Las arañas estaban a un metro de ellos, en la superficie del agua; estaban rodeados por treinta y dos ojos que no pestañeaban, por treinta y dos patas negras y peludas—. No es normal en absoluto; los diablos de la sal no se comportan de ese modo.
—Bueno —Bicho mantenía el globo alquímico todo lo lejos que le permitía su brazo—, pues díselo a ellos.
—Estoy seguro de que podré decírselo. Hablo de corrido el lenguaje del hacha.
Apenas hubo dicho Jean aquellas palabras, las arañas se movieron al unísono y se alejaron dando cuatro zancadas cada una. El tonel se había aproximado y se encontraba a un metro a la derecha de Jean y de Bicho. Una silueta negra acababa de pasar por debajo de él. Muchas patas negras salieron del agua, golpeándola como lanzas a un escudo, aguardando una presa; Bicho gritó con una mezcla de asco y de horror. Jean arremetió contra ellas, golpeando hacia abajo con ambas hachas; con una serie de crujidos nauseabundos, dos de aquellas patas se abrieron por las heridas y de ellas manó un líquido azul oscuro. Jean retrocedió.
Las dos arañas que habían resultado indemnes salieron del agua pocos segundos después, dejando atrás a sus hermanas heridas, y se abalanzaron sobre Jean, golpeteando con sus patas velludas los húmedos bloques de piedra que pisaban. Comprendiendo que corría la suerte de perder el equilibrio al atacar a ambas a la vez, Jean optó por un plan más ofensivo.
La Hermana Malvada que tenía en la mano derecha cayó con un mortífero arco y alcanzó la cabeza del diablo de la sal que estaba más a su derecha en medio de sus hileras simétricas de ojos. Cuando sus patas se agitaron de modo reflejo con los espasmos de la muerte, Bicho dejó caer su globo alquímico y saltó hacia atrás. Jean aprovechó el impulso de su mano derecha para levantar la pierna izquierda; la araña de aquel lado levantaba ya sus colmillos cuando Jean bajaba el talón de su bota hacia donde se suponía que estaba la cabeza del animal. Los ojos se le reventaron como jalea de frutas; Jean la pisoteó con todas sus ganas y sintió la impresión de estar pisando un saco de pieles mojadas.
Al levantar la bota, ésta rezumó sangre de araña, y entonces, entre siseos y chasquidos, las arañas heridas se acercaron a las que habían caído.
Una adelantó a otra, como dándole empujones, y amenazó a Jean, las patas extendidas, la cabeza alta para mostrar sus colmillos curvos. Jean bajó de golpe las dos Hermanas, los filos hacia arriba, y le aplastó la cabeza a la araña encima de las piedras húmedas, deteniendo su avance. Su icor le salpicó en el cuello y en la frente, pero lo ignoró.
Otro maldito monstruo menos. Muy enfadado por el retraso que le estaban causando, Jean lanzó un bramido y dio un salto. Con los brazos extendidos aterrizó encima del caparazón de la última criatura que quedaba. Explotó con un sonido húmedo, doblando las patas que aún se debatían hacia arriba en un ángulo imposible. Aún latían con la vida que se escapaba de ellas mientras Jean seguía pisándola entre gruñidos.
—¡Agh! —exclamó Bicho al recibir un chaparrón del líquido azul que antes había circulado por el interior del diablo de la sal.
Antes de saltar nuevamente al agua, Jean le dejó a Bicho una de sus Hermanas manchada de icor. El tonel había avanzado unos tres metros hacia el sur. Jean nadó vigorosamente hacia él y lo agarró con la mano izquierda. Luego comenzó a mover su brazo derecho arriba y abajo como un pistón, cortando la madera de la tapa con el hacha.
—¡Bicho! —exclamó—. ¡Asegúrate bien de que ya no queda ni una sola de esas malditas cosas arrastrándose hacia nosotros!
Hubo un chapoteo detrás de Jean cuando Bicho saltó al canal; instantes después, el chico llegaba junto al barril y lo agarraba con sus delgados brazos.
—No veo ninguna, Jean. Date prisa.
—Ya me —crack, crack, crack— doy prisa, una prisa de cojones —su hacha había conseguido perforar la madera; cuando la orina se vertió en el agua, a Bicho le dieron ganas de vomitar. Afanándose furiosamente, Jean hizo el agujero más grande y luego intentó mirar dentro del tonel. Un chorro de la asquerosa sustancia amarillenta que contenía le mojó el pecho; sin pensárselo dos veces, siguió agrandando el agujero hasta poder entrar dentro del tonel y sacar el cuerpo inmóvil de Locke Lamora.
Jean, frenético, buscó en él señales de cortes, cuchilladas y heridas; el cuello le pareció intacto.
Levantando a Locke lo más deprisa que podía y depositándolo encima de la acera de piedra que estaba al lado de las arañas muertas, algunas de cuyas partes aún se retorcían, Jean salió del agua para agacharse junto a él. Le quitó la capa; Bicho apareció en aquel instante para cogerla y tirarla al agua. Jean desgarró las grises ropas de Locke y le auscultó.
—Bicho —dijo, medio ahogándose—, acércate y flexiónale las piernas. Sus humores calientes se han enfriado. Si le damos un masaje quizá consigamos que entren en calor. Por los dioses, si vive, juro que me leeré diez libros de medicina y me los aprenderé de memoria.
Bicho salió del agua y comenzó a flexionarle a Locke las piernas, mientras Jean presionaba el estómago y el pecho de Locke, primero uno y luego el otro, dándole bofetadas en las mejillas.
—Vamos, maldita sea —murmuraba Jean—, no te rindas, canijo…
Locke arqueó la espalda entre grandes convulsiones y comenzó a toser con fuerza; intentó apoyarse en el suelo y se giró hacia el costado izquierdo. Jean suspiró aliviado y se sentó, sin darse cuenta de que acababa de hacerlo encima del charco formado por el icor de las arañas.
Locke vomitó encima del agua, sintió una nueva arcada, se estremeció y vomitó otra vez. Bicho se había arrodillado a su lado, sujetándole por los hombros. Locke permaneció en la misma posición durante varios minutos, estremeciéndose, respirando con dificultad y escupiendo flemas.
—Oh, dioses —dijo finalmente con una vocecita apenas audible—. Oh, dioses. Mis ojos. Casi no puedo ver. ¿Eso de ahí es agua?
—Sí, una corriente de agua —Jean se inclinó sobre él y le cogió por un brazo.
—Entonces arrójame a ella. Por los trece dioses, quítame esta asquerosidad de encima.
Locke se dejó caer en el canal con un chapoteo antes de que Jean o Bicho pudieran hacer algo para ayudarle; sumergió la cabeza varias veces bajo la corriente de agua y comenzó a quitarse la ropa, quedándose sólo con una camisa blanca y las calzas grises.
—¿Mejor? —preguntó Jean
—Supongo que sí —Locke sintió otra arcada—. Los ojos me escuecen; la nariz y la garganta me arden; el pecho me duele y tengo un dolor de cabeza del tamaño de Therim Pel; la familia Barsavi en pleno me ha dado una paliza y estoy cubierto de meados de caballo, así que me da la impresión de que el Rey Gris acaba de hacer alguna jugada muy astuta a expensas nuestras. —Apoyó la cabeza nuevamente sobre el borde del pasillo de piedra y tosió varias veces; cuando se incorporó, cayó en la cuenta de las arañas muertas y retrocedió de un salto—. Ugh. Dioses. Creo que me he perdido vuestro encuentro con estas cosas.
—Diablos de la sal —dijo Jean—, toda una manada de esos bichos que trabajaban de común acuerdo entre sí llegaron para atacarnos con saña. Como si no les importara morir.
—No tiene sentido —dijo Locke.
—Sí que lo tiene —replicó Jean.
—Una conspiración divina —murmuró Locke—. Oh, ahora caigo. Brujería.
—Sí. Ese maldito mago mercenario. Si es capaz de amaestrar a un halcón-escorpión, también podrá…
—¿Y si sólo se tratara de este lugar? —le interrumpió Bicho—. Ya conocéis las historias que se cuentan de él.
—No tenemos que preocuparnos por esas historias —dijo Locke— cuando sabemos que por ahí anda suelto un mago. Jean tiene razón. No me metieron dentro de ese barril por ser mal actor, y esas cosas que pican no estaban aquí de vacaciones. Los dos teníais que morir, y si no moríais…
—Teníamos que salir corriendo asustados. Al distraernos no hubiéramos podido salvarte.
—Es posible —Locke se rascó por enésima vez los ojos que le escocían—. Es sorprendente comprobar cómo cada vez que creo que ya no puedo aguantar más este asunto, encuentro algo que me hace odiarlo todavía más. Calo y Galdo… tenemos que avisarles.
—Es posible que ahora estén con la mierda hasta el cuello —dijo Jean.
—Quizá lo estén, pero todo nos irá mejor cuando volvamos a estar juntos.
Locke intentó salir del agua por sus propios medios y no lo consiguió. Jean se inclinó sobre él y le agarró por el cuello de la camisa, sacándolo del agua. Locke se lo agradeció moviendo la cabeza y se levantó poco a poco, aún lleno de estremecimientos.
—Me temo que me he quedado sin fuerzas. Lo siento, Jean.
—No lo sientas. Esta noche has sufrido un castigo enorme. Estoy muy contento de que pudiéramos sacarte de esa cosa antes de que fuera demasiado tarde.
—Tengo una gran deuda con vosotros dos, creedme. Fue… fue como si… —Locke meneó la cabeza—. Fue una cosa espantosa.
—Me lo imagino —dijo Jean—. ¿Nos vamos?
—A toda prisa. Regresemos por el camino por el que llegasteis, pero en silencio. La gente de Barsavi aún puede andar por aquí. Y mantened los ojos abiertos por si aparece, ah, un ave.
—De acuerdo. Entramos en este sitio por una especie de gatera que está en la parte oeste del canal —Jean se dio una palmada en la frente y miró a su alrededor—. Qué tonto soy, me iba sin las Hermanas.
—No te preocupes —dijo Bicho, entregándoselas—. Me figuraba que volverías por ellas, así que las recogí.
—Muchas gracias, Bicho —dijo Jean—. Tengo la intención de emplearlas en algunas personas antes de que termine esta noche.
El distrito del Agua Ferruginosa seguía tan vacío como siempre cuando ellos salieron arrastrándose de la gatera y treparon por el muro del canal para salir a la parte oeste del Agujero del Eco. Aunque el cortejo fúnebre de Barsavi no se veía por ninguna parte, los tres Caballeros Bastardos se agacharon y escrutaron el cielo lleno de oscuridad en busca de un halcón que diera vueltas en él, pero no vieron nada.
—Vayamos hacia el Humo de Carbón —dijo Locke—, dejando atrás el Túmulo de los Mendigos. Podemos robar un bote y entrar en casa por la alcantarilla.
La alcantarilla de drenaje que se encontraba en el lado sur del distrito del Templo, justo debajo de la Casa de Perelandro, ocultaba un mecanismo en su tapadera. Los Caballeros Bastardos solían levantarla para ir y venir por la alcantarilla siempre que lo necesitaran.
—Buena idea —dijo Jean—, no me siento muy a gusto teniendo que desviarme por puentes y calles.
De tal suerte se dirigieron hacia el sur, agradecidos a la bruma húmeda que los cubría con sus rizos. Jean empuñaba sus hachas y movía la cabeza de un lado para otro, tan receloso como un gato encima de una cuerda de la ropa. Los condujo hasta un puente, mientras Locke no hacía más que tropezar y caerse, y después hasta la ribera sudeste del Silencio. Una vez allí, la enorme silueta negra del Túmulo de los Mendigos se destacó a la izquierda en medio de la bruma, y el olor a mojado de las tumbas de los pobres saturó el aire.
—Ningún guardia —susurró Locke—. Nadie, chico o chica, de la Colina de las Sombras. Ni un alma. Es condenadamente extraño incluso en este lugar.
—¿No ha sucedido ya todo lo que tenía que suceder esta noche? —Jean apretó el paso todo lo que pudo y cruzaron rápidamente otro puente, el que les llevaría hacia el sur, hasta Humo de Carbón. Locke intentaba mantener el paso, agarrándose el estómago y las costillas que le dolían. Bicho iba en la retaguardia, echando rápidas miradas por encima del hombro.
En la ribera noreste del Humo de Carbón podía verse una fila de dársenas deterioradas, escaleras bamboleantes y muelles de piedra a punto de desmoronarse. Todos los barcos más grandes y bonitos, así como las barcazas, estaban bien amarrados con cadenas, mientras que unas pocas barquichuelas se movían por aquí y por allá, solamente amarradas con una soga. En una ciudad como Camorr, llena de aquellas barquichuelas, ningún ladrón en su sano juicio se hubiera tomado la molestia de robar una… al menos la mayoría.
Treparon hasta la primera que vieron que tenía remo; Locke se derrumbó en la popa mientras Bicho empuñaba el remo y Jean soltaba la soga.
—Gracias, Bicho —Jean se deslizó sobre el fondo mojado de la pequeña embarcación de madera; los tres habían estado muy apurados aquella noche—, ocuparé tu lugar dentro de un momento.
—Diantre, ¿eso no hará que se resienta mi educación moral?
—Tu educación moral ha terminado —Jean alzó la vista hacia el cielo mientras el muelle quedaba atrás y Bicho los llevaba hacia el centro del canal—. Ahora vas a aprender una o dos cosas sobre la guerra.
Sin ser vistos ni molestados por nadie, Jean remó con tranquilidad hasta que los condujo a todos a la ribera norte del canal, justo al sur de su templo; la Casa de Perelandro sólo era una silueta oscura y maciza bajo la oscuridad de la niebla que los cubría hasta más arriba de la cabeza.
—Con calma, con calma —dijo el hombretón, hablando como para sí mientras abría la alcantarilla; estaba a un metro más arriba del agua y tenía una anchura de metro y medio. Conducía, más o menos directamente, hasta un pasadizo oculto que se encontraba detrás de la escalera del propio templo. Bicho deslizó una mano a través de los barrotes de hierro que se encontraban donde terminaba el desagüe, y tropezó con la cerradura oculta; entonces sacó un estilete que llevaba debajo de la camisa y se dispuso a subir.
—Yo voy primero —dijo justo antes de que Locke le tirara del cuello de la camisa.
—Creo que no. Las Hermanas Malvadas irán primero. Tú siéntate y vigila el bote.
Así lo hizo Bicho, poniendo mala cara, y Locke se rió. Jean entró por el desagüe y comenzó a arrastrarse en la oscuridad.
—Puedes tener el honor de entrar el segundo, Bicho —dijo Locke—. Quizá necesite una mano que tire de mí.
Cuando los tres estuvieron a salvo dentro del conducto, Locke se volvió y empujó el bote con el pie para alejarlo hasta el centro del canal. La corriente lo arrastraría hacia la Vía Camorazza, perdido entre la bruma, hasta que alguien lo abordara con un bote mayor o lo reclamara como si le hubiera caído del cielo. Después Locke volvió a poner los barrotes en su sitio y echó el cierre; los Caballeros Bastardos solían aceitar los goznes para silenciar sus idas y venidas.
Siguieron avanzando a rastras en la oscuridad, rodeados por los pausados ecos de su propia respiración y del sonido de sus ropas al rozar con el suelo. Cuando Jean manipuló la cerradura de la entrada secreta de la madriguera y sonó un clic, un haz de pálida luz plateada cayó sobre ellos.
Jean avanzó con cuidado por el suelo de madera del pasadizo; exactamente a su derecha, las cortinas ocultaban la entrada de lo que antaño fuera el dormitorio del padre Cadenas. A pesar de los esfuerzos que hacía Jean para moverse despacio, el suelo no dejaba de crujir al recibir su peso. Locke entró tras él en el pasadizo, el corazón latiéndole muy deprisa.
La luz era muy escasa. En el transcurso de todos los años que había vivido allí, las paredes siempre habían estado iluminadas por una suave luz dorada.
Jean avanzó hacia delante, siempre a rastras, las hachas ondeando en sus manos. Al llegar al recodo del pasillo, giró por él y entonces se detuvo y lanzó un gruñido.
—Mierda.
La cocina se encontraba en el más completo desorden.
Los armarios de las especias estaban volcados; el suelo se hallaba cubierto por los vidrios de la cristalería y los calderos rotos. El armario de la vajilla estaba abierto y vacíos sus estantes; habían volcado el barril del agua y ésta cubría las baldosas del suelo. Las sillas doradas estaban hechas trizas, apiladas todas en uno de los rincones. El lustre tan bonito que había colgado sobre las cabezas de todos desde que entraran por primera vez en la madriguera de cristal estaba hecho una pura ruina. Se sostenía del techo por unos cuantos cables; sus planetas y constelaciones estaban destrozados, sus esferas armilares dañadas más allá de cualquier posible reparación. El sol que ardía en su centro, reventado como un huevo; los aceites alquímicos que lo iluminaban, derramados encima de la mesa.
Locke y Jean se detuvieron ante la salida del pasillo, anonadados por el espectáculo. Bicho dobló la esquina, dispuesto a la acción contra el enemigo invisible y se quedó parado entre ambos.
—Por los dioses. ¡Por los dioses!
—¿Calo? —Locke acababa de comprobar que el sigilo era innecesario—. ¡Galdo! ¡Calo! ¿Estáis aquí?
Jean corrió la pesada cortina que cubría la puerta del guardarropa. No hizo ningún comentario ni emitió ningún sonido, pero las Hermanas Malvadas se le cayeron de las manos y resonaron estruendosamente al llegar al suelo.
También el guardarropa había sido saqueado. Todas las hileras de ropas y vestidos elegantes, todos los sombreros, corbatas, calzas y calzones, todos los chalecos, camisas y miles de otros accesorios… todo había desaparecido. Habían roto los espejos; la caja del maquillaje estaba volcada y su contenido roto y pisoteado por el suelo.
Calo y Galdo estaban allí, la espalda apoyada en la pared, mirando sin ver en la penumbra. Les habían rajado la garganta de oreja a oreja, un par de cortes idénticos… un par de heridas gemelas.
Jean cayó de rodillas.
Bicho intentó colarse, pero Locke no se lo permitió y le devolvió a la cocina con toda la poca fuerza que le quedaba.
—No, Bicho, no… —dijo, pero ya era tarde. El muchacho se apoyó con fuerza sobre la mesa de madera de álamo negro y rompió en sollozos.
Dioses, pensó Locke mientras chocaba con Jean al dirigirse al guardarropa, dioses, he sido un loco. Teníamos que haber hecho el equipaje y salir a escape.
—Locke… —dijo Jean con un gemido, y entonces se tiró al suelo, los dedos engarabitados, agitado y estremecido como si sufriera un ataque.
—¡Jean! Por los dioses, ahora que… —Locke se agachó al lado del hombretón y puso una mano bajo su redonda y fuerte barbilla. A Jean se le acababa de disparar el pulso… Miró a Locke con ojos vacuos y abrió y cerró la boca sin conseguir escupir las palabras que le quemaban. Los pensamientos de Locke también se aceleraron.
¿Veneno? ¿Una trampa? ¿Algún objeto alquímico dejado en la habitación? ¿Por qué no le había afectado a él? ¿No habría sentido los síntomas por sentirse ya mal de por sí? Recorrió la habitación con mirada frenética hasta que sus ojos se posaron en un objeto negro que descansaba entre los dos gemelos Sanza que yacían en el suelo.
Una mano, una mano humana cortada, gris y reseca como si fuera de cuero. Tenía la palma hacia el techo y los dedos curvados ligeramente hacia atrás. Habían usado un hilo negro para escribir un nombre con él y luego coserlo en la piel muerta de la mano; y aunque aquellas letras eran toscas, no por ello eran ilegibles, pues en ellas, realzado por un tenue brillo de color azul oscuro, podía leerse:
JEAN TANNEN
No sabe las cosas que podría hacerle si tuviera su auténtico nombre bordado. Aquellas palabras del halconero regresaron inconscientemente a su memoria. Jean gimió nuevamente, la espalda arqueada por el dolor, mientras Locke se agachaba sobre la mano cortada. Una docena de ideas giraron en su mente: convertirla en picadillo con una de las hachas, abrasarla en la piedra alquímica del hogar, arrojarla al río… Conocía muy poco la práctica de la brujería, pero seguro que cualquiera de esas ideas era mejor que nada.
Entonces escuchó el sonido de los pasos de alguien que pisaba los vidrios rotos de la cocina.
—No te muevas, chaval. No creo que el gordo de tu amigo pueda ayudarte ahora. Ahí está, sentado a la derecha.
Locke levantó sin hacer ruido una de las hachas de Jean que seguían en el suelo, la empuñó en su mano derecha y dio unos pasos hacia la puerta del guardarropa.
Un hombre estaba de pie ante la entrada de la habitación, un completo extranjero a ojos de Locke. Vestía un capote encerado de tonos pardo-rojizos y había echado la capucha hacia atrás, revelando un pelo largo y sucio y unos mostachos caídos. Tenía una ballesta en la mano derecha y apuntaba a Bicho de manera displicente. Abrió los ojos cuando Locke apareció en la entrada del guardarropa.
—Esto no va bien —dijo—. Se suponía que no tendrías que estar aquí.
—Tú eres el hombre del Rey Gris —dijo Locke. Apoyaba la mano izquierda en la pared que estaba al lado de la puerta como si quisiera apoyarse de verdad en ella, aunque lo que intentaba era ocultar el hacha.
—Uno de los hombres del Rey Gris. Tiene unos cuantos.
—Te daré lo que me pidas —dijo Locke— si me revelas quién es, qué está haciendo y cómo puedo librarme del mago.
—No puedes. Por decirte eso no voy a cobrarte. ¿Todo lo que me pidas? No tienes tanto dinero.
—Tengo cuarenta y cinco mil coronas.
—Las tenías —dijo el ballestero con cierto humor—, pero ya no las tienes.
—Un dardo —dijo Locke—. Nosotros somos dos —Jean gimió, todavía echado en el suelo—. La situación es como para pensársela.
—No pareces en muy buenas condiciones, y el muchacho no está mejor que tú. He dicho que no te muevas, chaval.
—Un dardo no será suficiente —dijo Bicho, la mirada dominada por una furia que Locke jamás había visto en ella—. No tienes ni idea de a quiénes quieres joder.
—Tranquilos, caballeros —dijo el hombre del Rey Gris—, no veo que ninguno de vosotros se muestre muy ansioso por recibir un dardo en la cara.
—No sabes con quiénes tienes que vértelas, ni las cosas que hemos hecho —Bicho movió lentamente la muñeca y algo se le cayó de la manga y fue a parar a su mano. Locke apenas percibió el movimiento… ¿qué podía ser esa cosa? ¿Un torzal de huérfano? Oh, por los dioses… no serviría de nada contra un cuadrillo de ballesta…
—Bicho… —murmuró.
—Díselo, Locke. Dile que no sabe a quién quiere joder. ¡Dile que no sabe lo que va a sucederle! Podemos ganarle.
—Antes de que uno de vosotros se haya movido un centímetro, éste saldrá volando —el ballestero retrocedió con una zancada, cogió la ballesta con la mano izquierda y la movió hacia uno y otro lado, apuntando a Locke y a Bicho.
—Bicho, no…
—Podemos ganarle, Locke. Tú y yo. No puede detenernos a los dos. Diablos, apostaría a que no puede detener a uno de los dos.
—Bicho, escucha…
—Escucha a tu amigo, chaval —el intruso sudaba a pesar de su arma.
—¡Soy un Caballero Bastardo! —dijo Bicho muy despacio, con voz airada—. Nadie se mete con nosotros. Nadie se lleva lo mejor de lo nuestro. ¡Lo vas a pagar!
Y diciendo estas palabras, Bicho saltó desde el suelo, levantando la mano con la que cogía el torzal de huérfano, una mirada de la más absoluta determinación en su flaco rostro. La ballesta dio un chasquido y el tañido de su cuerda al soltarse reverberó sonoramente en las paredes de cristal de la cocina.
El dardo que tenía que clavársele a Bicho entre los ojos erró su blanco, yendo a parar a su cuello.
El hombre del Rey Gris bajó la ballesta e intentó desenvainar la espada que llevaba al cinto, pero Locke salió por la puerta precedido por el hacha que había estado ocultando hasta entonces, la cual cayó con toda la rabia que la empuñaba. Si Jean hubiera sido capaz de partirle la cabeza a aquel hombre con el hacha, Locke apenas pudo golpearle con la bola. Pero fue suficiente, porque ésta le alcanzó justo debajo del ojo derecho y le hizo retroceder, gritando de dolor.
Locke se le adelantó y cogió la ballesta, aullando. Le golpeó con el mango en la cara y le rompió la nariz con gran profusión de sangre. Y cayó, golpeándose la cabeza con el cristal antiguo de las paredes del pasillo. Y mientras caía, proyectó las manos hacia delante para parar el siguiente golpe de Locke. Locke le rompió los dedos con la ballesta; los gritos de ambos hombres se mezclaron y resonaron en tan reducido espacio.
Locke dio por concluido el asunto al golpearle en la mejilla con una de las partes curvas de la ballesta. Entonces al intruso se le fue la cabeza hacia un lado, la sangre salpicó en el cristal y él cayó desmadejado en el rincón del pasillo, inmóvil.
Locke tiró la ballesta, se volvió y corrió hacia Bicho.
El dardo había atravesado el cuello del muchacho justo a la derecha de la tráquea, entrando hasta las plumas en medio de un surtidor de sangre oscura. Locke se arrodilló y acunó la cabeza de Bicho entre sus manos, sintiendo la punta del dardo por detrás del cuello del chico. Algo caliente mojaba las manos de Locke; podía sentirlo cada vez que el chico respiraba de forma entrecortada. Bicho tenía los ojos muy abiertos y le miraba fijamente.
—Perdóname —dijo Locke mientras lloraba—. Que los dioses me maldigan, Bicho, ha sido por mi culpa. Tendríamos que haber huido. Podríamos haberlo conseguido. Mi orgullo… tú, Calo y Galdo. Ese dardo tendría que haber sido para mí.
—Tú orgullo —susurró el chico— estaba justificado. Caballero… Bastardo.
Locke hizo presión con los dedos sobre la herida de Bicho, imaginando que, de algún modo, serviría para detener la hemorragia, pero el chico gritó y Locke apartó sus dedos temblorosos.
—Justificado —dijo Bicho. La sangre le corría por las comisuras de la boca—. ¿Y yo… no era tu subordinado? ¿Nada de aprendiz, sino un auténtico Caballero Bastardo?
—Tú jamás fuiste el subordinado de nadie, Bicho. Jamás fuiste un aprendiz —dijo Locke entre sollozos, intentando acariciar el cabello del muchacho y espeluznándose al contemplar la huella ensangrentada que acababa de dejar con la mano sobre su pálida frente—. Idiota valiente, valiente y estúpido bastardo. Ha sido por mi culpa, Bicho. Por favor, di… di que ha sido por mi culpa.
—No —susurró Bicho—, oh, dioses… me duele… me duele mucho…
La respiración del chico se paró mientras Locke le tenía cogido. Y no volvió a hablar.
Locke alzó la mirada. Y le pareció que aquel techo de cristal no hecho por los humanos, que durante tantos años había iluminado su vida con su cálida luz, se complacía en ofrecerle en aquellos momentos una luz roja: el reflejo del suelo en el que se sentaba mientras mantenía contra sí el cuerpo inerte de Bicho, que aún sangraba entre sus brazos.
Y hubiera podido seguir sentado en aquel lugar toda la noche, perdido en una ensoñación de dolor, si no hubiese escuchado los fuertes gemidos de Jean en la habitación de al lado.
Locke volvió a la realidad con un estremecimiento y depositó en el suelo la cabeza de Bicho con toda la suavidad que pudo. Se levantó tambaleándose y, una vez más, recogió del suelo el hacha de Jean. Sus movimientos fueron lentos e inseguros mientras regresaba al guardarropa, levantaba el hacha por encima de su cabeza y la lanzaba con toda la fuerza de la que había podido hacer acopio contra la mano embrujada que seguía entre los cadáveres de Calo y de Galdo.
El pálido resplandor azulado disminuyó cuando la hoja del hacha mordió la mano reseca; detrás de él, Jean lanzó un grito entrecortado, que Locke interpretó como signo de buen agüero. Metódicamente, complaciéndose mientras lo hacía, partió la mano en partes más pequeñas. Siguió partiendo aquella piel de cuero y los huesos quebradizos hasta que los hilos negros que formaban el nombre y el apellido de Jean se fueron cada uno por su sitio y el resplandor azul desapareció por completo.
Se quedó mirando a los Sanza hasta que oyó a Jean moverse a su espalda.
—Oh, Bicho. Oh, maldición —el hombretón se levantó tambaleándose y gimió—. Perdóname, Locke. No podía… no podía moverme.
—No hay nada que perdonar —dijo Locke, y hasta el pronunciar aquellas palabras le hizo sentir dolor—. Era una trampa. Tu nombre estaba escrito en esa cosa que el mago dejó para nosotros. Debieron de suponer que regresaríais.
—¿Una… mano cortada? ¿Una mano humana con mi nombre cosido en ella?
—Sí.
—El Apretón de la Mano del Ahorcado —dijo Jean, mirando los trozos de carne y los cadáveres de los Sanza—. Leí algo acerca de eso cuando era más joven. Parece que funciona.
—Con eso intentaban dejarte fuera de combate —dijo Locke con frialdad—, para que el asesino que se escondía arriba bajara a mataros a ti y a Bicho.
—¿Sólo uno?
—Sólo uno —suspiró Locke—, Jean. Arriba, en las habitaciones del templo. El aceite para las lámparas… por favor, vete a por él.
—¿El aceite para las lámparas?
—Todo lo que haya —dijo Locke—, apresúrate.
Jean se detuvo en la cocina, se arrodilló y cerró los ojos de Bicho con la mano izquierda. Luego se puso en pie, titubeante, se secó las lágrimas y corrió a cumplir la petición de Locke.
Locke regresó despacio a la cocina, llevando consigo el cadáver de Calo Sanza. Lo colocó al lado de la mesa, cruzó sus brazos encima del pecho, se arrodilló y le besó en la frente.
El hombre que seguía en el rincón gimió y movió la cabeza. Locke se levantó, le dio una patada en la cara y regresó al guardarropa para coger el cadáver de Galdo. Al poco tiempo había colocado a los Sanza en el suelo de la expoliada cocina y a Bicho entre ellos. Incapaz de soportar la mirada vítrea de los gemelos, Locke cubrió los tres cadáveres con los manteles de seda de uno de los armarios volcados.
—Hermanos, os prometo una ofrenda de muerte —susurró Locke cuando hubo terminado—. Os prometo una ofrenda de la que se enterarán hasta los dioses. Una ofrenda que conseguirá que las sombras de todos los duques y capas de Camorr se sientan miserables. Una ofrenda de sangre, oro y fuego. Lo juro por Aza Guilla, que cuida de nosotros, y por Perelandro, que nos dio cobijo, y por el Guardián Avieso, que pone un dedo en uno de los platillos de la balanza cuando pesan nuestras almas. Y lo juro por Cadenas, que nos mantuvo a salvo. Y pido perdón por no haber conseguido hacer lo mismo que él.
Con un esfuerzo, Locke siguió en pie y volvió a sus quehaceres.
Habían tirado unos cuantos trajes viejos en los rincones del guardarropa. Locke los recogió, junto con algunos elementos de la saqueada caja del maquillaje: un puñado de bigotes postizos, un trozo de barba postiza y un poco del adhesivo que se emplea en el teatro. Todo eso lo arrojó al pasillo de la entrada de la madriguera y luego echó un vistazo a la cripta. Tal y como había sospechado, estaba completamente vacía. No quedaba ni una moneda en los rincones ni en los estantes. Sin duda alguna, los sacos cargados en el carro habrían volado antes.
Recogió sábanas y colchas de los dormitorios que estaban detrás de la madriguera, y después hojas, libros y rollos de pergamino; hizo con todo ello un montón en la mesa ante la que se sentaban a comer. Finalmente, se inclinó sobre el sicario del Rey Gris, las manos y las ropas cubiertas de sangre, y esperó a que Jean regresara.
—Despierta —dijo Locke—. Sé que me estás escuchando.
El sicario del Rey Gris abrió y cerró los ojos, escupió sangre e intentó arrastrarse con ayuda de sus pies para resguardarse en la esquina.
Locke se le quedó mirando mientras pensaba que aquello suponía un vuelco del orden natural de las cosas; el asesino era musculoso, una cabeza más alto que Locke, y Locke era más alfeñique de lo habitual después de todo lo sucedido aquella noche. Pero en aquellos momentos todo el espanto que le rodeaba se concentraba en sus ojos, que miraban al asesino que tenían más abajo con un odio tan intenso como mortal.
Jean se detuvo a unos pasos de su espalda, un saco sobre el hombro, sus hachas sujetas en el cinto.
—¿Quieres vivir? —preguntó Locke.
El asesino no contestó.
—Es una pregunta sencilla y no me gustaría repetirla. ¿Quieres vivir?
—Sí —dijo aquel hombre con un hilillo de voz.
—Entonces será un placer no concederte la vida —Locke se arrodilló a su lado, introdujo una de sus manos debajo de sus ropas y sacó una pequeña bolsa de piel que llevaba atada al cuello—. En cierta ocasión, cuando tuve la suficiente edad para saber lo que hacía, sentí vergüenza de ser un asesino. Incluso después de haber saldado mis cuentas, sigo llevando esto. Y lo he llevado encima desde entonces, para no olvidarlo.
Y entonces se quitó la bolsa y tiró de la cuerda. Cuando la abrió, sacó de ella lo único que contenía: el diente de un tiburón blanco. Luego agarró la mano derecha del asesino, colocó el diente y la bolsa en su palma y apretó sus dedos rotos encima de ella, para cerrarla. El asesino se retorció de dolor y gritó. Locke le dio un puñetazo.
—Pero ahora —prosiguió— tengo que volver a asesinar una vez más. Voy a comenzar a matar a todos los hombres del Rey Gris hasta que no quede ni uno. ¿Me oyes, mamón? Cogeré al mago mercenario y al Rey Gris, y aunque todos los poderes de Camorr, de Karthain y del mismísimo infierno se pongan contra mí, sólo quedará… sólo quedará un largo reguero de muertos entre tu maestro y yo.
—Estás loco —susurró el asesino—, jamás podrás vencer al Rey Gris.
—Haré algo más que eso. Todo lo que él planee hacer, yo lo desharé. Todo lo que él cree, yo lo destruiré. Cualesquiera que fueran las razones que te impulsaron a venir hasta aquí para matar a mis amigos, se desvanecerán. Todos los hombres del Rey Gris morirán por nada, comenzando contigo.
Jean Tannen dio un paso adelante y agarró al asesino con una mano, arrastrándolo por las rodillas. Lo llevó hasta la cocina, haciendo oídos sordos de sus peticiones de clemencia. El asesino fue arrojado sobre la mesa, cayendo al lado de los tres cadáveres cubiertos y de la pila de tela y papel, y entonces distinguió el olor empalagoso del aceite de lámparas.
Sin decir palabra, Locke golpeó con la bola de una de sus hachas la rodilla derecha del sicario. Otro golpe rápido le rompió la rótula de la pierna izquierda, y entonces el asesino se hizo un ovillo para protegerse de los demás golpes que iban a caer… pero no cayó ninguno.
—Cuando veas al Guardián Avieso —dijo Locke, retorciendo algo entre sus manos—, dile que Locke Lamora aprende muy despacio, pero bien. Y cuando veas a mis amigos, diles que van de camino más de los tuyos.
Abrió las manos y dejó caer un objeto; era un trozo de cuerda de nudos de color gris carbón, con filamentos blancos que salían de uno de sus extremos. Una cerilla alquímica de torsión: cuando los filamentos blancos quedaban expuestos al aire durante sólo unos segundos, producían la ignición de la cuerda más gruesa que los envolvía, la cual ardía durante más tiempo. Cayó en el borde de un charco de aceite de lámparas.
Locke y Jean salieron por detrás de la cortina y subieron hasta el viejo templo, dejando que las puertas se cerraran tras ellos con estruendo.
En la madriguera de cristal que se encontraba bajo ellos, las llamas comenzaron a subir.
Primero las llamas, y luego los gritos.